Capítulo 17

Los coches crueles

I

El redactor de Especiales estaba haciendo un esfuerzo para crear un artículo creíble de pánico moral sobre el simple novedad de Joe Dolce, en el que señalaba la desaparición definitiva del idioma inglés, cuando sonó el teléfono, lo cual le dio una excusa para dejar esa página.

– No -dijo a la vez que paseaba la vista por la página que tenía en la máquina de escribir-. Heather Allen ya no trabaja aquí.

El hombre que había llamado pareció sorprendido. La había conocido el día anterior, dijo, en Townhead, y le dijo que trabajaba en el Daily News.

– Sí, bueno, pero ahora se ha ido, chico.

– ¿No tendría algún otro número en el que pudiera localizarla?

– No.

El hombre suspiró al aparato, mandando un rumor de viento al oído del periodista.

– Es que… es muy importante.

De todos modos, la concentración del redactor de Especiales ya se había roto, y el tipo parecía realmente desesperado.

– Bueno, sé que trabaja en el periódico del politécnico. Podría probar allá.

– Gracias -dijo el hombre-. Genial.

II

Llamó al politécnico varias veces, negándose siempre a dejar un mensaje; sólo preguntaba por Heather Allen, por cuándo estaría, si todavía no había llegado… Acababa diciendo que volvería a llamar.

Heather no llegó a la redacción del Poly Times hasta última hora de la tarde. Estaba de un humor de perros. Todavía no le había contado a nadie que la habían despedido del News, ni siquiera a sus padres. Un sentido latente de la decencia le impedía contarles lo del artículo publicado. En su momento, supo que se sentiría asquerosa por haberlo hecho, había evaluado las ventajas e inconvenientes, y finalmente, había concluido que, a largo plazo, los beneficios la ayudarían a superar el complejo de culpa; pero se había equivocado y ahora se odiaba a sí misma por haber traicionado a Paddy, por haber perdido el trabajo. Se sentía ya lo bastante mal como para encima tener que enfrentarse al rechazo de su padre.

El Poly Times era una operación en dos partes. La oficina era una sala pequeña en la planta baja del bloque del sindicato de estudiantes, amueblada con una sola mesa, tres sillas y un teléfono. Dos paredes de estanterías guardaban cuatro años de números publicados y todos los documentos económicos y minutas de todas las reuniones del comité que se habían celebrado en toda su historia. Había mucha gente que solicitaba trabajar en el periódico, pero sólo lo imprimían un par de veces al año y, sencillamente, no había tanto que hacer. Siendo arrogantes, cerrados y distantes, conseguían mantener alejados a la mayoría de candidatos, lo cual les permitía seguir siendo sólo unas seis personas en la redacción. Una de las misiones de Heather como editora era revisar el montón de artículos no solicitados que los estudiantes enviaban para intentar que se los publicaran.

A pesar de los carteles pegados por todo el campus en los que se anunciaba la inminente fecha límite de entrega, en la bandeja de plástico rojo no había demasiadas propuestas. Pero la redacción no estaba vacía: un par de miembros del comité, ambos con aspecto de heavy, grasientos y muy feos, trataban en vano de mandar un telex por la máquina. Heather los ignoró con la esperanza de hacerlos sentirse incómodos para que se largaran.

Ocupó toda la mesa de trabajo, colocando el bolso a un lado y la bandeja roja en el otro, dejó el abrigo en una silla y se sentó en la otra. Uno de los dos chicos heavy metal le gritó que un tipo la había estado llamando toda la mañana.

– ¿Era alguien del Daily News? -preguntó esperanzada.

El chico se encogió de hombros.

– No dijo de dónde llamaba.

Pensándolo bien, Heather dedujo que la llamada no podía ser del News. Si la hubieran querido recuperar, alguien la habría llamado a casa la noche anterior. Y de todos modos, seguro que no revocarían la decisión. Nadie iba contra el sindicato. Se volvió a hundir en su mal humor y empezó a sacar las propuestas de los sobres y las carpetas y a apilarlas.

