Capítulo 34

El señor Naismith

I

Eran las diez de la mañana y la escarcha seguía cubriendo la sombra de los bloques de apartamentos. Un viento atrevido ganaba fuerza y barría los laterales de los edificios, y les revolvía el pelo y los faldones de los abrigos mientras trataban de elegir muy bien el trazado por el largo tramo de escaleras para evitar los cantos helados.

El complejo por el que andaban era una rama barata de los rascacielos Drygate, edificada para pensionistas y gente enfermiza y donde no se admitían los niños. Las modestas parcelas de césped entre edificios estaban salpicadas de rocas areniscas amarillas gigantes, recuerdo de tiempos monumentales.

– Esto es lo único que queda de la cárcel de Duke Street. ¿Ves allá? -Terry le señalaba el fondo de un trozo de pared amarilla-. Allí estaba la celda de los condenados a muerte. Solían colgarlos en aquella parcela de césped.

Paddy miraba y asentía con la cabeza, fingiendo escuchar.

– Estás muy callada hoy.

Ella respondió con un gruñido. Tenía miedo de hablar. El pánico le inflamaba el fondo de la garganta y la ahogaba. Si hablaba, podía sencillamente denunciarse.

– Y pareces hecha polvo.

– Déjame en paz.

Pero sabía que tenía razón. La noche anterior apenas había dormido. Yació en su cama con los ojos abiertos de par en par, trazando cenefas en el techo mientras pensaba en Callum y lo que había dicho. Yació despierta mirándolo desde todos los ángulos posibles, lo malinterpretaba voluntariamente e intentaba hacerlo sonar cómodamente. A las tres y media, se reconoció finalmente que Callum le estaba diciendo que Naismith era inocente.

– Bueno -dijo Terry animado-; Tracy Dempsie, ¿hay algo más de lo que quieras advertirme de ella?

– La moqueta de la entrada es horrenda.

Él asintió, muy serio, con la cabeza.

– Gracias por decírmelo; no me habría gustado nada que me pillara desprevenido.

Paddy sonrió ante la inesperada respuesta. Terry era siempre ligeramente más agudo de lo que ella esperaba que fuera. Miró hacia él y le vio la barriguita temblando bajo la camiseta al poner el pie en el peldaño.

– Te veo -musitó él.

Levantó los ojos y se lo encontró mirando al suelo.

– ¿Qué ves?

– A ti, mirándome con ojos encantadores.

Ella sonrió y se dio cuenta de que se le llenaban los ojos de emoción. Le habría resultado más fácil de soportar si no fuera tan cariñoso.

Mientras parpadeaba para esconder un asomo de culpabilidad, Paddy lo guió a través del suelo desmenuzado del aparcamiento hasta el vestíbulo del Drygate. Los dos ascensores estaban estropeados: había una pequeña nota escrita a mano con mayúsculas irregulares pegada a las puertas de los ascensores.

Subieron penosamente la triste escalera, apartando botes de cola y bolsas de plástico en un descansillo, y las páginas sueltas de una revista pornográfica, en otro. Paddy dejó que Terry fuera delante para no exponerse a que le mirara el gordo trasero.

Al llegar al piso de Tracy, la fuerza de succión del viento presionaba tanto la puerta que Paddy tuvo que apoyarse con todo su peso para abrirla. El viento ensordecedor le alisaba el pelo y le hinchaba el abrigo. Terry se aferraba al cuello de su gruesa cazadora de piel mientras avanzaban siguiendo la pared interior de la balconada. Paddy llamó con fuerza a la puerta de Tracy Dempsie.

Tenía la mano levantada para volver a aporrearla cuando Tracy la abrió. Se había tomado una pastilla o dos de más, y llevaba el batín mal abrochado. Al ver a Paddy, parpadeó lentamente y le llevó el cigarrillo a los labios. La punta de ceniza caliente salió volando hacia su pelo, y llegó a chamuscarle un mechón.

– Tú no eres Heather Allen.

Paddy tuvo la esperanza de que Terry no se hubiera enterado.

– Vi su foto en el periódico. No eres ella. Ella está muerta.

Terry ponía cara de intrigado; Paddy sentía que la estaba mirando.

– Tracy, he oído que han arrestado a Henry Naismith.

