Capítulo 12

Sin motivo para huir

1969

I

Paddy Meehan oyó la turba de gente a más de medio kilómetro de distancia; coreaban consignas en un tono bajo y lento que se iba acelerando poco a poco hasta hacerle sudar de pánico, provocando así que el hedor a orines y a preocupación del furgón policial se hiciera más intenso. Eran las diez y media de una mañana laborable, pero trescientas personas habían encontrado el tiempo de reunirse frente al Juzgado para ver al bastardo al que acusaban del asesinato de la anciana Rachel Ross.

No dejaba de pensar que el furgón estaba en medio de aquella muchedumbre, que el ruido era todo lo fuerte que podía ser, pero, luego, pasaba otro segundo, el vehículo avanzaba unos pocos metros más, y el ruido del exterior se hacía todavía más fuerte. Cuando finalmente se detuvieron, el ruido resultaba ensordecedor. Los dos policías de uniforme se miraron nerviosamente, uno de ellos sostenía el tirador de la puerta, el otro el brazo de Meehan. Se volvieron hacia los agentes de la policía criminal, que vestían de paisano, sentados al fondo del furgón, y esperaron la señal de salida.

– Vamos, chicos -gritó uno de ellos a los uniformados-. Vosotros dos, quedaos delante; nosotros os seguimos y le vigilamos la espalda. A la de tres: uno, dos… -Colocaron la manta sobre la cabeza de Meehan y, a oscuras, su rostro se convulsionó de pánico-. ¡Tres!

Las puertas traseras del furgón se abrieron de golpe, y los dos oficiales a ambos lados tiraron de Meehan hacia la calle. Veía el pavimento bajo sus pies, el brillo cobrizo de los zapatos del policía y el primer peldaño de subida al Juzgado. Mientras se tambaleaba a oscuras, oía voces de hombres y mujeres que gritaban, y a niños que chillaban que deberían colgarlo, que era un bastardo, un asesino. Los agentes criminales lo agarraron por detrás de la chaqueta, sin importarles los vapuleos y los empujones, y lo empujaron escaleras arriba. Los policías estaban asustados. Se apretaron contra sus codos y lo levantaron. En la repentina oscuridad que había bajo la manta gris, escuchó el rápido golpeteo de los pies que corrían por la calle y los gritos alentando a la muchedumbre que venían de lejos. Los policías se sobresaltaron cuando un zapato marrón le chocó contra la espinilla. El atacante fue repelido, y los policías arrastraron a Meehan por los últimos peldaños y lo metieron por las puertas.

Todas las veces anteriores que Meehan había estado en los juzgados, había esperado con paciencia en las celdas de detención, pero esta vez no. Cuando le quitaron la manta de encima, se encontró en una sala de testigos anexa al juzgado. No podía dejar que vieran lo asustado que estaba, de modo que agarró por las solapas al agente criminal que tenía más cerca y gritó, presa del pánico y el terror:

– ¡Haz tu trabajo! ¿Me oyes? ¡Haz tu maldito trabajo!

Lo apartaron, luchando contra la rigidez con que sus dedos se aferraban a la tela. Tenía los ojos desorbitados y resoplaba:

– Encontrad a Griffiths. Comprobad mi maldita coartada. Os di su dirección, ¿qué os pasa, tíos?

Mechan se recostó en una silla y miró hacia abajo. Tenía la pernera del pantalón empapada de sangre del zapato marrón.

Todo aquello era un error. Él era un ladrón, un profesional, un violador de cajas fuertes. Había aprendido el negocio con Johnny Ramensky el Delicado; tenía buenas referencias. Él no se metería nunca en semejante lío; y, además, tenía una coartada sólida. La noche del asesinato de Rachel Ross estaba en Stranraer con James Griffiths, y los habían visto. Habían recogido a dos chicas de Kilmarnock y las habían llevado a casa. Sólo tenían que hablar con Griffiths o con las chicas y lo dejarían libre.

II

Al mismo tiempo que el furgón de Paddy Meehan se disponía a ir al Juzgado de Ayr, cinco agentes de la policía criminal de Glasgow se marchaban en un Ford Anglia hacia la dirección que Meehan les había dado de su coartada, James Griffiths.