Estaba a mitad de la lectura de un relato de viajes de un estudiante de segundo, un interrail por Italia, cuando sonó el teléfono.

– ¿Heather Allen?

– Sí.

– Te conocí anoche, ¿te acuerdas?

No se acordaba.

– Me presentan a mucha gente.

– Sé que puedo confiar en ti. -El tipo que llamaba hizo una pausa, como si esperara una reacción.

– ¿De veras? -Todavía lo escuchaba a medias, con el teléfono equilibrado en el hombro mientras revisaba las propuestas, buscando si había algún otro artículo de viaje que la obligara a escoger entre los dos.

– ¿Quieres saber más sobre el pequeño Brian?

Heather dejó el artículo y cogió el teléfono con la mano. El tipo debió de haber oído que ella era la autora del artículo publicado. Se tapó la boca con la mano para evitar que su voz llegara hasta los heavies del rincón.

– ¿Puedes decirme algo al respecto?

– No por teléfono. ¿Nos podemos ver?

– Dime el lugar y allí estaré.

El hombre le explicó que estaba muy nervioso y le hizo prometer que iría sola al Pancake Place a la una de la madrugada. Le pidió que no le contara a nadie el lugar de la cita y le dijo que ni siquiera lo anotara, para evitar que la pudieran seguir sin que ella se enterara.

Heather arrancó la dirección que había anotado en una esquina del bloc de notas y lo tiró a la papelera.

– Nos vemos esta noche -dijo, y esperó a que el tipo se lo confirmara antes de colgar el teléfono.

Los chicos la vigilaban sin mirarla; lo notaba. Dejó sus cosas encima de la mesa y salió al vestíbulo a tomar un café áspero de la máquina. Echó las monedas y miró por la ventana, por encima de los tejados de los edificios bajos, a los edificios de oficinas del centro, sonriendo para sus adentros mientras la máquina resoplaba y soltaba el café dentro del vasito de plástico. Pasaría por encima del Daily News y llevaría la historia directamente a un periódico de ámbito nacional. Con una buena noticia sobre el pequeño Brian y el artículo ya publicado sobre la familia en su curriculum, podía aspirar a cualquier trabajo después de graduarse. Incluso podría irse directamente a Londres.

III

Paddy merodeó por la redacción y la cantina para matar el tiempo hasta que llegara McVie. El turno de noche fue llegando poco a poco a la redacción, lo que aplacó el ritmo frenético de la mañana. Los miembros del personal de base tomaron sus puestos frente a sus mesas, se acomodaron para pasar la noche, con sus revistas y sus libros para leer, y un tipo del departamento de Especiales sintonizó en un pequeño aparato un programa de Radio Four que hablaba sobre la etapa muda del cine.

McVie la vio cuando entraba a comprobar si tenía mensajes en el tablón. La saludó con la cabeza, pero cuando ella se le acercó para hablarle puso cara de pocos amigos.

– Otra vez no -dijo-, la última vez ya tuve bastantes problemas. El pequeño cabrón llamó y se quejó de nuestra visita. Yo no sabía que no eras periodista.

– Soy chica de los recados.

– Da igual, no te acerques más a mí -dijo.

– Sólo quería preguntarte algo sobre el pequeño Brian.

– Ya -le señaló la nariz de manera acusatoria-. Y ésta es otra: estás emparentada con ese chaval de mierda y nunca me lo dijiste.

Paddy levantó un dedo y contestó:

– Entonces todavía no lo sabía, ¿no es cierto, gilipollas?

El uso de una palabrota pareció aplacar de alguna forma a McVie, como si de pronto captara del todo el grado de su vehemencia.

– Está bien -dijo-. ¿Tienes algo que puedas contarme sobre el caso?

– Nada. No sé nada de él.

– ¿Cómo puedes no saber nada? Sois parientes.

– ¿Tú tienes mucha relación con tu familia? -dijo sin saber la respuesta-. Y de todos modos, ¿sabes qué? -añadio-, ese tipo, J.T., intentó interrogarme sobre este tema y su técnica no se puede ni comparar con las tuyas.

