Capítulo 10

La estrella de Eastfield

I

Los copos de nieve caían con la misma fuerza que el día anterior, pero ahora se fundían nada más tocar el suelo. Paddy se ajustó la bufanda alrededor de la cabeza, con la capucha puesta, y emprendió la caminata por la empinada colina que llevaba a la estrella de Eastfield.

El hogar familiar de los Meehan estaba en un pequeño complejo municipal, en el extremo sureste de Glasgow. La finca había sido construida para una pequeña comunidad de unos cuarenta mineros que trabajaban en el ya desaparecido filón de carbón de Cambuslang. De un núcleo central de casas, salían cinco alas con seis viviendas cada una, algunas con cuatro apartamentos, otras individuales con cinco dormitorios para albergar a familias numerosas o a clanes enteros. Construidas al estilo rural, las casas tenían techos de dos aguas, tejados de teja y ventanas pequeñas.

Los Meehan vivían en Quarry Place, en el primer flanco a la izquierda de la estrella. La casa de dos pisos era baja, y construida tan a ras de suelo que todas las habitaciones tenían humedad. La madre de Paddy, Trisha, tenía que blanquear los zócalos del armario del recibidor cada tres meses para quitarle el moho. Pequeños lepismas grises y sin ojos habían colonizado la moqueta del baño, lo cual obligaba a hacer una pausa entre el momento de encender la luz y la entrada en la estancia para dejar que se ocultaran en los rincones oscuros. No era una casa grande: Paddy compartía habitación con Mary Ann; los chicos pudieron gozar de habitaciones individuales cuando se casó su hermana Caroline, y los padres tenían un dormitorio.

Cada una de las casas de Eastfield tenía una parcela de terreno digna alrededor, unos pocos metros de jardín frontal y una franja de unos treinta metros detrás. El señor Anderson, de la rotonda, cultivaba cebollas, patatas, ruibarbos y otras cosas amargas que los niños no tenían nunca tentación de robar, pero el resto de jardines eran pura tierra yerma, pasto seco en invierno y más espeso en verano. Había verjas de madera que se caían hacia los lados, y hierbajos que crecían descontroladamente entre las losas del pavimento.

Estaban tan sólo a dos o tres de millas del centro de Glasgow, cerca de campos abiertos y granjas, pero las familias que vivían en la estrella eran gente de ciudad, trabajadores de la industria pesada, y no sabían ni cómo cuidar sus jardines. La mayoría sentía la persistente invasión de la naturaleza como algo inquietante y un poco alarmante. Al fondo del jardín de los Meehan había un árbol que, de alguna manera, se había puesto a crecer. Empezó a crecer antes de su llegada, y pensaron que era un arbusto hasta que realmente se disparó. Nadie sabía de qué tipo de árbol se trataba, pero se hacía más grande y echaba ramas nuevas cada año.

Paddy, encogida para protegerse de la nieve que caía, remontaba con cuidado la calle cuesta arriba que llevaba a su casa familiar, pasó frente al garaje, empujó la puerta del jardín y tropezó con el ladrillo bajo el que los Beatty, los vecinos de la puerta de al lado, guardaban la llave del garaje. El garaje estaba construido en el lado de la verja que lindaba con la casa de los Meehan, pero, de alguna manera, los Beatty se lo habían anexionado a lo largo de los años y, ahora, lo utilizaban para almacenar muebles en desuso y cajas llenas de juguetes y de recuerdos. Connor Meehan nunca había accedido a cedérselo, pero evitaba la discusión. El pánico que tenía Con por los enfrentamientos era un factor que había determinado su vida de una manera más drástica que la elección de esposa, la ciudad o la época en la que vivía, incluso más que su trabajo en la ingeniería de los Ferrocarriles Británicos. Era el motivo por el que nunca se había beneficiado de un ascenso y por el que nunca se apuntó a un sindicato, a pesar de ser un hombre lógico y políticamente sincero; asimismo, también, era la causa que hacía que, nunca, ni siquiera dentro de su corazón, pusiera en duda las enseñanzas de la Iglesia.

Paddy sacó las llaves y abrió la puerta para adentrarse en aquel aroma hogareño de abrigos húmedos y carne picada. Mojó un dedo en la pila de agua bendita del recibidor y se santiguó antes de sentarse en el primer peldaño para desatarse las botas y quitarse los gruesos leotardos. Los colgó en la barandilla y se dirigió al salón.

Connor estaba tumbado de lado en el sofá, mirando las noticias, con las manos entre las rodillas, todavía amodorrado después de su siesta de antes de cenar.

– Hola, hola, ¿cómo estás?

