Capítulo 15

Plastas de pub convertidos en héroes urbanos

I

Cuando bajaba a desayunar una hora antes de lo habitual, con la esperanza de evitarlos a todos, Paddy se detuvo en las escaleras a escuchar los ruidos, atenta al agudo tintineo de las cucharillas contra la loza o a los golpes de las tazas de té posándose sobre la mesa. La casa estaba en silencio. Bajó a hurtadillas y se plantó ante la puerta de la cocina antes de darse cuenta de que la familia entera se había levantado pronto, con el fin de evitarla, y estaban sentados alrededor de la mesa, guardando un respetuoso silencio.

No podía retroceder. El grupo entero se puso tenso cuando ella se acercó en busca de una silla. El único sitio libre que había era al lado de su padre. El hombre se quedó mirando obsesivamente el dorso del paquete de cereales mientras Paddy acercaba el taburete plegable y se sentaba. Se sirvió una taza de té de la tetera.

Connolly carraspeó varias veces. Gerald echó una mirada alrededor de la mesa, rogando en silencio que alguien hiciera algo; por su parte, Trisha daba golpes con la vajilla en el fregadero. Marty era el único que parecía medianamente satisfecho. Miraba feliz a su alrededor, canturreando el estribillo de Vierta para sus adentros.

Trisha encabezó el éxodo. Abandonó abruptamente su taza con la vajilla y se retiro de la cocina. Gerald acabo rápidamente de desayunar y corrió al piso de arriba. Con se marchó sin acabarse los cereales. Marty se tomó su tiempo para servirse una lujosa media rebanada de más, mientras Paddy y Mary Ann lo observaban. Al final, su fingida calma se agotó y también se marchó.

Paddy miró a su hermana través de los escombros de la mesa. Mary Ann levantó las cejas sorprendida.

– Oh -exclamó, y luego estalló en carcajadas hasta ponerse morada.

II

Era una portada asquerosa. La noticia estrella era una foto del pequeño Brian bajo el empalagoso titular LA AGONÍA DE NUESTRO BRIAN, cinco palabras que no sólo implicaban que la criatura había sufrido terriblemente, sino que, un poco antes, se había convertido en propiedad del Scottish Daily News. El titular se había redactado durante una reunión editorial tardía y se basaba en la suposición de lo que el público querría leer y escuchar de los editores jefes, hartos e incapaces ya de recordar el sabor del sentimiento genuino. Un velo de vergüenza pegajosa cubría la redacción; era algo que los implicaba a todos y que alteraba el humor de los periodistas, de manera que se metían con los más jóvenes, gritaban a los chicos de los recados y protestaban por cualquier cosa. A las dos horas de empezar el turno, la mitad del personal estaba cabreado y la otra mitad estaba en el pub, a punto de cabrearse.

Heather apareció en la redacción. Paddy se dio cuenta de que se había vestido concienzudamente, como para darse seguridad: llevaba el pelo muy cuidado, bien peinado hacia atrás, y un blazer rojo de doble solapa que le daba un aire de ejecutiva júnior.

Keck, sentado a la izquierda de Paddy en el banquillo, le dio un codazo.

– No te pierdas a la putilla -dijo-, lo está pidiendo a cuatro patas.

Dub suspiró sonoramente al otro lado de Paddy, murmuró que Keck era un impresentable y volvió a concentrarse en su lectura.

En la redacción se hizo un ligero silencio. Paddy levantó la vista y se dio cuenta de que la mitad del departamento de Sucesos y la mitad del de Deportes la miraban con expresión divertida y a la espera de una reacción.

Un chico de Deportes se levantó y se tocó la nariz, para anunciar luego a voz en grito y con el puño levantado:

– Y, en la esquina roja… -Todos se rieron. Heather sonrió con elegancia, bajó la cabeza y se lo tomó a buenas. Paddy, cándida e inexperta, se miró los pies abatida hasta que Keck le dio un pequeño codazo.

– Sonríe; haz ver que no te importa.

