Capítulo 33

Callum

I

Paddy sintió el viento que soplaba sobre el andén como una pequeña ráfaga de aire emocionante. El sentimiento se acrecentaba mientras subía las escaleras y el resto de pasajeros se ajustaban los abrigos, anticipando el aire que venía. Dobló la esquina y se enfrentó al ataque. A dos metros más allá de la esquina, volvía a estar en calma y el viento se convertía de pronto en un síntoma imaginado.

La salida del metro era un sucio callejón entre dos edificios de pisos en el que los comerciantes vaciaban sus basuras apestosas y donde los hombres aliviaban sus necesidades cuando volvían a casa del pub. Al fondo del callejón, divisó a Sean, que la esperaba bajo un rayo de luz, con aspecto muy lejano. Al verla acercarse, una sonrisita esperanzada se le dibujó en los labios. Había desafiado a su madre al ponerse en contacto con Callum, y Paddy sabía lo difícil que eso le habría resultado.

Sean se cambió la bolsa de deportes marrón a la mano izquierda mientras alargaba instintivamente los brazos hacia ella, recordando demasiado tarde que ya no tenía derecho a tocarla. Entonces, le dio unos golpecitos patosos en la espalda. Ella se acordó de pronto de los pezones de Terry Hewitt y sonrió; luego, apretó los ojos con fuerza para ocultar unas lágrimas diminutas.

– ¡Hola! -dijo tratando de imitar el extraño gesto de Sean con unos golpecitos en su hombro-. Gracias por lo que estás haciendo, Sean.

– No hay de qué -dijo.

Se pusieron a andar juntos, pero, en realidad, se encontraban a cientos de kilómetros de distancia porque no podían cogerse de la mano. Cuando aguardaban la luz verde del semáforo, Sean le empezó a hablar.

– Si he de serte sincero, me alegro de que me hayas pedido que vengamos a verlo; han dicho que ha pedido no ver más a su madre, y nadie más de la familia se ha puesto en contacto con él. No me han permitido llevarle comida porque temen que alguien quiera envenenarlo.

Ella le acarició la espalda, apretando un poco por la costumbre de sentir su piel, y dejó la mano un momento entre sus omoplatos. Sean se apartó, arqueando la espalda. El tráfico se detuvo y cruzaron la calle, el hombrecito verde del semáforo los salvó de hacer una escena.

El moderno hospital se levantaba sobre una colina pequeña y empinada, alejada de la transitada carretera. Era una edificación reciente, de líneas rectas y soluciones pragmáticas, construida y, casi al mismo tiempo, forrada de redes para evitar que las palomas la convirtieran en una amenaza biológica.

La entrada estaba en la parte trasera. A diez metros, estaba el viejo edificio gótico abandonado al que había sustituido una baronía con torrecillas, entonces vacía, y con las puertas y ventanas de la planta baja tapiadas. Entraron en el nuevo edificio por una puerta pequeña y tomaron el ascensor hasta la quinta planta, sudando por el inesperado calor que hacía dentro. Sean le tendió algo con la mano.

– Tienes que ponerte esto. -Era el estuche del anillo de pedida-. Sólo te dejarán entrar si se creen que eres mi prometida.

Paddy se disculpó con la mirada y sacó el conocido anillo del estuche. Le quedaba demasiado apretado; notaba que la parte superior del dedo se le hinchaba bajo su presión. A las cinco, se abrieron las puertas y apareció una tropilla de estudiantes de enfermería que dedicaban sus mejores sonrisas de cortesía a los dos médicos de mediana edad con los que se acababan de cruzar

Sean y Paddy siguieron las indicaciones, y cruzaron por tres pasillos hasta llegar a un puesto de enfermeras en otro pasillo. Sobre la mesa, había esparcidos formularios de papel verde y rosa. Los recibió una enfermera guapa, rubia y bajita, con una melenita ondulada y los ojos pintados con sombra azul. Era tan delgada que parecía preadolescente. Cuando Sean y la enfermera se cruzaron una mirada sonriente, Paddy tuvo ganas de abofetearla.

– Me han dicho que pregunte por el sargento Hamilton -dijo Sean a media voz.

La sonrisa de la enfermera casi se desvaneció.

– Avisaré a la matrona.

