Capítulo 14

Mary Ann se ríe

I

Mientras andaba hacia la estación del tren, Paddy sintió que todas sus esperanzas de futuro se desvanecían. Debía haber sospechado que Heather utilizaría su historia. Cualquier buen periodista lo hubiera hecho, cualquiera que no estuviera destinado a pasarse el resto de su vida profesional redactando necrológicas o consejos de moda sobre la altura de los dobladillos y las prendas de tweed. Ella jamás lo conseguiría. Ella tendría que casarse con Sean y criar a cien niños pirómanos como le había sucedido a la señora Breslin.

El andén del tren del piso de abajo estaba abarrotado. Paddy se incorporó al grupo de la gente procedente de barrios periféricos que aguardaba en las escaleras. De pie, bajo la triste luz subterránea, con la cadera apoyada en la barandilla húmeda, trató de no pensar en la reacción de su madre o la de Sean cuando llegara a casa. A su alrededor, todos leían periódicos con titulares sobre los chicos del pequeño Brian. Pensó que tenía que ser especialmente difícil ser un chaval con problemas, y no tener a nadie más que defenderte que la madre de Callum Ogilvy.

Paddy no recordaba su nombre, pero se acordaba bien de ella. Después de la misa de funeral por el padre de Callum, los asistentes al cortejo fúnebre volvieron a la casa de los Ogilvy. Ero oscura, húmeda y pobre. El papel pintado se había ido cayendo de las paredes del recibidor y del salón y se había amontonado en el suelo. Para ofrecer algo de beber, la tía de Sean, Maggie, sirvió whisky de una botella que había llevado ella misma. En la casa no había muchos vasos y tuvieron que usar tazas desconchadas y vasos de plástico de los niños. El de Paddy estaba medio sucio y tenía una media luna de leche que flotaba en la superficie y enturbiaba el whisky.

La madre de Callum llevaba un pelo largo y descuidado, que le caía por la cara, y le partía los pómulos y la mandíbula, dejándola como nada más que un par de ojos humedecidos y unos labios sin vida. De vez en cuando, se le aflojaban, la boca se le abría y empezaba a sollozar agotada. Bebía de los vasos que los demás dejaban sobre la mesa y se emborrachó rápidamente, lo que fue todo un papelón. Sean dijo que ya era así antes de la muerte del padre, que llevaba mucho tiempo con esa actitud y que todo el mundo lo sabía. Los asistentes al funeral se quedaron el tiempo imprescindible que exigía la etiqueta y se marcharon todos al mismo tiempo, abandonando la sucia casa de Barnhill de manera tan repentina como lo hubiera hecho una bandada de pájaros asustados.

Paddy sentía un respeto contenido por las madres irresponsables. No era un trabajo reconocido. Todas las madres que conocía eran personas ansiosas y preocupadas y no tenían nada de divertidas. Se esforzaba por tratar a Trisha con respeto, trataba de valorar y agradecer todo lo que hacía, pero no podía evitar reírse cuando Marty y Gerald se burlaban de ella. Todas las madres que conocía habían trabajado a cambio de nada todas sus vidas, y habían envejecido antes que nadie en la familia hasta que lo único que las diferenciaba de un señor viejo era la permanente y un par de pendientes.

Llegó el tren, todos los transeúntes se apretujaron, y arrastraron a Paddy en la marea de cuerpos. Deseó poder dar media vuelta, correr por Albion Street arriba y esconderse en la oficina. Fue una de las últimas en pasar por las puertas del vagón antes de que se cerraran.

Cuando el tren se puso en marcha, se imaginó a sí misma con ropa elegante y diez centímetros más alta, entrando erguida en salones glamorosos con un corsé ajustado, haciendo preguntas pertinentes y redactando artículos importantes. Todas sus fantasías le parecieron vacías aquella noche. Tenía el mal augurio de que una sombra había caído sobre ella, y sentía que, desde ese momento, todo estaba destinado a salir mal. La suerte se podía torcer y ella lo sabía. El tren salió de la estación oscura, arrastrándola hacia casa, llevándola hacia su gente.

II

Cuando el tren llegó a Rutherglen, la lluvia caía con fuerza, y barría los bellos restos de nieve. Paddy siguió a la muchedumbre escaleras arriba hasta el puente cubierto.

