Capítulo 23

De vuelta a casa

1968

I

Era el tranquilo martes de antes de Navidad, y los grandes almacenes estaban medio vacíos. Meehan limpió el cristal del mostrador con un paño amarillo, fijándose bien en sus manos para no desviarse. Podía sacar las cajas de debajo del mostrador y cambiar su orden; eso lo mantendría ocupado. Tenía treinta y tres años y apenas empezaba a adquirir los conocimientos básicos que la gente normal ya ha asimilado cuando cumple quince.

Era un trabajo para la libertad provisional, para tener contentos a los jefes. Le mataba tener que obedecer las órdenes del mequetrefe de Jonny, una reinona que usaba gomina y llevaba veinte años en el almacén; pero el padre de Meehan se estaba muriendo de cáncer y ahora no se podía permitir que le revocaran su condición. Nunca había estado muy pendiente del viejo, pero ahora estaba decidido a no fallarle. Por otro lado, tampoco podía olvidar que el viejo tampoco había estado demasiado pendiente de él. No recordaba ni un momento en el que su padre lo hubiera hecho feliz, o le hubiera dedicado tiempo; la mayor parte del tiempo era una figura temida en la casa por sus despliegues de violencia arbitraria. Le daba pavor pensar en cómo lo verían a él sus propios hijos.

Jonny se acercó con afectación al mostrador.

– ¿Puedo ayudarla?

– Busco una pluma para enviarla como regalo a un amigo en Alemania.

Meehan no había oído aquel acento desde que Rolf lo entregó al Consulado Británico. Se volvió y le espetó:

– ¿Sind sie Deutschl?

La mujer levantó la vista, sorprendida y encantada, y se acercó inmediatamente a él.

– ¿Es usted de Alemania del Este? -preguntó Meehan.

Meehan la miraba a los ojos verde mar mientras hablaba, pero su atención estaba concentrada en la periferia. Era alta y rubia, llevaba un elegante abrigo de piel de leopardo con ribete de cuero y un cinturón a juego, ajustado para mostrar su esbelta cintura. Tenía las uñas pintadas de beis y sostenía un par de guantes de gamuza beis a juego con el bolso. Tiraba de los guantes una y otra vez con la mano libre. Era demasiado bella para lo que corría por Glasgow, demasiado portentosa para el mostrador de plumas de Lewis, y eso le hizo sospechar.

Meehan había llegado a esperarlos. Después de la fuga de Albert Blake y de que se descubriera el radiotransmisor en su celda, el Servicio Secreto había vuelto a buscarle y le hicieron repetir la información que les había dado voluntariamente en Alemania occidental después de que Rolf lo entregara. Lo trasladaron tres meses a una celda de aislamiento en la que le daban las comidas por una mirilla y su único contacto humano eran las visitas periódicas del Servicio, que eran alternativamente tranquilas y enojadas, pacíficas y amenazantes. No podía decirles que no tenía lealtades, ni hacia ellos ni hacia el Este, donde los vigilantes no te estrechaban la mano, y Rolf pudo fingir que le caía bien durante un año y medio. Las únicas personas a las que Meehan era fiel eran sus compañeros y su familia, y ni siquiera a ellos los apreciaba tanto.

Lo soltaron bajo fianza, pero lo seguían todo el tiempo. A menudo, se fijaba en tipos bien vestidos que vigilaban la puerta de su casa en los bloques de apartamentos de Gorbals. Habían visto a un desconocido usar una llave para entrar y salir de casa de su madre un día en que todos estaban en el trabajo. El teléfono hizo un fuerte clic después de que lo cogieran. Si Meehan hacía un trato por teléfono, un solitario inmaculado con corte de pelo de policía estaría en el pub, en el club o en la cafetería cuando él llegara, leyendo siempre un periódico pero sin pasar nunca página.

Pero aquella mujer era una belleza, y no era de la policía; definitivamente, tenía que ser del Servicio Secreto.

– ¿Y qué le ha traído por Glasgow? -le preguntó.

– Mi esposo es inglés, del cuerpo diplomático, y estamos destinados aquí-. Su mirada se desvió de la suya al mostrador de cristal, y en voz muy baja añadió-: Su trabajo es muy secreto.

