Capítulo 26

Gorda pero simpática

I

Paddy se quitó la trenca junto a la puerta y se dirigió al banquillo. Un subeditor medio calvo con un penacho de pelo en la frente se cruzó con su mirada y le susurró un «hola». Eso la hizo desconfiar y preocuparse. No le respondió. Al cabo de diez minutos, otro periodista le dio unos golpecitos en el brazo, y le dijo que lo sentía cuando ella le llevó una caja de grapas.

Estaba en el banquillo y se preguntaba si había hecho algo en el pub que no recordara cuando Dub regresó de la sala de máquinas. Le contó lo que había ocurrido y le dijo que estaba preocupada de que se mostraran simpáticos por alguna mala razón.

Dub estiró sus delgadas piernas delante de él.

– Dime una mala razón para estar simpático.

– No sé. Ayer por la tarde, pasé unas cuantas horas en el Press Bar. Sólo espero que no me consideren una facilona, o algo así.

Dub resopló.

– No hay nadie que piense eso de ti.

Paddy miró nerviosa alrededor de la sala, en busca de pistas. No sabía si eran los efectos del alcohol del día anterior, pero esa mañana estaba tensa como un cable eléctrico.

– Keck me confesó que le preocupaba que adivinara todas las guarradas que ha pensado sobre mí.

Dub se echó a reír y le dijo que Keck era un picha-floja-pajotero-follacabras y que tenía fotos para demostrárselo. A Paddy le gustó aquella palabra y se rió con él, disfrutando de la complicidad de tener un enemigo común.

Se quedaron en el banco, charlando un rato, y dejaron que Keck respondiera a las llamadas. Dub le dijo que habían echado a la policía del edificio. Farquarson y McGuigand lo habían dispuesto así porque interrumpían el funcionamiento del periódico, sacando a la gente de sus reuniones y haciendo llorar a las mujeres. Habían perdido una noticia sobre Polonia por su culpa, e interrumpieron una conferencia importante cuando arrancaron a Liddel de la redacción.

Hasta la reunión de la sección editorial, no se enteró finalmente de por qué todos se mostraban tan amables con ella; era uno de aquellos cotilleos urbanos que jamás podían utilizarse en una noticia, como los nombres de los niños o los detalles de la muerte de Brian. Callum Ogilvy se había intentado suicidar la noche anterior y se lo habían llevado al hospital de urgencias. Utilizó un cuchillo y lo hizo debajo de una mesa del refectorio, delante de todos. Estuvo a punto de cortarse la mano entera. Se hizo una herida tan profunda que tuvieron que operarlo. Sólo por el hecho de ser pariente suya, Paddy pensó de pronto que debía ir a visitarlo al hospital, y la idea permaneció en su cabeza; probablemente, Sean podría entrar a ver a Callum. Si lo acompañaba, podría entrevistar al chico para el periódico. Su familia jamás volvería a hablarle si lo hacía. Tendría que pensar en otra estrategia.

Se acercó al subeditor en la redacción, el tipo del penacho que antes la había mirado piadosamente, y le pidió los datos para ponerse en contacto con McVie. Le consiguió el teléfono de alguien en Especiales.

– Me han dicho que estás emparentada con ese chico Ogilvy.

Paddy estaba copiando el número de teléfono de una ficha y no le respondió.

– Uno no puede elegir a su familia, ¿no es cierto?

– Ni a los colegas -dijo Paddy mientras descolgaba un teléfono sin ni siquiera pedir permiso.

– McVie no querrá que lo llames.

– No se enfadará. -Marcó su número-. Lo conozco. De verdad, no le importará. Me dio su teléfono pero lo perdí.

McVie sonaba grogui.

– ¿Cómo te atreves a llamarme a casa, vaca lechera?

– Muy bien, sí. -Paddy le hizo un gesto con la cabeza al subeditor para indicarle que la llamada era bien recibida.