Desapareció en un despacho que había detrás de la mesa. La matrona, una mujer cuarentona e insolente, jugueteaba con el reloj que llevaba colgado al pecho y les volvió a preguntar si buscaban al sargento, ¿cómo se llamaba? ¿Los estaba esperando? Sus preguntas eran una apostilla básica de la petición de Sean, pero Paddy se dio cuenta de que la mujer estaba encantada de que estuvieran allí, de que pensaba en la historia que contaría algún día, cuando pudiera hablar del asunto. Miró a Sean de arriba abajo y se fijó en sus polvorientas botas de trabajo y sus pantalones baratos. Se había cambiado la ropa del trabajo, pero su aspecto seguía siendo perceptiblemente pobre. Mimi le compraba los zapatos en el mercadillo de Barras, y las camisas de segunda mano en el Murphy's de Bridgate. Paddy estaba acostumbrada a ser la persona que vestía más pobremente de la redacción. Mantuvo el dedo en el que llevaba el anillo de pedida a la vista para demostrar que eran personas decentes.

La matrona cogió el teléfono de la mesa y marcó un número de cuatro dígitos mientras se pasaba la lengua por delante los dientes. Se volvió de espaldas y susurró algo al auricular, asintiendo mientras su interlocutor hablaba. Colgó, miró el teléfono con las cejas levantadas y apretó los labios.

– Viene enseguida -dijo como si no fuera lo que ella había aconsejado.

El sargento apareció en el pasillo antes de darle tiempo a la matrona de hacerlos sentir peor. Era un tipo sólido y de espaldas anchas, con el pelo canoso y un rostro amable. Anduvo hacia ellos, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras se secaba el sudor de la frente.

– Uf -dijo el sargento a la matrona-, qué calor hace aquí. -Volvió la atención hacia Sean y lo escrutó unos instantes-. Bueno, y ahora, ¿podrían enseñarme los dos algún tipo de identificación?

Se trataba de una orden, no de una pregunta. Sean llevaba su cartilla de ahorros de la Caja de Correos y una tarjeta del sindicato; Paddy llevaba su carné de la biblioteca.

– Está bien, chicos, quítense los abrigos.

Paddy se quitó de buena gana la trenca y se la entregó al policía, quien registró los bolsillos y el forro. Sean le ofreció su cazadora.

– Todas las precauciones son pocas -dijo el sargento, que sonreía mientras revisaba los abrigos para tratar de quitarle hierro a la situación.

Registró a Sean con las manos, pero no osó hacer lo mismo con Paddy, que llevaba una falda de tubo y un jersey. Revisó el contenido de la bolsa de deporte de Sean, comprobó los objetos con manos precavidas, y frunció el ceño al encontrar un poster de los Celtics.

– Todo lo que llevo es para él, ¿está bien? -Sean sonaba tímido e infantil.

– Correcto-. Sus ojos se paseaban por los distintos objetos de la bolsa-. Sí, está todo en orden.

Les devolvió la bolsa y les hizo un gesto para que lo siguieran.

En el hospital, hacía un calor desconcertante; los tres se pusieron a sudar mientras avanzaban por esquinas y pasillos grises antes de tomar un pequeño desvío del pasadizo principal. Tras otra esquina, divisaron a dos policías ante una puerta: uno estaba sentado, y el otro, de pie; ambos bebían de tazas con platito y tenían un tabloide muy manoseado en el suelo, debajo de la silla. Cuando el sargento se les acercó, se pusieron tensos, escondieron las tazas de té y se pusieron bien los uniformes. Paddy intuyó que su jefe no debía de ser siempre tan amable.

– Estos dos jóvenes vienen a visitar… al pequeño -dijo vacilante; y, a continuación, les hizo un gesto para que abrieran la puerta.

Todos se volvieron hacia la puerta, la miraron expectantes y el sargento dio un paso al frente.

– Me quedaré con ustedes un ratito, sólo para asegurarme de que todo está bien.

Retrocedió un paso, todos tomaron aliento, y el policía que estaba más cerca de la puerta giró el pomo.

La habitación individual tenía una entrada estrecha y un lavabo a mano izquierda desde la entrada. Estaba oscura y había un olor denso a lejía y a pino. Lo primero que Paddy vio fue el viejo hospital gótico que se veía por la ventana, con su silueta llena de torreones y de ventanas negras tapiadas. Metida en la esquina, había una cama de metal con una tablilla colgada a los pies. Sobre la cama, sentado, iluminado por una severa lámpara de lectura, estaba Callum Ogilvy.