Al oír el nombre de su ex marido, Tracy se quedó sin agallas. La cabeza le cayó hacia delante, se dio la vuelta y se alejó pasillo abajo. Una ráfaga de viento abrió la puerta de golpe y la hizo rebotar contra la pared. Paddy se limpió los zapatos antes de entrar. Terry, tras cerrar la puerta con cuidado detrás de él para amortiguar el ruido, miró de la abigarrada moqueta a Paddy y fingió soltar un grito. Siguieron el rastro del humo por el pasillo y hasta el salón, donde encontraron a Tracy desplomada en el sofá, que se miraba las rodillas con expresión ausente. El viento golpeaba la ventana con furia.

– Henry -dijo a media voz-. Dicen que también ha confesado que mató a Thomas. No puede ser, no puede ser.

Paddy se sentó en la punta del sofá a su lado y sus rodillas casi se tocaban. Buscaba desesperadamente algo amable que decirle, pero no había nada. Como si pudiera vérselo en los ojos, Tracy acercó la mano y tomó la de Paddy, le agarró el pulgar, y, con gesto ausente, le levantaba y le dejaba la mano sin dejar de dar caladas a su pitillo.

– Pero era un tipo duro, ¿no?

Tracy se tragaba el humo con los dientes apretados y tiraba la cabeza hacia atrás.

– Henry es un buen hombre. Estuvo en las bandas cuando era joven, sí, pero las bandas sólo luchan entre ellas. Y, de todos modos, ahora es un cristiano renacido, no va a atacar a un bebé.

– Pero lo ha confesado, Tracy.

– ¿Y qué? -Levantó la vista hacia ellos suplicante, como si tuvieran alguna jurisdicción sobre el asunto-. Puede que sólo sea lo que dicen.

Paddy había casi olvidado que Terry estaba detrás de ella hasta que el chico entró en su campo de visión y se aclaró la garganta cuidadosamente antes de intervenir:

– Señora Dempsie, ¿qué interés tendría en confesar si él no lo hizo?

Tracy sacudió la cabeza sin dejar de mirar la moqueta, y puso cara de perplejidad.

– ¿Pueden haberle obligado? -Sus ojos, embotados por los medicamentos, trazaban lentamente la cenefa endemoniada de la moqueta mientras trataba de pensar. Parpadeó lentamente, y sus cejas le formaban un lastimero triángulo.

– Henry no se matará como lo hizo Alfred. Henry es una persona religiosa.

Paddy observó a Tracy acercarse el cigarrillo a los labios, y en un instante súbito y espeluznante supo que estaba mirando la carnicería que ella misma había hecho. Ella era lo mismo que el policía que había metido los papeles en el bolsillo de James Griffiths. Jamás en su vida había sentido ganas de confesarse, pero ahora las tenía.

Apretó la mano de Tracy con fuerza.

– Lamento mucho todos sus problemas.

Perpleja pero emocionada, Tracy le devolvió el apretón, moviendo con un extraño movimiento la mano de Paddy por el pulgar.

– Gracias.

– Lo lamento. -apretó la mano de Tracy con fuerza entre las dos suyas-. De veras lo lamento. De verdad.

Tracy Dempsie estaba bajo tratamiento médico y aquel día se había regalado una dosis doble, pero aun así percibía que el comportamiento de Paddy era extraño. Sonrió incómoda y se soltó la mano.

Terry avanzó hacia ellas.

– Señora Dempsie, me pregunto si tiene alguna foto de Henry. No queremos usar la de la policía; nos gustaría una más bonita para el periódico.

Fue una mentira muy hábil. La policía no había presentado ninguna foto de Naismith, ni era posible que lo hiciera, pero Terry adivinó que Tracy no lo sabía y que querría que Naismith saliera lo mejor posible en el periódico. Su profesionalidad era un reproche hacia Paddy, quien sorbía y se secaba la punta húmeda de la nariz con el dorso de la mano.

– Claro. -Tracy movió el trasero hasta la punta del sofá y se levantó en una postura extraña, con un paso lateral antes de meterse en el pasillo.

Terry esperó a que Tracy no pudiera oírlos.

– Por todos los demonios -murmuró-. ¿Qué pasa contigo?

Ella intentó tomar aire pero el mentón se le encogió. Terry le dio una patada a la planta del pie y le gruñó:

– Vete al lavabo y recupera la compostura.

