Capítulo 29

La vida en una sala de espera escocesa

I

Terry la dejó en la carretera principal e intentó besarla, pero ella salió del coche rápidamente. Ya sería lo bastante grave que la vieran salir del coche de un hombre como para arriesgarse a besarlo. Volvió a agacharse.

– ¿Nos vemos mañana, entonces?

Él le hizo una mueca ofendido.

– ¿Me echas un polvo pero no me besas? Eso es propio de una María Magdalena.

– Calla.

Paddy sonrió y cerró la puerta de golpe, y luego lo observó alejarse. Cuando el coche dobló la esquina del fondo, su sonrisa se disolvió. Se subió el cuello del abrigo y se encaminó hacia la estrella. Esa noche estaban todas las casas ocupadas; todos los salones estaban iluminados por los destellos blancos y azules de la televisión del sábado por la noche. Paddy sentía los pies fríos y húmedos dentro de las botas. Los dedos descalzos se le encorvaban sobre la suela de papel, rascaban contra la capa de arriba y acumulaban trocitos de la fibra entre ellos. Anduvo más allá de su casa, más allá de la casa de los Beattie y se metió por un callejón descuidado que salía del complejo y se metía por el campo contiguo. Subió a una pequeña colina silvestre que daba sobre un valle industrial, de unas dos millas de extensión y que llegaba hasta el East End. La colina se consideraba un lugar inhóspito y un poco peligroso, pero Paddy necesitaba estar sola.

El suelo estaba oscuro y húmedo. Anduvo por el sendero paralelo, menos desgastado, a un metro escaso del cenagoso camino principal, tratando de evitar el barro y los charcos. Siete metros más allá había dejado atrás los arbustos y los árboles y se encontró en la ladera desnuda. Rumores de autobuses, coches y una llorosa moto solitaria flotaban colina arriba. Rodeó el montículo hasta que perdió de vista la ciudad. En el cielo teñido de oscuridad, brillaban blancas estrellas.

Miró más allá del valle industrial. Allí abajo había una fábrica metalúrgica que durante toda su vida desprendió un olor sulfuroso de huevos podridos, de día y de noche, pero ahora tenía las luces apagadas y habían despedido a todos sus trabajadores. Otras fábricas más pequeñas del valle a su alrededor estaban cerrando; más abajo del río, los astilleros también se deshacían de sus trabajadores, y cada mañana traía noticias frescas de nuevos despidos. La ciudad orgullosa se moría. Paddy se encendió su quinto cigarrillo del día y parpadeó para disimular las lágrimas mientras pensaba en Sean y en Naismith y en lo que podía haberle ocurrido si hubiera conseguido atraparla.

Era la responsable de la muerte de Heather. Cuando le dio su nombre a Naismith, lo hizo porque le deseaba mal. Y qué otra cosa es un deseo, sino una vulgar plegaria a quien esté escuchando.

II

Eran las diez y media cuando Paddy metió la llave en el cerrojo. Mientras abría, lo primero que le llamó la atención fue que el televisor estaba apagado y el salón vacío. Una luz amenazadora iluminaba el recibidor desde la cocina. No había tenido tiempo de colgar el abrigo cuando oyó la voz de su padre que la llamaba, tratando de sonar sereno.

Al pasar por delante de la ventanita, vio la foto de lo que le estaba esperando. Su familia estaba reunida alrededor de la mesa de la cocina, la madre y el padre tenían una expresión dolida, los chicos y Mary Ann estaban apiñados en una pequeña hilera. Mary Ann se sonreía mientras miraba a la mesa, apretaba los labios primero por un lado, después por el otro, tratando de no explotar de la risa. Los chicos miraban a la mesa, muertos de vergüenza por aquel enfrentamiento. Paddy advirtió con tristeza que Sean no estaba y que el único lugar desocupado de la mesa estaba intacto, con un vaso limpio posado al lado, esperándola a ella.