– Que se vayan a la mierda -dijo Paddy, demasiado alto, con lo que ahuyentó a todo aquel que la había apoyado-. Lo que piensen esos viejos capullos estúpidos no me molesta lo más mínimo.

III

Solía salir a almorzar fuera del edificio, puesto que prefería errar por las calles de la ciudad en vez de quedarse en la cantina esquivando conversaciones sugerentes llenas de buenas intenciones que la asqueaban. Ese día estaba furiosa y preparada para alguna mala pasada. Almorzó sola, sentada a una pequeña mesa, protegida en un rincón de la bulliciosa cantina; sorbió su café con leche y devoró una galleta de nueces sobre tres dedos de pudín como pequeño capricho.

Tapó toda la mesa con ejemplares del Daily News, el Record y el Evening Times, leyó y releyó las noticias sobre el pequeño Brian, con cuidado de separar el grano de la paja.

La cobertura era la misma de un diario a otro; algunas frases se repetían en varias noticias, por lo que supo que las habían extraído directamente de la declaración hecha por la policía a la prensa. El día del suceso, los dos chicos arrestados habían hecho novillos en el colegio y se habían dirigido a Townhead desde sus hogares en Barnhill. Todos los medios mencionaban que los chicos iban solos, y que en ningún momento los acompañó ningún adulto. Sobre este punto eran tan categóricos que Paddy adivinó que todos los periodistas habrían hecho la pregunta en la rueda de prensa policial. Los chicos habrían llevado a Brian desde el jardín de su casa hasta la estación de Queen Street. Allí tomaron un tren hasta Steps, una estación de pueblo que estaba a doce minutos. Una vez en Steps, subieron por la rampa hasta la tranquila carretera secundaria, la cruzaron, metieron al pequeño a través de una valla rota, bajaron hasta la vía y allí lo mataron.

A Paddy le costaba entender por qué los chicos se habían ido hasta Steps. Barnhill estaba lleno de descampados y parcelas vacías que los pequeños gamberros de la zona conocían mejor que nadie. Recordaba haber mirado el paisaje a través de la ventana del autobús, de regreso al barrio Sur con los asistentes al cortejo fúnebre de los Ogilvy. Habían pasado por Saint Rollos, unas cocheras abandonadas con incontables anexos en ruinas. Había visto campos llenos de hierros ennegrecidos y retorcidos, vías de tren abandonadas y otra parcela llena de contenedores enormes de arena amarilla, pilas de leña y rollos de cable tan altas como un hombre. Los muchachos conocerían cientos de lugares en los que esconder un secreto culpable.

Al ver una sombra en la esquina de la mesa, levantó la vista y encontró el reportero jefe, J.T., que rondaba cerca de ella. Le sonrió modesto, tímidamente, como si se hubiera visto con los ojos de ella y, curiosamente, se hubiera sentido admirado. No era posible que se considerara atractivo: tenía la cara redonda y pegada al cuello, y la nariz llena de prominentes espinillas. Paddy se sintió súbitamente avergonzada al darse cuenta de que tenía un poco de pudín en la comisura de los labios.

– ¿Te importa que me siente?

Ella recogió los periódicos, los ordenó en una pila y J.T. se sentó, al tiempo que colocaba una taza de té y un plato lleno de patatas fritas con algo de ketchup y un panecillo de beicon encima de todo.

– Muchas gracias. -Sonrió otra vez, se quitó la chaqueta de cuero y la tiró al alféizar de la ventana con un gesto que él mismo consideró saleroso-. ¿Cómo estás, Patricia? ¿Estás bien?

No podía haber oído a nadie decir su nombre. Debía de haberlo visto escrito. Ella le sonrió sin responder.

– Cuando entré aquí por primera vez, los chicos de los recados no tenían permiso para comer en la cantina con los periodistas-. Una sonrisa le torció la comisura de los labios-. Yo también fui chico de los recados, en el Lanarkshire Gazette. ¿Te lo puedes creer?

Hizo una pausa para que ella respondiera, así que lo hizo:

– ¿Si puedo creerme que alguien tan importante como tú fuese antes recadero, o si puedo creer que Lanarkshire tuviera su propia gaceta?