– ¿De dónde cojones has sacado mi teléfono?

Ella se dio la vuelta y se rascó la nariz a la vez que se tapaba la boca.

– Oye, necesito que me hagas un favor.

– Son las diez de la mañana. Métete tus favores por el culo.

– La policía me preguntó por ti y Heather -bajó la voz-. Querían saber lo de la unidad móvil y por qué la invitaste.

Él vaciló.

– ¿Y qué les dijiste?

– ¿Qué les tenía que haber dicho? No pasó nada. Eres un buen tipo.

Él suspiró y bajó la guardia.

– Venga, ¿qué favor quieres? -Ella tomó aliento para contestar, pero él la interrumpió otra vez-: Y procura que no sea algo importante o que me obligue a salir de casa.

– Quiero saber el nombre del testigo que vio a los chicos del pequeño Brian en el tren.

– ¿Por qué?

– No creo en absoluto que cogieran el tren.

– ¿Qué diferencia hay en cómo fueron? Son culpables, había sangre por toda su ropa. Ella los reconoció claramente entre varios.

No quería contarle sus sospechas a McVie y, menos, repetirlas en la redacción, donde cualquiera podía estar escuchando.

– Para mí es importante.

– ¿Porque son de tu familia?

Era más fácil darle la razón.

– Sí.

– Bueno, me costará muchos contactos. Los testigos son un caso especial. Si sale algo de esto, quiero que aparezca mi nombre.

– Vamos, McVie. -Sonrió levemente mientras miraba a su alrededor-. Ya sabes que soy una tonta; de eso, no va a salir nada.

De pronto, se mostró totalmente despierto y lleno de interés por el tema.

– Tramas algo, ¿no?

Paddy se mordió el labio.

– Sí -dijo tratando de mostrarse entusiasmada-. Creo de veras que aquí hay una gran noticia. Te prometo que tu nombre saldrá al lado del mío.

– Ah. -Lo pensó unos segundos-. Bueno, ahora ya no sé qué pensar.

– He estado hablando con J.T. sobre el testigo. Él dice que suelen ser mujeres y que, normalmente, lo hacen para llamar la atención.

– Tonterías, eso es típico de él. Es mucho más complicado que eso. La gente quiere ver cosas. Algunos creen que ven cosas; otros desean verlas. La gente que dice que lo hacen para llamar la atención es gilipollas.

– Por Dios, no puede ser que todo el mundo sea gilipollas menos tú y yo.

– Yo nunca he dicho que tú no lo seas.

Ella estuvo a punto de reírse.

– ¿Sabes, McVie? Eres todo un personaje.

Pudo percibir el cinismo en su voz:

– Simpática -dijo-, eres gorda, pero simpática.

II

Farquarson se dio cuenta de que la mitad del personal estaba usando pequeños bolígrafos robados de las corredurías de apuestas, y pensó que aquello daba una imagen poco profesional. Mientras Paddy se paseaba repartiendo bolígrafos nuevos a todo el mundo, pensó en Paddy Meehan y en la rueda de reconocimiento, cuando Abraham Ross, recién arrancado del lecho de muerte de su esposa, lo eligió y luego se desmayó delante de él.

Posteriormente, Meehan habló de la injusticia que aquello suponía, pero ningún periodista quiso escucharle. Todos los condenados de la cárcel de Barlinnie defendían que le habían tendido una trampa, y Meehan era un viejo convicto muy conocido, ni popular ni respetado, y apenas famoso por sus principios. Hasta que Ludovic Kennedy empezó a investigar para su libro sobre el caso, no se documentaron los detalles sobre aquel día.