– Hola, papá -Paddy se detuvo y le tocó el pelo con las puntas de los dedos. A su padre le incomodaban las demostraciones de cariño, pero ella no siempre era capaz de reprimirse-, buenas tardes.

– Buena chica -dijo a la vez que señalaba a la Thatcher, que salía en ese momento por la televisión-. Esta foca no tiene buenas intenciones.

– Menuda babosa.

Paddy se paró un momento a ver la tele porque empezaban las noticias locales. La primera noticia era un informe sobre el hallazgo del cuerpo de Brian Wilcox. Las imágenes mostraban un corto terraplén verde con una tienda de acam pada pequeña y blanca montada, y a muchos policías de uniforme que merodeaban a su alrededor con aire muy serio.

Paddy abrió la puerta de la pequeña cocina; su madre se volvió y le sonrió educadamente.

– Gracias a Dios que ya estás en casa -dijo en tono formal para indicarle que tenían compañía.

Sean estaba sentado a la mesa y tomaba un plato enorme de pastel de carne picada y nabos. Sorprendido de sí mismo, exclamó:

– Hoy es la segunda vez que ceno.

– Lleva casi una hora esperando -dijo Trisha indignada. Trisha creía que las mujeres debían esperar a los hombres y nunca lo contrario, lo cual era en parte el motivo de que Caroline se hubiera conformado con un marido tan perezoso. Paddy se sentó a la mesa mientras su madre le servía sopa de coliflor salpicada de pimienta negra en un cuenco.

– Si sigue este mal tiempo, todos los trabajos cerrarán y no dejaré de tropezarme con todos vosotros durante los dos días siguientes.

Paddy la compadeció, aun a sabiendas que el sueño de su madre había sido siempre tener a cinco niños con apetito voraz en casa.

– Yo iré al trabajo de todos modos.

Sean cogió una rebanada de pan con mantequilla del plato del centro de la mesa, al tiempo que estiraba las piernas y envolvía los tobillos de Paddy con los suyos.

Ella, al ver el pomelo en una bolsa de redecilla colgada del alféizar de la ventana, sintió una punzada de culpabilidad. Decidió que, sólo por esta vez, gozaría de la comida. Mañana podía volver a empezar la dieta.

Trisha montó un plato de pastel de carne, puré de patatas y acompañamiento de nabos, y lo puso junto al codo de Paddy cuando ésta se estaba acabando la sopa.

– Toma un poco de pan -dijo a la vez que le señalaba con un gesto el plato de pan con mantequilla que había en la mesa-. Tienes que recuperar las fuerzas después de haber estado ahí afuera.

– No creo que vaya a desvanecerme, ¿no? -dijo Paddy sin dejar de mirar a Sean.

Trisha miró a Sean.

– Uf, no irás a empezar otra vez con toda esta tontería de que estás gorda, ¿verdad?

– Mamá -dijo Paddy, dirigiéndose de nuevo a Sean-. Estoy gorda, sencillamente, lo estoy.

– Paddy -dijo Trisha con firmeza-, eso es grasa infantil. En un par de años, se te habrá ido y estarás tan delgada como cualquier otra. -Se volvió rápidamente, como si a ella también le costara creerlo.

Sean mojó el pan en la salsa de su plato y pareció confuso cuando Paddy le puso mala cara. Pensó que, al menos, podía haberla apoyado.

II

Al otro lado de la puerta trasera, Trisha fregaba los platos y arreglaba la cocina después de la cena. Ninguno de los miembros de la familia Meehan fumaba, de modo que Paddy y Sean tenían que salir al peldaño del jardín de atrás para que Sean se fumara su cigarrillo.

Estaban bien envueltos con bufandas y gorros de lana, hombro con hombro bajo la cornisa protectora de la puerta de la cocina, contemplando la tormenta de nieve con los ojos medio cerrados. Empezaba a cuajar. Una delicada red de copos blancos cubría el negro suelo. Copos gigantes revoloteaban de lado y rebotaban; flotaban hacia la nariz y la boca de Paddy, y se pegaban al dorso de sus pestañas, fundiéndose, así, en sus ojos. Sean se encendió un cigarrillo, con el filtro sujeto entre el pulgar y el dedo corazón, y sin dejar de proteger el pitillo con la mano.

– Sean, tengo que contarte algo.

Sean la miró y la ternura de sus ojos se convirtió rápidamente en miedo:

– ¿Qué?

Ella consideró echarse atrás.

– ¿Qué? -insistió él.

Paddy respiró profundamente.

– Hoy he visto una foto de los muchachos que mataron a Brian Wilcox. Creo que uno de ellos es Callum Ogilvy.

