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La oficina local estaba en el edificio del juzgado federal, en la calle Washington, a unas manzanas del Departamento donde íbamos a reunimos con la policía local al día siguiente. Mientras recorríamos un pasillo encerado en dirección a la sala de reuniones, detrás de Mize y Matuzak, noté que Rachel estaba inquieta y pensé que conocía el motivo. Como había hecho el trayecto conmigo, no pudo escuchar lo que Thompson le debía de haber contado a Backus en el coche sobre su examen del cadáver.

La sala de reuniones era mucho más pequeña que la de Quantico. Cuando entramos, Backus y Thompson ya estaban sentados a la mesa; Backus pegado al teléfono. Tapó el micrófono al vemos y dijo:

– Chicos, tengo que hablar con mi gente a solas unos minutos. Bueno, lo que podríais hacer es conseguirnos unos coches, si es posible. También habría que reservar alojamiento en algún sitio. Seis habitaciones, en principio.

Parecía que a Matuzak y Mize les acabaran de anunciar que los rebajaban de categoría. Asintieron desanimados y salieron de la sala. Yo no sabía en qué lugar quedaba, si estaba invitado o excluido, porque en realidad yo no formaba parte del equipo de Backus.

– Jack, Rachel, sentaos -dijo Backus-. Esperad un momento que termine y le digo a James que os ponga al corriente. Nos sentamos y nos quedamos mirándole y escuchando la mitad de la conversación telefónica que nos negaba. No

había duda de que Backus estaba escuchando mensajes y los respondía. Al parecer, no todos tenían relación con la investigación del Poeta.

– Bien, ¿qué hay de Gordon y Cárter? -dijo cuando, al parecer, concluyeron los mensajes-. ¿A qué hora llegan? ¿Tan tarde? Maldición. Bien, escucha, tres cosas. Llama a Denver y que consigan las pruebas del caso McEvoy Diles que examinen los guantes por dentro a ver si hay sangre. Si la encuentran, que empiecen a hacer los preparativos para la exhumación… Sí, de acuerdo. Si surgen dificultades, avisadme enseguida. Y que comprueben también si la policía tomó muestras de GSR de la boca de la víctima; en caso afirmativo, que lo envíen todo a Quantico. Lo mismo en todos los casos. La tercera la enviará James Thompson por courier desde aquí. Necesitamos la identificación de esa sustancia lo antes posible. Haced lo mismo con Denver, si resulta. ¿Qué más? ¿Cuándo tenemos la teleconferencia con Brass? De acuerdo, hablaremos entonces.

Colgó y nos miró. Yo quería preguntarle a qué se refería con lo de la exhumación, pero Rachel se me adelantó.

– ¿Seis habitaciones? ¿Es que va a venir Gordon?

– Sí, con Cárter.

– ¿Por qué, Bob? Ya sabes…

– Los necesitamos, Rachel. Estamos llegando al punto crítico en esta investigación y las cosas empiezan a moverse. Como máximo, ahora estamos a diez días de ese delincuente. Necesitamos más personal para dar los pasos que vamos a tener que dar. Así de sencillo, y ya he dicho más de lo necesario. Bien, Jack, ¿querías preguntar algo?

– La exhumación de la que habéis hablado…

– Te lo aclaro dentro de un minuto. Lo entenderás. James, cuéntales lo que encontraste en el cadáver. Thompson sacó cuatro instantáneas del bolsillo y las colocó encima de la mesa frente a Rachel y a mí.

– Son de la palma de la mano izquierda y el dedo índice. Las dos fotos de ese lado son a tamaño natural. Las otras dos están ampliadas diez veces.

– Perforaciones -dijo Rachel.

– Exacto.

Yo no las había visto, pero cuando ella lo dijo reconocí los diminutos agujeros en las rayas de la piel. Tres en la palma de la mano, dos en la punta del dedo índice.

– ¿Qué significan? -pregunté.

– A primera vista parecen simples pinchazos de alfiler -repuso Thompson-. Pero no se ha formado costra ni se han cerrado las heridas. Se las hizo, o se las hicieron, poco antes de morir. Muy poco antes o incluso después, aunque no tendría sentido que hubiera sido después.

– ¿Qué no tendría sentido?

– Jack, queremos saber cómo llegó a ocurrir -dijo Backus-. ¿Cómo han podido caer así unos policías veteranos y curtidos? Me refiero al control. Es una de las claves. Señalé las fotos.

– ¿Y esto qué os aclara?

– Esto, además de otros detalles, apunta a que hubo hipnosis de por medio.

– ¿Estáis diciendo que ese tío hipnotizó a mi hermano y a los demás y les obligó a meterse la pistola en la boca y apretar el gatillo?