Un grupo de borrachos se agolpaba frente al Tower Bar, un antro de un callejón que tenía la entrada junto a los urinarios públicos. Un visitante reciente de, probablemente, ambos lugares trataba de abrocharse la cremallera de la cazadora, e intentaba una y otra vez hacer coincidir ambas partes del mecanismo; se tambaleaba con el esfuerzo de la concentración. Otro hombre, el padre de un chico que había ido al Trinity con ella, vigilaba atentamente la acción, abrazado a un paquete de dos latas de cerveza. Paddy se alegró de llevar la capucha del abrigo puesta, porque habría podido reconocerla y haber intentado hablar con ella. Al final, el tipo de las latas de cerveza perdió la paciencia, cruzó por en medio del gentío que salía del tren y se metió por un callejón en dilección a Main Street, sin que el borracho de la cremallera dejara de seguirla apresuradamente, a la vez que se arreglaba la cazadora.

Las losas del pavimento de Main Street eran anchas, un vestigio del pasado mercantil de la localidad, de la época en la que su fuero real le permitía rivalizar con el vecino pueblo de Glasgow. Quedaba poco de la villa original. La larga y ondulante forma de West Main Street, subrayada por las casitas de arrieros y los pubs construidos durante el reinado de María de Guisa, había sido derruida y asfaltada para trazar la ancha y nueva carretera que comunicaba con otras partes del sur. En el transcurso de una de estas ampliaciones, Rutherglen había pasado de ser una antigua villa mercantil a ser un cruce de caminos.

Los hombres y mujeres de Castlemilk, el nuevo barrio que estaba un poco más arriba de la carretera, bajaban en busca de pubs republicanos y unionistas, o de pubs que sirvieran los tragos en los grandes vasos de cuarto de pinta, en vez del octavo inglés. Bajar la colina hasta Rutherglen resultaba siempre más fácil que volverla a subir. Después del almuerzo y al cerrar por la tarde, Main Street estaba siempre llena de borrachos que dormían en los bancos, se caían por el suelo o seguían despiertos y armando barullo por los comercios.

Paddy pasó frente a paradas de autobús en las que se desparramaban los trabajadores hacia la carretera, vigilando la calle a través de la lluvia, esperando ansiosamente que apareciera el bus con su número. Pasó frente a la casa oscura de la abuela Annie y subió en dirección a Gallowflat Street.

Sean vivía en la planta baja de un bloque de apartamentos. Al igual que Paddy, era el más joven de una familia numerosa, pero todos sus hermanos estaban casados y se habían marchado de casa y él era el único que quedaba. Su madre viuda había cambiado la casa por el apartamento de tres habitaciones, que le resultaba más fácil de mantener. Cuando no estaba en casa preocupándose por su querido Sean, invertía toda su energía en recoger dinero para las misiones africanas de los Padres Blancos y otras obras de caridad. Sus preferidas eran las derivadas de desastres naturales.

A través de la ventana del salón, Paddy pudo oír la música de Nationwide que venía del televisor de los Ogilvy. La ventana de la cocina estaba opaca por el vaho y atrancada con una lata de judías para que no se cerrara; por la estrecha obertura se desprendía el olor de col hervida y detergente en polvo. Paddy se detuvo frente al cercado, posó un pie en el peldaño y respiró. Eso era lo mejor, haber ido hasta allí primero. Incluso podía ser que Sean fuera luego con ella a casa para mostrarle a su madre que los Ogilvy no estaban enfadados. Pensó en el rostro de Sean y sintió un profundo estallido de amor. Jamás había deseado verlo tanto como ahora. Se acercó a la verja y tomó aire antes de tocar el timbre.

Mimi Ogilvy abrió la puerta y al ver a Paddy soltó un gemido sordo. Siempre había fingido que le gustaba su futura nuera porque era una Meehan, pero le había confiado a Sean que no aprobaba que Paddy tuviera un trabajo con futuro profesional, porque la hacía parecer demasiado liberada.

– Oh, hola, señora Ogilvy -dijo Paddy-. No es necesario que grite, sólo soy yo.

La señora Ogilvy volvió a meterse en el recibidor y se levantó el delantal hacia la boca. Llamó a Sean sin dejar de mirar a Paddy. Él no acudió de inmediato, y las dos mujeres se quedaron mirándose la una a la otra; Paddy esbozaba una sonrisa nerviosa, mientras que la estupefacción de la señora Ogilvy iba convirtiéndose en malevolencia.

Sean salió de la cocina sin ninguna prisa, masticando una rebanada de pan doblada por la mitad. Cuando vio que era ella, se puso rígido.

Paddy lo saludó con la mano.

– Hola -dijo a media voz.

Se puso delante de su madre y cerró la puerta hasta la mitad, luego ocupó el espacio restante con su cuerpo. La señora Ogilvy reclamó su atención con un resoplido, detrás de él.

– Vuelve a entrar, mamá -le dijo él.

Mimi susurró algo que Paddy no pudo oír y retrocedió. Detrás de él, se oyó un portazo.