Fue torpe y poco sofisticado, pero ella no se avergonzó como Rolf cuando Meehan se dio cuenta de que lo despreciaba, no se incomodó lo más mínimo. Él quería demostrarle que lo sabía, decirle que sabía quién era y qué había venido a hacer, pero era maravillosa y existía una muy remota posibilidad de tocarla.

Señaló la pluma que había delante de ella.

– ¿ Le gustaría ver una de éstas?

– No, gracias. Sólo estoy mirando por curiosidad. ¿Cómo es que habla usted alemán?

Meehan se encogió de hombros.

– Viví allí una temporada. -Habría dicho que fue en el Este para tener más tema de conversación, pero no sabía dónde lo habían tenido Rolf y sus compinches -. En Frankfurt.

– Sin embargo, su acento parece del Este -dijo a la vez que levantaba sus rejas perfectas.

Meehan trató de no sonreír: no había hablado lo bastante como para que ella pudiera detectar su acento.

– No conozco a mucha gente por aquí que hable alemán -se tocó delicadamente la cabellera rubia, con lo que atrajo su mirada hacia las complejidades de su colorido-. Me encuentro bastante sola.

Jonny miró a Meehan y apretó los labios con gesto de aprobación. Se alejó del extremo del mostrador para dejarlos solos. Meehan sacó unas cuantas plumas de debajo del mostrador y dejó que ella las mirara; las levantaba y las iba dejando alternativamente. Sus dedos se tocaron una vez cuando él le entregó una Cross con un plumón caligráfico y le tocó la parte interior de la muñeca con la punta del dedo. Su mano era suave y cálida como la mantequilla, y habría renunciado a su trabajo sólo por acariciarla con los labios. Empezó a sudar.

Era una rubia extraordinaria de veinticinco años, vestida como Miss Universo. Meehan sabía lo que él parecía: medía metro setenta, tenía el cutis con marcas de acné y no estaba nada en forma. Si se arreglaba, no era ningún bombón, pero con aquel blazer de uniforme barato y detrás de un mostrador debía de parecer patético.

– Bueno, ha sido un placer conocerle -dijo ella a la vez que le tendía la mano-. ¿Tal vez pueda volver algún momento y hablarle en alemán?

Das ware schón -dijo él, y le tomó la mano con la intención de estrechársela con firmeza pero con profesionalidad. La mujer colocó su linda mano en la de él y, al retirarla, dobló los dedos, acariciando así toda su palma y provocándole un ligero babeo. Entonces, giró sobre sus tacones perfectos y se alejó taconeando.

Jonny no tardó un segundo en personarse a su lado.

– Patrick, eres un lince con las damas. Jamás lo habría dicho. ¿Va a volver? ¿Qué ha sido lo que le has dicho?

– Ha dicho que volvería. -Meehan recuperó el aliento-. Y yo le he contestado que sería un placer.

– Ese abrigo… -dijo Jonny mientras captaba una última imagen de ella dirigiéndose a las escaleras de la salida-, de París, por la pinta que tiene.

II

Al cabo de dos meses, Meehan dejó el trabajo sin haberle contado nunca a Jonny la verdad sobre ella. La bella alemana se le apareció sólo otra vez, en el pub en el que estaba a punto de encontrarse con James Griffiths antes de su expedición de reconocimiento a Stranraer.

Habían quedado en verse por teléfono, y Griffiths dijo el nombre del pub. No era muy brillante y fue incapaz de recordar el código. Paddy se conformaba con que no hubiera dicho también por teléfono «robo de la oficina de impuestos» y «Stranraer».

Cuando entró en el pub, la mujer estaba sola. Tomaba una limonada pequeña de pie en la barra. Conversó con Meehan y parecía sorprendida de volverse a encontrar con él, sin problemas para recordar dónde se habían visto antes. Meehan no reaccionó bien: sabía que estaba allí gracias al error de Griffiths y se mostró receloso y preocupado. Fue un poco descortés con ella. La mujer volvía a llevar el mismo abrigo, pero esa vez llevaba tacones más altos, zapatos de salón beis y un fular azul cielo alrededor del cuello. Cuando se marchó, toda la clientela del pub se volvió a mirarla, y se quedó observando cómo la puerta se cerraba y volvía a abrirse por el rebote, para captar así una última visión de su tobillo perfecto.

