Capítulo 25

La enfermedad de Dr. Pete

I

El jueves, el sol se olvidó de salir. Por las ventanas de la redacción, se veía la ciudad sumida en un crepúsculo permanente, con el cielo oscurecido por un banco de nubes negras y espesas. Todas las luces de la redacción brillaban con fuerza. Eran las dos de la tarde, pero parecía como si estuvieran en el estresante turno de medianoche, como si alguna catástrofe enorme hubiera ocurrido en medio de la noche, provocando que todos volvieran a la redacción para sacar una edición especial.

Paddy estaba buscando a Dr. Pete para preguntarle sobre Thomas Dempsie. Había recorrido todo el edificio haciendo recados, y se distinguió con tres carreras a la cantina en quince minutos. Keck le advirtió que se lo tomara con calma. Pete no estaba por ninguna parte, y el puñado de trabajadores del primer turno trabajaban anárquicamente sin él: se mofaban de los subordinados y bebían en sus mesas a la vista del padre Richards y de los editores. A ellos, no les hacía ningún bien hacer gala tan ostensiblemente de su indolencia: a Richards, le resultaría mucho más difícil ponerse de su lado cuando la inevitable disputa surgiera.

Merodeaba por las escaleras traseras leyendo una prueba de página sobre un incendio casero en una fiesta en Deptford, cuando se topó con Dub.

– Si sigues buscando a Dr. Pete, yo acabo de bajar a buscar la medicación de Kevin Hatcher. Está sentado en el Press Bar solo. Parece ser que ha llamado diciendo que estaba enfermo.

– ¿Ha llamado diciendo que estaba enfermo, pero está en el bar?

– Sí.

– Pues vaya morro, ¿no?

– Desde luego.

Se encontró con Keck, que vagaba por la sección de Deportes, y le preguntó si podía dejarlo por hoy, porque el lunes se había quedado hasta tarde. Él le dijo que se marchara, encantado de deshacerse de ella: estaba trabajando tanto que los estaba haciendo quedar mal a él y a Dub.

El Press Bar olía a resaca. El sonido de McGrade limpiando vasos después del almuerzo resonaba tristemente por la estancia vacía. Dr. Pete estaba sentado a solas, en la mesa del fondo que siempre ocupaban los chicos de la mañana, con un whisky recién servido y dos cuartos de cerveza alineados frente a él. En el asiento contiguo había un periódico leído, manoseado y hecho un asco. En la mesa, el salvamanteles de papel teñido de cerveza había sido desmenuzado en tiras fibrosas y recompuesto como un rudimentario rompecabezas. Por la cantidad de colillas que había en el cenicero, Paddy supo que llevaba allí un buen rato.

Vio a Paddy acercarse a la mesa y se incorporó, al tiempo que dirigía la mirada al rompecabezas, esperando que ella le fuera a dar un recado, como que estaba advertido o, incluso, que no volviera a poner los pies en la redacción.

Paddy se detuvo al lado de la mesa, protegida tras una silla.

– Hola.

Pete levantó la vista y frunció el ceño; luego, bajó las espesas cejas para ensombrecerse los ojos.

– ¿Qué quieres?

– Hum, quería preguntarle sobre un tema.

– Pues suéltalo y lárgate.

Era consciente de que no le esperaba nada parecido a un momento amoroso.

– Quería preguntarle sobre el asesinato de Thomas Dempsie. He leído algunos recortes de los artículos que usted escribió.

Pete levantó los ojos y algo, posiblemente algo agradable, brilló al fondo de sus ojos teñidos de miseria. Dio una vuelta al vaso de whisky frente a él con la mano lenta y lo levantó, se echó el contenido al fondo de la garganta y se lo tragó. Ni siquiera hizo el acostumbrado jadeo de después; tal vez estuviera bebiendo té. Se pasó la lengua gris por encima de los dientes y dejó el vaso sobre la mesa.

– Pues siéntate.