Meehan había ido a la comisaría muy confiado: Griffiths estaba muerto; el papel de la caja fuerte de los Ross, que se había hallado en su bolsillo, se lo habían metido; y las pruebas más concluyentes empezaban a jugar a su favor. Habían localizado a las chicas de Kilmarnock, e iban a ir a identificarlo; le habían dicho que los dos ladrones se habían llamado entre ellos Pat y Jim durante todo el asalto: la policía sabía que ningún criminal profesional usaría jamás su nombre real. Además, la policía buscaba a dos tipos de Glasgow, y Griffiths tenía un fuerte acento de Rochdale. Todos los que lo conocían lo comentaban.

Pensó que era extraño que los testigos de la acusación y la defensa acudieran a la misma rueda de reconocimiento: normalmente, la acusación hacía una, y, luego, casi siempre después, la defensa hacía otra; pero nunca había sido arrestado por asesinato y decidió que el crimen era tan abyecto que hasta la policía estaba ansiosa por conocer la verdad. Sólo unos días antes del juicio, vio los nombres de las chicas en la lista de testigos y se dio cuenta de que estaban en el grupo de la acusación. La policía afirmaría que Meehan y Griffiths habían recogido a las chicas para que les hicieran de coartada. Las jóvenes, cuya memoria era borrosa y estaban intimidadas por el tribunal, ajustaron las horas y los lugares arriba y abajo para ajustarse al caso.

Tan pronto como empezó, el desfile para identificarlo le pareció extraño. Meehan había participado en las suficientes ruedas como para saber que no se estaba haciendo en la sala habitual de reconocimientos. Por el contrario, los habían metido en la sala de reuniones del CID, el sitio en que los agentes se reunían antes de empezar un turno. Era una sala grande y cuadrada con ventanas en la pared del fondo y dos puertas, una a la izquierda, otra a la derecha, ambas conectadas con vestuarios separados. Cuatro hombres más de la misma edad y envergadura que Meehan merodeaban por ahí, mirando a los zapatos de sus vecinos, todos preguntándose si tenían realmente aquel aspecto. Estaban allí sólo por el par de billetes, una buena paga por media hora de trabajo.

Meehan estaba tranquilo. Las chicas lo reconocerían, sabía que lo harían. Había salido del coche y las dos lo habían visto bien. Por una vez en la vida, se alegró de tener marcas de acné en las mejillas, ya que sabía que aquello le hacía lo bastante especial como para que lo recordaran, hasta con mala luz.

Oyeron a gente que se reunía tras una de las puertas, y los dos agentes encargados metieron a los hombres de la identificación en una hilera, dejando que Meehan se colocara donde quisiera. Se colocó al lado de la puerta, de modo que tuvieran que mirarlo a él el primero. Cuando estuvieron todos colocados, el agente llamó a la puerta y la abrió.

Irene Burns entró en la sala acompañada de un policía y de un abogado vestido con un traje barato. En el momento en que sus ojos miraron a Meehan, fue evidente que lo reconocía. Ni siquiera miró al resto de la fila; se limitó a levantar el dedo, apenas a metro y medio de distancia, y a señalar directamente a su nariz. El poco vestigio de sentimiento religioso que le quedaba a Meehan afloró en su corazón para darle las gracias a alguien en algún lugar. Los agentes la acompañaron hasta el vestuario de la otra punta, y Meehan advirtió que llevaba una carrera en la parte de atrás de la pantorrilla y que se había rozado el talón. Era todavía una chiquilla.

Isobel entró la siguiente, con un aspecto muy juvenil y más bien remilgado. Llevaba el pelo recogido en un moño y con una diadema. Ella también lo reconoció de inmediato, apenas sin mirar a los otros. Permaneció nerviosa junto a la pared del fondo, como si tuviera ganas de volver corriendo al vestuario.

Meehan le habló:

– No temas, pequeña, no te preocupes. Dilo.

Isobel hizo un pequeño suspiro y le señaló.

– Es él -dijo.

Meehan le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Isobel se tocó el pelo con coquetería, como si él acabara de echarle un piropo. Él se sorprendió cuando le dedicó una sonrisa, y se encontró mirándole el culo generoso mientras desaparecía por el vestuario del fondo.

