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Puse cuatro vasos de café solo en una caja de cartón y me presenté en Data Imaging Answers para ver la cara de sorpresa que ponía Thorson. Antes de que éste pudiera decir una palabra, sonó el teléfono. Contestó y dijo:

– Ya lo sé.

Me tendió el auricular.

– Es para ti, Sport. Era Backus.

– Jack, sal de ahí ahora mismo, maldita sea

– Sí, sí. Sólo quería dejarles unos cafés a estos chicos. Ya viste a Gordon, se está quedando dormido de aburrimiento.

– Muy gracioso, Jack, pero sal inmediatamente. El acuerdo era que tú harías las cosas a mi manera y que yo protegería tu exclusiva. Ahora, por favor, haz lo que te… ¡Eh! Viene un cliente. Díselo a Thorson, es una mujer.

Me puse el teléfono contra el pecho y miré a Thorson.

– Viene un cliente. Pero es una mujer. Volví a ponerme el auricular en el oído.

– Vale, ya salgo -le dije a Backus.

Colgué, saqué una taza de café de la caja y se la dejé a Thorson en el escritorio. La puerta se abrió a mi espalda, el ruido del tráfico de Pico se oyó con más intensidad durante un momento y después quedó amortiguado otra vez, al cerrarse de nuevo la puerta. Sin volverme hacia la persona que había entrado, me dirigí a la mesa en que se sentaba Coombs.

– ¿Café?

– Muchas gradas.

Dejé allí otra taza y saqué de la caja cuatro azucarillos, crema de leche en polvo y cucharillas de plástico. Al dar media vuelta, vi a la mujer ante el mostrador de Thorson, rebuscando en un enorme bolso negro. Tenía el cabello rubio y sedoso y le caía en una melena a lo Dolly Parton. Era una peluca, desde luego. Llevaba una blusa blanca, falda corta y medias negras. Era alta, lo habría sido incluso sin tacones. Me percaté de que cuando entró en la tienda, ésta se llenó de un fuerte olor a perfume.

– ¡Ah! -dijo, cuando por fin encontró lo que buscaba-. He venido a buscar esto.

Puso un papel amarillo y doblado sobre el mostrador, al alcance de Thorson. Éste miró a Coombs para indicarle que se ocupara él de ese asunto.

– Tranquilo, Gordon -le dije.

Cuando ya me dirigía hacia la puerta, miré hacia Thorson esperando una respuesta a mi insistencia en utilizar el apodo por el que Backus lo llamaba. Vi que miraba el papel amarillo, ya desdoblado, que la mujer le había dado y que tenía los ojos fijos en algo. Después, desvió la mirada hacia la pared izquierda de la tienda. Yo sabía que estaba mirando a la cámara, a Backus. Luego se volvió hacia la mujer. En ese momento, yo estaba justo detrás de ella y sólo veía los ojos de Thorson por encima de su hombro. Se estaba levantando y vi que abría la boca como para pronunciar una «O», pero no dijo nada. Iba llevándose la mano al pecho, hacia e! interior de la chaqueta. Entonces vi que la mujer sacaba del bolso e! brazo derecho. Cuando lo separó del torso, vi que en la mano llevaba un cuchillo.

Le clavó el arma a Thorson antes de que éste sacara la suya. Oí su grito ahogado cuando el cuchillo se le hundió en la garganta. Empezó a derrumbarse mientras le salía disparado un chorro de sangre arterial y manchaba el hombro de la mujer, al tiempo que ella se inclinaba sobre el escritorio buscando algo.

Se irguió de repente y se dio media vuelta con el arma de Thorson en la mano.

– ¡Que no se mueva nadie, joder!

La voz femenina había desaparecido, y en su lugar vociferó un macho acorralado, tenso, casi histérico. Apuntó a Coombs con el arma, y luego a mí.

– Apártese de la puerta. ¡Entre!

Dejé caer la caja con las dos tazas de café, levanté las manos y me alejé de la puerta en dirección al interior de! establecimiento. Entonces, el hombre disfrazado giró sobre sus talones y se encaró otra vez hacia Coombs, que lanzó un grito.

– ¡No, por favor! ¡Nos están mirando, no!

– ¿Quién nos está mirando? ¿Quién?

– ¡Nos están mirando por la cámara!

– ¿Quién?

– El FBI, Gladden -dije, en el tono más tranquilo que pude, que seguramente no estaba lejos del grito que había emitido Coombs.

– ¿Nos oyen?

– Sí, nos oyen.

– ¡FBI! -gritó Gladden-. FBI: Ya tenéis un muerto. Si entráis aquí, tendréis dos más.