Parecía diminuto. No parecía haber ganado nada de peso desde la última vez que lo vieron, un año atrás, pero tal vez fuera por la postura en que se sentaba. Tenía las mantas sobre las rodillas y leía un cómic manoseado y medio roto; se había quedado paralizado en la posición en que lo habían sorprendido al abrir la puerta, con el dedo apuntando a una parte del libro y la boca abierta, a punto de musitar una palabra. Al principio, Paddy pensó que tal vez llevara esposas, pero luego se dio cuenta de que llevaba un grueso vendaje alrededor de la muñeca, donde se había cortado. Tenía un aspecto aterrador y flaco, como de genio diabólico, viejo y arrugado.

– ¿Todo bien, jovencito?

Callum levantó la vista y se quedó boquiabierto. Sean se sentó al lado de su cama.

– ¿Te acuerdas de mí?

El chico asintió con la cabeza, lentamente.

– Eres mi primo mayor.

– ¿Qué es esto? -Sean le señaló la muñeca-. ¿Has tenido algunos problemas?

Paddy no advirtió las lágrimas de inmediato por la luz tan fuerte que tenía detrás de él, pero oyó a Callum ahogar un sollozo con la cara todavía inmóvil. Una lágrima enorme le rodó por las mejillas y cayó sobre la cama. Sean se acercó más a él, lo rodeó con los brazos y lo abrazó con fuerza. El chico se quedó rígido como un muñeco, mientras seguía llorando; era la viva imagen de la indefensión.

Estuvo llorando durante veinte minutos. El policía salió al cabo de cinco. Paddy se acercó a la ventana y se volvió de espaldas; de lo contrario, sus ojos se posaban de forma natural sobre el muchacho, y eso le resultaba demasiado duro. Desde allí, percibía los pabellones oscuros que había al otro lado. A medida que la noche caía tras la ventana, el reflejo de la mancha de luz en la cama de Callum se hacía cada vez más claro, y eso le permitía distinguir sus ojos casi cerrados por la hinchazón.

– ¿Hijo? -susurró Sean-. ¿Estás mejor?

Callum asintió con la cabeza. Sean le dio unos golpecitos en la espalda, como para poner fin al abrazo, y se volvió un poco para colocarse de cara a él.

– ¿Te acuerdas de Paddy, mi novia?

Callum la miró. Hasta en el reflejo borroso, ella pudo ver que no le caía bien.

– El Celtic -dijo agotado, y volviendo a centrar otra vez su atención en Sean-, tú eres seguidor del Celtic.

– ¿Y tú no eres seguidor del Celtic?

Callum volvió a mirar a Paddy.

– Pues si no lo eres es una pena -dijo Sean-, porque te he traído un póster para que te lo cuelgues en la pared. -Cogió la bolsa de deporte y le abrió la cremallera; sacó el pequeño póster y lo desenrolló. Tenía las esquinas arrugadas, pero a Callum le gustó. El chico le puso la mano encima y miró a Sean, como afirmando que ahora era su propietario. Su vista se posó rápidamente sobre la bolsa, y Sean se rio-. Desde luego, estás hecho todo un Ogilvy. ¿Miramos qué más hay ahí?

Callum sonrió, arrugando su rostro hinchado. Sean sacó un rompecabezas del primer equipo, un cómic de Beano y uno de Dandy, y un estuche de lápices de plástico que imitaba el tejido vaquero. Lo puso todo encima del póster de manera que formaran una montaña de regalos. Callum sonrió.

– ¿Te gusta?

Dijo que sí con la cabeza.

– Quería traerte un montón de chucherías, como Crunchies o Starbars, pero no me han dejado por culpa de esto. -Sean tocó el vendaje de la muñeca de Callum-. Si no lo vuelves a hacer, me dejarán.

– No voy a hacerlo. -La vocecita de Callum era ronca-. Eres mi primo mayor.

– Así es, jovencito. -Sean se reclinó en la cama a su lado, de modo que ambos estaban ahora de cara a la habitación-. Lo soy, jovencito. Paddy, enciende las luces, ¿quieres?

Cuando se acercó a la puerta y tocó el interruptor, toda la habitación cambió de aspecto. Callum era tan sólo un chico pequeño y flaco metido en una cama. Hasta se parecía un poco a Sean. Podían ser hermanos.

– ¿Te gusta Dandy?