Pasaron tres testigos más. Ninguno de ellos eligió a Meehan. Uno de ellos estaba seguro de que él era el cuarto; otro no lo sabía; el último tenía la sensación de que era el tercero.

Los hombres de la fila sabían que el testigo definitivo era el más importante, la propia víctima, y miraban la puerta que había al lado de Meehan con expectación, anticipando el final de la tarea y los dos billetes que les habían prometido. La que se abrió fue la puerta del fondo, la puerta por la que habían salido los otros testigos. Los hombres de la rueda rieron ante la trampa evidente: las chicas podían perfectamente haberle dicho al señor Ross quién era el sujeto, pero Meehan se sentía muy seguro. Las chicas lo habían identificado; las chicas lo habían elegido: tenía su coartada.

El señor Ross, de ojos legañosos, frágil como un pajarito, tenía un rasguño negro y grande que le tapaba un lado de la cara; y una enfermera muy fornida lo sujetaba por un brazo. El sargento detective guió al viejo por la fila, directo hacia Meehan. Entonces, le ordenó a Meehan que leyera una frase apuntada en un pedazo de papel.

Meehan se quedó petrificado. Le tenían que haber advertido de antemano que tendría que decir algo. Estaban rompiendo el protocolo para eliminarlo, estaba seguro. Leyó la frase sin entonación.

– Calla, calla. Enviaremos una ambulancia, ¿vale?

Al viejo le temblaron las rodillas.

– Dios mío, Dios mío -gritó el señor Ross antes de caer entre los brazos de la enfermera-. Es su voz; lo sé, lo sé.

III

La temperatura había vuelto a bajar, y Paddy apenas se notaba la punta de la nariz. Se la frotó con la mano enguantada para tratar de recuperar el flujo sanguíneo, y dobló la esquina hacia la dirección que le habían dado. Suspiró frente a la pared de arenisca roja. Era un apartamento agradable en la planta baja de un bloque de tres pisos del Southside, un barrio más que digno. La llovizna había oscurecido la piedra con manchas negras, y todas las ventanas estaban limpias. El pasillo cerrado que llevaba a la parte de atrás estaba alicatado con baldosas verdes y crema. Al otro lado del pulcro cuadrado de jardín frontal, la puerta de la señora Simnel anunciaba orden. Los postigos amarillo pálido estaban doblados, de manera que dejaban ver un buzón metálico perfectamente pulido y un pomo a juego encima de un felpudo impecable. Paddy había tenido la esperanza de encontrarse con un lugar algo menos respetable.

Al acercarse a la puerta, pudo oír una radio lejana a través del cristal grabado, con una emisora de música ligera sintonizada. El timbre sonó con dos tonos complementarios, y una figura de mujer asomó por la puerta. Paddy se acurrucó dentro de su trenca y estuvo atenta a la sombra de la mujer que se arreglaba el pelo y se sacaba un par de guantes de goma antes de abrir la puerta.

Una pequeña bocanada de perfección doméstica alcanzó a Paddy, de pie en el descansillo. En la cocina, sonaba una versión edulcorada de Fly Me to the Moon, el recibidor olía a galletas y té caliente.

La señora Simnel llevaba zapatos marrones planos, y una falda y una blusa color crema. Llevaba el pelo delicadamente recogido en un moñito canoso. Paddy le explicó que estaba investigando una historia sobre los muchachos del pequeño Brian y que uno de los agentes de policía le había dado su nombre. La señora Simnel pareció sorprenderse y le sonrió con amabilidad.

– Pero ¿qué edad tienes, por amor de Dios? ¿Estás en la universidad?

Paddy supuso que sí, que estaba estudiando para los exámenes de A-Level [5], si eso era lo que la señora Simnel quería.

– Haces bien -le dijo la señora Simnel-. No sabes lo importante que es tener una formación.