Él la ignoró y prosiguió con la conversación que quería mantener:

– En aquellos tiempos, los chicos de los recados eran tan bienvenidos en la cantina como un pedo en el traje de un astronauta. -Sonrió y desvió la mirada, dejando una pausa para que ella riera; pero ella no se inmutó. Era una broma de Billy Connolly, de cerca de l975. J.T. trataba de imitarlo, arrastrando las palabras y provocando la sorpresa. Desde que Connolly se hizo famoso, muchos tipos aburridos de Glasgow trataban de imitar su manera de hablar sin tener su picardía. Se había convertido en el héroe urbano de los típicos plastas de pub.

Al parecer, le volvía a tocar hablar a Paddy:

– ¿Ah, sí?

– Sí, es cierto, Patricia. ¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza.

El tipo dejó de lado la cordialidad y adoptó un tono cuidadoso y prevenido, el tipo de voz que un adulto utilizaría para mentir a un niño:

– ¿De veras? Bueno, ¿y qué haces sentada aquí sola? -Señaló a toda la gente de la cantina.

– Me han mandado a almorzar en el primer turno.

– ¿Estás segura de que estás bien?

– Sí.

J.T. bajó la voz hasta un susurro:

– Estos últimos días deben de haber sido un infierno para ti.

Paddy lo miró un minuto, dejando que sus ojos se pasearan por su rostro. Si George McVie llega a estar allí, haciendo la comedia que había hecho con el señor Taylor, al menos ella se habría mostrado un poco dispuesta antes de acordarse de que había que ser prudente. Había admirado a J.T., pero sólo por su reputación y por los resultados. De cerca era una rata. De pronto comprendió por qué el resto de periodistas le odiaban tan abiertamente.

Él se inclinó un poco por encima de la mesa, esperando una respuesta.

– Sí, bueno, ya sabes…

Miró su taza vacía.

– ¿Quieres otro café? Yo voy a tomarme uno. Tómate otro, te invito. -Se levantó y se volvió de espaldas, y le hizo un gesto a Kathy, que servía detrás del tranquilo mostrador. Levantó un dedo con gesto autoritario-: Dos cafés. -Se volvió hacia Paddy y le sonrió-. A ver si nos los trae.

Detrás de él, Kathy le susurró algo a su jefa, la Temible Mary, quien miró furiosa hacia J.T. y gritó:

– ¡Es autoservicio! -Levantó un cartelito que había junto a la caja y lo agitó hacia él- ¡Autoservicio!

J.T. no la oyó.

– Así, Patricia…

– Mira, todo el mundo me llama Paddy.

– Ya, bueno. Paddy, me han dicho que estás emparentada con uno de los chicos que lo hicieron. -Señaló la palabra malvado en la pila de periódicos y sacudió la cabeza-. Terrible, terrible.

Paddy asintió con un gemido.

J.T. inclinó la cabeza a un lado.

– ¿Tienes relación con él?

– No -respondió con la esperanza de decepcionarlo-. Es el primo pequeño de mi novio. Lo he visto sólo una vez, y fue en el entierro de su padre.

– Ya veo. ¿Me lo podrías presentar?

La estupefacción le impidió indignarse.

– ¡No!

– ¿Cómo se llama tu novio?

Ella tuvo la serenidad de mentir:

– Michael Connelly. -Casi pudo oír como en su cerebro sonaba el chirrido del grafito sobre el papel.

Él asintió:

– ¿Qué podría empujar a alguien a hacerle eso a un niño? -Dejó la pregunta colgada en el aire.

– Bueno, los chicos sólo tienen diez u once años.

J.T. sacudió la cabeza.

– Apenas se los puede llamar chicos. Desde luego, todos hemos hecho estupideces de pequeños, pero, ¿tú has secuestrado y has matado alguna vez a un bebé para pasar el rato?

Paddy lo miró con frialdad. Sin duda, el tipo había adoptado la explicación fácil y perezosa.

