Capítulo 27

La excitante cita del despecho

I

Sean no llamó, y tampoco había tarjeta de felicitación. Paddy miró con tanta atención el felpudo sin nada encima que pudo distinguir los pequeños restos de barro y suciedad entre sus cerdas marrones. Se le empezaron a pegar los pies en el protector plástico del suelo. Maldijo su estúpida tarjeta empalagosa, que se volvía más grande y más cursi conforme más la recordaba. Avergonzada de haber tenido esperanzas y temiendo que la hubiese visto alguien, volvió a subir corriendo a su habitación.

II

La ciudad estaba tranquila. Las calles se iban vaciando bajo un cielo gris, los vendedores se marchaban a casa antes de que empezara la marcha de los huelguistas de hambre o antes de que volviera a llover. Miró al fondo de la carretera, enfrentada a la lluvia fría, resistiendo la necesidad de subirse la capucha porque eso la hacía parecer demasiado joven y poco sofisticada. Pensar en Sean le provocaba dolor en la garganta. No podía soportar que la hubiera abandonado para siempre. Tenía miedo de estar sin él.

Un Volkswagen escarabajo blanco hecho polvo se desvió del escaso tráfico y se detuvo frente a la parada de autobuses. Los guardabarros tenían suciedad pegada y el capó delantero estaba oxidado y repintado con un tratamiento blancuzco. Terry apoyó un codo en el asiento del copiloto y le sonrió. Ella abrió la puerta y se metió dentro.

– Por un momento pensé que no iba a encontrarte.

Ella se esforzaba por cerrar la puerta chirriante tras ella.

– ¿Por qué?

– Por la lluvia -dijo señalando el cielo gris.

Él también estaba nervioso y, a Paddy, eso le gustaba.

Miró al cielo a través del parabrisas.

– ¿La lluvia viene de ahí? -le preguntó; y, aunque intentó bromear, sonó sarcástica.

Terry volvió a poner en marcha el coche. El motor era viejo y gastado, una de las ruedas hacía un ruido fuerte y extraño, y las marchas crujían como una boca llena de gravilla, pero Paddy seguía maravillada ante el hecho de que alguien de su edad tuviera el dinero para comprarse un coche.

– Es el coche más enrollado en el que me he subido en mi vida -dijo en un intento de complacerlo para compensar, así, el comentario anterior.

Dejaron de mirarse y sonrieron tras sus respectivas ventanas. Paddy deseó que la vieran en su cita del despecho, que alguien se lo contara a Sean para que se sintiera tan enojado, asustado y celoso como ella se sentía en aquel momento. Había considerado y descartado la posibilidad de que Sean estuviera viendo a otra, porque no era su estilo: era demasiado estricto con él mismo.

Terry disminuyó la velocidad al ver un semáforo en rojo en George Square, y vieron unas barreras metálicas que acordonaban el espacio central, que eran parte de la preparación del mitin que se celebraría después de la manifestación. No eran las barreras habituales que mantienen a los manifestantes en el espacio central y protegidos del tráfico; eran pasillos para meter a la gente dentro, para mantenerlos en la carretera y fuera de las aceras. Los vándalos furiosos ya habían conseguido pintar con aerosol sus consignas en los edificios cercanos. En un banco que tenían delante habían escrito «ARRIBA LOS DEL IRA» en la ventana; otra mano había escrito «QUE SE MUERAN» en rojo. Las consignas rivales daban a la plaza un aspecto más de campo de batalla entre bandas que de sede de un mitin político.

Terry resopló con cautela:

– Va a ser una locura. Están trayendo a hombres de la UDA [6] en autocares.

Lo decía como si conociera la zona. Paddy le sonrió.

– ¿Eres de Larkhall, Terry?

Él la miró.

– No.

– ¿Pues de dónde eres?

Terry vaciló.

– De Newton Mearns.

– Qué bien -dijo ella, tratando de no sonar otra vez malvada porque no era su intención.

Newton Mearns era imponente: se trataba de una zona próspera de clase media al sur de la ciudad, con casas bonitas con parcelas grandes y muchos jardines bien cuidados; hasta las calles estaban llenas de vegetación. Paddy y Sean habían estado por allí una vez, un día que buscaban un pub muy agradable del que unos compañeros de trabajo le habían hablado a Sean. No pudieron encontrarlo y, al cabo de veinte minutos, volvieron a la parada de autobús del otro lado de la carretera. Paddy se tapó con la capucha mientras Sean se fumaba un cigarrillo y tiraba piedrecitas a las vacas.

