Capítulo 21

Tristemente

I

Paddy permanecía sentada en el banco de la redacción, contemplando a los editores que regresaban poco a poco después de gozar del privilegio del almuerzo, con el humor suavizado gracias a la pinta de cerveza y a la comida caliente. Los periodistas, que tenían que apañarse con diez minutos robados en la cantina o con un bocadillo en el despacho, los miraban con insolencia, con los pies sobre la mesa y los pitillos colgando de la comisura de los labios, dejando bien claro el antagonismo entre los dos grupos. Se odiaban entre ellos porque los editores daban las órdenes y trituraban el trabajo de los periodistas, mientras que éstos últimos se quejaban y maldecían los recortes de los editores, incluso cuando su texto había sido mejorado, y quizá especialmente entonces.

Un grupito de editores permanecía de pie en el centro de la redacción, compartiendo una broma final, cuando un trajín en el pasillo les llamó la atención a todos. William McGuigan, el presidente del periódico, cuya presencia en la redacción era tan poco frecuente como lo eran la empatia y el ánimo, hizo una teatral entrada desde los ascensores. Sus labios gruesos de bebedor de Oporto se habían ido deshinchando con la edad y habían perdido sus comisuras afiladas, de modo que, a Paddy, ahora, le recordaban una fruta demasiado madura. Iba flanqueado por cinco hombres. Uno de ellos, de pelo blanco y con una impecable chaqueta de gabardina, encabezaba autoritariamente el grupo y miraba por toda la sala, como si sospechara de todos.

La redacción quedó en silencio. La presencia de tanta autoridad hizo que todos se sintieran como si estuvieran a punto de detenerlos y como si fueran a ponerlos contra la pared. Atrapado tras la gente, Dub se subió al banco y Paddy se encaramó a su lado.

Como centro de atención de una masa atenta y silenciosa, McGuigan miró a su alrededor, saboreando el momento.

– Señores, estos personas que me acompañan son policías. -Tendió una mano hacia los policías uniformados y bajó la voz-. Ha sucedido algo muy trágico. -Hizo una pausa teatral.

El policía de pelo blanco se colocó impaciente delante de él.

– Escúchenme todos -gritó con un tono fuerte y práctico, como un camión al lado del utilitario de McGuigan-. Esta mañana se ha hallado un cuerpo en el Clyde. Por desgracia, tenemos motivos para pensar que se trata de Heather Allen.

Asumiendo un suicidio desesperado, cien miradas con complejo de culpa se pasearon por la sala, muchas de las cuales se fijaron en Paddy, quien permanecía casi sin respirar. Por el rabillo del ojo, vio a Dub devolver la mirada a los acusadores.

– Creemos que la joven ha sido asesinada -bramó el agente, lo que atrajo de nuevo todas las miradas-. Su coche se halló frente a Central Station; vamos a precisar la ayuda de todos ustedes. Si alguien cree tener alguna información que pueda resultar relevante, le ruego que nos lo haga saber. No esperen a que nosotros nos pongamos en contacto.

Decidido a obtener parte de la atención de los trabajadores, McGuigan dio un paso por delante del policía.

– Les he asegurado a los agentes que cooperarán con ellos, y déjenme decirles esto: pobre del que no lo haga. -Al leer los rostros del público, se dio cuenta enseguida de que las amenazas no venían a cuento. Entonces intentó suavizarlas con una risita, pero se le heló en los labios.

Varias personas se cruzaron de brazos. Alguien musitó «menudo gilipollas». El agente del pelo blanco volvió a colocarse delante de McGuigan.

– Hemos instalado un par de salas de interrogatorios en el piso de abajo, en los despachos 211 y 212. -El agente miró a McGuigan como para suplicar su confirmación-. Ahora, les pediremos a algunos de ustedes que nos acompañen para interrogarlos. -Se sacó un pequeño cuaderno negro del bolsillo y lo abrió.

– ¿Podríamos hablar en primer lugar con Patricia Meehan y Pete McItchie?