McVie asintió:

– Sí, pero él se dejaría cortar los huevos por un artículo. Le pone cachondo. Me contaron que una vez fue a buscar la foto de una víctima de violación y asesinato a su madre. Cuando salía por la puerta, le dijo que su hija se lo había buscado. -Asintió solidariamente al ver el escándalo reflejado en el rostro de Paddy-. De esta manera, se aseguraba de que la mujer no volviera a hablar con nadie más de la prensa. Lo convertía en una exclusiva. Es un hijo de puta. ¿Y tú qué quieres, en todo caso?

– Te quería preguntar una cosa sobre el pequeño Brian. ¿A qué hora cogieron los chicos el tren en dirección a Steps?

– Dicen que fue entre las nueve y las nueve y media de la noche. ¿Por qué?

– ¿Dónde estuvieron desde la hora del almuerzo hasta entonces? -Bajó el tono de voz-. J.T. dice que no hay nadie que los viera en el tren. No creo que unos chicos tan pequeños cogieran un tren de cercanías hasta Steps.

McVie no parecía convencido.

– Llevaban los billetes encima.

– Pero Barnhill está lleno de solares y de fábricas abandonadas, y estamos hablando de chavales pobres. ¿Por qué iban a gastar el dinero en el tren? ¿Es posible que la policía se equivoque tanto?

Aquella imagen sobresaltó a Paddy y no sabía exactamente por qué; tenía la piel alrededor de los ojos y la boca doblada hacia arriba, y un ruido muy raro surgía de su garganta: McVie se estaba riendo, pero su cara no estaba acostumbrada a hacerlo.

– ¿Es posible que la policía se equivoque? -repitió él, volviendo a hacer aquel ruido-. ¡Te llamas Paddy Meehan, por el amor de Dios!

– Ya sé que pasó entonces, pero ¿podría seguir pasando ahora?

McVie dejó de poner aquella expresión terrorífica y dejó que ahora pareciera la mueca de un suicida.

– La mayor parte no serían capaces de hacer aparecer a los chicos como culpables. Aunque… -Bajó la vista hacia un lado y adoptó un aire escéptico-. La mayor parte no lo haría. Tal vez, si estuvieran convencidos de que son realmente culpables pero les costara demostrarlo, entonces puede que colocaran pruebas. Ven librarse a muchos cabrones, eso es comprensible.

Un editor del turno de noche se acercó a su mesa con un café y un cigarrillo y se sentó en una silla cerca de ellos.

McVie se inclinó hacia ella.

– Por cierto, conozco a Paddy Meehan. Es un gilipollas.

Paddy se encogió de hombros incómoda.

– Bueno, eso lo dices tú. ¿Sabes algo de un tipo llamado Alfred Dempsie?

– No.

– Mató a su hijo.

– Bien hecho. Me he enterado de que los chicos de la mañana han perseguido a Heather Allen por lo que te hizo; pero no lo confundas con ser popular.

– No lo confundo.

– De la misma manera serían capaces de darte caza para divertirse.

– ¿Darme caza para divertirse? ¿De qué coño hablas? Voy a chivarme al padre Richards de que utilizas ese lenguaje tan creativo.

McVie se esforzó por no reírse. Miró la hora.

– Está bien, lárgate. Tengo cosas que hacer antes de salir.

Se levantó.

– Bueno, gracias de todos modos, gran cerdo.

Él la miró bajarse la falda de tubo hasta las rodillas.

– Cada día estás más gorda.

Paddy no podía dejar que viera que le afectaba.

– Tienes razón -dijo comiéndose la tristeza-. Yo engordo, y tú envejeces haciendo un trabajo que odias.