Se sintieron aliviados cuando llegó el autobús para llevarlos de vuelta a la ciudad. Nunca volvieron a ir.

Terry la volvió a mirar.

– No todo Newton Mearns es pijo -le dijo como si le hubiera leído el pensamiento-. Hay algunas partes bastante duras, ¿sabes?

– ¿Ah, sí? Y tú eres de una parte dura, ¿no?

Él no respondió. Las cosas no estaban saliendo muy bien; ella trataba de bromear, pero parecía todo el rato una falsa sabelotodo.

– Me gustaría pasar un momento por casa. -La miró-. ¿Te parece bien?

– Mearns está muy lejos de aquí.

– No, yo tengo mi propio sitio. Es justo aquí, en la esquina.

Paddy se quedó tan impresionada que se tapó la boca para evitar soltar otro comentario sarcástico. Tenía coche y su propio apartamento. Sus padres debían de ser millonarios.

El viejo coche traqueteó por las calles hasta Sauchiehall Street, un antro de estudiantes borrachos, cines y restaurantes de curry y quedó estacionado delante de un quiosco. Terry sacó las llaves del contacto con un gesto elegante y se volvió a mirarla.

– ¿Quieres subir? -Al ver la reticencia en su rostro, añadió-: Será sólo un minuto. Es que llevo toda la mañana trabajando y quiero cambiarme de camisa.

Ella trató de no decir lo primero que le vino a la cabeza, que era mandarlo al demonio: las chicas de Eastfield debían mostrarse recelosas ante la invitación para entrar en la casa de un amigo si los padres no estaban; pero Terry no parecía avergonzado de pedirle que subiera. Tal vez, en Newton Mearns, las chicas entraban y salían de las casas de los chicos todo el tiempo y sencillamente eran buenos amigos. Probablemente jugaban juntos al tenis y pasaban tiempo en el invernadero, tomando fruta fresca. Su aliento le rozó dos pelos en la frente.

– Está bien -dijo Paddy-. Vamos a ver tu escondite.

Era un recinto sombrío con un balcón de madera desgastado y un suelo asqueroso de cemento. En los rincones de la pared había suciedad acumulada. Las puertas de los apartamentos eran cada vez más cutres de un rellano a otro y al llegar al tercero, o estaban desconchados y llenos de golpes, o bien eran puertas de pino sin barnizar que sustituían a las que habían sido derribadas durante alguna bronca de borrachos. Una claraboya inundaba de luz de día la asquerosa escalera, de modo que cada rincón lleno de suciedad resultaba más visible/ y cada mancha marrón de la pared/ tan real que uno casi podía saborearla. Se mantuvo cerca de Terry, que brincaba por las escaleras delante de ella.

– ¿Por qué necesitas un coche -preguntó Paddy- si vives tan cerca del trabajo?

– Es que sólo lo utilizo para impresionar a las mujeres.

Sorprendida y halagada porque la había tratado de mujer y por sentirse objeto de los esfuerzos por impresionar de alguien, se rio y le dio un golpe en el muslo.

Seis pisos más arriba, en el último descansillo de la escalera, había dos puertas grandes una frente a la otra, con un embrollo de piezas de bicicleta y una butaca de pana por el medio. Terry se sacó un amasijo de llaves del bolsillo y lo apuntó a una puerta de contrachapado que se habría abierto sola con un soplo de viento.

El recibidor no tenía luz. Había más bicicletas aparcadas tras la puerta y todas las superficies disponibles estaban cubiertas de posters de grupos de rock: Pink Floyd, Status Quo, Thin Lizzy.

– Dios -dijo Paddy a media voz-, bienvenidos a los ochenta.

Terry la guió hasta una puerta trasera, abrió el candado que había y utilizó una llave larga para abrir la cerradura que había debajo del pomo. Cuando la puerta de su habitación se abrió, ella se quedó impresionada por un olor cautivador, una mezcla de sebo de almizcle y limón: olor concentrado de hombretones sucios.