Por encima de la mesa, estaban esparcidos los restos de una celebración abortada: emparedados triangulares que se doblaban formando una sonrisa sarcástica, un jarrón de naranjada y una botella sin abrir de Liebfraumilch [7]. Como centro de mesa, había un pequeño pastel blanco. Las bolitas plateadas de decoración del lado de Marty habían sido arrancadas y habían dejado unos agujeros como disparos en el glaseado. Paddy tenía la trenca apoyada en un brazo y permanecía de pie junto a la puerta de la cocina, como si fuera un visitante que no tiene previsto quedarse mucho rato. Se vio a sí misma con los ojos de su familia: había llegado a las diez y media, sin el anillo de prometida, con los zapatos llenos de barro y los ojos hinchados por las lágrimas.

Con, su padre, estaba tan tenso que tuvo que girar el cuerpo entero para mirarla mientras se tiraba del bigote por ambas puntas como un farsante.

– Es tarde, lo sé.

Su padre no pudo soportarlo. Ya era bastante que un hijo lo hubiera desafiado, pero que no se arrepintiera y que encima fuera su hija pequeña era demasiado.

– ¿Cómo te atreves? -gritó con los blancos de los ojos cada vez más enrojecidos-. A mí no me hables… ¡Ni me hables!

Trisha apretó las manos de Con con las suyas.

– ¿Dónde has estado todo el día?

– En casa de una amiga.

– ¿Qué amiga? Hemos llamado a todo el mundo.

– No la conocéis.

Los chicos se miraron nerviosamente entre ellos. Mary Ann dio un suspiro profundo y tembloroso, y se mordió la mano. La familia conocía a todo el mundo; ellos eran todo el mundo. Su madre reprimió un sollozo:

– Patricia, ¿qué ha pasado con tus leotardos?

Paddy se miró las piernas desnudas. En una de sus gordas rodillas tenía una enorme costra escarlata. Imaginó lo que su madre había pensado: que una banda de hombres la había atacado y la había sometido a algún tipo de extraño ritual sexual protestante. Y tenía algo de razón.

Se enfureció:

– No quería venir a casa. No puedo soportar este ambiente.

– Ah, ¿y quién ha provocado que el ambiente sea como es? -le gritó Con, de pie e inclinado sobre la mesa-. ¡Tú! ¡Tú lo has jodido todo!

Trisha le tiró de la manga para que se volviera a sentar.

– Basta, Con, cálmate.

– Mira -gritó Paddy-, he estado en la manifestación por los huelguistas de hambre. Me he caído y me he hecho daño en la rodilla, y tuve que quitarme los leotardos para limpiarme el corte.

Se cambió de mano el pesado abrigo y levantó la rodilla para que la vieran. Bajo aquella luz tan brillante tenía un aspecto muy espectacular. El corte tenía los bordes de color marrón, pero por dentro seguía húmedo y amarillento. Todos lo miraron, pero nadie dijo nada. Marty miró a Paddy con cara de desconfianza, como si pensara que se lo había hecho aposta para obtener su piedad.

Su madre se levantó.

– Hoy han detenido a ciento cincuenta personas en la ciudad. Hemos estado llamando a todas las comisarías.

– A mí no me han detenido, sólo me dieron un empujón.

– Bueno, de todos modos, gracias a Dios -dijo el padre en voz alta.

– Estoy muy cansada -dijo Paddy-. Muy cansada. -No sabía qué más decir, así que salió de la cocina.

Gerald respondió instintivamente:

– Pues buenas noches, y tápate.

Paddy oyó a su madre reconvenirla en voz baja mientras ella colgaba el abrigo y subía las escaleras. Se tumbó todavía vestida y miró al techo, mientras pensaba en los dientes destrozados de Heather y en los pelos pegados a la apestosa toalla. Paddy se había buscado la ruina y había matado a una chica. Había hecho cosas terribles, terribles…

III

La cama temblaba. Abrió los ojos pegajosos y vio a Trisha sentada a su lado, llorando, tapándose la boca con la mano, preocupada, asustada y pequeña.