Holyrood Crescent era una elegante curva de casas pareadas que daban a un núcleo central de jardines privados. Griffiths tenía un par de órdenes judiciales pendientes por robo de coches, pero los agentes no estaban interesados en eso. Querían saber si estaba dispuesto a corroborar la historia de Meehan sobre la noche de la muerte de Rachel Ross.

A media mañana de un cálido día de verano, los árboles generosos de Holyrood Crescent desplegaban toda su frondosidad, y se mecían con la brisa cálida. La casa había sido construida como residencia unifamiliar, pero luego fue dividida en apartamentos de alquiler para viajantes de comercio o para familias decentes que, aunque estuvieran pasando un mal momento, quisieran seguir viviendo en una buena zona. Aquella mañana, los detectives habían hecho un reconocimiento de la finca. Habían interrogado al conserje sobre las costumbres de Griffiths. Seguramente se acababa de levantar, les dijo el hombre, y les prometió dejar abierta la puerta principal de la casa.

Ahora, los agentes eran conducidos escaleras arriba por su superior, siguiendo la alfombra roja gastada por el centro. La habitación de Griffiths estaba en el ático, en los antiguos apartamentos del servicio, donde las escaleras eran más estrechas.

El descansillo era pequeño y con una puerta sencilla de cuatro paneles. El primer agente que llegó llamó a la puerta con fuerza, mientras gritaba:

– James Griffiths, abra la puerta, es la policía criminal.

Se oyó una silla que se arrastraba por el suelo. Se miraron entre ellos.

– ¡Vamos, Griffiths, abra la puerta o lo tendremos que hacer nosotros!

El parquet crujió. Griffiths provocaba a cinco agentes. El investigador señaló a un agente y, luego, la puerta; hizo un gesto al resto de agentes para que retrocedieran y le dejaran espacio. Cuando se hubieron reorganizado todos ruidosamente por el diminuto vestíbulo, el agente gritó a la puerta:

– ¡Apártese, Griffiths, vamos a entrar!

Corrió hacia la puerta, con el hombro primero, apuntó al batiente, pero chocó y hundió uno de los paneles, que se abrió de golpe hacia la iluminada estancia y luego se volvió a cerrar con un chasquido. Lo vieron en menos de un segundo, y ninguno de ellos lo podía creer. Griffiths estaba sentado en una silla de madera, con una expresión mortecina en sus ojos con bolsas. Llevaba bandoleras de munición que le cruzaban el pecho, sostenía un rifle sobre el hombro y tenía un revolver de un solo cañón sobre el regazo. El agente había agachado la cabeza para no clavarse ninguna astilla y no había visto nada. Retrocedió y volvió a atacar. Esta vez, el panel de la puerta se rompió y cayó por el lado interior.

Enmarcado por la ventana astillosa, James Griffiths se levantó de la silla y elevó la nariz de su revólver. El primer disparo tocó al agente en el hombro y lo volteó mientras la carne y la sangre de su brazo se esparcían por las paredes del descansillo. El segundo disparo tocó el techo, e hizo explotar una nube de yeso y tela de crin por los aires. Los agentes se abalanzaron los unos sobre los otros para bajar el estrecho tramo de escalera. Se reunieron en el piso de abajo y llevaron al herido hasta la planta baja en un torpe revoltijo de sangre, mientras Griffiths disparaba al azar por las ventanas y contra las paredes.

Abajo, corrieron a la calle y encontraron a un transeúnte tumbado en el suelo, estupefacto y sin habla, con una pierna sangrando. El investigador gritó por la radio que Griffiths tenía al menos un revólver, a alguien le había parecido que también tenía un rifle, pidió que mandaran a hombres armados de inmediato, al ejército, a quien fuera, porque el animal estaba disparando a la calle.