– No -se respondió J.T., ignorando los rayos de odio provenientes de su público de una sola persona-. Exacto, ni yo tampoco.

– Son niños -dijo Paddy.

J.T. sacudió la cabeza.

– Estos chicos no son niños. En Escocia, la edad de responsabilidad legal son ocho años. Serán juzgados como adultos.

– No dejan de ser niños por el simple hecho de que ya no nos convenga. Tienen diez y once años. Son niños.

– Si son niños, ¿por qué actuaron de una manera tan taimada? Se ocultaron todo el trayecto en tren hasta Steps. Nadie los vio.

Sorprendida, ella medio se rió.

– ¿Nadie los vio?

Él se quedó desconcertado.

– La policía sigue buscando testigos. Era de noche. Entonces está todo muy tranquilo.

– ¿Cómo saben entonces que tomaron el tren, si nadie los vio?

– Tenían los billetes.

– Apuesto a que no van a encontrar a ningún testigo que los pueda colocar en ese tren.

– Sí, lo harán. Encontrarán a un testigo, los haya visto o no. En los casos de niños desaparecidos siempre lo hacen. Las mujeres, porque siempre son mujeres, ven niños por todas partes. No sé si es para llamar la atención o qué, pero habrá alguna mujer que dirá que lo ha visto todo.

La miró, conteniendo el aliento, a punto de llegar a alguna conclusión sobre la estupidez de las mujeres. Se detuvo.

La Temible Mary apareció al lado de la mesa, con el cartel de la caja, esperando a que J.T. levantara la vista.

– Cantina de autoservicio -volvió a repetir, sacudiendo con furia la tarjetita en su cara-. El secreto está en el nombre. -Chascó la lengua ruidosamente y se largó.

En su zona del comedor se hizo un silencio; todos miraban a J.T. con una sonrisita, gozando de su humillación. J.T. miró a Paddy.

– Creo que esos chicos son inocentes -dijo Paddy de manera irracional.

J.T. tosió indignado.

– Pues claro que no lo son, pedazo de ingenua. Tenían toda la ropa manchada de sangre del pequeño. Por supuesto que lo hicieron ellos. -La miró de arriba abajo y, como presentía que la estaba perdiendo, suavizó su discurso-. ¿Cómo lo lleva tu familia?

Paddy cogió su taza y se la llevó a los labios.

– Es duro -dijo, y tomó un sorbo para taparse la boca-. Michael está muy alterado.

– ¿Sabes? -dijo él a la vez que bajaba el volumen de su voz-. Aunque seas empleada del News, te podríamos pagar por la información.

Ella se bebió los restos del café y apretó los ojos.

– Podríamos llegar hasta trescientos por tu historia y tu nombre.

Con trescientas libras, Paddy podría irse de casa de sus padres; con trescientas libras se podría apuntar a clases nocturnas, examinarse, matricularse en la universidad y volver a comérselos a todos.

Los ojos de J.T. se iluminaron cuando ella bajó la taza de sus labios. Inclinó la cabeza a un lado, como si la que hubiera estado hablando fuera ella y ahora esperara a que prosiguiera.

– ¿Sabes qué te digo? -Colocó con cuidado la taza en su platito.

– Dime -J.T. inclinó la cabeza hacia el otro lado, todo él simpatía fingida.

– Que llego tarde; será mejor que vuelva o me van a dar una patada en el culo.

Recogió sus periódicos y se levantó de su sitio, pasando de puntillas por detrás del asiento de él. J.T. era lo mejor que tenían, pero Paddy sabía que podía mejorarlo. En pocos años, le podía quitar el sitio.

IV

El archivo de recortes era una sala en forma de pasillo bloqueada por un mostrador a metro y medio de la puerta.

Los archiveros eran estrictos guardianes de la delimitación de atribuciones, vigilaban sus tareas y sus espacios como si fueran fronteras defendidas a sangre y fuego. Nadie que no fuera archivero tenía derecho a pasar del mostrador. No tenían permiso para meter las manos en el mostrador, ni siquiera para hablar hacia el espacio de archivo. Paddy sospechaba que estaban tan a la defensiva porque hacían un trabajo fácil y que no implicaba nada más que recortar papeles con unas tijeras afiladas y archivarlos.