Callum asintió, así que Sean lo sacó de la pila y empezó a pasar el dedo por una de las aventuras y a imitar las voces, como Paddy le había visto hacer con sus sobrinos y sobrinas. Callum se le apoyó en el pecho, y escuchaba sólo a medias lo que le leía. Paddy los observaba por el reflejo de la ventana. Sean iba a ser un padrazo, y ahora lamentaba un poco que no fuera a serlo con ella.

Los chicos leyeron juntos una aventura de Dan el Desesperado, y Callum soltó una carcajada simbólica al terminar. Entonces, Sean colocó la mano plana sobre la página.

– Callum, escucha, Paddy quiere preguntarte algo.

Callum levantó la vista hacia ella, molesto tanto por su presencia como por su relación con Sean.

Paddy sintió de pronto la boca seca. Se sentaba en el extremo más alejado de la cama, con el armazón del catre clavándosele en la grasa de la cadera.

– ¿Qué hay, Callum? ¿Te acuerdas de mí?

El chico señaló el cómic con un gesto de la cabeza y levantó la mano de Sean, volvió la página y volvió a posar la mano.

– ¿De qué conoces a James O'Connor? ¿Es de tu cole?

Callum miró interrogativamente a Sean, quien asintió con la cabeza.

– Sí -respondió, escueto.

– ¿Sois amigos?

Callum mantuvo la vista en el libro.

– Ahora ya no.

– ¿Por qué ya no?

Era la pregunta indicada. Callum se animó:

– Les dijo que yo lo había hecho, pero yo no lo hice. Fue él, él lo hizo.

Sean frunció el ceño.

– Dime una cosa de cuando murió el bebé, Callum: ¿fuisteis hasta allí en tren?

El chico se puso muy tenso y fue levantando lentamente los hombros hasta tenerlos a la altura de las orejas.

– ¿Fuisteis en tren? -preguntó Sean. El chico mantuvo la vista en el cómic.

– La policía dijo eso.

– ¿Pero tú que dices?

Callum miró a los labios de Sean y dejó la boca abierta unos segundos. La volvió a cerrar y negó con la cabeza.

– Pues, entonces, ¿cómo fuisteis hasta allí?

Empezó a manosear ansiosamente el ángulo de la página, clavando la uña en el papel. Sean repitió de nuevo la pregunta de Paddy. Callum sacudió la cabeza con violencia y se detuvo abruptamente, con los ojos abiertos de par en par, brillantes y húmedos de miedo. Sean le acarició el pelo ruidosamente.

– ¿Nos lo vas a decir?

– Fuimos en un vehículo.

Sean miró a Paddy, sabiendo lo que quería preguntarle.

– ¿Qué tipo de vehículo, Callum?

Su rostro estaba apretado como un puño lleno de amargor.

– Un furgón. El furgón de víveres.

Paddy se permitió una sonrisa sardónica. Al fin y al cabo, había estado en lo cierto todo el tiempo.

– Nunca subimos al tren. Él nos dio los billetes para que pareciera que fuimos en tren. -Volvió a mirar el cómic, deseando que todavía lo estuvieran leyendo.

– ¿Eso se lo has contado a los policías?

– Nunca me lo preguntaron -dijo convencido-. Las mujeres son unas putas guarras.

Atónito, Sean miró a Paddy.

– Apestan. He visto fotos de ellas donde se las follaban.

Paddy le devolvió la mirada de estupefacción y de manera tácita decidieron ignorarlo.

– ¿Quién conducía el furgón? -preguntó Sean.

– El colega de James.

– ¿El señor Naismith? -preguntó Paddy. Callum se olvidó de ignorarla.

– Sí, el señor Naismith. El del pendiente.

– No lleva pendiente, ¿verdad?

– Sí.

– Yo lo he visto y no lleva pendiente.

Callum se encogió de hombros.

– Bueno, pues puede que no lo lleve. Es el colega de James.

El giro que había dado la conversación intrigó a Paddy.

– Me reventará el culo con su polla si lo cuento, pero él no es un maricón de mierda, ¿no?

Tanto Sean como Paddy se estremecieron. Sean arrastró los ojos por la página del cómic; Paddy se vio reflejada en la ventana. Ocultaba su disgusto con una sonrisa grotescamente alegre que no lograba reflejar en sus ojos. Pudo ver por la imagen que se reflejaba en la ventana que el pequeño la miraba.

– De todos modos, se limpiaría el coño contigo -susurró el chico.

Ella se volvió y alargó la mano para darle unos golpecitos a la rodilla por debajo de la manta, pero Callum apartó la pierna con repulsión. Paddy posó la mano sobre la cama, junto a él, y sus golpecitos cayeron encima de la sábana.