Él la miró y parpadeó.

– ¡Venga, hombre!

– Era él. Lo miré una y otra vez; tenía sus dientes pequeñitos y su pelo. Es él.

– Pero si los Ogilvy viven en Barnhill, y esos chicos eran de Townhead.

– No, el bebé era de Townhead.

Perplejo y ansioso, Sean buscó en su rostro síntomas de estar haciendo alguna broma extraña. Desvió la mirada y pegó una larga chupada a su cigarrillo.

– Frente a la comisaría donde los tenían detenidos se formó una turba de gente, de modo que los trasladaron. Vi una foto tomada a través de la ventanilla del furgón policial.

Él se pasó una mano enorme por la cara, y se frotó los ojos con fuerza como para despertarse.

– ¿Qué calidad podía tener la foto?

– Era lo bastante buena. -Ella intentó cogerle la mano, mientras lo observaba para intentar discernir qué estaba pensando.

– Qué tontería. -Sean apartó la mano-. Nos habríamos enterado, nos habrían llamado, ¿no crees?

– ¿Tú lo crees?

Él sopesó la posibilidad, y su voz bajó de volumen:

– ¿Mataron a ese chaval?

Paddy sintió que ya había hablado bastante:

– No lo puedo decir con exactitud, lo único que sé es que están arrestados.

– ¿Y puede que no sea nada?

Mintió para facilitarse las cosas:

– Puede que no sea nada de nada. -Le apretó la mano con la suya.

Satisfecho por haberla hecho retroceder, lanzó la ceniza de su cigarrillo contra la nieve inmaculada.

– ¿Por quién me cambiaste, anoche?

Ella se quedó sorprendida por su tono herido y le tocó el codo.

– No, no, Sean, no te di ningún plantón, de verdad; no pude ir al cine porque tenía trabajo. Tuve la oportunidad de hacer algo.

– Y te quedaste sola en la oficina, ¿no?

– De hecho, salí en la unidad móvil. -Se acordó del salón de casa del señor Taylor y del momento en el callejón en que saludó al policía de la ventana iluminada de la cocina de ladrillos.

– Ya, ¿lo ves? -dijo Sean, mostrándose repentinamente cáustico-. En realidad, yo no tengo por qué saber lo que es una unidad móvil, porque yo no trabajo allí.

– Es sólo un coche que va de un lado a otro y visita las comisarías y los hospitales para recoger noticias. Lleva una radio. -Él no parecía muy interesado, de modo que Paddy trató de ser más concreta-. Fuimos a ver una pelea entre bandas callejeras y, justo antes, a una casa en la que un tipo se había colgado de una farola sólo para molestar a su novia, ¿te imaginas? -Él no respondió-. La noticia ha salido hoy en el periódico, sólo unas líneas, pero estar allí fue… -quiso decir que había sido emocionante, que ojalá pudiera hacer eso cada noche durante el resto de su vida, pero se corrigió- interesante.

– Qué asco. -Echó una calada enfurruñado a su cigarrillo.

Le sonó tan mezquino que no supo qué decir. Desvió la vista hacia el jardín nevado. Entre ellos, aquella situación se repetía cada vez más a menudo. Cuando había gente alrededor, estaban bien; luego, se tomaban de las manos y se sentían muy cerca y deseaban estar solos, pero, tan pronto como lo estaban, reñían.

– Ha sido una noche interesante. -Se inclinó hacia fuera, escapando al cobijo, y se metió en la tormenta-. No estaba previsto que fuera, pero lo pedí y dijeron que no había problema.

– Qué ambiciosa eres -dijo Sean a modo de reproche.

– No, no lo soy -reaccionó Paddy.

– Sí, lo eres.

– No soy tan ambiciosa.

Dio una nueva calada a su cigarrillo.

– Eres la persona más ambiciosa que conozco. Me cortarías a trocitos si eso te sirviera para trepar.

– Va, déjame en paz.

Él torció la boca con una sonrisita amarga.

– Sabes que es cierto.

– Puede que sea ambiciosa, pero tengo escrúpulos. Es algo muy distinto.

– Ah, ¿admites que sí eres ambiciosa?

– Tengo escrúpulos. -Paddy dio una patada a la nieve del peldaño con un gesto petulante-. No he hecho nunca nada que te pueda hacer dudar al respecto.

Permanecieron en el peldaño, mirando al infinito, cada uno de ellos siguió la discusión mentalmente.

– ¿Por qué no puedes conformarte con seguir adelante como el resto de los mortales? -Sonaba razonable.