V

Paddy bajó andando lentamente hasta Queen Street, con la intención de llegar allí después de las nueve. Era una tranquila noche de viernes en la ciudad oscura; había llovido con fuerza la mayor parte de la tarde y la humedad todavía ocupaba el aire amenazador. Frente a un hotel de George's Square, se cruzó con un grupo de mujeres con vestidos baratos y zapatos de plataforma, atentas y asustadas como una manada de ciervos; cerca, sus hombres borrachos se gritaban entre ellos. Trató de no mirar directamente a las mujeres y, en su mente, se convirtieron en una sopa de brazos gordos embutidos en mangas cortas, de dedos con anillos que tocaban cabezas permanentadas tan lacias que parecían llevar gorros de natación, y tacones cortantes clavados en zapatos de punta afilada.

La estación de Queen Street era un refugio Victoriano cavernoso con un techo de cristal en forma de abanico que cubría cinco andenes. Sólo estaban abiertos el pub y el bar Wimpy. Leyó en los horarios pegados a la pared que los trenes a Steps salían cada media hora, de modo que los chicos habrían tardado como máximo doce minutos para llegar hasta ahí. Las taquillas estaban a un lado de la estación, y ella advirtió que de noche las barreras no estaban vigiladas como lo estaban en las horas punta. Los muchachos se habrían podido colar fácilmente en el tren sin pagar.

El sitio donde se compraban los billetes estaba vacío, y el tipo de la ventanilla estaba leyendo el periódico.

– Hola -dijo-. ¿Me podría decir cuánto cuesta el billete reducido a Steps?

El hombre la miró frunciendo el ceño.

– Usted no paga reducido.

– Ya lo sé. No quiero comprarlo, sólo quiero saber el precio.

El hombre seguía con su expresión escéptica. Paddy estaba cansada de decir su mentira de Heather Allen, así que se inventó otra:

– Mi sobrino tiene que ir solo a visitar a su tía el lunes que viene, y mi hermana tiene que darle el dinero para el billete. -Sonaba lo bastante elaborado como para ser verdad.

El encargado la miró mientras tecleaba en la máquina de los billetes. Costaba sesenta peniques, el doble que el autobús.

De vuelta en el vestíbulo, leyó los horarios y se dio cuenta de que el siguiente tren para Steps estaba a punto de salir. Sacó su bono de viaje pero nadie se lo pidió al subir al silencioso tren. Las puertas se cerraron, y el vagón se impulsó hacia delante. Parecía que no hubiera ni conductor a bordo.

El tren pasó por un túnel largo y oscuro, y salió al otro lado entre dos laderas pronunciadas de tierra, separadas para que pasaran entre ellas las vías del ferrocarril. Las pendientes eran tan pronunciadas que, después de cien años de perseverancia, la hierba todavía no había logrado crecer en ellas. Los vagones estaban muy tranquilos, y Paddy pudo imaginarse a los chavales pequeños haciendo todo el trayecto sin que nadie los viera.

La primera parada era la estación de Springburn, a ocho minutos de Queen Street. El andén estaba construido en un valle profundo con unas escaleras que subían hasta la calle. En aquel momento, estaba tranquila, pero resultaba obvio que era una estación muy utilizada: el andén era ancho y tenía una máquina de chocolatinas e, incluso, una cabina de teléfonos. Al fondo, al otro lado de las vías de doble dirección, una verja de estacas blancas señalaba el límite con el terreno circundante. Más allá de la verja, estaba oscuro y un grupo de árboles flacos y de arbustos desnutridos luchaban por sobrevivir. El paisaje boscoso duró tanto rato que la mirada de Paddy casi se perdió en él. El tren volvió a ponerse en marcha, con lo que la sacó de sus ensoñaciones.

El viaje hasta Steps llevó al tren por una vía estrecha antes de desviarse desde la estación hundida de Barnhill. La pudo ver surgir a través de la maleza a su izquierda, un andén pobre y solitario con las luces rotas y un solo banco al lado de las escaleras que llevaban hasta la carretera. Por ese mismo lugar, el cuerpecito de Thomas Dempsie había sido abandonado. El abandono en un lugar tan oscuro le parecía casi más terrible que su muerte en sí.

Volvió a mirar la estación de Barnhill que ahora desaparecía detrás de ella. Era ridículo: no tenía sentido que los chicos salieran de su barrio para llevar al pequeño a otro lugar. Aunque se hubieran equivocado de tren, habrían bajado en Springburn y habrían andado el medio kilómetro.