– Gracias, hijo. No debe de ser agradable que te pregunten sobre esto.

Callum volvió la página de su cómic con gesto desenfadado y murmuró:

– Putas guarras.

II

El modo en que Sean permanecía de pie en el ascensor le hizo pensar a Paddy en un hombre viejo y triste: todo él colgaba de sus huesos. Se apoyó en la pared de enfrente, deseando no haberle preguntado a Callum nada de todo aquello. Naismith no llevaba pendiente. Un teddy boy no se perforaría nunca la oreja. Si Callum decía la verdad, ella le había tendido una trampa a Naismith por algo que no había hecho y la carrera de Terry Hewitt estaría arruinada. Asustada, trató de deslizar la mano en la de Sean, pero él la rechazó delicadamente.

Fuera, en el frío aire nocturno, Sean sacó sus cigarrillos y le ofreció uno. Se los encendieron a la sombra del hospital silencioso. Él se agachó un poco y le tomó la mano, se la apretó cariñosamente, aunque todavía era incapaz de mirarla.

Sean le dio las gracias cortésmente por haber hecho que visitara a Callum. Dijo que volvería a visitarlo, y repetía que el chico era inocente y que no había hecho nada malo.

– Pero si encontraron sus huellas en el bebé.

– Pudo tratarse de una trampa. Sé que él no lo hizo.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– Sé que no lo hizo, porque es lo que él me ha dicho: voy a montar una campaña para salvarlo.

Ya no se trataba de qué había pasado en realidad, sino que era más bien una prueba de lealtad.

– Yo no creo que sea inocente.

– ¿Acabas de ver al mismo chico que yo?

– Sean, hay diferencia entre una corazonada y un deseo -dijo Paddy contundente, preocupada por su propio desastre.

Sean le seguía cogiendo la mano pero aflojó el apretón. Separados, bajaron hasta Partick, y siguieron por los caminos secundarios y los lugares oscuros.

En la estación de tren, mostraron sus pases y subieron por las escaleras mecánicas hasta el andén. La sala de espera estaba llena de trabajadores, y el aire estaba desagradablemente húmedo por el calor de sus alientos. Fuera del andén estaba oscuro. Desde aquel lugar elevado, podían ver el cielo sobre el río y la silueta de las grúas de los astilleros; en un tiempo anterior, había estado llenas de ajetreo, pero, en ese momento, aparecían detenidas como esqueletos de dinosaurios recortados contra el cielo anaranjado. Quería contarle a Sean lo que había hecho, confesarle la arrogancia que la había impulsado a tenderle una trampa a Naismith, pero las palabras se le ahogaron en la garganta y le aceleraron el corazón.

Llegó el cálido tren y tomaron asiento cerca del vagón delantero, sentados muy juntos, silenciosos y cansados, con los muslos apoyados el uno contra el otro.

Cuando Sean le ofreció un cigarrillo y sus finos dedos rozaron los suyos, ella tuvo ganas de agarrarlo con la otra mano y decirle que le había hecho algo imperdonable a un hombre, que había dicho una mentira terrible y letal. Pero Naismith lo había confesado todo: había intentado atacarla y la había seguido hasta su trabajo. Empezó a dudar de si, realmente, había tratado de atraparla, de si lo que encontró en la toallita marrón eran realmente cabellos de Heather.

Hizo bajar a Sean en Rutherglen, y que la dejara a ella en el tren. Al despedirse, se levantó por el tranquilo pasillo y lo acompañó hasta la puerta, como si estuviera en su casa.

– Te llamaré mañana -le dijo Sean.

– ¿Lo harás?

Él se inclinó a darle un abrazo pero mantuvo la pelvis a un palmo de ella y se agachó, como temiendo que ella lo atacara si la tocaba. Susurró un gemido de placer a su oído por un abrazo cálido como el tacto de un estilete.

Ella se quedó de pie mientras el tren se ponía en movimiento y lo observó caminar por el frío andén, con las manos en los bolsillos, y cabizbajo. Cuando el tren lo adelantó, Paddy sintió como si lo deslizara hacia su glorioso y dorado pasado; delante ya no tenía nada más que la devastación gris y solitaria que ella misma había creado. No obstante, conservaba todavía un pequeño destello de esperanza. Tal vez, de alguna manera, todavía tuviera justificación. Callum podía estar equivocado.

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