– Así, ¿ya no soy la chica favorita de los Ogilvy?

– Vete a casa, Paddy. -Jamás le había hablado con tanta frialdad, y eso la desconcertó.

– Yo no lo hice, Sean. -Hablaba rápido porque temía que le cerrara la puerta en la cara-. Cuando vi la foto de Callum, se lo confié a una chica del trabajo, y ella contó la historia. Yo sólo se lo conté porque estaba alterada.

Sean miraba más allá de ella.

Paddy sintió que su temor crecía.

– Te lo juro, Seanie, te prometo que eso es lo que ocurrió…

– Mi madre está destrozada. Lo he leído en el trabajo. Estaba almorzando y alguien me lo ha enseñado, ¿no te parece agradable?

– ¿Tú leíste el periódico? -Se quedó sorprendida porque él no admitía nunca leer el Daily News. Era un punto de orgullo que tenía porque era más un periódico serio que un tabloide.

– Lo ha comprado alguien -explicó.

– Sean, ¿crees que yo haría algo así? -Estaba usando demasiado su nombre, con voz aguda y vibrante. Sabía que tenía la cara contraída contra su propia voluntad, y la boca tensa de miedo.

– Ya no sé lo que serías capaz de hacer. Yo veo el artículo en el periódico; es tu periódico, ¿qué se supone que tengo que pensar?

– Pero, si lo hubiera escrito yo, ¿diría que éramos católicos? ¿Lo mencionaría?

Sean estuvo a punto de sonreír.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Que me traicionarías a mí y a mi familia, pero que no dirías nada malo de la Iglesia?

Paddy ya no podía seguir suplicando.

– Bueno, pues, a la mierda si no me crees.

Oyó a la señora Ogilvy chasquear la lengua ante su expresión soez. La vieja bruja no se había movido de la entrada. Sean retrocedió y le cerró la puerta en la cara.

Paddy se quedó inmóvil; esperó tres minutos. Al final, él volvió a abrir.

– Vete -dijo en voz baja, y volvió a cerrar la puerta.

III

Paddy anduvo los tres kilómetros hasta su casa bajo la lluvia, con una creciente sensación de rechazo a cada paso, convencida de que en su casa le esperaba algo malo. Pensó en la protesta de siete años de Meehan en confinamiento solitario, en los hombres y mujeres que sufrían en las cárceles políticas de Moscú y Berlín Este, y supo que otros se enfrentaban a situaciones mucho peores que la suya, aunque esa noche no le servía de mucho consuelo. Estaba convencida de que no creerían en su inocencia. Tendrían que castigarla y necesitarían que otros supieran que lo habían hecho. Sus padres raramente tenían motivos para castigar a sus hijos; tan sólo lo hacían cuando se veían obligados, normalmente por las intransigentes opiniones de sus amigos, pero cuando lo hacían era de una manera viciosa y malvada que descubría aspectos de su personalidad en los que a ella no le gustaba pensar.

Respiró hondo y metió la llave en el cerrojo. El sonido de la puerta al rozar el protector de la moqueta era el único ruido de la casa, y el silencio imponente resonó en sus oídos. Quería saludar, pero temía que sonara despreocupado. Al colgar el abrigo en el armario del recibidor, se dio cuenta de que faltaban muchos abrigos. Se descalzó y se puso las zapatillas, esperando todo el tiempo oír algún saludo o expresión de algún tipo.

Eran las ocho de la noche, pero el salón estaba inquietantemente ordenado, sin tazas de té vacías, ni periódicos doblados en los apoyabrazos de las butacas. Paddy se detuvo a la puerta de la cocina. Trisha estaba atareada en el fregadero y daba la espalda a la estancia. La cara de Trisha se reflejaba en la ventana, su cuello estaba tenso, y su mandíbula, apretada. No levantó la vista.

– Hola, mamá. -Podía ver su propio reflejo, su cara nerviosa, reflejada sobre el hombro izquierdo de Trisha.

Trisha se incorporó rígidamente y mantuvo la mirada hacia abajo. Se movió hacia los fogones, sacó un cuenco caliente del horno y, descuidadamente, lo llenó con sopa de zanahorias de una olla. Lo puso encima de la mesa de la cocina, y le hizo un gesto a Paddy con el dedo antes de volver a los fogones. Paddy se sentó y se puso a comer.

– Está buenísima, mamá -dijo como lo había dicho cada hora de cenar desde que tenía doce años.