Si Terry era millonario, hacía un buen trabajo escondiéndolo. Su dormitorio era una estancia larga y estrecha. Tenía una sola ventana al fondo que daba directamente a las ventanas superiores del edificio pequeño y feo de enfrente. Entre su cama deshecha y el lavabo, una maleta de cartón hacía de mesa. Terry guardaba en ella unas cuantas latas de indias estofadas y fiambre, junto a un paquete de pan blanco envuelto en papel encerado y un tarro de margarina barata. Las sábanas eran de color naranja, las mantas de un beis mugriento. No tenía sitio para colgar ropa, de modo que había colocado las camisas planchadas en sus colgadores sobre los marcos de las fotos por toda la sala. Una planta araña larguilucha que había en la estantería parecía descender lentamente con sus brotes jóvenes al suelo, como si éstos quisieran escaparse.

Terry se metió muy adentro en la habitación, de modo que Paddy tuvo que seguirle, abrió un cajón y sacó una camiseta limpia, doblada de una manera que parecía recién comprada. Dejó que su chaqueta de cuero se deslizara por sus hombros hasta caer al suelo, se quitó la camisa blanca de trabajo de dentro de los pantalones y se desabrochó los tres botones de arriba. Puso la mano en el cuarto botón y titubeó.

– Dios santo -dijo ella-, tengo dos hermanos. He visto muchas veces a hombres sin camisa.

Terry levantó una ceja.

– Pero yo tengo unos pezones especialmente bellos, Patricia, y tú eres solamente de carne y hueso.

Paddy se rió y evitó mirarle mientras él se quitaba la camisa por la cabeza, sin desabrocharla. Él avanzó hacia su campo de visión y, con una expresión repentina de escándalo en el rostro, le gritó:

– ¡No me mires!

Tenía los brazos demasiado delgados, el pecho cubierto de suaves núcleos de pelo negro y rizado, en una bonita forma de T cuya cola desaparecía dentro de la cintura de los pantalones. Los pezones eran de un tono rosado oscuro, con pelo que radiaba desde el centro como si fueran pestañas y que le daba al pecho una imagen de cara sorprendida. Paddy sonrió y lo miró mientras se ponía una camiseta limpia. Entonces, deseó que Sean los pudiera ver.

– ¿No les importó a tus padres que te marcharas de casa?

– Ah -dijo Terry mientras recogía la cazadora del suelo-, es que murieron en un accidente de coche.

– Lo siento.

– No -sacudió la cabeza-, soy tonto; no tenía que habértelo dicho.

– ¿Por qué no?

Avergonzado, apretó los ojos con fuerza y se encogió de hombros.

– En realidad, la gente no quiere saber estas cosas. Los hace sentir incómodos.

– A mí me hace sentir más incómoda el olor a hombre encerrado que hay aquí.

Él esbozó una sonrisa y desvió la mirada.

– Siento lo de tus padres. Debió de ser una buena putada.

Él asintió, mirando al suelo:

– Esto es exactamente lo que fue; lo que es: una putada. ¿Cómo es que ya no llevas tu anillo de pedida?

Mientras cerraban la habitación y bajaban lentamente las escaleras, Paddy le contó el vacío que su familia le estaba haciendo, que Sean le había cerrado la puerta en las narices, y sus juegos nocturnos con Mary Ann. Cuando llegaron al coche, Terry ya sabía más de lo que ocurría en su casa que la propia madre de Paddy.

Le abrió la puerta del copiloto.

– ¿No te ha vuelto a llamar?

– Ni una sola vez. -Se metió en el coche y esperó a que Terry se sentara al volante-. Ni siquiera se pone al teléfono cuando yo llamo; nada de nada.

– Parece un cagón sin sangre en las venas -dijo mientras ponía el motor en marcha-. Pero eso lo digo yo, ¿no?

Por primera vez en su vida, Paddy se sintió como una mujer adulta.

III

Barnhill era un paisaje brutal. El insulso grupito de casas se aferraba con fuerza a la colina ventosa, defendiéndose de las bandadas de cuervos que se abatían sobre ellas. Estaba recogido por todos sus lados por bloques de apartamentos de más de treinta plantas que se proyectaban hacia el cielo gris e inmenso. Los pisos estaban construidos con amianto; por ser víctimas de la humedad, nadie los quería aparte de las palomas cagonas. Hacia el sur, entre Barnhill y la ciudad, estaban las obras de la ingeniería Saint Rollos, de crecimiento descontrolado, que habían abastecido de vagones de tren a medio imperio. Las dos instituciones entraron de la mano en la crisis, y la tierra que la rodeaba fue cayendo lentamente en el abandono, se llenó de residuos químicos y restos de basuras, y se quedó contaminada e inservible.