Griffiths lanzó un último disparo al vestíbulo antes de huir por la puerta de atrás. En el jardín interior de la finca, había camas de madera apiladas con desconchones de barniz, sillas rotas y un sofá amontonados sobre un linóleo podrido. La puerta que daba al callejón estaba atrancada con una cómoda. Griffiths se encaramó a ella, dejó caer el revólver y el rifle sobre la pared desmenuzada de tocho y, tras coger impulso para saltarla, cayó al otro lado. Recogió sus armas y corrió callejón abajo.

Estaba más excitado que nunca en su vida, era como la sensación de robar un coche multiplicado por diez. Era un criminal de toda la vida y sabía lo que se jugaba. Después de aquello, la policía no lo dejaría vivir. Ahora no tendría que enfrentarse a las consecuencias. Sería como antes, cuando robaba o lo perseguían, pero ahora ya no tendría que volver a la cárcel nunca más.

Mientras se tropezaba por el suelo desigual, hipersensible al viento que le retiraba el pelo del rostro, y a la cálida brisa húmeda que notaba en su piel, sentía que estaba extasiado de que aquél fuera su último día. La camisa le ondeaba suelta sobre la piel, los pies caían sobre el césped húmedo y su propio corazón solitario le latía con fuerza dentro del pecho. Los muros quedaron atrás y se encontró en una calle despejada y residencial. El sol repentino le asustó, de modo que levantó el rifle y disparó tres veces. Veía figuras que corrían, y que se fundían con la claridad; luego, como si la imagen de otras personas hubiera sido un error, se volvió a encontrar solo.

Respiró, sintió el picor del sol en el sudor de las cejas, oyó su respiración hacia dentro, luego hacia fuera. Le sudaba la mano sobre el acero del cañón. Unas calles más abajo un coche se detuvo de forma demasiado súbita. Quería estar solo, pero cuando lo estaba se sentía confuso. Necesitaba tener público para mostrarse valiente delante de él. Estaba demasiado excitado como para conducir. Necesitaba un trago.

Era un pequeño pub con un exterior sin pretensiones, pintado de negro con un ribete sobre las ventanas. Dentro había dos viejos sentados en mesas separadas: uno leía el periódico, y sostenía que un trago de whisky a las diez de la mañana era un placer como cualquier otro; el otro viejo miraba hacia delante, temiendo apurar su copa.

El día entraba por las ventanas, pero la luz del sol no atenuaba la penumbra. Era un local tranquilo, un rincón contemplativo en el que reflexionar en paz. Tras la barra estaba el encargado, un antiguo boxeador fortachón, llamado Connelly, que miraba por encima de la nariz chafada el vaso que estaba secando. Entonces, Griffiths abrió la puerta de una patada para entrar en la sala seca y polvorienta. Connelly levantó la vista, a la vez que se sonreía por las bandoleras de Grififth, y pensó que se había vestido de gala.

– Mataré al primero que se mueva -gritó Griffiths. Los dos viejos se quedaron inmóviles, y el que leía el periódico se quedó con el vaso clavado a los labios-. Esta mañana ya he disparado a cuatro policías.

Se puso de pie en el raíl de los pies de debajo de la barra, cogió una botella de coñac del otro lado, la destapó y bebió directamente de ella. Sabía a pimienta y a emoción fuerte. Se vio a sí mismo ahí de pie, cogiendo lo que le daba la gana, y tuvo ganas de reírse. En vez de hacerlo, levantó el revólver hasta la posición vertical, disparó al techo y un trozo de yeso cayó al suelo. El hombre del periódico se encogió hacia delante para posar su vaso, y Griffiths se volvió y le disparó con el rifle. El muerto cayó hacia delante, con un hilillo de sangre que le caía desde su cuello hasta el suelo negro.

– Hijo de puta -musitó Connelly tirando el trapo al suelo-. Maldito hijo de puta. -Cogió la botella de coñac y la arrancó de la boquita sedienta de Griffiths; la lanzó al suelo, donde rebotó y rodó hasta la pared, a la vez que soltaba su contenido al suelo haciendo gluglú-. Míralo. -Señaló al rostro del viejo sobre la mesa, con el flujo de sangre del cuello brotando al compás del líquido de la botella-. Mira a Wullie. ¡Mira lo que le has hecho al pobre hombrecito, hijo de puta!