Paddy se bajó del banco, sintió que le temblaban las rodillas por la sorpresa, y se abrió camino hasta el centro de la estancia, donde se encontró con Dr. Pete delante del policía de pelo blanco. A su alrededor, el grupo de periodistas y editores se separó entre comentarios susurrados sobre ellos y sobre el final terrible de Heather.

Dos de los encargados de Sucesos salieron disparados a conversar con el agente de policía, y McGuigan levantó las manos y volvió a dirigirse a la sala.

– Sí, por supuesto que vamos a informar de todo esto, pero lo haremos en colaboración con la policía. Sin embargo, vamos a retener parte de la información con fines estratégicos, y todas las noticias pasarán obligatoriamente por los editores de Sucesos para asegurarnos de que las cosas se hacen con coherencia. -Sonrió y sus labios morados y carnosos se extendieron hasta su límite, complacido por haber podido decir la última palabra. Todos lo escuchaban, pero nadie lo demostraba.

Paddy y Dr. Pete aguardaban mientras el agente de pelo blanco daba órdenes urgentes a uno de sus esbirros sobre las puertas, o sobre vigilar las puertas, o algo así. McGuigan, ansioso por recuperar las relaciones amistosas con el agente jefe, le dijo algo sobre tomarse la revancha con una partida de golf. El hombre no le respondió.

Paddy no se lo podía creer: Heather estaba muerta. Alguien la había matado. Dr. Pete sudaba, tenía el labio superior y la frente húmedos y parecía tener el hombro derecho extrañamente tenso, como si se hubiera roto la clavícula. Uno de los agentes más jóvenes, un tipo de rostro rechoncho y el cuello grueso, lo saludó con la cabeza. Dr. Pete levantó la cabeza para responder pero se agarrotó con el movimiento brusco, mantuvo el hombro inmóvil y asintió rápidamente cuando el chico le preguntó si se encontraba bien. Parecía culpable de algo terrible, y Paddy sabía por qué. Tenía ganas de correr al Press Bar y traerle una copa, pero creyó que la policía no se lo permitiría; se aguantó el brazo y movió todo el peso de su cuerpo, apartándose del grupo y acercándose un poco más a Paddy.

– ¿Por qué quieren hablar con usted? -preguntó ella en voz baja-. Sé por qué tienen que hablar conmigo, pero ¿con usted?

– Proporciono información fácil. -Parecía sin aliento-. Conozco a uno de los agentes; solía beber con su padre.

– Y, además, sabe siempre lo que está ocurriendo.

Parecía un poco pelota porque trataba de evitar decir lo más obvio: que Pete era el jefe de los matones, el cabeza de grupo de los que habían acosado a Heather hasta que la despidieron. La policía le preguntaría si alguno de los tipos de la redacción podía haber ido más allá de perseguirla hasta expulsarla de la oficina, si la habían seguido a casa y la habían matado.

– Usted. -El policía del pelo blanco se volvió y señaló a Paddy sin más preámbulos-. Usted, vaya con él. McItchie, si no le importa, quédese conmigo. ¿Cómo está?

– Bueno, aguantando. -Pete se secó el sudor del labio superior.

Pete y Paddy permanecieron cerca el uno del otro mientras los acompañaban hasta los ascensores que nunca habían tenido derecho a utilizar. Ella calculó que a Pete le faltaban unos tres whiskys para alcanzar su estado normal.

– No será largo -dijo Paddy mientras las puertas se abrían delante de ellos.

– Espero que no. Me estoy derritiendo.

Dentro del ascensor, las paredes de espejo exageraban la imagen de los agentes, y los reflejaban como una pequeña brigada hostil. Paddy estaba una cabeza por debajo de cualquiera de ellos, perdida en medio de un bosque de torsos. Un piso más abajo, las puertas del ascensor se abrieron y se metieron en la planta editorial.