Ella se levantó.

– No te pases conmigo.

– Pues tú no te comportes como una vaca burra.

Ella le dio una buena patada al tobillo y lo dejó gimiendo y mascullando juramentos entre dientes.

Fuera, en el oscuro pasadizo, oía a Tracy revolver papeles ruidosamente tras una puerta. El baño tenía un pequeño cartel de cerámica en la puerta, un dibujo de un inodoro rodeado de una guirnalda de rosas. El cuarto había sido decorado en la misma época que el recibidor; el papel pintado naranja se levantaba por las esquinas, como suplicando que lo arrancaran. El juego de sanitarios era de un color rosa chillón, con el baño manchado de óxido donde el grifo del agua fría había goteado y corroído el agujero del desagüe. Había barra de jabón naranja pegada entre los dos grifos, y la moqueta de color amarillo pálido olía a lejía.

Paddy pasó el cerrojo y bajó la tapa del inodoro, se sentó y se inclinó encima de las rodillas. Intentó pensar en algo que Terry hubiera hecho mal para mitigar la ofensa que le había hecho. Pensó en la noche que pasó en su cama, en su comportamiento en el trabajo, pero no se le ocurría nada. Sabía que tenía que llamar a la comisaría y declararse culpable por lo de la bola de pelo en el furgón, pero cada fibra de su cuerpo rechazaba la posibilidad de cumplir con su deber. Lo perdería todo, pero era lo que se merecía, puesto que había matado a Heather y le había tendido una trampa a Naismith.

Se obligó a incorporarse. En el banquillo del alto tribunal, Paddy Meehan había hecho un discurso digno después de que lo condenaran. Debía de sentirse más sitiado de lo que ella se sentía ahora. Se levantó y se miró al espejo nuboso.

– Han cometido un terrible error -susurró en voz baja-. Soy inocente de este crimen, y también lo es Jim Griffiths -. Sorbió por la nariz y se puso bien la trenca, se alborotó un poco el pelo para que volviera a tenérsele hacia arriba. Se miró a los ojos y no apreció más que culpabilidad y miedo y grasa. «Han cometido un terrible error.» Tenía integridad. No sacrificaría la vida de un hombre por su carrera. Puede que lo hubiera contemplado, y sabía que era terrible, pero no iba a hacerlo.

Tiró de la cadena para dar impresión de naturalidad, tomó aire, abrió el cerrojo y salió al pasillo en dirección al salón.

Terry había ocupado su sitio en el sofá junto a Tracy y sonreía ante un álbum de fotos abierto. Estaba encuadernado en plástico rojo con los bordes dorados. Llevaba tiempo guardado bajo algo pesado, y algunas de las hojas de celofán se habían quedado mal dobladas y colgaban hacia fuera.

Tracy se había encendido otro pitillo y señalaba una foto.

– Yo de vacaciones. Isla de Wight. Bonitas piernas, ¿eh?

– Sí -dijo Terry, que miraba a Paddy llegar con una sonrisa conciliadora-. Mira -dijo-, Tracy en traje de baño.

Paddy se acercó al reposabrazos del lado de Tracy y miró por encima de su hombro. La Tracy de la foto era más joven y bastante guapa, y aparecía posando estudiadamente en una playa repleta de domingueros, con un pie delante del otro al estilo de las modelos de los años cincuenta. Paddy asintió con la cabeza.

– Estupenda.

En la página de al lado, Henry Naismith aparecía vestido con pantalones pitillo y una gabardina de algodón azul ceniza. Colgada de su brazo, estaba Tracy con calcetines de ganchillo y un vestidito rosa, con el pelo recogido en una cola de caballo y los ojos accidentalmente cerrados en el momento de disparar la foto.

Terry se cruzó la mirada con Paddy, pero desvió la suya rápidamente. Toco la cara en la fotografía.

– ¿Pegó Henry alguna vez a los niños cuando estaban ustedes juntos?

– Henry y yo sólo teníamos a Garry; Alfred era el padre de Thomas.

Terry prosiguió como si ya lo supiera:

– ¿Y pegó alguna vez a Garry?