Paddy obedeció pero mantuvo su silla apartada de la mesa, que estaba muy sucia, y se recogió las puntas de la trenca por encima del regazo. Revolviendo todavía el vaso vacío, Pete se sonrió, con los ojos sorprendentemente cálidos.

– Disimula tu disgusto, mujer. Tendrás que sentarte en muchas mesas sucias con viejos borrachos si quieres trabajar en esto.

– Tengo miedo.

– ¿Por qué?

No sabía muy bien cómo decirlo:

– A veces es usted un poco bruto.

– Sólo cuando tengo público. -La miró un instante y, después, siguió revolviendo el vaso-. Soy un chuleta, y mi público no se fía de la amabilidad.

– Ya, ése es el problema de trabajar aquí: todo el mundo es cínico.

Sus ojos se enternecieron.

– Somos todos unos idealistas frustrados; eso es lo que nadie percibe de los periodistas: sólo los románticos de verdad acaban hartos. ¿Qué quieres saber de Dempsie?

Ella se inclinó sobre las rodillas hacia él.

– ¿Recuerda bien el caso?

Pete asintió lentamente con la cabeza.

– El secuestro del pequeño Brian coincide con el aniversario de la muerte de Thomas Dempsie. Quien mató a Brian debía de estar pensando en él. -Dejó la idea en el aire un momento.

– Lo sé -dijo Pete en voz baja.

No era la reacción que ella esperaba.

– Los chicos tenían más o menos la misma edad. Y, además, Thomas fue hallado en Barnhill, a unos ochocientos metros de donde viven los chicos arrestados: todo está relacionado.

Pete suspiró profundamente y se apoyó en su silla.

– Mira -le dijo muy serio-, no voy a sentarme a un metro de ti sin que, ni siquiera, tengas una bebida en la mano. ¿Qué vas a tomar?

– En realidad, no bebo.

Pete puso una expresión escéptica. Avisó a McGrade con un dedo levantado, con cuya punta señaló, después, a Paddy. McGrade se acercó con una cañita de Heineken dulce, un posavasos y un trapo seco para limpiar la mesa. Ella tuvo que mover la silla para no oler el tufo, lo cual, casualmente, la acercó más a Pete. Este hizo un gesto de aprobación con la cabeza y le señaló su bebida. Paddy tomó un trago y vio que sabía mejor de lo que esperaba, como la zarzaparrilla pero más refrescante. Pete miró lo mucho que había bebido y asintió satisfecho cuando vio que se había tomado un cuarto del vaso.

Paddy se inclinó sobre la mesa.

– ¿No le parece extraño que haya tantas semejanzas entre el pequeño Brian y Dempsie?

Él se encogió de hombros, despreocupado.

– Si estás en este negocio el tiempo suficiente, verás que las cosas se repiten al menos dos veces. Todo vuelve. Eso no significa que los casos estén relacionados los unos con los otros.

– Es demasiada casualidad.

Pete se recogió un hilillo de tabaco que se le había pegado a los labios.

– Cada año, normalmente antes de Navidad, una mujer de Glasgow es apuñalada por su pareja.

– Eso no es tan raro -dijo Paddy.

– Con un trozo de cristal roto. Se pelean, se rompe una ventana y él la asesina con un pedazo del cristal. Un año tras otro, sucede de la misma manera. No tiene ningún sentido que pase por esas fechas, pero pasa cada año: es un ciclo inevitable. Si trabajas bastante tiempo, ves pautas. Al final, nada es nuevo.

– Me gustaría saber qué ocurrió entonces.

Pete apartó el vaso de whisky vacío a un lado y se acercó el primer vaso de cerveza.

– Dempsie fue un caso muy sonado. Tuvo una repercusión enorme. Los asesinatos de los Moors estaban relativamente frescos en la mente de la gente y el niño era tan pequeño y tierno… Hubo fotos muy buenas, ¿sabes?