Incapaz de reprimir más su ira, Connelly salió corriendo de detrás de la barra y Griffiths se dio cuenta de que le importaba un comino cuántos rifles tuviera.

– ¡Fuera! ¡Fuera de mi pub!

Connelly lo cogió por el cuello de la camisa y lo estiró hacia la puerta, mientras Griffiths intentaba agarrarse a algo, apretando fuerte su revólver y su rifle contra el pecho. Cuando Connelly lo soltó, Griffiths se tambaleó hacia atrás por la puerta y, al instante, quedó inmerso por la luz blanca del verano. Connelly le gritó:

– ¡Y no vuelvas a entrar en tu vida! ¡¿Me oyes?!

Tuvo el tiempo justo de respirar profundamente y no perseguir al tipo hasta la calle antes de que los disparos silbaran a través de la puerta abierta, uno de los cuales le arrancó la manga de la camisa. Connelly se encogió, dobló las rodillas y puso su grueso cuello rígido para luego saltar a través de la pared de luz, y, entonces, gritó con toda la fuerza de sus dos pulmones:

– ¡¡¡Hijo de la gran puta!!!

Pero Griffiths ya había huido con sus dos pesadas armas a la altura de los hombros, hasta desaparecer por la esquina. Lo había perdido de vista, pero Connelly sabía exactamente adonde había ido. En la calle, todo el mundo se había quedado paralizado, mirando fijamente hacia la primera esquina a la derecha. Los coches se habían detenido en medio de la calle para que sus conductores pudieran mirar.

Al otro lado de la esquina, un camionero de larga distancia que se había detenido a consultar un plano de Glasgow oyó una serie de golpes. Levantó la vista para ver lo que parecía ser un pequeño bandido mejicano sin sombrero que corría hacia él, seguido a cien metros de distancia por un furioso musculitos. La puerta de la cabina de su lado se abrió de golpe, y el cañón de una pistola le apuntó a la cara.

El hombre cayó del camión, y Griffiths se aupó al interior de la cabina, puso el motor en marcha y salió, dejando a Connelly plantado en la acera, tan enfurecido que dio una patada a la pared y se rompió tres huesos de los dedos de los pies.

Griffiths condujo dos o tres kilómetros. El último giro de su vida fue hacia una calle sin salida en el centro de Springburn. Resoplando, detuvo el motor y tiró del freno de mano. En el salpicadero, había un paquete de cigarrillos Woodbine, debajo de un periódico amarillento. Se miró los dedos temblorosos al ir a cogerlo, y se reclinó en el asiento, sin dejar de vigilar la entrada del callejón por el retrovisor. Convencido de que la policía estaba justo detrás, esperó, fumando su pitillo y vigilando. No vinieron.

Convencido de que lo esperaban al doblar la esquina, abrió lentamente la puerta del lado del conductor y dejó caer al suelo el periódico amarillento, esperando que una bala de la policía impactara en él. El periódico cayó al suelo con un ruido sordo. La brisa cálida hizo crujir suavemente sus páginas. Griffiths dedujo que debía de estar en una calle sin salida. Salió con movimientos tentativos, con los rifles a la altura del pecho. Al bajar de la cabina, le resbaló un pie y cayó pesadamente sobre el talón, lo cual le hizo sentirse un poco ridículo por última vez en su vida.

Se apoyó las pistolas en las caderas y se alejó de la cabina. Apuntó a una farola, a una ventana ya rota de un apartamento, a la bocacalle. Estaba asustando a los transeúntes, a los policías, y provocaba que, por una vez, la ley le esperara a él, resistiendo como lo hacían los vaqueros en las películas.

Allí no había nadie. Los agentes desarmados habían mantenido demasiada distancia y lo habían perdido. La calle en la que estaba Griffiths se encontraba en una franja abandonada de bloques llenos de ratas y humedades. Los últimos movimientos en vida de James Griffiths, rodeado del aire suave del verano, fueron una metedura de pata, como su vida entera.