Paddy jamás había visto a su madre tan indefensa. Se acercaron la una a la otra, las manos buscándose las caras, con las cabezas pegadas, mientras Trisha abrazaba a su bebé y la arrullaba entre una letanía de susurros y suspiros.

– Estoy tan preocupada por ti -le dijo cuando finalmente hubo recuperado el aliento.

Paddy trató de no llorar.

– No debes preocuparte.

– Pero el domingo pasado no viniste a misa y, luego, ayer… Estoy asustada por ti.

– No te preocupes, mamá.

Trisha sonrió ansiosamente y acarició el pelo de Paddy, a la vez que se lo apartaba de la cara.

– ¿Vendrás a misa por mí?

– Mamá…

– Hazlo, por favor; hazlo por mí.

Paddy había tenido la esperanza de que la semana anterior hubiera servido de precedente. No tenía previsto ir a misa. No creía en ello y nunca lo había hecho. Toda la parroquia la odiaba. Había tenido relaciones sexuales con un hombre con el que no estaba casada. Había dicho una mentira que había matado a una mujer. Lo último que quería hacer ahora era una hora de pausa para analizar su conciencia.

– Por favor.

De modo que Paddy fue a misa por su madre, quien a su vez fue por su padre, quien a su vez fue para dar un buen ejemplo a sus hijos.

IV

Los parroquianos saludaron a sus amigos en el patio de la capilla. Los Meehan se sentían observados por el resto de la congregación desde que doblaron la esquina y cruzaron el murete que daba entrada al patio. Gerald y Marty fingían que no les importaba. Cada treinta segundos, Mary Ann emitía pequeños ladridos histéricos, risitas soltadas demasiado rápido como para tener tiempo de respirar. Paddy miraba al frente, sin mirar a nadie. Sintió una mano en el brazo. Era su padre, que la cogía del codo, mostrando una imagen unida para que la gente los viera.

Los Meehan no se demoraron en la escalera de entrada, sino que entraron directamente y se sentaron en un banco a dos tercios de la capilla, donde se sentaban siempre, cerca de las familias más ostensiblemente religiosas, pero no con ellas.

El padre Bowen empezó el sermón, acompañado por el griterío de los niños pequeños que se sentaban al fondo, cuyos padres estaban dispuestos a salir pitando si los bebés hacían demasiado ruido. Paddy no se atrevía a mirar hacia los bancos donde se sentaban los Ogilvy, pero adivinó por la forma de las sombras del rabillo derecho de su ojo que Sean se sentaba con su madre y con dos hermanos mayores, sus esposas y un surtido de sobrinos y sobrinas bulliciosos.

Se levantó y se sentó cuando tocaba, siempre con la mente girando obsesivamente alrededor de Heather Allen. Alguien la había matado pensando que era Paddy, pero no podía imaginar tampoco por qué alguien podía querer matarla. Tenía algo que ver con Townhead, con el tipo del furgón de víveres, e incluso también con Thomas Dempsie.

Cinco niñas del colegio Trinity hicieron la procesión de ofrenda, y unos chicos de la misma clase leyeron en voz alta unas forzadas plegarias de promesa. La comunión se desarrolló como una operación militar: los diáconos colocados a un lado de los bancos dirigían el tráfico de los comulgantes, a los que sólo se les permitía formar colas de cuatro o cinco en el pasillo. Los que no tenían el alma lo bastante limpia como para recibir la Eucaristía tenían que quedarse atrás, a solas en su banco. Paddy permaneció sola en su banco, con la sensación de ser observada por la gente de atrás e imaginándose que Ina Harris la escupía desde el pasillo central.