Más allá del mostrador, a lo largo de una pared de diecisiete metros, había un sistema de archivadores que contenía recortes de todas las ediciones pasadas del Daily News. Los recortes estaban organizados alfabéticamente por temas y guardados en carpetas cilíndricas como si fueran Rolodex de metal. Contra la otra pared alargada, había una mesa grande de madera oscura. Los tres archiveros estaban sentados frente a ella, haciendo sus recortes, tema por tema, de todos los artículos del periódico del día. Parte de las responsabilidades de los chicos de los recados era hacerles llegar un fardo de la edición del día.

Helen, la jefa de archiveros, vestía con elegancia conjuntos de jersey y rebeca, faldas de tweed y zapatos de tacón bajo. Llevaba el pelo castaño recogido atrás, bien lacado para que los cabellos individuales no pudieran distinguirse. Helen Stutter era una hipócrita cabronaza obsesionada con la jerarquía del periódico y que trataba con evidente desprecio a cualquiera que no tuviera categoría de editor. Los directivos la adoraban y no podían llegar a entender que no fuera un sentimiento general. Paddy deseaba fervientemente que Helen siguiera allí si ella llegaba algún día a subir en el escalafón.

Helen miró al mostrador por encima de sus gafas de leer, advirtió que había alguien, pero decidió que no era importante. Ignoró a Paddy y siguió retorciendo distraídamente las cuentas rojas de plástico de la cadenita de sus gafas. Paddy tamborileó con sus dedos, no para hacer ruido ni para llamar la atención, sino simplemente porque estaba nerviosa y a punto de decir una mentira.

Helen volvió a levantar la vista, se succionó las mejillas y levantó una ceja antes de volver a centrar su atención en el periódico.

– Vengo de parte del señor Farquarson. Necesito unos recortes para él.

Helen levantó la vista por tercera vez y se mordió una mejilla antes de empujar la silla hacia atrás con violencia y acercarse al mostrador. Sacó uno de los pequeños formularios grises y lo puso encima del mostrador, mirando a Paddy mientras buscaba algo para escribir. Paddy no quería ningún formulario que más tarde pudiera esgrimirse en su contra si se metía en problemas.

– La palabra clave es Townhead -dijo rápidamente-, todas las fechas.

Helen escondió los dientes frontales, suspiró y guardó el formulario a regañadientes, como si, en realidad, hubiera sido Paddy quien hubiera pedido que lo sacara. Se volvió, se dirigió a la pared de metal gris y tecleó unas letras en el teclado. El pesado tambor se puso recto y empezó a girar. Se detuvo y Helen miró a Paddy para hacer un último examen antes de proceder a abrir la tapa de la casilla, remover una serie de carpetas y sacar un sobre marrón. Mientras volvía tranquilamente al mostrador, Paddy pudo ver que el sobre estaba bien lleno.

Helen se acercó al rostro de Paddy.

– Quiero que me lo devuelvas de inmediato -dijo a la vez que dejaba el sobre en el mostrador con un golpe.

Paddy lo cogió y se marchó. Se detuvo en las escaleras para escondérselo dentro de la goma de la falda, de camino a los lavabos de mujeres, con la esperanza de que Heather se escondiera en un lavabo distinto.

V

Sacó el puñado de recortes y fue desdoblándolos sobre su regazo. Había un montón. Guardó la mitad y equilibró el sobre encima del soporte del papel higiénico. Los recortes de su regazo estaban inmaculados y crujientes, doblados el uno sobre el otro como hojas secas. Paddy se tomó el tiempo de separarlos delicadamente, aplanando con cuidado todos los extremos.

Los fue hojeando arbitrariamente y vio noticias sobre muertes accidentales, sobre la biblioteca que derribaron para hacer espacio para la autopista, sobre un robo callejero y un grupo de escoltas que había ganado un premio por recoger fondos. Había proclamaciones optimistas de concejales del distrito sobre el nuevo barrio e información sobre ciertos enfrentamientos entre bandas durante la década de los sesenta.