Por encima y más allá de los bloques de apartamentos, podía oír los gritos y las risas de unos niños que disfrutaban de las vacaciones de verano. Una urraca voló por encima de su cabeza, con un bello destello de turquesa en sus alas anchas y negros, y Griffiths se sintió súbitamente triste por marcharse. Habría sido una mala excusa para vivir. Un ataque de autocompasión le impulsó a salir corriendo y salió disparado hacia el bloque más alejado/ a través de la puerta y escaleras arriba. El edificio estaba en estado de putrefacción: de las paredes color Burdeos faltaban trozos de yeso del tamaño de un niño; los cristales de las ventanas de los descansillos estaban todos rotos. Corrió hasta arriba del todo y abrió una puerta de una patada.

Eran una sala y una cocina abandonadas; unas cortinas grises de suciedad ondeaban en la ventana rota. Las paredes estaban llenas de grumos y de manchas marrones provocadas por la humedad galopante. A través de la ventana, pudo ver un parque de columpios, dividido por la sombra que proyectaba el edificio. Allí era donde todo iba a terminar, en un sucio apartamento con mal olor y la ventana rota. Se quedó parado y recuperó el aliento, con los ojos llenos de lágrimas. Podía ser que no le dispararan; podía ser que le hablaran y lo convencieran de que se entregara y lo enchironaran de nuevo y para siempre. O si no, podía escaparse y verse obligado a marcharse lejos y a empezar otra vez de cero. Esperando, siempre esperando que las cosas le volvieran a salir mal.

Griffiths acercó un taburete a la ventana, levantó su rifle telescópico y empezó a disparar a los niños en la luz.

Lo último que vio James Griffiths fue un cañón de escopeta deslizándose por el buzón hacia él, una pequeña explosión de humo y llama. Mientras la bala volaba hacia él, su cerebro mandó una señal de sonreír. El impulso no tuvo tiempo de alcanzar los músculos faciales antes de que la bala le perforara el corazón.

III

Meehan estaba en el furgón, camino de su celda preventiva en la cárcel de Barlinnie. Había dejado de sangrarle la espinilla pero todavía le latía con fuerza, lo cual lo transportaba a la turba de los juzgados. Pensó con cariño en James Griffiths, con la esperanza de no haberlo molestado demasiado por haber dado su dirección a la policía, y esperaba que hubiera comprendido lo desesperado que estaba. Griffiths odiaba a la policía; no le gustaría que supieran dónde estaba, pero se trataba sencillamente de descubrir el pastel. Podía cambiarse de domicilio. Meehan le ofrecería pagar el depósito de un sitio nuevo.

El policía criminal esperó hasta que el furgón llegó a la carretera principal hacia Glasgow, y hasta que hubo un agente a ambos lados de Meehan, dispuestos a sostenerlo si enloquecía. Le dijo que Griffiths había muerto después de un largo tiroteo con muchas víctimas. Cuando registraron el cuerpo sin vida de Griffiths, encontraron un papel en el bolsillo de su gabán que coincidía con una muestra tomada de la caja fuerte de Abraham Ross.

Los agentes a ambos lados de Meehan vigilaban su reacción, dispuestos a saltar y propinarle una paliza si los atacaba. A Meehan, le tuvieron que decir tres veces que su amigo estaba muerto. Del todo. No enfermo, ni herido. Muerto. Se dejó caer en el asiento, apretando con la cabeza la pared del furgón. El truco del papel de la caja fuerte lo incriminaba, Meehan lo sabía. Había sido el Servicio Secreto. Le estaban tendiendo una trampa porque había traicionado a su país en Rusia.

Esperó hasta que estuvieron de regreso en Barlinnie y lo metieron en una celda de confinamiento, en una hilera de salas, que parecían armarios, en el patio de llegada, y que tenían el nombre escrito en tiza en la puerta. Desnudo y listo para el registro, Meehan se volvió de espaldas a la mirilla y sollozó aterrorizado.