– ¿Cómo obtuvo todas aquellas entrevistas con Tracy Dempsie? ¿Se las asignaron?

– No. La esperaba frente a la puerta de su casa. Averigüé su dirección y la esperaba fuera, bajo la lluvia, tres horas hasta que ella accedía a recibirme. -Levantó una ceja-. En aquellos tiempos, le ponía mucho interés. Eso te sorprende, ¿no?

En realidad, no la sorprendía, pero Paddy asintió por cortesía:

– ¿Estaba Alfred cuando la entrevistó?

– Sí, estaba allí. Lo vi con su otro chico, el mayor.

– ¿Su hijastro?

– Eso. No le tenía cariño, era evidente, pero amaba a su hijo, el pequeñito. Estaba destrozado.

– ¿Hay alguna posibilidad de que lo hiciera?

– Bah, Dempsie era inocente.

A Pete se le endureció un poco el mentón. Levantó el vaso de cerveza y, después, los ojos cuando alguien entró en el bar. Se volvió para ver al padre Richards plantado en la puerta, mirándolo, furioso. Dr. Pete le devolvió la mirada, retando a Richards a acercarse y hacerlo hablar, pero Richards pidió una copa y se sentó al otro extremo del local.

– En realidad, nadie creía que Dempsie fuera el responsable, pero llevaban cuatro meses y no había condena. Necesitaban a alguien. No tenía coartada y estas cosas tienen vida propia. La única persona que se creyó a medias que fuera el asesino fue Tracy. Intentó cambiar su historia después de que lo condenaran, pero nadie se la creía. Eso fue entonces, claro; hoy se la comprarían.

– He oído que a la mujer del destripador de Yorkshire le pagaron diez de los grandes.

– Yo he oído veinte. -Se bebió la media pinta de cerveza de un trago, dejó el vaso vacío sobre la mesa y, de pronto, pareció más joven. Se lamió los labios e hizo un gesto juguetón con los ojos-. Eran otros tiempos. Entonces había unos tres periodistas especializados en criminología rondando por la ciudad. Podíamos ir a tomar cerveza juntos y simplemente acordar que dejábamos de lado un caso, si queríamos. Ahora el juego ha cambiado: todo son guerras de rumores y dinero. Venderían a su madre a cambio de firmar una noticia. Cuando yo empezaba, lo importante era la verdad y que todo cuadrara.

– ¿Woodwar y Bernstein y Ludovic Kennedy?

Él le hizo una mueca.

– Exacto, pollita, exacto. Entonces éramos gente orgullosa, no como ahora. -Hizo un gesto incluyendo a todos en el local-. Son un atajo de putillas.

Paddy sonrió. Lo estaba pasando bien, y estaba sorprendida de lo agradable que era. Apenas le había soltado ni un taco y se estaba preocupando de hacerla sentir como si estuvieran en el mismo oficio, en vez de mostrarse como el gran periodista sesudo que habla con la chica de los recados tontita.

– La mujer -dijo Paddy-, Tracy, ¿qué pensaba de ella?

– Ah, Tracy: un animal herido, una de esas perdedoras. Le fue fiel a Alfred hasta que se lo llevaron para interrogarlo y, luego, quiso darle la patada. No sé cómo era antes de la muerte del niño; pero cuando la conocí, era un caos y había enloquecido de dolor. Habría dicho cualquier cosa que la policía hubiera querido que dijera, sólo tenían que pedírselo. Ella les dio la excusa para arrestarlo. Les dijo que, en realidad, no estaba en casa cuando él dijo que estaba, cambió una hora aquí y otra allá…

– ¿Cómo sabe todo eso? ¿Se lo dijo la policía?

– Sí, bueno, trabajábamos juntos en el caso, y aquellos policías acabaron siendo buenos amigos, crecimos juntos. -Sonrió mirando a su copa-. Pero eso no era bueno: es más difícil poner en duda una condena si los que la han forjado son tus colegas. Eso tiene que hacerlo alguien externo.