El pasillo de la sección de edición corría a lo largo de la pared exterior del edificio. La luz chillona del exterior que entraba por la ventana no mejoraba en absoluto la tez amarillenta de Dr. Pete. Paddy miró hacia la calle y advirtió que fuera había dos coches, uno aparcado a cada extremo del sendero, ociosos, sin que ninguno de los dos aprovechara el enorme aparcamiento medio vacío. Eran coches de policía; vigilaban el edificio para comprobar si alguien trataba de abandonarlo, ahora que el cuerpo había sido hallado. La policía estaba convencida de que el culpable era alguien del periódico.

En el pasillo, los policías que encabezaban la procesión abrieron dos puertas contiguas y desviaron a Paddy por una de ellas, invitando a Dr. Pete a entrar por la otra.

II

En la sala de reuniones había una mesa grande con sitio para quince personas. Paddy se miró las manos y se dio cuenta de que le temblaban un poco. Estaba sola, asustada y tenía diez años menos que los hombres fornidos que la acompañaban, superiores de todos modos porque eran ellos los que hacían las preguntas.

El hombre de rostro rechoncho que había tratado de hablar con Pete estaba a cargo de su sala. Les asignó los sitios, le indicó una silla a su compañero, colocó a Paddy a su lado y él se quedó en el lado opuesto de la mesa. No se había dado cuenta antes de sentarse porque era muy alto, pero el policía que estaba a su izquierda era rubio, de mandíbula cuadrada y tenía los ojos de un tono azul eléctrico. El amigo de Pete era moreno, gordo y más viejo. Tenía la cara aplastada, con la nariz chata como si alguien se le hubiera sentado encima cuando el barro todavía estaba blando.

El tipo rechoncho la miró a los ojos, erigiéndose en jefe.

– Soy el detective Patterson, y éste es el detective McGovern.

Ella les sonrió a ambos, pero ninguno de ellos le correspondió. No se trataba de hostilidad abierta, pero ninguno de ellos parecía estar especialmente interesado en hacer amigos. Patterson sacó una libreta y buscó la página pertinente; le pidió que le confirmara su nombre, su cargo de recadera, y le pidió la dirección particular.

– Se peleó usted con Heather, ¿no es cierto? ¿Cuál fue el motivo?

Paddy miró alrededor de la mesa unos instantes, preguntándose si tenía algún motivo para contar la verdad sobre Callum.

– Mi novio es pariente de uno de los chicos implicados en el caso Wilcox.

– ¿En el qué?

– El caso del pequeño Brian.

Los policías se lanzaron miradas elocuentes y miraron a sus papeles por un momento; cambiaron de expresión antes de levantar de nuevo la vista. El rechoncho le hizo un gesto para que prosiguiera.

– Cuando me enteré, se lo confié a Heather y ella escribió la noticia y la distribuyó.

– ¿La distribuyó?

– Contó la historia a una agencia y ellos la vendieron a muchos otros periódicos, a aquellos cuyos mercados no se solapan. -Los agentes no parecían tener mucho más claro el concepto-. Los periódicos ingleses; la noticia estaba en todas partes. Mi familia no se cree que yo no lo hiciera y ahora no me hablan. Ni siquiera sé si sigo prometida. No sé si mi novio me va a perdonar.

– ¿De modo que se enfadó con ella?

Sopesó la posibilidad de mentir, pero creyó que no sería capaz de hacerlo.

– Por supuesto.

– ¿Y por eso le pegó?

– No, tuvimos una discusión en el lavabo. -Cerró un ojo y cambió de postura en su asiento.

– Parece usted incómoda.

– Yo no le pegué.

– Algo le hizo.

– Le metí la cabeza dentro del inodoro y tiré de la cadena. -Sonaba tan canallesco que intentó excusarse-. Ahora lamento haberlo hecho.

– Me parece que hay que tener muy mal genio para aguantar la cabeza de alguien dentro del inodoro y tirar luego de la cadena.

El policía guapo la miró y le sonrió, lo que le dio ánimos.

– ¿Tiene usted mal genio?

De pronto, se dio cuenta de que lo habían traído deliberadamente a interrogar a la gordinflona. Resentida, cruzó las piernas y se volvió hacia Patterson.