Al final del servicio, cuando todos se marchaban en paz a amar y servir al Señor, Paddy se encontró a Sean que la esperaba al final de su hilera. Hizo una genuflexión con ella y juntos se incorporaron al grupo de feligreses que salían en silencio de la iglesia y estrechaban la mano del padre Bowen al cruzar la puerta. Paddy volvió la vista para ver cómo la congregación fluía lentamente hacia fuera y vio el alivio rosado reflejado en el rostro de su padre porque Sean Ogilvy volvía a estar a su lado. Bajaron las escaleras hasta el jardín de la entrada.

– Bueno. -Sean dio una patadita a una losa de cemento con la punta del zapato-. ¿Quieres venir al cine esta noche? Al final no fuimos a ver aquella película.

– Yo no lo hice.

Sean miró a la gente que tenía al lado.

– No quiero que hablemos de eso aquí.

– Pues yo sí.

– Paddy, tú te lo buscaste.

– Cállate, Sean. -Se dio la vuelta para que su madre y su padre no le pudieran ver la cara-. Escúchame; a tu primo le están tendiendo una trampa. Alguien llevó a los dos muchachos hasta allí para que mataran al pequeño, y a nadie le importa un carajo excepto a mí. A nadie le importa una mierda, pero si fueran de una familia mejor todos querrían saber lo que ha fallado. -Él la miró enojado y ella agachó la cabeza-. Me refería a la familia inmediata.

El silencio de Sean duró tanto tiempo que ella se vio obligada a volver a levantar la cabeza.

– ¿Dónde has dejado el anillo? -le preguntó él.

– Me lo quité. Como no tenía noticias tuyas, no sabía si seguía estando prometida.

– Estamos prometidos hasta que yo te diga lo contrario.

Ella estuvo a punto de reírse en su cara.

– Vete a la mierda.

– Hiciste una promesa -le dijo él-, para lo bueno y para lo malo.

– No, no es cierto. Todavía no he hecho esas promesas, ¿te acuerdas?

– No voy a discutirlo aquí -dijo él con firmeza.

Paddy reacomodó el peso de su cuerpo encima de la otra pierna y se rozó con la suave tela de su ropa interior para recordar lo sucedido la noche anterior. Sonrió mirando a Sean. Al otro lado del jardín, su padre sonreía y conversaba con su madre.

– De acuerdo, Sean, ¿quieres ir al cine conmigo? Pues vayamos al cine.

– ¿Esta noche? -dijo él en tono acusador.

– Esta noche.

– Te recogeré a las siete. -Se alejó y, al pasar por su lado, le dio un golpecito con el hombro y le dijo-: Y ponte el anillo.

V

Mientras acompañaba a Paddy de la capilla hasta la estación, Mary Ann esperó a estar detrás del Castle Bar antes de preguntarle si le había visto los pantalones a Stephen Tolpy por detrás. Paddy no se los había visto y Mary Ann no explicó por qué aquellos pantalones eran tan divertidos que la hacían partirse de risa. Paddy le miró la cara enrojecida, las aletas de la nariz temblorosas y se echó también a reír sin saber por qué. Las dos muchachas se estuvieron riendo hasta que llegaron a las escaleras del andén, mientras ambas se preguntaban cómo algo podía ser tan divertido y volvían a reírse de que, en realidad, lo fuera.

El andén era una franja de cemento sin cubrir, colocado encima de un terreno de maleza. Hacia el norte, más allá de unos edificios bajos, había una vista de la ciudad que alcanzaba hasta la catedral y los bloques Drygate. Detrás de las cumbres y agujas de la ciudad se divisaban las limpias colinas nevadas de más allá. El viento soplaba veloz por la llanura, procedente de la ciudad, y los que aguardaban su tren tenían que volverse de espaldas y desviar la vista. Juntas, las dos hermanas se enfrentaron al viento y cerraron los ojos con fuerza, para que así el polvo y la arenilla se quedaran atrapados en las pestañas, y recorrieron todo el andén, cogidas del brazo y riéndose todavía.

Mary Ann apretó el brazo de Paddy.