El propio Barnhill era poco más que un circuito de cinco o seis calles largas de casas idénticas, una hilera baja de comercios con un torreón en una esquina, una oficina de correos y un colegio. La reciente recesión era evidente. Las bolsas que paseaban las mujeres eran todas de tiendas de rebajas y, los hombres, con sus rostros blancos arrugados contra la fuerte lluvia, se reunían delante de los locales de apuestas y los pubs, demasiado arruinados para entrar en ellos.

– Menudo lugar de mierda -dijo Paddy

– No está tan mal -dijo Terry, probablemente porque nunca tendría que considerar vivir allí.

Giró el coche para meterse en el lóbrego Red Road. La carretera se metía por entre dos paredes cubiertas de hollín y, de pronto, se encontraron en la esquina de la casa. Paddy se deslizó por su asiento, imaginando que Sean y todos los Ogilvy estarían formando grupos en la acera, como lo estuvieron el día del funeral del padre de Callum, vestidos con sombríos negros y grises y despidiéndose de la madre de Callum Ogilvy con promesas vacías de volver a verla pronto.

La casa Ogilvy estaba en una ladera empinada. Unos peldaños de cemento desmenuzado subían hasta ella, y el pasto del inclinado jardín de delante llegaba hasta las rodillas. Paddy no estaba segura de si reconocería qué casa era, pero alguien había tenido la amabilidad de escribir con aerosol «FUERA LA INMUNDICIA» en la pared del fondo del jardín.

La ventana del salón estaba tapiada con listones de madera. La casa podía estar abandonada, pero la puerta principal estaba entreabierta y había trozos de juguetes de plástico desparramados por el jardín, y una cosa rosa y acolchada con parches tirada sobre un almohadón de césped verde y mullido, empapada por la lluvia. Cuando avanzaban muy lentamente, frente a la casa, Paddy vio una piernecita con volantes marrones apoyada de espaldas y asomando por la puerta, que se balanceaba sobre un pie como si una criatura tímida hubiera vuelto a entrar en la casa para preguntar algo.

Paddy volvió a hundirse en su asiento, observando aquella triste casa mientras pasaban. De manera repentina, la presión de su familia y el rechazo de Sean le parecieron justificados. Si las mujeres no cumplían, eso es lo que ocurría. Acabaría en una casa hecha polvo de protección oficial con cientos de niños hambrientos y sin familia que la ayudara en tiempos de necesidad. Le llevó un doloroso instante recordar que no había hecho nada malo.

Se volvió y miró a Terry, ansiosa por pensar en otra cosa. Él miraba hacia el frente, sin advertir su mirada, untando de saliva perezosamente los labios con la lengua. Aquel sonido le dio a Paddy una sensación de calidez en el estómago.

– ¿Por qué sonríes? -preguntó Terry.

– Por nada.

Bajaban por una corta conexión entre dos carreteras largas cuando vieron la casa del otro muchacho acusado del asesinato del pequeño Brian. Era la planta baja de una casita de cuatro plantas y, debajo de la ventana, había un rastro de hollín que había manchado los ladrillos cuando alguien intentó prender un fuego. La masilla fresca de la ventana todavía no había recibido su mano de pintura en el lugar en el que habían cambiado el marco, y la luz reflejaba todavía el brillo del aceite de linaza. Incluso antes de los actos vandálicos, Paddy podía ver que no era una casa de gente rica. Las cortinas estaban descoloridas y polvorientas, el césped del jardín frontal estaba descuidado y, en la senda que llevaba a la puerta principal, había tantos charcos que no podía haberla usado ningún coche en mucho tiempo.

Terry aceleró el motor.

– Vamos a Townhead y veamos cómo es el trazado.

Mientras pasaban por la ancha carretera de dos carriles que cruzaba Sighthill empezó a llover. Los bloques de apartamentos en aquella zona eran paredes monolíticas de hogares, plantadas como centinelas en lo alto de una colina. El único otro rasgo distintivo del lugar era un cementerio grande, no Victoriano y lujoso, sino un cementerio de pobres con pequeñas lápidas ordenadas en nítidas filas. El viento hacía caer la lluvia de lado sobre los rostros de los peatones, y empapaba las piernas de la gente que se cobijaba en las paradas de autobuses. Les llevó ocho minutos de coche cubrir la distancia entre las casas de los acusados del asesinato del pequeño Brian y la casa de los Wilcox. Cuando llegaron a Townhead, había dejado de llover y las calles se habían quedado oscuras y brillantes.