– No. Nos ignoraba casi siempre, hasta que yo me fui con Alfred; entonces, perdió la cabeza, empezó a dar patadas a las puertas y cosas así, e iba al trabajo de Alfred y lo esperaba allí. -Parecía halagada por el recuerdo; la boca se le retorció en una sonrisa incierta-. Alfred se limitaba a salir de la fábrica por la puerta de atrás. Por supuesto, justo después de la muerte de Thomas, Henry empezó con la religión. Estaba tan triste por Thomas que se podría haber pensado que había muerto su propio hijo. Intentó compensar sus errores anteriores; intentó ser un buen padre para Garry. Le consagraba todo su tiempo.

Volvió la página del álbum y apareció una foto de ella con un abrigo largo y botas hasta las rodillas, con un bebé colgado a la cadera. El chico miraba a la cámara con una extraña intensidad.

– Es un bebé precioso -dijo Terry-. Es muy guapo. ¿Es suyo?

– Es mi Garry. -Tracy le cubrió la cara con las puntas de los dedos-. Mi pequeño.

– ¿Tiene más fotos de él?

Tracy tenía más fotografías. Pasaron por su primera Navidad, la boda de un vecino, un cumpleaños de la abuela, y el chico fue creciendo ante los ojos de Paddy. Había asumido que el hijo de Naismith y de Tracy era todavía pequeño, que tan sólo tenía unos pocos años más que Thomas Dempsie cuando murió. De hecho, debía de tener unos doce años. Lo bastante mayor como para haberlo matado él mismo. Tracy volvió la página y, de pronto, Garry era mayor; estaba posando junto al furgón de víveres de su padre en verano, con el sol reflejado en el pendiente dorado de su oreja. Paddy lo reconoció perfectamente. Era el chico guapo que conoció en Townhead la noche anterior al asesinato de Heather, el chico que se presentó como Kevin McConnell.

Paddy ya no oía ni el viento, ni lo que Terry comentaba de las fotografías. Lo único que oía eran los latidos de su corazón, y lo único que sentía era el sudor frío que le recorría la espina dorsal. La turbia amenaza sexual en las palabras de Callum Ogilvy le volvió a la cabeza como algo inminente y personal. La noche en la que se conocieron, Garry debió de haberla seguido desde la casa de Tracy hasta Townhead. Debió de haber sabido por Tracy que una periodista llamada Heather Allen había estado en su casa y, entonces, le siguió los pasos, esperando pacientemente antes de abordarla para que no pudiera relacionarlo con su madre. Garry no era sencillamente un pervertido, sino un tipo cauteloso. Ahora mismo podía encontrarse en el apartamento. Pensó en el camino más corto hasta la puerta. Si venía hacia ella podía golpearlo; usar algún objeto para golpearlo. Se podría defender.

– ¿Sigue viviendo aquí Garry? -preguntó rápidamente.

– Qué va. -Tracy se rascó el muslo por encima de su batín-. Está en Barnhill con su padre. Garry hace todo lo que le dice su padre. Esta foto -retiró el celofán crujiente y sacó la foto de teddy boy de las estrías de pegamento-, ésta es la mejor.

– ¿Y ésta? -Terry volvió atrás la página hasta una foto de Naismith de pie en el jardín de Townhead.

Paddy sentía el pulso en el cuello. Estaba segura de que, si Tracy levantaba la vista, se percataría del latido de su yugular.

– Haría cualquier cosa por nuestro chico. Le está enseñando para que se ocupe del furgón. Jamás le haría daño a un niño.

Paddy la cortó:

– Deberíamos marcharnos.

Terry abrió ligeramente la boca.

– Debemos -dijo insistente-; tengo que irme.

– Sólo nos llevamos la foto -dijo Terry con cuidado, mientras tomaba el álbum de fotos de Tracy, antes de que tuviera tiempo de objetar, y sacaba la fotografía que quería.

Paddy empezaba a sudar.

– Me voy.

Ella miró con desafío.

– Tenemos que agradecerle a Tracy todo lo que ha hecho por nosotros.

Pero Paddy ya estaba a la puerta del salón.

– Adiós.

Corrió hacia la entrada y abrió la puerta que salía al torbellino ululante; apretó los ojos para evitar que le entrara polvo y corrió por la balconada hasta las escaleras. Tiró de la puerta, usando su peso cuando sintió que no cedía. Por un momento aterrador, pensó que Garry estaría detrás de ella, sonriendo tranquilamente y manteniéndola cerrada sin ningún esfuerzo. Terry se inclinó por encima de su hombro y abrió la puerta, empujando con una mano. Ella salió disparada a las escaleras, sumergiéndose en un tufo acre de orines y disolvente.