– ¿Trabajan ustedes en el caso del pequeño Brian?

Se miraron entre ellos.

– Nuestra división lo hace, así es.

– ¿Han oído hablar alguna vez de un pequeño que murió llamado Thomas Dempsie?

Patterson soltó una carcajada indignada. Era una reacción extraña. Hasta McGovern pareció sorprenderse.

– ¿Es que no hay nadie que encuentre similitudes entre los dos casos?

– No -dijo Patterson enojado-. Si supiera usted algo sobre los dos casos, se daría cuenta de que son totalmente distintos.

– Pero Barnhill…

– Meehan. -Lo dijo demasiado alto, gritándole. McGovern lo observaba, tratando de no fruncir demasiado el ceño-. Hemos venido a hacerle preguntas sobre Heather Allen, no a especular sobre casos antiguos.

– Thomas Dempsie fue encontrado en Barnhill. Y Brian desapareció en el aniversario de su muerte, el mismo día exacto.

– ¿Cómo sabe usted eso? -dijo mirándola con detenimiento-. ¿Con quién ha estado hablando?

– Sólo quería preguntar si han pensado en ello.

– Pues no lo haga. -Se estaba poniendo furioso-. No pregunte. Responda.

Paddy se acordó de pronto de que los lavabos de la sección editorial estaban a dos puertas de allí, y recordó a Heather sentada en la taza. Tuvo ganas de llorar.

– ¿Están del todo seguros de que se trata de Heather?

– No pueden asegurarlo del todo. Está muy deformada. No hemos podido usar los registros dentales, pero estamos casi seguros de que es ella. Fuera quien fuera, llevaba su abrigo. Ahora irán los padres a identificar el cadáver.

– ¿Por qué no han podido usar los registros dentales?

Él respondió con cierto deleite.

– Tenía el cráneo aplastado.

Lo que chocó más a Paddy fue la crudeza de la frase, y, de pronto, pudo verlo, el cuerpo de Heather tumbado en el suelo de los lavabos de la sección editorial, como carne machacada, la rubia cabellera esparcida como si fueran rayos del sol y una confusión arrastrada de piel y huesos por el medio.

McGovern le ofreció un pañuelo de papel. Ella se esforzó por hablar:

– ¿Hay alguna posibilidad de que no sea ella?

– Creemos que lo es. -Patterson se inclinó hacia delante, mirándola a la cara. Ella no podía evitar pensar que la estaba castigando por haberle hecho preguntas-. Necesitamos que sea lo más sincera posible. Puede que sepa alguna cosa importante. Su sinceridad nos podrá ayudar a atrapar al culpable.

Paddy se sonó y asintió con la cabeza.

– ¿Heather tenía novio?

Paddy negó con la cabeza.

– No, no lo tenía.

– ¿Está segura? ¿No podía tener algún novio secreto del que no le hablara nunca?

– Creo que me lo habría dicho. Se ponía bastante celosa cuando le hablaba de mi prometido. -Miró a McGovern, y él sonrió de forma inadecuada.

– Así que usted cree que, si hubiera tenido algún lío con alguno de los trabajadores del periódico, se lo habría dicho.

Paddy soltó un gemido:

– Imposible, jamás habría salido con nadie de aquí, estaba demasiado preocupada por su carrera.

– ¿Qué diferencia habría?

– La habrían tildado de fulana. De verdad, ella no se habría arriesgado.

– ¿Y si eso le hubiera reportado ventajas laborales?

Paddy titubeó:

– Bueno, era muy ambiciosa.

– Era muy guapa -dijo McGovern-. Para usted no debía de ser nada fácil: dos chicas trabajando en un despacho, una de ellas…

Cazó la mirada de McGovern y se interrumpió.

– ¿Una de ellas guapa y la otra un cardo?

– Yo no he dicho esto.

Pudo haber abofeteado su linda cara allí mismo.