IV

Aquella misma mañana soleada seguía avanzando en Rutherglen mientras un grupo de niñas y niños se reunían ilusionados en el patio de la capilla católica de St. Columbkill. Llevaban semanas recibiendo clases de confesión. A pesar de haberles explicado la base teológica una y otra vez, con detalles y por analogía, sólo los niños ya muy estropeados eran capaces de vocear con propiedad el concepto de pecado. Todo lo que la confesión significaba para la joven Paddy Meehan era la posibilidad de lavar su alma para poder hacer la primera comunión y llevar un largo vestido blanco con flores bordadas en el dobladillo y una capa de terciopelo azul. Cuando le llegó el turno, Paddy se hizo la foto con la capa de Mary Ann. Hasta las tres chicas protestantes de los Beattie, de la casa de al lado, se hicieron la foto con la capa y el velo, aunque les pidieron a los Meehan que no se la enseñaran a su madre porque pertenecía a la logia de los orangistas y en verano, cuando hacía buen tiempo, se manifestaba contra el Papa.

Los chicos de su clase se arrodillaron frente a ella en la cálida capilla en penumbra. Se reían y se daban codazos el uno al otro en el banco, cada vez más alterados hasta que la larguirucha miss Stenhouse apareció en silencio desde la capilla del lado oscuro, los miró y eligió a uno de ellos con un silencioso dedo indicador. Los chicos se separaron en el banquillo, sólo eran siete y seguían siendo manejables con una mirada.

El confesionario era oscuro y olía a cerrado, como el interior de un viejo armario. Tras la ventana enrejada podía ver al nuevo párroco, un viejo con pelos en la nariz del que nadie tenía derecho a reírse porque era cura. Se miraba las rodillas. Esperó un momento antes de animarla a empezar. Paddy dijo su parte, imitando el estilo recitado, mientras escuchaba mentalmente al resto de la clase recitar con ella.

– Perdóname, padre, porque he pecado. Ésta es mi primera confesión, y he cometido el pecado de faltar el respeto a mi madre y a mi padre. Le robé caramelos a mi hermana y luego mentí y mi hermano Martin se llevó las culpas.

– ¿Y entonces te confesaste culpable?

Paddy levantó la vista.

– Cuando acusaron a tu hermano de tu hurto, ¿te confesaste culpable?

A Paddy no le habían dicho que el cura hablaba. Eso la decepcionó.

– No.

El hombre exhaló un silbido a través de los pelos de la nariz y sacudió la cabeza.

– Bueno, eso está muy mal. Debes tratar de ser honesta.

Paddy pensaba que era honesta, pero un cura le estaba diciendo que no lo era y los curas lo sabían todo. Ahora temía contarle más.

– ¿Te arrepientes de lo que hiciste?

– Sí, padre. -Martin siempre la acusaba cuando él hacía cosas, siempre.

– ¿Y qué más pecados has cometido?

Paddy respiró profundamente. Una vez se había hecho pis en un recinto cerrado, y había pegado a un perro en el morro por gruñirle; pero no le podía contar esas cosas, porque eran todavía peores que acusar en falso a Martin. Respiró de nuevo y se abandonó al terrible pecado de no hacer una buena confesión.

– No recuerdo nada más.

Él asintió con vehemencia:

– Muy bien. -Musitó la absolución, le dio la penitencia de cinco ave marías y dos padrenuestros y la despidió.

De rodillas, en la primera fila de la capilla, Paddy miró a la niña que tenía al lado. Estaba contando hasta tres con los dedos mientras sus labios se movían recitando las plegarias. Paddy le debía siete dedos a Dios. Le parecía infinitamente injusto. Con tres dedos levantados ostentosamente, Paddy se volvió hacia los labios en movimiento y los ojos cerrados de los otros niños y se sonrió dulcemente mientras empezaba a musitar rápidamente: una patata, dos patatas, tres patatas, cuatro…

Después de la confesión, justo antes de la cena, Paddy se quedó de pie en la sala de su casa, contoneándose al ritmo de una canción que sonaba por la radio. Sus dos hermanos se peleaban en el sofá mientras Rory, su perro pelirrojo, intentaba meterse, con la colita dura asomándole por debajo del vientre.