Sin mediar palabra, Trisha se agachó y abrió el horno, sacó un plato de una pila de cinco y lo llenó con patatas hervidas de una olla, una ración de garbanzos y estofado de cordero. Dejó el plato encima de la mesa. Las patatas se habían cocido demasiado y estaban secas y agrietadas, amarillas por dentro y blancas y arenosas por fuera.

Paddy puso la cuchara con cuidado en el cuenco de sopa.

– No he sido yo, mamá.

Trisha tomó un vaso del escurreplatos, abrió el grifo y tocó el agua para comprobar la temperatura.

Paddy se echó a llorar.

– Por favor, mamá, no me ignores, ¡por favor!

Trisha llenó el vaso y le echó una gota de naranjada concentrada, la justa para enturbiar un poco el agua. Puso el vaso encima de la mesa.

– Mamá, vi la foto de Callum Ogilvy en el trabajo y se lo conté a una chica y ella dijo que debía escribir la noticia, y yo le dije que no. -Paddy tenía la nariz tapada y le caían lágrimas aceitosas en la densa sopa anaranjada, duraban un minuto sobre la superficie y luego se dispersaban. Se esforzó por recuperar el aliento-. Luego, esta mañana, cuando iba al trabajo, he visto la noticia en el periódico. No fui yo, mamá, te juro que no fui yo.

Trisha se levantó y miró al suelo, tan furiosa que estuvo a punto de romper una costumbre de toda la vida y preguntarle por qué. Se volvió y salió de la cocina. Paddy la oyó en la entrada, abriendo el armario de los abrigos, haciendo tintinear los colgadores de metal. Trisha se quitó las zapatillas una a una, se puso algún calzado de calle y luego desapareció, tras cerrar de un portazo.

Paddy se terminó la sopa. A Marty, lo estuvieron ignorando una vez, cuando rompió con Martine Holland, una novia muy querida. Paddy llegó un día a casa y se encontró a la chica llorando en el salón, a Trisha que la escuchaba, y a Con yendo de un lado a otro con tazas de té y trocitos de tostada. No supo nunca exactamente lo que Marty había hecho, pero la familia se reunió varias veces para hablar de él cuando salía de la casa. Le había hecho algo terrible a la muchacha. Era su responsabilidad, como familia, enseñarle a diferenciar el bien del mal, devolverlo con amor y paciencia al buen camino. Lo ignorarían, se comportarían como si no estuviera, y lo harían durante tres días enteros. Paddy recordaba estar sentada a la mesa de la cocina aquella noche cuando Marty llegó a casa. Todos se quedaron en silencio. Él se puso a hacerse un bocadillo, dejó el cuchillo y salió de la cocina, dejando el pan medio untado de mantequilla en el plato. Cuando Trisha les dio permiso para volver a hablar con él, Paddy lo vio lloroso de alivio. No volvió a salir con Martine y hasta al cabo de un año no volvió a quedar con otras chicas. Ahora ya no las llevaba nunca a casa y no volvió a recuperar nunca su lugar en la familia. Lo que más recordaba Paddy de aquel vacío era la agradable mojigatería de formar parte de los censores.

Paddy se tomó el estofado y las patatas. Luego, tomó un poco de helado y volvió a coger más, aunque se sentía ya muy llena. Se sentó un rato frente al televisor hasta que llegó Gerald a las ocho y media. Saludó al entrar, pero bajó la voz al ver la cabeza de Paddy que asomaba por encima de la mejor butaca. Se quitó el abrigo en silencio. Ella se dirigió a él nada más lo vio entrar al salón, camino de la cocina.

– Eres una mierda, Gerald -le dijo-. Ni siquiera sabes lo que ha ocurrido.

Él mantuvo la vista baja y asintió apenado con la cabeza, para decir que ella se lo había buscado.

– ¿No piensas hablarme? Ni siquiera fui yo.

Gerald volvió a encogerse de hombros, evitando su mirada.

– Gilipollas de mierda -dijo ella mientras se levantaba.

– Le diré a mamá que me has dicho esto.

– Pues yo le diré que me has hablado -le respondió a la vez que se marchaba escaleras arriba con rabia.

IV

Paddy llevaba tres horas tumbada en la cama, escuchando cómo iban llegando cada uno de los miembros de la familia, veían que estaba en la cama y se relajaban. Oyó el televisor encenderse, escuchó el sonido amorfo de la conversación en la cocina, los oyó trasladarse al salón cuando se dieron cuenta de que ella no tenía intención de bajar. Marty hablaba especialmente fuerte, se rió con ganas un par de veces, y ella no pudo evitar sentir que se estaba tomando una revancha. Se dio cuenta de que su padre apenas había musitado una palabra. Debía de estar terriblemente ofendido. Se preguntó si Trisha le susurraría algo cuando se acostaran, como a veces le oían hacer, y le diría que Paddy había dicho que no fue ella. Después del vacío que le hicieron a Marty, Con no había vuelto a tratarlo igual que antes. Ahora lo contradecía en todo y jamás bromeaba con él.