El tren siguió avanzando hacia Steps, tras pasar por los bloques de apartamentos de Robroyston, que eran un despliegue de crimen arquitectónico de cuarenta pisos construidos encima de colinas desiertas, sin ningún elemento capaz de otorgarles una escala humana a su alrededor. Más allá, pasó por tierras vacías y oscuras, de maleza y arbustos, que bordeaban un pantano. Bajo la fría luz de la luna, Paddy pudo ver campos y setos, un paisaje extraño que se debatía entre el abandono industrial y la estampa rural.

La entrada a Steps la anunció una franja de casas en una colina. Eran casas grandes, por lo que podía ver sus jardines a medida que el tren iba aminorando la velocidad. No parecía un lugar que pudiera atraer especialmente a unos muchachitos procedentes de un suburbio marginal y, desde luego, no parecía un lugar más adecuado para ocultar un secreto que el entorno industrial del que procedían.

El andén de la estación de Steps estaba limpio y ordenado, aunque un poco desnudo. A un lado, un campo abierto y enorme se extendía hasta el edificio de un colegio; el otro lado daba a la parte trasera de unas casas. No había ni oficina de billetes, ni encargado alguno que pudiera dar fe de la llegada de los muchachos. Unas señales esmaltadas informaban a los viajeros de que debían comprar los billetes al encargado del tren. Nadie más bajó. A Paddy no le gustaba reconocerlo, pero tal vez J.T. estuviera en lo cierto: los chicos podían haber llegado hasta allá sin ser vistos. Aunque no explicaba dónde habían ocultado al pequeño durante las ocho horas que transcurrieron antes de tomar el tren.

Deambuló sola por el andén, sin apartar la mirada de las vías largas y rectas que llevaban de vuelta a Springburn y, luego, a Cumbernauld. La salida de la estación era una rampa suave que llevaba hasta la calle. Paddy la remontó y se deslizó bajo la puerta que salía al pequeño puente peraltado que pasaba por encima de las vías. El corte en los arbustos a lo largo de la carretera vacía no habría sido evidente de no ser por la pequeña pila de flores y tarjetas y peluches que había en el pavimento, justo enfrente. Era una calle oscura sobre la que colgaban matorrales y árboles. Paddy miró detrás de ella para asegurarse de que nadie la seguía y pisó un ramo de claveles rojos mustios sobre la aterciopelada oscuridad.

La calle discurría entre la vía del tren y los extremos de los jardines alargados pertenecientes a las casas grandes, con arbustos perennes que protegían su intimidad. De una pared alta con tela de gallinero, colgaba un matorral escarpado y sin hojas. El suelo por el que pisaba era irregular y estaba helado, y ella avanzaba poco a poco, tratando de seguir la imperceptible línea en la hierba.

No tardó demasiado en hallar la cinta azul y blanca de la policía que bloqueaba el camino. Más allá pudo ver el agujero en la tela de gallinero, abajo, a la altura justa para que unos chicos jovencitos pudieran colarse a través de él. Se agachó por debajo de la cinta policial y pasó al otro lado, pero se le enganchó la media en el alambre y se hizo un agujerito del tamaño de una bala en la rodilla.

Estaba en una zona de césped desigual. Se puso en cuclillas y pasó la mano plana por encima del mismo. La luz pálida del lejano andén iluminaba los reversos pálidos y plateados de las hojas, aplanadas de manera uniforme por el viento o por una lámina, pensó Paddy y no por pisotones. Se sentía tan tranquila como cuando estaba en el callejón con McVie, y se acordó de mantener la mente bien abierta sobre lo que había ocurrido aquí. Todo era posible; la policía no siempre tenía razón. Al destripador de Yorkshire lo habían interrogado y descartado nueve veces antes de ser arrestado.