– Tracy no podía ser tan blanda. Había abandonado a su anterior pareja.

– Creo que Alfred Dempsie llegó y se la llevó, que es distinto que abandonar. Entonces vinimos nosotros y nos llevamos a Dempsie, y Dempsie se mató. -Levantó el vaso de cerveza-. Una tragedia tras otra. -Miró el vaso de Paddy y bajó las comisuras de los labios-: No estás bebiendo. El negocio del periodismo funciona gracias al alcohol, será mejor que lo vayas aprendiendo si eres tan ambiciosa como pareces.

Todavía no estaba ni a la mitad de su copa, pero aceptó una segunda para complacerle, y McGrade se la acercó. Tomó un sorbo, y Pete volvió a comprobar el nivel de su vaso.

– Esta vez no lo has hecho tan bien.

Volvió a intentarlo.

– Mejor -dijo él al tiempo que levantaba el nuevo whisky más cerca de su mano.

– Pero si todos sabían que era un error, ¿por qué pasó Dempsie cinco años en la cárcel antes de matarse? ¿Por qué nadie puso en duda su condena?

– El peso de las pruebas; el trabajo implacable de la policía. Le tendieron todo tipo de trampas hasta obtener la condena. Se puede invalidar una prueba, pero no tres o cuatro. Entonces, huele a corrupción en la policía, y los tribunales no quieren meterse en eso. -Le hizo un gesto con la cabeza-. Por ejemplo, en el caso Meehan había sólo una prueba falseada.

– Lo sé.

– El papel de la caja fuerte de los Ross que se encontró en el bolsillo de Griffiths cuando lo tirotearon. ¿Te interesa el caso Paddy Meehan?

– Un poco.

– Lo conozco, por cierto, por si quieres que te lo presente.

Fue un poco repentino; Paddy no tenía las defensas preparadas.

– Hum -vaciló-, no, en realidad, no.

– Es un hijo de puta muy astuto. Siempre está enfadado, no sin razón, supongo.

– Ya me lo han dicho.

Pete pronunció con una rica voz de barítono.

– ¿Tiene usted intención de hablar conmigo?

Sorprendida, se incorporó antes de darse cuenta de que se dirigía a alguien que estaba detrás de ella. Richards andaba en dirección a ellos con cara de furia.

– Está perdiendo el tiempo, Richards. Ya todo me importa un carajo.

– Ha llamado diciendo que estaba enfermo -le dijo con desdén-. ¿Y luego se presenta aquí? ¿Qué le pasa?

– Cáncer de hígado. -Pete se bebió la cerveza de un trago y dejó el vaso vacío a un lado-. Tengo cáncer.

En la estancia se hizo un terrible silencio. Paddy se dio cuenta de que Richards estaba procesando la información, y se preguntaba si Dr. Pete sería capaz de mentir sobre algo tan grave.

– Cojones.

– Me lo dijeron ayer y este bar es donde me apetece estar.

Richards hizo una pausa momentánea y, luego, retrocedió y volvió lentamente a su taburete en la barra mientras se giraba a mirar a Pete por encima del hombro, para ver si se trataba de una broma. Todos los que estaban en la barra fingieron que no lo habían oído, y volvían las páginas de sus periódicos o dejaban otra vez los vasos sobre la mesa para amortiguar el silencio.

Cuando se quedaron a solas, Paddy pensó que tenía que decir algo:

– Ha debido de ser un buen golpe.

– Es una buena manera de comunicarlo, ¿no? -Pete miró su vaso y asintió con ojos soñadores-. Este bar -dijo lentamente-, me gusta este bar.

McGrade se apresuró a servirles una nueva ronda de bebidas de parte de Richards, quien permaneció alejado y les hizo un gesto con la cabeza. Paddy miró su jarra nueva. Tenía tres vasos frente a ella y todavía no se había acabado el primero.