– Sencillamente, me interesa mi trabajo, ¿qué tiene eso de malo?

Ella comprendía por qué le molestaba: Sean quería que se quedaran en el mismo lugar y cerca de la misma gente durante el resto de sus vidas, y su ambición amenazaba este planteamiento. A veces, se preguntaba si salía con ella, una chica rechoncha que no era ni la mitad de atractiva que él, porque confiaba en que le estaría agradecida y se quedaría a su lado.

– Y eres competitiva -le dijo como si le estuviera confesando sus propias debilidades a regañadientes.

– No lo soy.

– Lo eres, todo el mundo lo sabe. Eres competitiva y, para ser sinceros -añadió en voz más baja para adoptar un tono confidencial-, eso me asusta.

– Por el amor de Dios, Sean…

– Si tuvieras que elegir entre tu trabajo y yo, ¿con cuál te quedarías?

– Me cago en diez, ¿quieres parar?

Él tiró el cigarrillo al jardín, al rincón al que siempre tiraba sus colillas. Paddy sabía que debajo de la nieve había cachitos de cigarrillos liados del largo y caluroso verano pasado, cuando ambos acababan de salir del instituto y vivían pegados. Ella acababa de empezar en el Daily News y no sabía si sería capaz de aguantarlo. Encima de ésta, había otra capa de ceniza y filtros del lluvioso otoño, cuando Sean empezó a trabajar y tuvo un poco de dinero de verdad para permitirse cigarrillos de verdad. Y encima, estaban las colillas de Navidad, cuando se sentaban en el peldaño a oscuras con una mantita encima de las rodillas y se hacían arrumacos; allí mismo, Sean, el Día del Boxeador, después de almorzar, le propuso que se casaran. Toda esa intimidad se había evaporado desde que se comprometieron, y Paddy no era capaz de entender por qué.

Sean mantenía la mirada en el árbol flaco y solitario del fondo del jardín.

– Me da miedo que me dejes.

– Oh, no pienso dejarte, Sean. -Paddy buscó su mano, llena de callos e hinchada por el trabajo, y la levantó hasta tocarla con los labios. Le besó la palma de la mano con todas sus fuerzas-. Seanie, tú eres mi amor.

Él le acarició la mejilla con la otra mano y se miraron el uno al otro con tristeza.

– Lo eres -dijo ella con firmeza, sin saber muy bien a quién trataba de convencer-. Eres mi querido, amado Sean, y jamás te dejaré. -Pero mientras lo decía deseaba con todas sus fuerzas que fuera verdad. Le dolía la garganta-. Sube conmigo al piso de arriba y nos enrollamos, ¿vale?

Él se miró los pies; ella le volvió a besar la mano.

– Sean, no debí decir aquello del muchacho; no estoy segura de lo que vi. Sube conmigo.

Le tiró de la manga para animarlo, mientras abría la puerta, temerosa de soltarlo, no fuera a escapársele y desaparecer por la nieve para siempre. Lo sostenía con fuerza y tiró de él para hacerle entrar, y así lo atrajo hacia la calidez.

III

La puerta de la habitación estaba bloqueada por un armario grande, de modo que había que entrar de lado. Detrás, había dos camas individuales con un espacio estrecho entre ellas. A los pies de cada cama, había una cómoda con cajones, encima de las cuales las chicas exponían sus pertenencias más preciadas. Paddy tenía un tarro de gomina verde clara Country Born junto a todas las baratijas que Sean le había comprado: un frasco de perfume Yardley; un ridículo cuello de volantes para pegar a sus prendas y tener un look neorromántico instantáneo; unos muñequitos que representaban dos ositos que luchaban entre ellos, con capas hechas con retales de ropa J-cloths y cinturones de cable eléctrico plateado que Sean les había hecho durante una mañana ociosa en el trabajo. Mary Ann guardaba sus sombras de ojos encima de su cómoda, colocadas en pequeñas tropas de azules y verdes y rosas. Tenía sólo una negra que Paddy le compró para su cumpleaños y la había colocado delante de todo, junto al lápiz de ojos azul que usaba siempre.

Paddy tenía un póster de los Undertones encima de la cama. Era la primera foto que había visto que reflejara su propia vida: en ella, había mucha gente vestida con ropa barata, mal alimentados, embutidos en un pequeño salón con una foto del Sagrado Corazón en la pared. A Mary Ann, le gustaban más las fotos de ídolos de ojos humedecidos: Terry Hall y un Patrick Duffy de ojos tristes miraban hacia su lado de la habitación.