– Me alegro de que todo esté arreglado.

– Yo no lo hice, ¿sabes?

Ella le dio otro apretón, esta vez más fuerte.

– Me da igual si lo hiciste o no. A veces tengo ganas de que alguien haga algo y sólo… -Pero se detuvo.

El tren llegó y Mary Ann esperó a que volviera a salir de la estación, y entonces se puso a saludar a Paddy con la mano y a reírse, fingiendo que se despedían para mucho tiempo. Paddy le siguió la broma hasta que Mary Ann se le perdió de vista. Sabía que el enfrentamiento no acabaría nunca. Ya no volvería a formar parte del núcleo familiar.

VI

Mientras viajaba en el tren tembloroso camino del centro, Paddy se acordó de Meehan y de su familia y de la distancia insalvable que había entre ellos.

Después de pasar siete años protestando en la cárcel, de publicarse dos libros sobre su caso y después de emitirse un documental por televisión, a Meehan le ofrecieron los papeles para salir en libertad provisional.

– Fírmelos -le dijo el agente-. Escriba su nombre aquí y estará libre a finales de esta semana.

– ¿Tengo que decir que soy culpable?

– Ya sabe que sí.

Meehan había pasado siete años en confinamiento solitario, con un permiso para salir al patio una vez cada quince días. Querían una excusa para soltarle, pero tenía que ser en sus términos. Meehan se la jugó y dijo que no. Lo querían fuera de allí. El libro de Ludovic Kennedy sobre los defectos de su juicio le había dado tanta notoriedad que mantenerlo encerrado significaba desacreditar el sistema judicial.

Al cabo de cinco días, se encontraba en el salón de casa de su esposa, Betty, con un whisky en la mano y su perdón real en la otra, brindando con su familia de extraños. Vestían de colores tan vivos que le dolía la vista mirarlos. Su hija era flaca y de tez grisácea, debilitada por el tratamiento que le administraron por su depresión nerviosa. Su hijo mayor tenía la mandíbula apretada hasta cuando bebía, con una franja de músculo que le cruzaba el rostro. Y estaba también su estúpido primo mayor, Alee, y su fea esposa, ninguno de los cuales había apreciado nunca a Meehan. Les importaba un comino si era culpable o inocente; el único motivo por el que estaban allí era que había salido por la televisión.

Meehan sabía que tenía mal aspecto. Tenía la piel seca y gris de las personas que han pasado mucho tiempo en la cárcel, y con los años había perdido casi veinte kilos de peso. Ahora parecía un viejo flaco. De todos ellos, la única que tenía buen aspecto era Betty. Se había teñido el pelo de rubio y eso le suavizaba las facciones; llevaba un traje pantalón blanco de algodón y sandalias rojas, y se había bronceado con una lámpara de rayos uva: lo delataba una línea blanca muy fina en el puente de la nariz, la marca de los protectores oculares. Antes de que lo encarcelaran, Betty vestía sin gracia; solía tener miedo de los colores vivos. Ahora la miraba por encima de su vaso y veía una chispa alegre en su mirada. Alguien se la había puesto y sabía que no era él. Ni siquiera tenía el valor de sentirse celoso. Dependió de ella durante toda su vida adulta, e incluso la despreciaba por ello, pero ahora que se alejaba de él no le inspiraba más que admiración. Le deseaba lo mejor, sinceramente. Tenía la sensación de que ella también había sido excarcelada.

Aquél era el salón de Betty, no el suyo. Esa sala pequeña y cuadrada, con una ventana que daba al río, le correspondía a ella. Ella le había dejado claro que era bienvenido y que dormiría en el sofá. Él se alquilaría algún sitio tan pronto como pudiera y la dejaría en paz.

El primo Alee y su esposa se marcharon, y los hijos salieron de compras durante media hora para dejarlos solos. Betty y Meehan se quedaron en silencio, sentados uno al lado del otro en el sofá, tomando té y galletas lentamente.

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