Capítulo 6

Engullendo comida

1981

I

Oían el bullicio de la reunión antes de doblar la esquina de casa de la abuela Annie. Todas las luces estaban encendidas, la puerta principal abierta de par en par en señal de bienvenida, y las sombras que se agolpaban contra la ventana de la calle daban una idea de lo lleno que estaba.

Al cruzar la puerta de entrada, Paddy metió el dedo en la pila de agua bendita que colgaba de la pared; pero, dado que Annie había estado quince días en el hospital y ya llevaba una semana muerta, la esponjita del fondo se había secado. El contacto dejó una mancha amarga en los dedos de Paddy. Era una costumbre que conservaba sólo porque a su madre le gustaba mucho verla hacerlo.

La tía de alguien repartía bebidas a la entrada, ayudada por la abuela Meehan de Paddy, una mujer pequeñita que había hecho voto de abstinencia en la parroquia veinte años atrás y que ni había tomado ningún trago desde entonces, ni tampoco había permitido que nadie lo hiciera en su presencia. La tía puso un vaso con un poco de whisky en la mano de Sean, y uno con un dedo de jerez dulce en la de Paddy. Como temía que el jerez interfiriera con la reacción química de los huevos duros y el pomelo, Paddy sorbió un poco, y trató de mitigar el daño con el hecho de no disfrutar.

Annie había sido una seguidora estricta del viejo catolicismo vudú al estilo pre Vaticano II, y eso se notaba por toda la casa. Había imágenes sagradas colgadas de todas las paredes, por encima de los pasamanos, y novenas pulcramente metidas dentro de los marcos de las fotos de colegiales dentudos de sus nietos. Había una romántica estatua de yeso de San Sebastián, atravesado por flechas y languideciendo de éxtasis, bajo una cúpula de cristal, en el alféizar de una ventana; así como, también, una imagen del Niño Jesús de Praga sobre el mantel, un poco inclinado por la moneda de plata de diez peniques que había colocada debajo, un fetiche que se suponía que traería prosperidad al hogar. Aparte de la superstición, la mojigatería y la desconfianza general hacia los protestantes, la única debilidad verdadera de Annie era la lucha de los sábados por la tarde que daban por televisión. Tenía una foto autografiada de Big Daddy en la pared, colgada debajo del Sagrado Corazón.

Paddy todavía no estaba en el salón propiamente dicho antes de que la primera bandeja de tamaño industrial de bocadillos de jamón le pasara por debajo de las narices. Logró resistirse, diciendo que acababa de comer, antes de que el porteador insistiera por segunda vez. Una mano blanca y delicada pasó por encima de su hombro para tomar un panecillo y dar las gracias con una risita. Se volvió hacia su hermana, Mary Ann, que mordía el pan blando, y cuyos dientes resbalaban por entre la mantequilla salada y el jamón en dulce. Rio agradecida, gimió y pegó otro mordisco, llenándose la boca con el resto del panecillo; se sentía algo avergonzada de estar saboreando comida de una manera tan pública, pero luego volvió a reírse porque le gustaba hacerlo. Mary Ann era tímida y no era capaz de expresarse demasiado bien, pero había conseguido construirse un elocuente lenguaje de risas que requería a un oyente acostumbrado. Tenía una risa contagiosa: a veces, cuando compartía el sonido ascendente y descendiente de la carcajada con ella, Paddy pensaba que reírse con su hermana era la forma de comunicación más pura que existía.

Mary Ann dio otro mordisco, sonriendo mientras masticaba, e hizo un gesto en dirección a la puerta. Paddy se volvió para ver a Trisha y Con Meehan deslizándose por entre la gente, cogidos de la mano como si fueran una pareja de adolescentes. En las ocasiones formales, Trisha seguía peinándose a la francesa, con el pelo cardado hacia arriba. Tras sus gruesas lentes, tenía los ojos de un bonito color gris, tan claros que bajo determinadas luces parecían plateados. De todos sus hijos, sólo Marty los había heredado; todos los demás tenían los ojos marrones como Connor. Con llevaba un bigotito a lo David Niven en su rostro rubicundo, y tenía la misma complexión baja y fornida que Paddy. Llevaba una cazadora de pata de gallo, demasiado desenfadada para la ocasión.

– Papá -dijo Paddy, mientras Mary Ann se reía con incredulidad-, ¡por el amor de Dios! ¿Cómo te has puesto esto?

– Me lo ha dado tu madre.

– Parece un vacilón -dijo Trisha, sacándole una mota imaginaria de la solapa.

Junto a ellos, había un hombre que había ido al colegio con el padre de Sean, que se acercó a Con y le preguntó:

– ¿Vende usted medias de nailon?

El grupito se rió ante la ocurrencia, y Con se rió con ellos, nada incómodo con su papel en la jerarquía. Mary Ann se carcajeó con fuerza tras el pelo de Paddy. Su padre era un tipo manso, un alma delicada, siempre dispuesto a reírse de las bromas de alguien más destacado. A las dos les gustaba este aspecto de él.

– Bueno -soltó Trisha irritada, con los labios apretados y molesta como siempre-, tampoco se crea que usted es un figurín de la moda.

Y Con también se rió de ésta.