– No, no creo que sea tan sencillo. Hay que tener en cuenta que es bastante difícil eliminar de la mente de un individuo el instinto de supervivencia mediante la hipnosis. La mayoría de los expertos opinan que es absolutamente imposible. Pero a las personas susceptibles de ser hipnotizadas se las puede controlar en diferentes grados. Se hacen dóciles, manejables. En estos momentos, es sólo una posibilidad. Pero en la mano de esta víctima hay cinco perforaciones. Una forma habitual de comprobar la profundidad del trance hipnótico consiste en pinchar la piel con un

alfiler después de decirle al paciente que no va a sentir dolor. Si el paciente reacciona, el trance no es profundo. Si, por el contrario, no acusa el dolor, el estado de trance es completo.

– Y controlable -añadió Thompson.

– Ya. Queréis mirar la mano de mi hermano.

– Sí, Jack -dijo Backus-. Necesitaremos una orden de exhumación. Me parece recordar que en el historial figura como casado. ¿Crees que la viuda dará su con sentimiento?

– No lo sé.

– Es posible que tengas que ayudarnos en este asunto.

Asentí sin decir nada. Todo aquello me parecía cada vez más raro.

– ¿Qué es lo demás? Dijiste que las perforaciones y otros detalles apuntaban a un estado de hipnosis.

– Las autopsias -contestó Rachel-. Ninguno de los análisis de sangre de las víctimas salió completamente limpio. Todos tenían algo en la sangre. Tu hermano…

– Jarabe para la tos -salté a la defensiva-. El de la guantera del coche.

– Justo. Han encontrado desde productos que se adquieren sin receta hasta fármacos que sólo se preparan por prescripción facultativa. En uno se encontró Percocet. Se lo habían recetado dieciocho meses antes para una lesión de espalda. Creo que fue el caso de Chicago. Otro, creo que Petry el de Dallas, tenía codeína en la sangre. También se lo habían recetado, Tylenol con codeína. Tenía el frasco en el botiquín.

– De acuerdo, pero ¿qué quiere decir?

– Bueno, por separado y en el momento de cada una de las muertes, no significaba nada. La sustancia que aparecía en los análisis en cada caso quedaba justificada porque la víctima tenía acceso a ella. Es decir, es lógico que si una persona tiene intención de suicidarse trate de calmarse con un par de Percocets que conserva de un tratamiento anterior. De ahí que no se tuvieran en cuenta esos detalles.

– Pero ahora sí son significativos.

– Posiblemente -dijo Rachel-. El hallazgo de las perforaciones puede ser indicio de hipnosis. Si añadimos la presencia de un inhibidor químico en la sangre, ya no resulta tan difícil imaginarse de qué modo se consiguió dominar a esos hombres.

– ¿Con jarabe para la tos?

– Es posible que aumente la sensibilidad a la hipnosis. La codeína es un estimulante reconocido. Los medicamentos para la tos que se venden sin receta ya no contienen codeína, pero sí algún otro ingrediente con las mismas propiedades estimulantes.

– ¿Lo sabíais desde el principio?

– No, hasta ahora era un dato aislado, fuera de contexto.

– ¿Habéis visto casos así antes? ¿Cómo es que sabéis tanto?

– Recurrimos a la hipnosis con relativa frecuencia, como herramienta al servicio de la ley -dijo Backus-. Y también nos la hemos encontrado del otro lado.

– Hubo un caso, hace años -dijo Rachel-. Un hombre, una especie de artista de variedades de Las Vegas, que hacía números de hipnosis. Además era pedófilo. Y cuando llevaba su espectáculo a las ferias de los pueblos, remoloneaba en torno a las niñas. Hacía una sesión infantil, matinal, y pedía una voluntaria de entre los niños del público. Los padres ponían prácticamente a sus hijas en manos del hipnotizador. Él escogía a la afortunada y, con el pretexto de prepararla para el número, se la llevaba detrás del escenario mientras otra atracción distraía al público. Entonces hipnotizaba a la criatura, la violaba y después le borraba todo de la memoria mediante la hipnosis. Luego colocaba a la criatura en el escenario, hacía su número y la sacaba del trance. Utilizaba codeína como estimulante; las invitaba a Coca-Cola y se la ponía en el vaso.

– Ya me acuerdo. Harry el Hipnotizador -comentó Thompson.

– No, era Horace el Hipnotizador -corrigió Rachel-. Fue uno de los entrevistados para el proyecto sobre violaciones. En Raiford, Florida.

– Un momento -dije-. ¿No podría ser el…?

– No, no es nuestro hombre. Todavía debe de estar en prisión, en Florida. Le cayeron unos veinticinco años, y te hablo de hace seis o siete. Sigue allí. Tiene que seguir allí.

– De todos modos, lo comprobaremos -dijo Backus-, para asegurarnos. Pero, aparte de eso, ¿comprendes lo que tratamos de establecer con esto, Jack? Me gustaría que llamases a tu cuñada. Sería mejor que se lo comunicaras tú. Subráyale la importancia que tiene.

Asentí sin decir nada.

– Bien, Jack; te lo agradecemos. Bueno, ¿por qué no nos tomamos un descanso y vamos a ver qué dan de comer en este pueblo? Dentro de una hora y veinte minutos tenemos la teleconferencia con las demás oficinas locales.