– ¿Estás loca o qué? ¿Qué coño significa todo esto?

Se volvió a mirarlo, lo agarró del cuello con las dos manos y lo sacudió, como si confundiera a Terry con la amenaza real; le hizo perder pie hasta que su mano temblorosa cayó sobre la barandilla de metal y él consiguió equilibrarse de nuevo.

Se quedaron quietos, Paddy cogida a su cuello, Terry inclinado con curiosidad hacia ella, evitándole la mirada sumisamente. La vibración amortiguada de su refriega latía sobre el denso hormigón. Horrorizada, Paddy abrió los dedos, y Terry se incorporó lentamente. Se puso bien la cazadora sin mirarla. Bajaron juntos, Paddy respiraba con fuerza hasta recuperar el aliento, Terry, por su parte, permanecía en silencio. Una vez abajo, cruzaron el vestíbulo, salieron a la luz del día y se separaron sin mediar palabra.

II

Dr. Pete estaba apoyado sobre unos almohadones y miraba por la ventana a una estatua grande del reformista protestante John Knox. Paddy estaba bastante segura de que no llevaba un pijama suyo: tenía la rigidez de las prendas lavadas en una institución. El agua hirviendo lo había descolorido hasta un azul claro que contrastaba horriblemente con su tez amarillenta. La blanca sábana almidonada de su regazo estaba cuidadosamente doblada y, de vez en cuando, mientras hablaba, la acariciaba pensativo.

– Ridículo. Knox era un iconoclasta. Jamás habría aprobado la idea de una estatua. -Sonrió distante-. Si no fuera porque eran calvinistas, uno sospecharía que el comité por su memoria lo hizo por cierto sentido del humor.

Paddy no sabía nada de las distintas ramas del protestantismo, pero sonrió para complacerlo.

Era un ala moderna del antiguo hospital, con ventanas lacadas de color cobre que daban a la necrópolis, un irregular Manhattan Victoriano en miniatura de arquitectura exuberante, erigida cuando celebrar la muerte todavía no se había convertido en tabú. Las otras tres camas de la habitación de Dr. Pete tenían mucho espacio alrededor por si era preciso para la maquinaria. El paciente de la cama de enfrente estaba inconsciente, como una franja de piel poco prometedora bajo una sábana inmaculada como el papel. A su alrededor, había una costosa maquinaria: un monitor cardíaco, una pompa de ventilación, un suero y una pantalla de televisor parpadeante. A su lado, la esposa de rubicundas mejillas estaba sentada leyendo el Sun, con el ceño fruncido como si el tabloide requiriera mucha concentración.

Que el pabellón de oncología diera al cementerio era una coincidencia desafortunada, pero Dr. Pete, lleno de medicamentos y sin sufrir dolor por primera vez en meses, la disfrutaba. Sobrio, animado y sin su habitual rictus de dolor, de pronto, aparecía como un hombre muy distinto. Ahora ya no parecía inconcebible que hubiera columpiado a mujeres por encima de los charcos, o que hubiera escrito textos tan bellos. Llevaba diez minutos hablando de la estatua de John Knox de encima de la colina, eligiendo sus palabras cuidadosamente mientras relataba la historia de su construcción y los motivos por los que había sido levantada en medio de lo que luego sería un enorme cementerio.

– Pero, para entonces, a nadie le importaba dónde estaba. ¿Por qué has venido?

Los ojos firmes de Pete se clavaron en los suyos.

– Para saber cómo estaba -mintió-. Sólo quería saber cómo estaba.

Pete se miró las puntas de los dedos que corrían por encima del dobladillo rígido de la sábana.

– Pues me estoy muriendo, como ves.

Ella sonrió de nuevo cortésmente. Había ido allí para esconderse media hora. Se suponía que su visita tenía que ser una parada para romper un día muy malo, pero no le estaba funcionando. Decidió entregarle su regalo testimonial y marcharse. El envoltorio de celofán crujió ruidosamente al sacar la botella de su bolsa.

– Lucozade. [9]

Se incorporó, sinceramente complacido, y le señaló la parte de arriba del armarito que tenía junto a la cama.