– Esos muchachos del pequeño Brian -dijo Pete para tratar de volver a la conversación que mantenían antes de la bomba-, la policía conseguirá una condena. Tendrán que hacerlo.

– ¿Podrían haber falseado pruebas de su culpabilidad?

Pete encorvó el labio.

– Apostaría a que las pruebas son buenas. Las pruebas falsas sólo se ponen al cabo de unas cuantas semanas, cuando empieza a asomar la frustración. En un caso importante, no empiezan inventándose pruebas. Aunque sí que podrían colar pruebas corroborativas: se hace más a menudo de lo que te imaginas.

El bar empezaba a llenarse. Detrás de Pete, pasó un hombre que iba al baño y que se bajaba la bragueta antes de alcanzar la puerta. Paddy no pertenecía a ese mundo y tenía ganas de marcharse. Se levantó la manga y consultó el reloj con atención como gesto preliminar.

Pete hablaba lentamente:

– No te marches, por favor.

– Pero tengo que…

– Si te vas, vendrá Richards. Ha sido un día largo, y es horrible que se apiaden de uno.

De modo que los dos se quedaron juntos: un hombre que se enfrentaba al final de su vida y una chica joven que trataba de impulsar el principio de la suya. Bebieron juntos y luego Paddy empezó a fumar con él. Descubrió que los cigarrillos y el alcohol se complementaban a la perfección, como el pan y la mantequilla. Se bebió sus cuatro medias pintas, lo que suponía la superación de su récord.

Hablaron de cualquier cosa que les vino a la cabeza, y, aunque sus pensamientos corrían uno al lado del otro, raras veces conectaban. Paddy le habló de los trastos de los Beattie en el garaje, y de la rabia que le daba ver la fotografía de la reina en los despachos por lo que representaba. La veía siempre sonriente y entregando las órdenes del Imperio Británico a los soldados que dispararon a la gente el Domingo Sangriento, pero, cuando miraba el retrato que tenían los Beattie de ella, pensaba que en realidad podía ser una mujer bastante agradable, que actuaba lo mejor que sabía. Le habló también de su tía Ann, que recogió fondos para el IRA con boletos de una rifa y luego participó en manifestaciones antiabortistas.

Dr. Pete le habló de una esposa que se había marchado a Inglaterra hacía años y de cómo era capaz de cocinar una pierna de cordero en ocasiones especiales. Rellenaba la carne con romero que ella misma cultivaba en el jardín y le ponía patatas debajo, que se cocían con la grasa del cordero. La carne quedaba tan tierna como la mantequilla, jugosa como la cerveza; permanecía en la lengua como una plegaria. Antes de conocerla, jamás había probado alimentos que lo hicieran sentir como si acabara de despertar al mundo. La manera como cocinaba aquel cordero era maravillosa. Era una mujer de pelo negro y tan delgada que podía levantarla y balancearla por encima de un charco con un solo brazo alrededor de la cintura. Hacía años que no había vuelto a hablar de ella.

Por las puertas, pasaban un montón de hombres que acababan su turno. Otra pareja de periodistas se acercó a la mesa en busca de una silla y un chiste, pero Pete los ahuyentó y se marcharon a otra mesa.

Más desinhibida de lo que había estado en su vida, Paddy le confió a Dr. Pete que le había encantado su redacción en los artículos sobre el caso Dempsie y le preguntó por qué ya no escribía.

Sus ojos amarillentos se pasearon por el suelo del pub y parpadeó lentamente.

– Estoy escribiendo un libro sobre John Maclean y Red Clydeside. Me mantienen ocupado… Mi esposa se marchó…

Hasta con la nube de alcohol, Paddy se dio cuenta de que estaba poniendo excusas. Todo el mundo en el News estaba escribiendo un libro; ella estaba escribiendo un libro sobre Meehan en su cabeza. Pete acababa de darse por vencido y de incorporarse al resto de cínicos vagos. Ella no era capaz de imaginárselo lo bastante en forma como para levantar a una mujer por encima de un charco con una sola mano. Quería decirle algo agradable pero no se le ocurría ningún cumplido para un hombre que acababa de echar su vida a perder.