– ¿Y lo otro? -pregunté.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Backus.

– La sustancia que hallaron en la boca de ese detective. Me dio la impresión de que sabíais de qué se trataba.

– No. Acabo de dar las órdenes pertinentes para que envíen otra vez al Este la muestra que tomaron y entonces, con suerte, lo sabremos.

Mentía, lo noté, pero lo pasé por alto. Todos se levantaron y se dirigieron hacia el pasillo. Les dije que no tenía ganas

de comer, pero que necesitaba ir a comprar ropa, y que cogería un taxi si no encontraba tiendas por allí.

– Creo que voy a ir con Jack -dijo Rachel.

No sabía si lo que quería en realidad era acompañarme o si su trabajo consistía precisamente en vigilarme, en asegurarse de que no me fugara para escribir un reportaje. Hice un gesto de indiferencia con la mano.

Siguiendo las indicaciones de Matuzak, fuimos a pie a un centro comercial llamado Arizona Center. Hacía una mañana preciosa y el paseo fue un alivio, después de unos días tan intensos. Rachel y yo hablamos sobre Phoenix -también era la primera vez que estaba allí- y, finalmente, llevé la conversación hacia la última pregunta que le había hecho a Backus.

– Mintió, y Thompson también.

– Te refieres a lo de las muestras bucales. -Sí.

– Me da la impresión de que Bob no quiere que sepas más de lo necesario. Pero no como periodista, sino como hermano.

– Si hay novedades, quiero saberlas. El trato fue que yo estaría dentro del tema, con vosotros. No unas veces dentro y otras fuera, como con la mierda esa de la hipnosis.

Se detuvo y me miró.

– Jack, si quieres saberlo te lo cuento. Pero si es lo que creemos y todos los asesinatos siguen el mismo esquema, no te va a resultar nada agradable seguir ahondando.

Miré hacia delante. Ya se veía el centro comercial. Un edificio de piedra arenisca con acogedoras pasarelas al aire libre.

– Cuéntamelo -le dije.

– No sabremos nada con certeza hasta que analicen la muestra. Pero da la impresión de que la sustancia que describió Grayson ya la hemos visto otras veces. Verás, algunos criminales reincidentes son muy listos. Lo saben todo sobre los rastros que dejan. Rastros de semen, por ejemplo. Por eso usan condones. Pero si el condón está lubricado, el rastro que queda es de lubrificante. Se puede detectar. Aveces dejan el rastro sin darse cuenta… y otras, adrede, para que sepamos lo que hicieron.

La miré y casi dejé escapar un gruñido.

– ¿Insinúas que el Poeta… lo violó?

– Es posible. Pero, para ser sincera, lo sospechábamos desde el principio. Los que asesinan en serie… Jack, casi siempre lo hacen por conseguir satisfacción sexual. Por el poder y el control, que son componentes de la gratificación sexual.

– No le habría dado tiempo.

– ¿A qué te refieres?

– Con mi hermano. El guarda forestal llegó enseguida. No le habría… -me callé al darme cuenta de que no sólo contaba el tiempo de después de muerto-. ¡Dios…! ¡Venga, hombre!

– Esto era lo que Bob pretendía evitarte.

Me giré y alcé los ojos hacia el cielo azul. La única impureza era la estela de los chorros gemelos de un avión que ya no se veía.

– No lo comprendo. ¿Por qué lo hace?

– A lo mejor no llegamos a averiguarlo nunca, Jack.

– Me puso la mano en el hombro para consolarme-. Estos tipos a los que perseguimos… a veces no hay explicación. Eso es precisamente lo más difícil, dar con la motivación, entender qué es lo que los mueve a actuar así. Tenemos un dicho entre nosotros. Decimos que se han caído de la luna. Aveces, cuando nos faltan respuestas, es la única forma de describirlos. Tratar de imaginarse a estos tíos es como reconstruir un espejo hecho añicos. No hay forma humana de explicar la conducta de algunos hombres, así que decidimos, simplemente, que no son humanos. Decimos que han caído de la luna. Los instintos por los que se guía el Poeta son normales y naturales en esa luna propia de la que ha caído. Los sigue y crea las escenas necesarias para procurarse satisfacción. Nuestro trabajo consiste en trazar el plano de la luna del Poeta, y entonces será más fácil dar con él y devolverlo allí.

No podía hacer otra cosa que escuchar y asentir. Las palabras de Rachel no me consolaban. Lo único que sabía era que, si tenía ocasión, mandaría al Poeta a su luna otra vez. Quería hacerlo yo personalmente.

– Animo -dijo-. Procura olvidarlo de momento. Vamos a comprarte ropa nueva. No podemos permitir que todos esos periodistas sigan pensando que eres de los nuestros.

Sonrió, yo le devolví débilmente la sonrisa y me dejé empujar hacia el centro comercial.

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