Hasta con las ventanillas cerradas y el fuerte ruido del motor, podían oír la manifestación por los presos en huelga de hambre a tres manzanas de allí. Cientos de voces masculinas gritaban al unísono, clamando por las calles vacías de la ciudad. Paddy había estado en manifestaciones por el desarme nuclear, donde el ruido era menos agresivo, y donde las consignas estaban suavizadas por las voces femeninas, pero aquello sonaba distinto, como un ejército enfurecido. De vez en cuando, se gritaba una consigna a la que respondía la masa. Doblaran por donde doblaran, el sonido parecía estar cada vez más cerca.

Con las indicaciones de Paddy, encontraron la casa de los Wilcox y se detuvieron junto a la acera. Al despliegue de cintas y lazos amarillos pegados a la barandilla, se habían añadido unos cuantos ramilletes de flores. Aparte de esto, la casa tenía el mismo aspecto de cuando había ido con McVie, pero las calles estaban desiertas. Aunque fuera sábado, los niños del barrio tenían prohibido salir a jugar a la calle por los altercados que podía haber en la ciudad. Una oleada de griterío subía colina arriba.

– Esto me gusta -dijo Terry-, me gusta merodear por ahí contigo, jugando a que somos periodistas.

Ella asintió:

– A mí también. Yo haré de Bob Woodward.

– Pues yo de Bernstein, sólo por esta vez. -Sonrió-. ¿No te preguntas nunca cómo debían sentirse esos tipos cuando se acostaban por la noche? No se limitaban a denunciar los fallos de la justicia, sino que los corregían. ¿No es fantástico? Es lo que yo quiero hacer.

– Yo también -dijo Paddy boquiabierta y asombrada por la perfección con la que había descrito su ambición de toda la vida-. Es lo que siempre he querido hacer.

Se miraron el uno al otro a los ojos, por una vez, sin que nada se interpusiera entre ellos. Paddy no podía despegar la vista, no quería hacerlo por si él quería decirle algo, y él le devolvió la mirada. Permanecieron así un momento, pegados como perros, mientras el pánico se acumulaba en la garganta de ella, hasta que despegaron los ojos, se aclararon las gargantas y recuperaron el aliento. Ella creyó haberlo oído musitar algo pero estaba demasiado impresionada para preguntar qué había dicho.

– Mira -Su voz repentina llenó el coche mientras señalaba a la casa de Gina, que estaba enfrente de él-. Allí está el callejón que lleva al parque de los columpios.

– ¿Ése? ¿Ah, sí? ¿Es ése? ¿Bajaron hasta allí?

– Nadie los vio, pero la policía todavía lo cree. -Se volvió a mirarlo pero se puso nerviosa y se quedó mirándole la oreja.

Lo oyeron antes de verlo, estridente y meciéndose en el aire; más que una melodía era un revoltijo de notas: el furgón de los helados se acercaba. De las puertas y los jardines de las casas, empezaron a salir niños a las aceras. Paddy se volvió y miró calle abajo, al lugar del aparcamiento en el que se congregaban. Algo de aquella imagen la inquietó.

Para ser sábado por la tarde, no había demasiada cola. Una joven madre con un bebé a la cadera y otro pequeño de cara sucia, acompañado de una hermana mayor, vigilaban la calle con rostros expectantes; los más pequeños estaban excitados ante la proximidad de los dulces, los más mayores no dejaban de mirar a su alrededor, a la defensiva y cautelosos por la manifestación, y por lo que le había ocurrido al pobre Brian Wilcox.

Terry suspiró:

– ¿Nos vamos?

Entonces, Paddy se dio cuenta de lo que chirriaba en la escena. La casa de Gina estaba en la parte superior de la calle. Los niños estaban esperando en el lugar equivocado: el señor del furgón de comestibles le había contado que el furgón del heladero paraba delante de la casa de Gina.

La música se oyó más fuerte cuando el furgón dobló la esquina, y la pequeña melodía rebotaba por los bloques de apartamentos y rodaba calle arriba hasta ellos.