– Es lo que iba a decir. -Hablaba rápido y fuerte para esconder su orgullo herido-. Si quiere que le sea sincera, aquí resulta más fácil trabajar si no eres tan guapa. A Heather, siempre le estaban haciendo bromas picantes, y luego la odiaban porque no les correspondía.

– ¿A ella le molestaba?

– Supongo. Ella quería ser periodista, no conejita de Playboy; pero les seguía la broma. Era capaz de utilizar cualquier cosa por trepar, hasta su aspecto.

Paddy miró a McGovern, como si lo acusara a él de lo mismo. Él esbozó una sonrisa encantadora, ignorando el insulto implícito. Era verdaderamente atractivo. Pensó que era una lástima que Heather no estuviera allí. Estaba segura de que se habrían gustado.

– ¿Sentía celos de Heather? -preguntó Patterson con cautela.

Ella no quería responder. Le dolía admitirlo y sentirse disminuida, pero ellos le habían dicho que su sinceridad podía ayudarlos.

– Sí, los sentía.

Si Patterson hubiera tenido buenos modales, lo hubiera dejado ahí, pero no los tenía. Siguió pidiendo más detalles: de qué aspectos de la vida de Heather tenía celos; cuan celosa estaba; se atrevería a confesar que la odiaba; y bueno, si no era odio, si le desagradaba; ¿era ésa la razón por la que la atacó en el lavabo? Paddy trató de responder con la máxima sinceridad a cada una de sus preguntas. No sabía qué era lo importante, pero poco a poco fue dándose cuenta de que, si bien el nivel de amistad que tenía con Heather podía serlo, preguntarle por su peso actual no lo era. Ella se resistió, él insistió. Le decía muy serio que se limitara a responder a sus preguntas, que ellos decidirían lo que era o no relevante. McGovern no era tonto. Ella lo vio riéndose un par de veces, mientras se reclinaba en su silla para que ella no se diera cuenta. Patterson la estaba humillando deliberadamente, la castigaba por haber tenido la caradura de insinuar que sabía algo del caso Brian Wilcox.

Cuando el interrogatorio llegó a su fin, Paddy se sentía estúpida y empequeñecida, y, de pronto, supo cosas de sí misma que no estaba preparada para reconocer. Era ferozmente competitiva y siempre había querido ir a la universidad. Tenía clasificadas y envidiaba todas y cada una de las ventajas de Heather; envidiaba su ropa y su figura, pero se creía más lista que ella: ahí era donde ella ganaba. Paddy siempre tuvo la esperanza de resultar graciosa en sus limitaciones y de ser capaz de disfrutar del hecho de que otras chicas fueran delgadas y guapas, pero descubrió ante dos policías desconocidos que no lo era. Era una pequeña malvada de mierda y había deseado secretamente que a Heather le sucediera alguna horrible catástrofe.

Para cambiar de tema, Patterson le dijo que, al parecer, Heather había cogido el coche de su madre a medianoche y lo había estacionado frente a Central Station. ¿Qué motivos podía tener para ir sola a la ciudad un viernes por la noche? ¿Tenía algún contacto con el que se citara con regularidad? ¿Podía estar investigando algo? ¿La había llevado Heather alguna vez al Pancake Place de noche? Paddy sacudió la cabeza. Heather no habría ido al Pancake Place por iniciativa propia. En Glasgow, había dos cafés abiertos toda la noche: el Pancake Place era uno, pero el otro, el Change at Jamaica, tenía un pequeño piano de cola y un conjunto de jazz los fines de semana. A Paddy se le ocurrió que, si Heather hubiera tenido que elegir un local nocturno, habría ido a ése. Sólo habría ido al Pancake Place si la hubiera invitado alguien.

Al final, la dejaron marcharse, y, mientras le sostenían la puerta, le dijeron que volviera a verlos si recordaba algo u oía algo que considerara relevante. Seguían sin mirarla. Ella se escabulló con la sensación de haber sido estúpidamente descubierta.