Las dos puertas se abrieron al mismo tiempo y dejaron que una ráfaga de aire frío y punzante entrara en el bar. Un grupo de hombres se acercó ruidosamente a la mesa: eran los chicos de la mañana, que llegaban en equipo a visitar a su líder. Sin pedir permiso, cogieron sillas y se instalaron alrededor de la mesa. Paddy se levantó, tambaleándose un poco a un lado, sorprendida de lo borracha que estaba. Ella y Dr. Pete se saludaron con la cabeza. Se había acabado su tiempo.

– Tómatelo como una lección -dijo Pete y dejó de mirarla, para posar los ojos en su bebida. Paddy se llevó su media pinta mientras se alejaba, mezclándose con el gentío.

Para entonces, el Press Bar estaba ya a rebosar. El humo mezclado con el olor a cerveza derramada hacía que el ambiente estuviera tan cargado que se podía cortar con cuchillo. Farquarson estaba junto a la puerta, discutiendo con un tipo bajo que tenía delante. De la esquina más cercana, surgía un olor ácido y penetrante que llamaba la atención: uno de los chicos de Deportes se había llevado una cena a base de pescado en vinagre y se la estaba tomando a escondidas de su regazo. Aparte de Paddy, en todo el bar, sólo había tres mujeres más: una era una pelirroja con un top de lentejuelas violeta que coqueteaba con una mesa de hombres que la invitaban a beber; las otras dos estaban sentadas juntas, y una de éstas era la mujer de ojos redondos que antes lloraba cuando el policía calvo la escoltó fuera de la sala de interrogatorios. Las dos mujeres miraban inexpresivamente al frente mientras sostenían pequeñas copas redondas de líquido rojo. Keck merodeaba por una mesa con los chicos de Deportes, riéndose e intentando que le hicieran caso mientras los otros pasaban de él, esforzándose por integrarse con aquella compañía que se le resistía.

Paddy decidió marcharse a casa. Trató de colarse por detrás de Farquarson, pero él se volvió para dejarla pasar, de manera que el momento de fingir que no se habían visto pasó de largo. Él intentó incorporarla a la conversación sobre fútbol que mantenía con el bajito, pero ella no sabía nada del tema.

– Ah, ya -dijo él-, eres mujer de rugby, ¿no?

– En realidad, no sigo los deportes.

– Ya. -Farquarson tomó otro trago-. Ah, Margaret Mary McGuire. -Agarró del brazo a la pelirroja que justo pasaba por el lado-. ¿Cómo estás, chica? -Margaret no parecía muy contenta de ver a Farquarson, pero él insistió-: ¿Conoces a nuestra Patricia Meehan? Es muy buena, muy buena. -Se apartó abruptamente, dejando a las dos mujeres cara a cara.

Margaret Mary, que era demasiado mayor para llevar aquel top brillante y demasiado pelirroja para llevar nada de color violeta, miró a Paddy de arriba abajo y su expresión se avinagró.

– ¿Qué edad tienes?

– Dieciocho -dijo Paddy borracha como una cuba-. ¿Por qué?, ¿qué edad tienes tú?

– Vete al carajo -dijo Margaret Mary antes de proseguir su desfile de modelos hasta el lavabo.

– ¡Hasta la vista!

Keck estaba un poco más cerca de Paddy de lo que la muchedumbre le forzaba a estar. A ella, le dolía el cuello y los ojos de mirar hacia arriba.

– ¿Todo bien, Keck?

– Ven conmigo y te presentaré a los chicos. -Hizo un gesto para señalar a los periodistas de Deportes, que ni se habían dado cuenta de que no estaba.

– Estoy bien, Keck, me acabaré la copa y me largo en un minuto.