En la radio, empezaron las noticias y la primera de ellas captó la atención de todos ellos: el norte de Glasgow había quedado paralizado cuando un hombre se paseó tiroteando a la gente. Los chicos dejaron de pelear y escucharon. La verga de Rory se encogió. El tipo había matado a dos policías y herido a cuatro transeúntes. La policía lo abatió a balazos, y Paddy Meehan había sido acusado de asesinato.

Los chicos se incorporaron y miraron a su hermanita, boquiabiertos, con los ojos abiertos de sorpresa.


Delante de Saint Columbkill, las niñas presumían de sus vestidos blancos mientras los niños gozaban sencillamente de estar juntos al aire libre. Paddy sabía que se moriría. Su madre la había vestido cuidadosamente con el vestido blanco de Mary Ann. Llevaba guantes blancos, hechos de una tela tan fina que las costuras de los dedos se veían desde el exterior. En los pies, llevaba calcetines cortos de encaje y unas sandalias blancas que le iban grandes. Su alma estaba demasiado sucia para tomar la comunión: había alguna astilla en ella que era una asesina.

Una vez vio a su padre, Con, coger una sartén con aceite de freír y ponerla bajo el grifo. El agua explotó, haciendo volar partículas del aceite hervido por el aire. Con todavía tenía gotitas rojas en el cuello. Eso es lo que le iba a ocurrir cuando tomara la comunión en su boca, Paddy lo sabía: agua fría en aceite caliente.

Su confesor de la nariz peluda recitó la misa; habló todo el rato con su tono clerical de cuatro tiempos, un método de emisión sin puntuación que borraba cualquier interés y significado de sus palabras:


Y ahora vemos

Que Dios amaba tanto

Este mundo

Que entregó a su único Hijo

Para lavar nuestros pecados.


De pronto, Miss Stenhouse estaba en el pasillo dirigiendo a los niños con los dedos, llevando a un niño y una niña de cada lado para que caminaran hasta la barandilla del altar y se arrodillaran. Paddy siguió el dedo, taconeando hasta la barandilla con sus sandalias blancas, y se arrodilló en el cojín de terciopelo.

El padre Brogan se acercó, flanqueado por los monaguillos. Se alegraba de que estuviera allí. Esperó que se le hicieran cicatrices en el cuello. Un monaguillo sostuvo una bandeja de plata bajo su mentón.

– El cuerpo de Cristo.

Ella pronunció su «amén», cerró los ojos con fuerza para contener una lágrima de pánico en el ojo izquierdo, y abrió la boca para recibir la Sagrada Eucaristía. Se le deshizo pronto en la boca caliente. El cura siguió avanzando pero Paddy permaneció de rodillas, con los ojos cerrados. Miss Stenhouse tuvo que darle un golpecito a la espalda para que saliera.

Se santiguó y volvió a arrodillarse a su banco. Le sonrió a la niña que tenía al lado. Sin motivo aparente, se rieron rápida y ruidosamente, mientras empujaban un libro de plegarias de un lado al otro por el asiento durante el rato que el cura estuvo dando la comunión a los adultos.

Una vez fuera, a Paddy le hicieron muchas fotos. Mary Ann se hizo una foto con su capa y luego su madre las llevó al Cross Café a tomar un helado de dos bolas.

Y Jesús no hizo nada. Paddy estaba atenta a él en el colegio y en misa. Esperaba que se muriera el perro, o que sus padres se pusieran enfermos. Esperó durante semanas.

Un día especialmente malo, después de cenar, Paddy y sus hermanas estaban sin hacer nada en el salón de casa, subiéndose por los muebles, riñendo entre ellas por el mero hecho de sentirse encerradas, frustradas por la fuerte lluvia. Su madre estaba ocupada en la cocina y por la radio se escuchaba una emisora local, con el volumen a tope para enmascarar el ruido de los alterados niños. Fue la primera de las noticias escocesas. Paddy Meehan había sido condenado por el asesinato de Rachel Ross. Lo habían condenado a pasar el resto de sus días en la cárcel.

Mary Ann miró a Paddy.

– ¿Qué has hecho?

Caroline asintió:

– Has matado a una señora.