II

Al cabo de una hora de conversación banal con cientos de parientes, los cantantes empezaron a organizarse los turnos en un rincón del salón. Paddy los observó conspirar y se preguntó por qué se molestaban: de todos modos, cada uno de ellos siempre cantaba la misma canción, la que más se adecuaba a su tono de voz. Bandejas de deliciosas viandas circulaban por encima de las cabezas y de una punta a otra del salón.

Mary Ann estaba siendo abordada silenciosamente por John O'Hara, el chico más discreto de la parroquia. Estaban sentados de lado en el sofá, ignorándose en apariencia, con las espaldas bien rígidas, ambos intensamente conscientes de la presencia del otro. Mary Ann soltaba ocasionalmente un hipo de risa irrelevante cuando la tensión provocaba que John O'Hara le rozara nerviosamente el codo con el brazo. Cuando Paddy ya no fue capaz de soportar el silencio, dijo que necesitaba ir al lavabo, separó la manga del frenético pellizco de Mary Ann y se alejó por en medio de la gente.

Sean estaba frente a la puerta de la cocina y asentía con la cabeza mientras un viejo oficial del sindicato de cara enrojecida despotricaba sobre la recesión. El gobierno no se atrevería, decía el viejo, a la vez que apuntaba categórico al hombro de Sean; provocarían una huelga general y los astilleros eran fundamentales para la economía escocesa. Afirmó que sería una catástrofe, un desastre. Continuó diciendo que no se acordaban de antes de la guerra, ni de cómo son realmente los tories debajo del consenso. Sean sacudía la cabeza, en un intento por ver si aquello tranquilizaba un poco al viejo. Pero el viejo continuó advirtiendo que a los jóvenes les daba todo igual, y que no se daban cuenta de lo que estaba ocurriendo. Terminó diciendo que ya lo pagarían, y los fue señalando uno a uno. Paddy y Sean asintieron al unísono, deseosos de que el viejo se callara y se marchara. Una vez hubo enviado su mensaje y detectado a un amigo al otro lado del salón, el hombre hizo las dos cosas.

– Bueno -exclamó Sean-, ya me han avisado.

La miró sonriente y por encima de su hombro vio acercarse a la hermana mayor de Paddy, Caroline, con su bebé aferrado a la cadera. Parecía agotada. El pequeño bebé, Connor, le mostró sus cuatro nuevos dientes a Paddy, levantó una manita y gimoteó como saludo. En la nariz se le formó una burbuja blancuzca.

Caroline puso el bebé en los brazos de Paddy.

– Dios mío, aguántamelo un rato antes de que nos hagamos daño alguno, o los dos.

– ¿Dónde está John?

– Está ahí, en algún rincón del salón -dijo Caroline-, iré a buscarlo.

Abandonó rápidamente la estancia, a paso más ligero ahora que iba sola.

Sean sonrió al ver a Paddy con el bebé regordete.

– Te queda muy bien.

– Dios mío, ese John es tan vago. No sé cómo se le ocurrió casarse con él -dijo Paddy, que fingía hablar del matrimonio de su hermana, pero que, en realidad, le mandaba un mensaje sobre el suyo-. Aguántalo mientras le limpio la nariz.

Sean tomó al bebé Connor en brazos, apretando los labios contra su carita para hacerle sonreír, y para responder así a las preocupaciones de Paddy con promesas no verbalizadas. Ella tomó una servilleta de papel y le limpió la burbuja, haciendo llorar al pequeño Con.

Sean se inclinó hacia ella.

– ¿Te gustaría que fuéramos al cine a ver Toro salvaje, mañana? Dicen que es bastante buena.

Paddy no tenía ganas especiales de ver una película de boxeadores, pero dijo que sí. Se sentía mala por haberlo metido en el mismo saco que a John.

– Apuesto a que tu abuela se habría puesto contenta si hubiera podido ver a tanta gente.

Sean asintió y apoyó la cara contra su pelo, apretando la mejilla regordeta y polvorienta del bebé contra la de ella.

– Todos éstos vendrán a nuestra fiesta de pedida en mayo. Cuando nuestros nombres salgan en la lista del ayuntamiento y nos compremos una casa, podemos empezar a trabajar en hacer también uno de éstos.

Paddy le sonrió, pero apretujó los ojos de modo que él no adivinara lo que estaba pensando.

El bebé le pesaba en la cadera, y utilizó esa excusa para ir a buscar a Caroline y devolvérselo. Se las arregló para perder a Sean en el dormitorio de atrás, donde sus tíos cantaban canciones revolucionarias y bebían whisky.

Se pasó el resto de la noche en la cocina de pie junto al horno, sin dejar de sonreír a quienquiera que le hablara y fingiendo sumarse a las carcajadas de la gente. Se olvidó de Terry Hewitt y del rencor que debía de haberla impulsado a cebarse con trozos de tarta de frutas y pastel glaseado, tragando antes de acabar de masticar, engullendo comida y llenándose la boca en un intento de tapar el pánico.

III

A ocho kilómetros, al otro lado de la ciudad, en su pequeña casa gris de Townhead, Gina Wilcox estaba sentada en su inmaculado salón. Se había olvidado de poner la calefacción y el aliento le salía por la boca como un espíritu que tratara de abandonar su cuerpo. Tenía la mirada fija en la pantalla parpadeante del televisor; esperaba la noticia atenta y muerta de miedo por su bebé.

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