Fue por las escaleras de atrás pero, al subir el primer peldaño, vaciló. No estaba lista para enfrentarse a la redacción. Se dirigió a la calle para tomar un poco de aire. Un rellano más abajo se encontró con Dr. Pete. Estaba empapado y temblaba de dolor agarrado a la barandilla. La miró a los pies.

– No se lo digas a nadie -murmuró.

– ¿Necesita una mano para bajar?

Él asintió, echando un hombro hacia atrás, rígido. Paddy lo tomó por el codo izquierdo y lo guió hasta la planta baja. Resoplaba como un viejo, con todos los músculos del cuerpo tensos y rígidos. Cada tantos pasos, soltaba un pequeño gruñido imperceptible que acompañaba su aliento. Cuando estaban mirando a la puerta de salida, apartó la mano de ella, respiró profundamente y se recompuso, poniéndose bien recto. Adoptó una expresión desdeñosa.

– No se lo digas a nadie.

Mientras Paddy lo observaba empujar la barra de la puerta y salir a la calle, supo que jamás la habría dejado verlo de aquella manera tan vulnerable si la hubiera considerado importante en algún aspecto.

III

Al cabo de dos horas, la mitad de la redacción había sido interrogada. Todos acudieron a la puerta cuando los llamaron por su nombre, e iban saliendo como gallos y volvían como corderitos. A los hombres, les dieron más detalles sobre la muerte de Heather de los que le habían dado a Paddy, y los rumores se extendieron por la redacción: a Heather le habían golpeado la cabeza con un bloque de cemento o con algún objeto metálico, y estaba muerta antes de que la lanzaran al río. Nadie, ni siquiera los chicos del turno de la mañana, había osado todavía hacer ninguna broma al respecto. En el News, una tregua humorística de dos horas era tan reverente como un día entero de duelo silencioso. La mitad de ellos todavía no se creía que fuera Heather. La otra mitad creía que el responsable era un novio.

La redacción estaba tan alterada por la muerte de la chica que Paddy todavía no había conseguido salir a almorzar, y sólo le quedaba una hora y media de turno.

Keck se sentaba a su lado en el banco, tocando su superficie cerca de ella a modo de contacto físico simbólico.

– Ha sido un golpe tremendo. ¿Por qué no te saltas la pausa y te vas a casa?

– No, quiero quedarme. Hoy todos trabajarán hasta tarde; quiero quedarme. -Necesitaba quedarse. No se sentía lo bastante limpia como para volver a casa.

Cuando finalmente la mandaron a su pausa del almuerzo, Paddy salió del edificio y se encontró andando en dirección al río. No había comido nada, así que se detuvo en el quiosco y se compró un paquete de patatas con sabor a queso y cebolla, y una tableta de chocolate con nueces y pasas, además de un paquete de diez cigarrillos Embassy Regal.

Hacía un tiempo adecuado para esconderse. Una lluvia amarga y fuerte caía del cielo gris, de modo que se subió la capucha de la trenca, envolviéndose bien el pecho con la tela áspera. Se comió las patatas y el chocolate sin dejar de andar, a la vez que se preocupaba por esquivar a los borrachos de ojos llorosos de la hora de comer, extraviados hasta que los pubs volvían abrir a las cinco. Paddy encontró un tramo de barandilla más allá del tramo de peatones y se volvió para mirar el agua.

Mientras contemplaba cómo la lluvia se clavaba en el río lento, fumaba e inhalaba el humo sin problema. Hasta entonces, no había sido consciente de lo celosa que estaba de Heather, ni de lo fea que se había sentido a su lado. Con todas sus defensas derribadas, Paddy era capaz de verse como alguien sin ningún lado amable. Tal vez Sean y su familia tuvieran razón: era fea, desagradable, gorda y estúpida.

Se apoyó en la barandilla de metal, mientras fumaba y contemplaba el agua densa y gris; unas lágrimas de auto-compasión empezaron a resbalarle por las mejillas, y deseó que Sean hubiera estado a su lado para abrazarle la cabeza contra el pecho y conseguir que dejara de ver.

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