– Tendrías que venir, nos reímos mucho. -Sus ojos se paseaban paranoicos por todo el local-. A las mujeres no les gusta el deporte, ¿no? En realidad, ¿qué les gusta a las mujeres? -Miró la espalda de Magaret Mary-. ¿Qué quieren de los hombres? ¿Coches grandes? Sois unas timadoras, ¿no?

– Claro -dijo ella, ansiosa por salir de allí-. Si no dejas de decir estas tonterías, las únicas mujeres que se te acercarán serán las típicas adictas al trabajo autodestructivas, y el mundo está lleno de mujeres agradables.

Keck sonrió como un rehén temeroso de alertar a la policía.

– Siempre me da miedo hablar contigo por si piensas: «¿Qué estará pensando de mí este pequeño y sucio bastardo?» -Sus ojos vidriosos estaban clavados en su cuello. Ella adivinaba que pensaba en sus tetas, pero no se atrevía a mirarlas-. En la cama, soy un animal, ¿sabes?

Paddy se acabó el vaso y fingió perplejidad:

– Ah, ¿y cómo lo haces? ¿Tienes un colchón mágico, o algo así?

Una vez en la puerta, se volvió y paseó una mirada cariñosa por el bar, y vio a Pete que la miraba en silenciosa súplica, pidiéndole que lo sacara de allí. Paddy se despidió con la mano, fingiendo no comprender su expresión, y lo dejó rodeado de los suyos.

II

En el tren que la llevaba a casa, se despejó un poco y se tomó un paquete entero de caramelos de menta para disimular que el aliento le olía a tabaco y alcohol. Miró por la ventana las luces del ayuntamiento de Rutherglen y pensó en el testigo que había visto a los chicos en el tren. Podía ser que no fuera una persona creíble. McVie conocía a todos los policías de Glasgow, él podría averiguar algo así para ella.

En la casa, reinaba un silencio absoluto. Trisha estaba sentada en el salón mientras Paddy comía en la cocina viendo a Adam and the Ants en el programa musical Top of the Pops. Las dos sabían que sólo lo tenía puesto por el ruido, para evitar quedarse a solas en medio de aquel silencio incómodo. Paddy se terminó la cena, con la mirada fija en la nuca de su madre, gozando del aturdimiento indiferente que le provocaba el alcohol. Se llenó los bolsillos de galletas de crema y subió a su dormitorio.

Se tumbó encima de la cama; miraba al techo y se comía las galletas mecánicamente, dejando que le cayeran las migas por encima del pelo y las orejas. El sábado era San Valentín…, sólo le quedaba un día solitario más. Podía ser que no la llamara mañana por la noche, pero sabía que el sábado se verían. Al principio, sería muy frío, pero se besarían, se abrazarían y harían las paces. A veces, cuando pensaba en Sean, su bello rostro se confundía con el de Terry Hewitt, con sus delicadas maneras y su sonrisa dubitativa.

Abajo se oían ruidos definidos: alguien había entrado y se disponía a cenar, y, luego, otro par de personas en el salón, todos hablaban en voz baja y de manera brusca entre ellos. Unos pasos amortiguados subieron por las escaleras, y alguien se detuvo para usar el baño. Se abrió la puerta de la habitación, y entró Mary Ann, muy seria. Cerró la puerta con cuidado, pasó por encima de su cama hasta la de Paddy y se sentó; se puso a darle golpecitos en las costillas.

– Se acaba el sábado -le susurró-. Haremos una cena por ti y el silencio se terminará. -Besó a Paddy en la frente, que estaba contenta como un niño en Navidad-. Hueles a taberna.

Mary Ann salió a ponerse el pijama al cuarto de baño y dejó a Paddy sola. Ella sacó otra galleta del bolsillo y se puso a masticarla meditabunda. Al infierno con ellos: el sábado no pensaba estar en casa; durante el día, saldría con Terry y, por la noche, se iría al cine con Sean.

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