– Ponlo aquí.

Ella abrió la puerta del armario, pero él la corrigió:

– No, no, ponlo encima.

Miró por toda la habitación; ella le siguió la mirada por los armarios de los otros pacientes. Todos ellos tenían botellas, bolsas de dulces y flores con tarjetas colgadas, pero el de Pete estaba totalmente vacío.

– Esta vez me trajeron de urgencias. La vez que estuve antes, me traje el mío. No dejaré que las malditas enfermeras se compadezcan de mí.

No lo habría dicho de no encontrarse bajo los efectos de la morfina, y a ella le sorprendió enterarse de lo solo que estaba. Siempre que había ido a visitar parientes al hospital, había tenido que hacer cola en el pasillo y esperar que un grupo familiar saliera antes de poder entrar. Se avergonzó por él y cambió de tema.

– Siempre me he preguntado… ¿por qué lo llaman Dr. Pete?

– Soy doctor. Tengo un doctorado en teología.

Ella esperó su carcajada ante su credulidad y que admitiera que era una broma, pero no lo hizo.

– ¿Por qué lo hizo?

– Quería ser cura. Soy hijo de un pastor protestante.

– ¿Su padre fue pastor?

– Y su padre antes que él.

– Es usted la persona menos parecida a un ministro de la Iglesia que he conocido jamás.

– Fui una decepción. Me gustó lo que le dijiste al padre Richards, sobre la sustitución del texto básico. Mi familia no concebía la vida fuera de la Iglesia. Yo estoy justo en ello.

– Yo perdí la fe pronto, antes de hacer la primera comunión. Todavía no he podido decírselo a mi familia.

Estiró el brazo, con una sonrisa beatífica en la mirada, y le acarició la mano.

– Miénteles. No dejes que se preocupen. Yo herí a mi padre, y no había ninguna necesidad. No lo convencí a él, ni él a mí. Discutimos el día que se murió.

Paddy movió la cabeza.

– Yo no puedo enfrentarme a mi padre; es muy sumiso.

– ¡Ay, los sumisos! Juegan a largo plazo, astutos bastardos.

El hombre de la pared de enfrente soltó un leve gruñido. Su esposa se le acercó y le dio unos golpecitos a la cama, sin levantar la vista del periódico.

– Por la mañana estará muerto -dijo Pete-, si tiene suerte.

Paddy miró al hombre y sintió que de pronto se ruborizaba. No había venido a que le frotaran por las narices la inexorabilidad de la muerte. Pete advirtió sus ojos enrojecidos y pareció alarmarse.

– No, no es por usted -le espetó, para darse cuenta demasiado tarde que había sido un error decir que no le importaba que se fuera a morir-. Oh, Dios mío, Pete, he hecho algo terrible. Le tendí una trampa a Henry Naismith y ahora ha confesado que mató a Brian Wilcox. Estaba segura de que había sido él.

– ¿Qué tipo de trampa?

– Pelos -se frotó los ojos con fuerza-, cabellos de Heather Allen. Y confesó haberla matado, y también a Thomas Dempsie.

– Naismith no mató a Thomas Dempsie. Aquella noche estaba en el calabozo.

– Lo sé. Así que, si también ha confesado eso, ¿qué veracidad puede tener su confesión del pequeño Brian?

Pete abrió los ojos serenamente.

– ¿Por qué haría una falsa confesión?

– Fue su hijo. Está protegiendo a su hijo.

Pete frunció el ceño un momento.

– Garry Naismith.

– Exacto. Garry mató a Thomas y dejó que Alfred cargara con la culpa. Creo que Naismith lo descubrió y se autoinculpó. Creo que desde entonces ha estado cubriendo a su hijo.

– Parece lógico. Henry vio la luz cuando murió Thomas. Eso cambió su vida. -Pete podía haber estado hablando de galletas-. Así que Naismith pretende entregar su vida por la de su hijo. Ningún hombre demuestra un amor tan grande.

Ella asintió ante aquella frase sacada fuera de su contexto bíblico.

– Sí que estudió teología, ¿eh?

La cortina que había en el lado opuesto de la cama se abrió de pronto y una enfermera impecable los miró con actitud acusatoria.

– ¿Qué hace usted aquí? -Se dirigía a Paddy con una sonrisa tensa que no engañaba a nadie.