Paddy miró al techo y gritó con todas sus fuerzas.

Cuando Con Meehan llegó a casa del trabajo, se sentó en una butaca y se puso a su llorosa hija pequeña sobre las rodillas, con el periódico abierto y asegurándose de que estaba tranquila y cómoda para poder leerle. Leyó la descripción del juzgado, los comentarios de cada uno, los aspectos técnicos que ella no era capaz de entender, repasándolos con una voz aburrida para que la niña se calmara. Le explicó que el señor Paddy Meehan había hecho un discurso al tribunal, que se había levantado y les había hablado después de que lo declararan culpable; había dicho que era inocente de ese crimen, de la misma manera que lo era Jim Griffiths, y había concluido afirmando que cometían un grave error.

Paddy resopló y se limpió la nariz con el dorso de la mano.

– ¿Es verdad, papá? ¿Se han equivocado?

Con se encogió de hombros.

– Puede ser, cariño. Todos nos equivocamos. Y el señor Meehan también es católico.

– ¿Los que lo han metido en la cárcel son orangistas?

– Puede ser.

Ella lo tuvo en cuenta.

– Pero él no ha hecho nada malo.

Con hizo una pausa.

– Las cárceles están llenas de gente inocente. El señor Meehan deberá estar allí hasta que lo reconozcan.

Paddy lo pensó un momento. Luego se puso a gritar otra vez:

– ¡Oh, por el amor de Dios!

Con se levantó para permitirle que se deslizara torpemente por sus piernas hasta el suelo.

– Trisha -gritó, pasándole por encima y yendo hacia la cocina-, Trisha, ven y haz algo con ella.

Mientras estaba fuera, Mary Ann se acercó silenciosamente a Paddy, que gritaba en el suelo. Le acarició el pelo con torpeza.

– No llores, Baddy -le dijo arrepentida, usando el nombre de bebé de Paddy-no llores, bebé Baddy, no llores.

Pero Paddy no podía dejar de llorar. Lloró tanto que acabó vomitando sus macarrones con queso.

V

El drama continuo del confinamiento de Meehan evolucionaba lentamente a medida que Paddy se hacía mayor. Ella leía y releía todos y cada uno de los artículos y entrevistas, vio el documental Panorama un par de veces y visitó los lugares del caso: los juzgados de Edimburgo y Ayr, y el bungalow de Blackburn Place donde Rachel Ross fue asesinada. Leyó la crónica de Chapman Pincher del viaje de Meehan a Alemania del Este y planeó viajar algún día más allá del telón de acero para tratar de encontrar pruebas que corroboraran que él había estado allí. El gobierno británico sostenía que era una fantasía y que Meehan había estado en una cárcel británica todo el tiempo.

Paddy no dejó de creer en Jesús pero no confiaba en él. Incapaz de concebir un mundo sin una historia central, sustituyó la de Meehan, y le dio forma en su mente, rastreando el crescendo hasta su convicción y tratando de infundir racionalidad al caos que había sido su vida. Meehan se convirtió en su héroe noble, maldito y difamado de mil formas distintas. Sacó importantísimas lecciones del mito y emulaba las cualidades que proyectaba en él: la fidelidad estoica, la corrección, la dignidad y la perseverancia. Fue puesto en libertad gracias al trabajo de campaña de un periodista, así que ella se convirtió en periodista. Dio conferencias en el colegio sobre el caso, y cambió su imagen de chica gorda y simpática por la de peso pesado intelectual.

Fue siempre el mito lo que la fascinó, nunca el Meehan de verdad. El Meehan real era moralmente torpe, estaba comprometido con una vida de pequeños robos, tenía mal carácter y un temperamento amargo. Ahora volvía a vivir en Glasgow; solía rondar por los bares del centro, y soltaba su historia a todo aquel que quisiera escucharlo, arruinándola. Había varios periodistas que le habían ofrecido presentarlos, pero ella no había querido conocerlo. Debía enfrentarse a la incómoda realidad de que Meehan no era un tipo agradable y de que intentaba ayudar a cualquiera menos a él mismo.

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