– Lo es. -Su acento se suavizaba en ese momento del mismo modo que lo hacía algunas veces cuando hablaba con Farquarson-. Es terriblemente importante.

– Y aquí estás, trabajando fuera con esta noche tan fría.

Paddy sonrió con valentía, se volvió a tocar la nariz y encorvó los hombros. Adivinaba que la señora Simnel todavía no se fiaba del todo de ella: se aguantaba con fuerza al pomo de la puerta, que le servía de barrera entre su cálido hogar y Paddy en el exterior.

– ¿Has tenido que venir de muy lejos?

– No mucho. -Paddy se acercó con confianza-. En realidad, mi padre me ha dejado en la esquina.

– Ya. -A la señora Simnel se le abrieron más los ojos encantada-. Ya veo. Bueno, pues pasa, que entrarás un poco en calor. Te traeré una taza de té.

Con la puerta cerrada detrás de ella, Paddy disfrutó de la calidez y la comodidad del amplio salón. El techo era alto y con delicados relieves de hojas de yeso que se ondulaban por la cornisa. La señora Simnel le cogió la trenca y se la colgó por la etiqueta en un colgador que tenía detrás de la puerta. En el suelo, debajo de los abrigos, había dos pares de botas de agua muy usadas y un bastón de caña, como si los verdes pastos de Pertshire estuvieran al otro lado de la puerta en vez de las calles del Southside de la ciudad más grande de Escocia. Paddy deseaba vivir allí, ser de allí, estar rodeada de ayudantes que le dieran ánimos.

– Bueno, vamos a tomar un té y veremos lo que puedo hacer por tu trabajo de la universidad.

Era la cocina más grande en la que Paddy había estado. Toda su familia podía reunirse frente a la pica y todavía les quedaría espacio para meter un coche.

La señora Simnel estaba puliendo las bridas de los aparejos de unos caballos de decoración cuando Paddy llamó a la puerta; recogió el periódico con el trapo sucio y los ornamentos y, sencillamente, los quitó de en medio para servir el té con galletas. La luz desvaída se filtraba por la ventana, absorbida por las exuberantes plantas de los alféizares, y se reflejaba en las baldosas de cerámica del suelo. La señora Simnel acabó de servir el té en una elegante vajilla floreada. Tampoco utilizaba tazones, sino tazas con sus platitos. La taza de aquel juego era tan ligera que, hasta llena de té, Paddy podía levantarla con un mínimo pellizco del pulgar y el índice.

La señora Simnel le contó bien la historia de los chicos del pequeño Brian, recordando la información poco a poco, deslizando la mirada a un lado y preguntándose cosas, aportando detalles después de reflexionar unos segundos. Era viuda y madre de ocho hijos, todos ellos residentes en las cercanías, y todos ellos con hijos propios. No podía decirse que le faltara afecto. Había sido profesora de primaria en su juventud y era muy capaz de reconocer a los chicos, porque, para ella, todos eran distintos, todos eran individuos. Paddy se resignó a la evidencia: la señora Simnel había estado en el tren exactamente a la hora que ella decía y había visto a tres niños.

Había ido a visitar a su hermana, que vivía en Cumbernauld y, como sabía que iba a volver de noche y no confiaba mucho en sus propias habilidades al volante, decidió dejar el coche y tomar el tren. Sarah, que así se llamaba su hermana, la esperaba a las ocho en punto, de modo que cogió el tren de las siete y veinticinco, que tenía la llegada prevista a las ocho menos cinco. De la estación a la casa, tenía cinco minutos andando.

Paddy mordió la galleta de un rollito de higo y tomó un sorbito de té. Cuando tuviera una casa propia, quería que fuera como aquélla. Ya no tenía ganas de usar tazones o comerse las galletas del paquete.