Volvió a doblar los recortes y los cambió por la segunda mitad de dentro del sobre.

Un edificio del Rotten Row se había hundido con sus ocupantes dentro, desmoronándose colina abajo como una cucharada de mantequilla en una sartén caliente. Hubo dos heridos y ningún muerto.

Durante la huelga de basureros se evitó la acumulación de basuras gracias a que el hospital maternal tenía una incineradora.

Un niño de tres años, Thomas Dempsie, de Kennedy Road, fue secuestrado delante de su casa y fue encontrado asesinado. El padre del niño, Alfred Dempsie, fue acusado del crimen pero en el juicio se declaró no culpable. En un recorte de cinco años más tarde, se informaba de que Alfred se había suicidado en su celda de la cárcel de Barlinnie. El periódico volvía a publicar una foto de su esposa durante el funeral del pequeño Thomas. Tracy Dempsie tenía el pelo oscuro recogido en una coleta, y tenía el mismo aspecto perdido y aturdido que Gina Wilcox.

Paddy tomó algunas notas al dorso de un recibo y devolvió los recortes al sobre todo lo bien doblados que pudo, siguiendo los pliegues originales. Comprobó la fecha. El día de la desaparición de Brian se cumplía el octavo aniversario de la desaparición de Thomas. Éste tenía la misma edad que el pequeño Brian y era del mismo barrio y, sin embargo, nadie parecía haber advertido el paralelismo. Los casos habrían sido totalmente distintos por varias razones, pero le parecía raro no haber oído hablar nunca de Thomas Dempsie.

Abajo, en el archivo, Helen seguía en el mostrador, revisando una última edición. Paddy esperó un minuto entero y, aunque Helen tensó la frente, se negó a mirarla. Al final, Paddy puso el sobre en el mostrador y lo empujó hacia delante, de modo que colgara sobre el extremo opuesto.

– No los dejes ahí. -Helen se levantó con gesto despreocupado y se le acercó con toda la lentitud de la que fue capaz-. Si se perdieran, tendrías que pagarlos. Y dudo que ganes lo bastante en tres meses como para pagar por esto.

Paddy sonrió con aire inocente.

– Siguientes palabras: Dempsie, Thomas y asesinato.

Helen la miró por encima de los lentes y suspiró ruidosamente. Paddy deseó realmente que siguiera ahí cuando ella obtuviera una promoción. Se acordaría de cómo era y la reñiría por ello.

Llevaba diez minutos sentada en el banco antes de que se le ocurriera que ya nunca nadie se reía de ella. Alguien en la sección de Especiales la llamó por su nombre. Alguien más la eligió a ella, por delante de Keck, en el banco, algo que no había ocurrido nunca porque Keck era capaz de encontrar cualquier cosa o persona en todo momento. Un periodista de Deportes, incluso, la miró a los ojos y le preguntó si ella, Meehan, quería traerle un café. Resultaba preocupante.

Paddy empezaba a preguntarse si estaban a punto de despedirla y todos menos ella estaban al corriente cuando Keck dejó de hurgarse las uñas con un clip desplegado y se le acercó.

– ¿Has visto a tu colega Heather, esta tarde?

Paddy sacudió la cabeza reticente a hablar del tema.

– Ya, ni tampoco la verás mañana. -Señaló al centro de la redacción-. Farquarson se lo comunicó a los del turno de mañana y llamaron al padre Richards para que bajara; le dijeron que su pase ya no era válido y que Heather debía marcharse y no volver más. Ella lloraba y todo eso. -El chico se apoyó en el banco.

Paddy miró por toda la sala, a los hombres serios del departamento de Sucesos, al lío de recortes amontonados en Secciones Especiales y en Deportes, donde estaban todos congregados, fumando Capstans y comiéndose una caja de galletas de mantequilla. Se preguntaba cómo habían llegado esos tipos tan toscos y hechos polvo a convertirse en sus mejores aliados.

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