Más tarde, después de la muerte de Rachel Ross, durante sus siete largos años de confinamiento solitario, Meehan recordaba a la mujer y la manera en que deslizó la mano por la suya, la manera en que movía las caderas dentro del abrigo, cómo sus labios untados de carmín se pegaban el uno al otro cuando hablaba. Jamás había visto a una mujer tan bella fuera de las pantallas del cine. Se preguntaba si podía haber sido suya en otra vida. Si hubiera sido un tipo con estudios, si hubiera nacido unos kilómetros más al oeste o al sur de los Gorbals, tal vez habría sido un tipo rico y encantador, un sofisticado lingüista, un pintor o un poeta, merecedor de una mujer como ella.

Le inventó una historia: era espía, sí, pero la habían obligado a serlo después de que se fugara del Este. Los británicos la amenazaron con volverla a entregar si se negaba a trabajar para ellos. Estaba casada con un hombre guapo que tenía un trabajo en el campo de la ciencia, pero había muerto joven y se había quedado sola. A Meehan, le gustaba pensar que, aunque era guapo, el marido muerto podía haber sido un tipo bajo y con la piel problemática, y que Meehan podía recordárselo un poco. Ella se convirtió en una luz dorada de los años oscuros que lo esperaban. Era lo único bueno que había después del Este, de Stranraer y de los posteriores años de infierno: haber estado atrapado en medio de todo aquello significaba haberla conocido.

III

Siete años más tarde, Meehan estaba haciendo ejercicio, caminando por un patio de cemento bajo un chaparrón de lluvia oscura. El agua rebotaba sobre el cemento, saltando por las perneras de su pantalón y mojándole las piernas. Andaba en círculo, lentamente, con el cuello levantado, mientras los guardas lo vigilaban protegidos bajo el umbral de la puerta. Sólo salía una vez cada quince días. Aparte de dos meses en algún momento de la mitad de su confinamiento, siempre estuvo en una celda de aislamiento porque se negaba a trabajar.

Deseaba haber sabido dibujar. Habría hecho un dibujo del patio, se lo habría colgado en la pared y se habría imaginado allí fuera siempre que quisiera. Habría dibujado el Tapp Inn de los Gorbals, el lugar donde bebían todos sus compinches. Meehan se había reído más fuerte y durante más tiempo en el Tapp Inn que en ningún otro lugar. Lo habría dibujado desde fuera, con sus ventanas de cristales de colores y las paredes blancas, y habría dejado la puerta abierta para poder ver la barra y a la gorda Hanna Sweeny mientras lavaba los vasos.

En todos esos años, donde había pasado más tiempo era en la cárcel de Peterhead, en la costa gris y ventosa de Aberdeen, y llevaba ocho meses en su celda actual; pero, en todas las cárceles, las celdas eran iguales: las paredes estaban pintadas con pintura espesa, y tenían un acabado brillante para que se pudiera lavar pasara lo que pasara, hasta si a un hombre le cortaban el pescuezo y había sangre esparcida por todos lados.

La pintura espesa facilitaba que los presos pudieran escribir mensajes rascando la pared con los utensilios más blandos: una cuchara afilada o un clavo de la cama, a veces hasta un trozo de piedra encontrado en el patio del gimnasio servía. Paddy se había leído cada una de las palabras de aquellas paredes. Había inventado historias a partir de cada mensaje para pasar el tiempo. «J. McC, dos años + cinco días», era un luchador de Edimburgo que había atracado una oficina de correos. «HUEVOS CAGADOS» era un hooligan, un matón sin oficio ni beneficio que mató a su mujer a golpes de zapato. Las historias se le hicieron tan familiares que Paddy se llegó a enojar con algunas de ellas. Estaba convencido de que «CHÚPAME EL COÑO» lo había escrito un bujarrón, y el grafito de los Rangers le ponía muy nervioso, así que pegó fotos encima. Los mensajes de un marica a otro le fastidiaban, ya que se sentía implicado por sus palabras tiernas y sexuales, así que también los tapó con fotos. Las cosas que tenía colgadas en la pared formaban una pauta absurda, unas estaban muy arriba, otras muy abajo…, como puntos finales de discusiones imaginarias.