– De visita -dijo Paddy.

La boca de la enfermera se tensó y se puso a arreglar los pliegues de la cortina.

– Las familias tienen permiso para venir de visita fuera de los horarios previstos, pero me temo que todos los demás visitantes han de venir entre las tres y las ocho de la tarde. -Se volvió para mirar a Paddy directamente-. Tendrá que marcharse.

Confundida y avergonzada, Paddy buscó su bolsa.

– Iona, Iona. -Pete se incorporó sobre las almohadas, animado ante la posibilidad de una bronca-. Ponte el dedo en el culo. Es mi hija.

La enfermera Iona le miró el dedo de la alianza.

– Así es, es bastarda. Hija de una relación amorosa. No quise casarme con su madre porque era fea y no tenía edad para casarse. -Levantó la mano que llevaba vendada-. Fue en Tejas. ¿Algo más?

La enfermera miraba a Paddy sin ninguna simpatía, fijándose en su cutre jersey negro. Le hacía bolas por debajo de los brazos y estaba dado por debajo de tanto como Paddy lo estiraba para esconder sus grasas cuando estaba sentada en el banquillo.

– Ya no puede estar más, señor McIltchie, lo sabe perfectamente. -Paseó la mirada de Paddy a Pete pero no pudo encontrar ningún parecido de su cara en la de la chica-. Y, si es su hija, ¿por qué no aparece en su lista de parientes?

– No es de fiar. Es dipsomaníaca. -A Pete le brillaba la cara de gozo inocente-. Cuando me muera, estará aquí llevándose los anillos de mis dedos.

Iona le suplicó que no utilizara aquel tipo de vocabulario y estuvo merodeando un rato, tomándole el pulso y mirándose el reloj antes de volver a dejarlos solos. Pete suspiró satisfecho y acarició la sábana.

– Bueno, ahora tendrás que volver a visitarme.

– Esta mujer da un poco de miedo.

Pete se incorporó un poco y se reclinó hacia ella como si le fuera a hacer una confidencia. Le apestaba el aliento.

– Es una vaca de mierda. Siempre la miro cuando se está moviendo por esta habitación, echando la bronca a todo el mundo. Y yo intento devolverle el susto. Cuando me lava, siempre me araña. -Volvió a reclinarse sobre las almohadas y miró hacia la puerta-. No quiero morirme aquí; tengo que seguir luchando. -Frunció fugazmente el ceño, con la mirada fija en las sábanas, e intentó apartar cualquier idea que pudiera interferir en su reflexión-. Es triste -sacudió la cabeza-, como si así no pasáramos el miedo suficiente. A estas alturas, odiaría arrepentirme.

Paddy no sabía qué decir, así que volvió a disculparse. El ni se dio cuenta.

– Me estoy muriendo -le dijo a la sábana, como si estuviera sorprendido de escuchárselo-. Y no creo en Dios. Espero no asustarme en el minuto final.

– Tengo que irme, Pete.

– ¿Adonde?

– Tengo que coger el autobús a Anderston y decirle a ese pequeño bastardo de Patterson lo que he hecho. No hay otra salida. -Medio esperaba que a él se le ocurriera algo.

– Está muy bien.

Paddy pensó en su futuro, y lo mejor que pudo esperar era un trabajo en una tienda o en una fábrica. Ahora ni siquiera podía aspirar a casarse. La decepción era tan amarga que hasta le dolían los huesos.

– Ahora no seré nunca periodista.

– Es verdad.

Le miró. El miraba a John Knox. Paddy no estaba del todo segura de que le escuchara. Supuso que tenía otras cosas en la cabeza.

– Sería una pena arrepentirse a esas alturas -dijo ella a media voz.

De pronto, Pete se animó:

– ¿No es cierto? Miedo, es el miedo. Hay pastores, hermanos y bestias peludas patrullando por los pasillos de este hospital al acecho. Son capaces de oler los momentos de debilidad. Yo no quiero debilitarme; me moriría infeliz. Esto de aquí -señaló la cánula que llevaba en el dorso de la mano-, ésta es mi última defensa contra ellos. Me gustaría salir con un buen chute de esto.

Le llevó el resto de la visita comprender que le estaba hablando de las dosis de morfina que le administraban cada cuatro horas.

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