Alguien cerró la puerta del salón y los ruidos de abajo se volvieron mudos e indescifrables. Estaban celebrando una reunión sobre su comportamiento y el artículo del periódico. Sólo podía imaginar lo mal que sonaba.

Se consoló siguiendo mentalmente a Sean en su rutina de acostarse, prepararse la ropa de la mañana sobre una silla, lavarse los dientes, meterse en la cama, tirar los almohadones al suelo para poder tumbarse bien plano y boca abajo. Olió mentalmente su pelo y le tocó el lunar del pómulo. Él la abrazó y le dijo que todo se arreglaría y que no se preocupara. El sábado de la semana siguiente sería San Valentín. Aquel día siempre iban juntos al cine y se paraban para cenar pollo de vuelta a casa. Recordó sus últimos tres días de San Valentín: en uno, llovió; en otro, ella estaba a dieta de hierbas y sólo pudo oler el pollo frito y chupar una patata; y el último fue el día en que él le pidió por primera vez que se casaran y ella le dijo que no.

Hacía frío en su cuarto a oscuras, y el viento exterior agitaba el árbol solitario que había al fondo del jardín. Cuando apagaron la calefacción, oyó el ruido del metal del radiador al enfriarse.

Esperó hasta que la vejiga le estuvo a punto de explotar para así no tener que levantarse dos veces antes de dormirse. Arriba de las escaleras, encendió la luz e hizo una pausa frente al lavabo, para que los lepismas se pudieran esconder. Abajo ronroneaba la voz solitaria de una presentadora de noticias. La familia estaba atenta a sus movimientos.

Paddy usó el lavabo y, después, se lavó las manos y la cara. Se estaba secando con la toalla de mano, cuando oyó que se abría la puerta del salón y, luego, unos pasos suaves en las escaleras. Se quedó paralizada, sin dejar de vigilar a través del cristal esmerilado. Marty se detuvo fuera, se pasó la mano por el pelo rizado, con la cabeza agachada como si fuera a susurrarle algo a través de la puerta. Ella escuchó atentamente. No dijo nada, pero movió los mofletes como si sonriera. Estiró el brazo, lo dirigió hacia el marco de la puerta y apagó la luz.

Ella lo miró desde la oscuridad, mientras su forma puntiaguda bajaba por las escaleras y desaparecía, dejándola con los lepismas imaginarios merodeando por encima de sus pies.


Uno a uno, los miembros de su familia subieron a acostarse, turnándose para ir al baño, susurrándose las buenas noches en el descansillo cuando se cruzaban, fingiendo que la creían dormida cuando todos sabían que se escondía.

Mary Ann se coló de puntillas en la habitación y cogió su neceser de la cómoda y el camisón de debajo de su almohada, y dejó la puerta abierta para que la luz del vestíbulo la iluminara. Cuando volvió, cerró la puerta con cuidado detrás de ella, se metió debajo de las sábanas y se acostó de lado, de espaldas a Paddy.

Paddy había sido valiente y había estado furiosa toda la noche, pero ahora ya no podía más. Trató de disimular su respiración mordiendo las mantas. Sabía que Marty se había merecido el vacío que le hicieron, pero nunca había pensado que se lo harían a ella. En el trabajo todos pensaban que era una gorda irrisoria, y en casa todos la odiaban. Se encontraba bajando a aquel nivel de autocompasión que Dios reservaba a los adolescentes cuando sintió un golpecito a su espalda. Se dio un poco la vuelta.

A oscuras, los ojos de Mary Ann parecían pequeñas grosellas. Estaba colgando de su propia cama y le daba golpecitos al brazo a Paddy, riendo en silencio por su desesperada búsqueda de una sonrisa. Paddy era incapaz de sonreír. Sacudió la cabeza y se tapó la boca con las mantas, esforzándose por contener el llanto.

– Yo no lo hice -dijo Paddy, con un hilo de voz que no llegaba ni a ser susurro.

Mary Ann se acercó más, retiró la mano humedecida de Paddy de su rostro y se la apretó con fuerza. La sostuvo hasta que su hermana pequeña se hubo dormido y, luego, se levantó de la cama y colocó el brazo regordete de Paddy bajo las mantas. Se sentó a un lado de la cama de Paddy, sonrió hasta que se le secaron los dientes y los labios se le pegaron, hasta que los pies se le quedaron helados de frío.

Загрузка...