A los prisioneros no se les solía permitir que colgaran fotos a solas, pero a Meehan se lo permitían por llevar allí mucho tiempo. Tenía siete cosas colgadas, una por cada año que había pagado por la muerte de Rachel Ross. Tenía la sensación de hacer una afirmación importante al no poner fotos dudosas de pajaritos, como lo hacían algunos tipos que esperaban a que pasara el tiempo. En cambio, él había elegido colgar cartas importantes sobre su caso, incluida una carta de la Oficina de la Corona en la que se le confirmaba que su solicitud para denunciar a la policía por perjurio había sido recibida. No estaba autorizado a llevar el caso adelante, pero estaba orgulloso de haberlo intentado. Se trataba de una parte oscura de la ley escocesa que había descubierto él mismo. La investigación especial que había hecho el Sunday Times de su caso también estaba colgada en la pared, y cerca había una portada del Scottish Daily News: una confesión del asesinato de Rachel Ross hecha por Ian Waddell. Waddell no quiso nombrar a su compinche, la única persona en el mundo que podría corroborar su versión y liberar a Paddy Meehan.

La única imagen en color de su pared era un escrito en tinta roja y negra de la cubierta del libro que Ludovic Kennedy había escrito sobre su condena. A su lado, había una desestimación de una página del caso, punto a punto, desde las dudosas manchas de sangre de Rachel Ross en los pantalones de Meehan hasta el hallazgo de trozos de papeles de la caja fuerte de Abraham en el bolsillo de Griffiths.

Se esforzaba mucho por mantener la lucidez. Contaba cosas una y otra vez: los barrotes, los cuadrados de la red que cubría la ventana, los golpes en las tuberías cuando se calentaban por la mañana y se enfriaban por la noche. Había intentado contar todos los cortes de la pared, cada rasguño, pero las diferencias se volvían demasiado técnicas y no podía distinguir entre líneas continuas que cambiaban de dirección e incisiones individuales. Se hablaba a sí mismo con voz normal, sin ningún tipo de vergüenza, sin preocuparse por quien pudiera oírle. Repetía las mismas frases una y otra vez: «Bastardos. Gilipollas. Yo no, tío, no fui yo. Das toare schón. Das ware schón, lieben. Mein Lieben».

Ella paseaba por su celda cien veces por noche, pidiendo plumas, sintiéndose sola, y moviendo sus sinuosas caderas como una bailarina. A veces, bailaba para él, con pasitos pequeños, levantando un pie y luego otro, lo que hacía que el cinturón de su abrigo de piel de leopardo se balanceara a un lado y al otro. A su alrededor, brillaba un aura de verano mediterráneo. Apenas lo miraba, y sus ojos verde esmeralda casi nunca perdían de vista los pies cuando bailaba. Él tampoco la veía sencillamente cuando quería un estímulo, sino que la veía cuando se sentía flaquear; cuando se veía a él mismo en ese entorno mugriento y leía los mensajes de los hombres que habían estado allí antes que él; cuando sospechaba que era exactamente igual que ellos, nada mejor, sin lugar a dudas. Entonces, ella se le aparecía y lo iluminaba y le hablaba en su alemán entrecortado. Cuando sus solicitudes fueron rechazadas, y el ministro del Interior decidió denegar la reapertura de su caso, entonces ella se le aparecía. A veces, se sentaba en su cama de crin y lo tomaba de la mano. Tenía la piel suave como el aire. Otras veces no podía verla pero sabía que estaba justo al lado de su campo de visión; y otras, retrocedía para tocarla y ella podía rozarle el cuello con las puntas de sus dedos de manicura antes de desaparecer flotando en el aire, dejándolo lleno de calidez y felicidad.

Tenía que dosificar su compañía para que siguiera siendo especial. En los peores momentos, intentaba mantenerla totalmente alejada de sus pensamientos, porque temía que se contaminara.

Al volver de hacer ejercicio, Meehan anduvo a través de la puerta abierta hasta su celda y permaneció chorreando agua al suelo, con la espalda apoyada a la puerta para que el guardia no le viera sonreír. Le encantaba la lluvia.

Загрузка...