Con siete adultos deambulando por la casa, en el hogar de los Meehan había poco espacio para la intimidad. Para empeorar la situación, la puerta de la habitación de Paddy y Mary Ann era la primera al subir las escaleras, de modo que cualquiera que subiera podía escuchar lo que sucedía dentro. Invariablemente, cuando Paddy y Sean se empezaban a liar, alguien subía y los interrumpía; pero hoy todos estaban fuera, y Trisha y Con estaban abajo, mirando un programa irrepetible sobre las visiones milagrosas en Medjugorje. Estaban tan cerca de estar solos como jamás lo habían estado.

I'm the Man se demoró por el tocadiscos mientras Paddy se sentaba en la cama junto a Sean. No quería perderle. Quería hacer un gran gesto, un gesto bello e insensato que sellara su relación de modo que él no pudiera escapar de su vida cuando se despistara.

Sentados en la cama, se besaron con ternura. Ella le puso la mano en el pecho, presionándolo ligeramente, animándole a tumbarse.

– No, Paddy -murmuró él-. Pueden entrar tus padres.

Ella sonrió, le besó y lo volvió a empujar; lo pilló sin apoyarse, y consiguió que se reclinara un poco.

– No -dijo él más serio, mientras le apartaba la mano y se volvía a incorporar.

Empezó a besarla de nuevo, sin esperar que a ella le importara haber sido corregida de manera tan brusca; pero a ella sí le importaba. Paddy, ocultando su enfado, posó la mano sobre el muslo del chico hasta sentir que estaba relajado; siguió besándolo con ternura, frotando la nariz contra su mejilla y, muy lentamente, le acarició el muslo con un movimiento ascendente. Él se resistió, de modo que ella volvió a desplazar la mano lentamente hacia su rodilla, manteniéndola allí hasta notar que él volvía a relajarse. Le tocó la costura de la entrepierna.

– No -dijo él, aun permitiendo que continuara-, no.

Tenía una fuerte erección, ella lo notaba a través de los pantalones y disfrutaba al provocarle aquel efecto. Gimiendo, Sean le apartó la mano y retiró las piernas hacia el borde de la cama para alejarlas de ella. Jadeaba. Ella quiso tocarle el brazo, pero él la apartó.

– No.

Sean estaba inclinado y ella no entendía realmente por qué. No comprendía la geografía de los genitales masculinos. Había visto un esquema en un libro de texto de biología. La profesora se negó a enseñarles el módulo por motivos religiosos, porque contenía información sobre anticoncepción. Les dijo en qué página del libro estaba, y les dio una hora para que se lo leyeran en silencio. Paddy sabía que, cuando los hombres estaban vestidos, todos los órganos estaban colocados de manera distinta, cortados por la mitad y perfectamente guardados a un lado.

– No deberías hacer esto -le susurró él.

– ¿Por qué?

– Podría no ser capaz de detenerme.

– ¿Tienes que detenerte? -Él no respondió-. Tal vez yo tampoco pueda detenerme.

Él se sonrió y volvió a protegerse:

– Dijimos que esperaríamos. ¿Y si entrara tu madre?

Paddy se acercó a él y le deslizó la mano por el muslo.

– Yo no quiero esperar -le espetó.

Sean la miró y soltó una carcajada, a la vez que se inclinaba otra vez hacia delante.

– Yo no quiero esperar, Sean.

Estaba asombrado. Se incorporó, se quedó al otro lado de la cama y la miró.

– Bueno, pues yo sí. Quiero que cuando nos casemos sea algo especial; quiero saber que para los dos es la primera vez.

La vergüenza, perniciosa y pegajosa como el mismísimo napalm, recorrió el cuerpo de Paddy. Tenía que querer esperar. No tenía que querer tocarlo, no tenía que querer todo aquello porque era una chica. Su propia virginidad no podía ser nunca suya para ofrecerla, sino de Sean para tomarla.

Como notaba su resentimiento, Sean se acercó a tocarle el brazo y la atrajo hacia él por encima de la cama. La sostuvo con fuerza por los hombros en una postura contenida, manteniendo sus brazos pegados a los costados.

– Significas tanto para mí, Paddy. Eres toda mi vida, ¿lo sabes?

– Lo sé.

– Y eres una niña muy sexy -le dijo, tratando de ser amable con su transgresión-. ¿Qué eres?

– Muy sexy -dijo ella con tristeza.

Él notó la furia en su voz, vio la expresión dolorida en su rostro y supo que no estaba bien. Le puso la mano por detrás de la nuca y atrajo el rostro de Paddy contra su pecho, de modo que ya no tuviera que mirarla.

– No -le dijo con firmeza-, eres una niña muy sexy.

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