Se levantó y anduvo siguiendo la vía del tren durante seis o siete metros en dirección opuesta a la estación hasta que el césped volvía a estar recto y sin aplastar. Las gotas de rocío de las hojas le habían empapado la lana de los leotardos, y ahora los tenía arrugados a la altura de los tobillos.

Le llamó la atención un cuadrado perfecto: al otro lado de la vía paralela de ferrocarril, había un trozo de sombra geométrica junto a un pequeño arbusto. Reconoció las marcas que las piscinas inflables dejadas boca arriba que durante estaciones enteras se quedaban en el jardín de su familia: el pequeño cuadrado de césped se quedaba sin aire y se secaba durante unos cuantos días. Allí habían colocado la tienda, habían matado a Brian y lo habían vuelto a encontrar. Detrás, formando una línea en diagonal a través del borde de la colina, se había creado un camino de tierra por las muchas veces que aquel tramo había sido recorrido en ambos sentidos. De pronto, parecía terriblemente oscuro.

La oscuridad era una capa que le tapaba la boca y los oídos, actuaba como una sordina del tráfico lejano y del mundo de más allá de las vías, y volvía el aire tan denso que era incapaz de respirar bien. Una bolsa voló contra la valla, y, en los oídos de Paddy, el crujido del celofán sonó como un llanto atrofiado. Retrocedió hasta la valla y se agarró a ella con fuerza, dejando que el alambre se le clavara en los dedos mientras parpadeaba hasta borrar de su imaginación los últimos momentos de Brian. Un tren luminoso y estridente voló hacia ella, le llenó los oídos, y ella cerró los ojos a la arenilla y el vendaval, agradecida por aquella intrusión paralizadora.

El tren pasó y Paddy permaneció en la húmeda oscuridad, paseando la mirada a lo largo de la línea de ferrocarril hacia la estación iluminada. No parecía un lugar seguro, pero corrió al otro lado y, al hacerlo, resbaló ligeramente con una plancha de madera aceitosa; la pérdida momentánea de equilibrio le provocó un fuerte escalofrío en la nuca.

Junto al cuadrado aplastado de hierba, el arbusto tenía unas ramas cortadas: había algunas que acababan de cortar con un cuchillo afilado; sin embargo, había otras, más antiguas, que alguien había retorcido hasta arrancarlas, dejando un muñón de corcho y savia. Se acordó de lo que Farquarson le había dicho, de los palos que encontraron en el trasero del pequeño. Los cortes recientes más afilados hacían pensar que alguien había estado recogiendo pruebas.

Paddy dejó atrás el césped aplastado donde había estado la tienda y se subió al terraplén de lodo helado, ayudándose de unas raíces y unas rocas sueltas. Se encontró en un campo grande con surcos arados. A tan sólo quince metros, había una puerta sin cerrar. Oía el sonido de los coches que circulaban a gran velocidad por una carretera cercana. Las marcas de ruedas de coches de policía estaban marcadas en el barro frente a ella. Se puso bien erguida.

Los chicos no se habían podido tropezar con el pequeño después de haber estado jugando en un parque de columpios para pequeñajos. No habían podido esconderse durante ocho horas, ni haber ido hasta allí sin ser vistos en un tren demasiado caro, ni podían haberse pateado un callejón oscuro y desconocido hasta dar con un agujero en la verja que no sabían ni que existía. Alguien tenía que haberlos acompañado. Alguien los había llevado a los tres en un vehículo. Le parecía obvio, como debería parecerle a cualquiera que tuviera ojos para ver; pero nadie miraba. Tal y como estaba resuelto, el asesinato del pequeño Brian era una buena historia, una historia limpia.

Paddy permaneció en el campo amargo, con el pelo aplastado sobre la cabeza, escuchando el brutal viento de febrero y todos los coches insensibles que corrían hacia sus hogares en busca de bondad y calidez. La explicación era válida para todos y no sería cuestionada hasta que las pruebas fueran aplastantes. Volvía a repetirse la historia del maldito Paddy Meehan. Por muchas pruebas que aportara o por mucha gente que le hubiera visto la noche del asesinato de Rachel Ross, la policía ya había decidido que era culpable.

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