Relajada en su compañía, la señora Simnel le señaló los metales de decoración y le preguntó a Paddy si le importaba que siguiera con su trabajo. Paddy le respondió que no e, incluso, se ofreció a ayudarla, pero no había otro par de guantes para ella, así que se tuvo que limitar a quedarse sentada mordisqueando galletas y mirando a la mujer aplicarse Brasso al metal y conjurarse la negrura de la nada.

La señora Simnel no había sido nunca testigo de nada y se sintió un poco incómoda al ir a contarlo. Se sorprendió de lo educados que fueron los policías. Se había esperado que fueran un poco más toscos, al menos los de los rangos más bajos. Mientras hacía ese comentario clasista, sus ojos se posaron en el jersey barato de escote cuadrado que llevaba Paddy. Parpadeó, como excusándose por la ofensa, y cambió el tono: le ofrecieron una taza de té antes de ir a reconocer a los chicos y se lo sirvieron en una taza como Dios manda, con su galleta, su rosquilla y todo. ¿No era exquisito? Una rosquilla glaseada de color rosa. No era algo que te esperaras de hombretones como aquéllos.

Ella era el testigo perfecto, recordaba los detalles, los colores y las horas a la perfección, como si hubiera estado ensayando toda su vida para aquel momento preciso.

– Esos chicos que hicieron esto -dijo con tristeza-, esos chicos tienen solamente diez años. Se me pone la piel de gallina solo de pensarlo.

– Sí, vienen de un ambiente familiar lleno de carencias -dijo Paddy con la esperanza de suavizar su actitud hacia ellos.

– Lo sé. Me dijeron que el del pelo oscuro no había ido nunca al dentista, ni una sola vez en toda su vida. -Dejó el trapo un momento-. Debe de doler mucho, tener esos dientes. Y la dieta que tendría que dárseles para… yo no pude ni acabarme la galleta.

Aquello hizo reaccionar a Paddy como una ducha de agua fría:

– ¿No pudo acabarse la rosquilla?

– No -dijo la señora Simnel-. La dejé en el platito. Quiero decir, deben de doler unos dientes tan estropeados. Aunque los padres no puedan llevar al niño al dentista, ¿por qué no hacen algo los colegios?

Paddy se inventó que su padre la recogería en la parada de autobús de Clarkston Road. La señora Simnel la despidió y le deseó buena suerte con el trabajo y los exámenes. Mientras Paddy andaba hasta el final de la calle, oyó a la mujer cerrar los postigos firmemente detrás de ella. Tenía que apresurarse a llegar a casa o se perdería a Sean si la llamaba para su cita de San Valentín del día siguiente, pero no sabía en qué dirección iban los autobuses desde allí y estaba un poco impresionada por todo lo que la señora Simnel le había contado.

Pasó por delante de la terminal de autobuses y por debajo de un puente del ferrocarril, siguiendo la carretera por encima del complejo de Prospecthill. Era un terreno frondoso, uno de los dos montículos cercanos que daban a la amplia llanura del valle. Se detuvo en la parte superior de la colina, con las manos en los bolsillos, a mirar las luces de la ciudad en una noche de viernes. Trazó su camino por las calles lejanas, con el rótulo de neón rojo del edificio del Daily Record como punto de partida.

A esa misma hora, una semana antes, Heather Allen estaba viva y había aparcado el coche en Union Street, cerca de allí. Paddy había bajado andando por Queen Street la misma noche; podía distinguir su arco de cristal iluminado. Había tomado el tren hasta Steps y había permanecido junto a las vías. A esa misma hora, hacía una semana, la señora Simnel fue a la policía para contarles que había visto a los niños en el tren. Le dieron té con galletas antes de que entrara a reconocerlos en una rueda, y, de manera serena, le comentaron a ella lo estropeados que tenía los dientes Callum Ogilvy y que nunca lo habían llevado al dentista. Debió de reconocer a Callum al instante: la prepararon con el mismo cuidado con el que habían preparado a Abraham Ross. Los policías estaban decididos a poner a los chicos solos en el tren, y Paddy no entendía por qué.

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