– ¿Eh?

Miró a Terry. Esperaba una respuesta.

– ¿Qué? -dijo ella abruptamente.

– ¿Nos vamos?

Miró hacia atrás, calle abajo. Era posible que el heladero hubiera modificado su lugar de parada. Tal vez le pareciera insensible seguir parando frente a la casa de los Wilcox. Tal vez no quisieran que se hiciera aquella asociación y, por eso, se habían trasladado más abajo.

– Espera un minuto.

Abrió la puerta y salió a la calle; cerró la puerta del coche y buscó a alguien a quien preguntar. Un niño rubio con abrigo azul corría hacia ella, dirigiéndose hacia el pequeño grupo del heladero.

– Chico -lo llamó.

Él la ignoró y siguió corriendo hacia el furgón de helados.

– Chico -insistió, cortándole el paso-, te daré diez peniques.

El niño la miró y frenó. Era flaco y tenía el labio superior irritado hasta la nariz.

Paddy se sacó la moneda grande del bolsillo.

– ¿El furgón del heladero para siempre aquí?

– Sí. -Tendió la mano.

– ¿Siempre ha parado aquí, o sólo desde hace poco?

– Siempre. -Se lamió el labio superior con una lengua hábil.

– ¿No solía parar allí arriba? -Señaló otra vez a la casa de Gina Wilcox.

El chico se puso en jarras y le soltó un resoplido:

– Señora, no quiero que se me escape el heladero -dijo cortándola.

Paddy le dio su moneda y él prosiguió calle abajo. Terry la observaba con el ceño fruncido desde el interior del coche. Ella levantó un dedo y bajó hacia el furgón de los helados. Cuando estuvo a medio camino, el heladero puso el motor en marcha y el furgón empezaba a alejarse, dejando a los satisfechos niños comiendo felices. Paddy miró cómo pasaba junto al coche de Terry y la casa de los Wilcox, se perdía de vista y volvía a aparecer en el cruce, camino de Maryhill. La melodía ya no sonaba y no iba a parar de nuevo hasta mucho más tarde.

Se volvió otra vez hacia los niños. El niño del abrigo azul se aferraba a un ramillete de barritas de caramelo Curly Wurly mientras señalaba a Paddy y le contaba el origen de su riqueza a otro niño.

– ¿Alguna vez el heladero se paró en el otro lado? -Paddy señalaba la casa de los Wilcox.

– No -dijo el niño del abrigo, y las niñas pequeñas que lo rodeaban confirmaron su respuesta.

– Para aquí-dijo una niña regordeta con gafas.

– Siempre para aquí-dijo una niña más grande.

Paddy asintió con la cabeza.

– ¿A qué hora viene vuestro furgón de comestibles los sábados?

Los niños se miraron entre ellos con cara de no saber nada. Era una pregunta ridícula. La mayoría de ellos eran demasiado pequeños para saber las horas y desde luego, para predecir las pautas de aprovisionamiento de víveres.

– ¿Es por la tarde? ¿Pronto?

– Sí, viene pronto, pero sus chuches son muy malos -la informó el niño sin entender el objetivo de su pregunta.

Paddy les dio las gracias y regresó al coche, abrió la puerta y se apoyó en el techo, esperando.

– Terry, escúchame, volveré a la ciudad desde aquí. Tengo que pasar por casa. ¿Te parece bien?

Él frunció el ceño y asintió a la ventana.

– Claro, está bien. Sube y te dejo en la estación.

Ella dio un par de golpecitos al techo y miró carretera arriba.

– ¿No vuelves a la oficina a acabar?

– ¿Acabar qué?

– Acabar lo que estabas haciendo antes.

– Ah. -Sonrió y asintió con la cabeza de manera demasiado categórica-. Lo haré, sí.

Tenía en los ojos una expresión un poco suplicante. Paddy no pudo evitarlo. Se arrodilló sobre el asiento de plástico arrugado, se inclinó hacia él, le dio un beso tierno en la mejilla y se separó antes de que él pudiera reaccionar.

– Nos vemos luego, Terry.

Cerró la puerta de golpe justo cuando él respondía y no llegó a saber qué le había dicho. Se alejó carretera abajo, cortando por parcelas de césped, y se encaminó hacia el centro del complejo de viviendas.

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