Entonces, se volvió hacia e! mostrador y apuntó a la luz roja de la cámara col lia pistola de Thorson. Disparó tres veces al objetivo, hasta que le dio y saltó por los aires partido en dos.

– Ven aquí -me gritó-. ¿Dónde están las llaves?

– ¿Qué llaves?

– Las de la tienda, joder.

– Tranquilízate, yo no trabajo aquí.

– Entonces, ¿quién trabaja aquí? -preguntó apuntando el arma hacia Coombs.

– En el bolsillo, están en el bolsillo.

– Cierra esa puerta con llave. Si intentas escapar, te atravieso con una bala como a la cámara.

– Sí, señor.

Coombs hizo lo que le habían mandado y después Gladden nos obligó a retiramos al fondo de la tienda y a sentarnos en el suelo contra la puerta de atrás, que daba al almacén, para que nadie pudiera entrar por allí. Después tumbó los dos escritorios para hacer una barricada que detuviera posibles balas disparadas desde la calle hacia las vitrinas. Se agachó tras el mostrador que había ocupado Thorson.

Desde donde estaba vi el cuerpo de Thorson. Su camisa estaba empapada de sangre. No se movía y tenía los ojos entreabiertos y fijos. El mango del cuchillo todavía le sobresalía de la garganta. Me estremecí al verlo; hacía sólo un momento que aquel hombre estaba vivo y, tanto si me caía bien como si no, lo conocía. Ahora estaba muerto.

De pronto se me ocurrió que Backus debía de estar aterrorizado. Sin la cámara de vídeo, tal vez se hubiera enterado del fin de Thorson. Si creía que aún estaba vivo. Y que había posibilidades de rescatarlo, era de esperar que en cualquier momento apareciera el equipo de intervención inmediata con granadas de mano y todo lo demás. Y si lo daban por muerto, ya podía prepararme para pasar una larga noche.

– Entonces, ¿tú no trabajas aquí? -me dijo Gladden-. ¿Quién eres? ¿Te conozco? Dudé. ¿Quién era yo? ¿Le decía la verdad a aquel hombre?

– ¿Eres del FBI?

– No, no soy del FB!. Soy periodista.

– ¿Periodista? Has venido a por mi historia, ¿no es verdad?

– Si quieres contarla… Si quieres hablar con el FBI, pon en su sitio ese teléfono que está en el suelo. Llamarán por esa línea.

Miró hacia el teléfono que se había caído, el auricular por un lado y el cuerpo por otro, al derribar el escritorio. En ese preciso instante empezó a emitir el pitido de que estaba descolgado. Lo alcanzó sin ponerse al descubierto, tiró del cable y colgó el auricular en su sitio. Me miró.

– Y sé quién eres -me dijo-. Eres… Sonó el teléfono y contestó él.

– Hable -ordenó.

Escuchó en silencio unos largos momentos y por fin respondió:

– Bien, bien, agente Backus, encantado de volver a tratar con usted. He aprendido muchas cosas de usted desde la última vez que nos vimos en Florida. Y de su padre, naturalmente. He leído su libro. Siempre confié en que volveríamos a hablar… Usted y yo. No, verá, eso sería imposible porque tengo aquí a un par de rehenes. Si usted me jode a mí, yo me los fallo a ellos de maneras que le parecerán increíbles cuando venga y lo vea. ¿Se acuerda de Attica? Piénselo, agente Backus. Piense en cómo afrontaría su padre esta situación. Tengo que colgar.

Colgó y me miró. Se quitó la peluca y la arrojó con furia al otro extremó de la tienda.

– ¿Cómo diablos te has metido en esto, periodista? El FBI no permite…

– Tú mataste a mi hermano. Por eso me he metido en esto. Gladden se quedó un rato mirándome fijamente.

– Yo no he matado a nadie.

– Te han atrapado. Nos hagas lo que nos hagas, te han pillado, Gladden. Y no te dejarán escapar de aquí. Saben…

– ¡Basta, cierra el pico, joder! No tengo por qué escucharte. Gladden cogió el auricular y marcó un número de teléfono.

– Póngame con Krasner, es muy urgente… William Gladden… Sí, el mismo.

Nos quedamos mirándonos mientras esperaba que se pusiera el abogado. Traté de mostrarme tranquilo, aun que la procesión iba por dentro. Aquello no podía acabar sin que muriera alguien más. Gladden no parecía una persona que se dejase convencer con palabras, capaz de levantar las manos y rendirse para que lo amarrasen a la silla eléctrica o lo encerraran en la cámara de gas al cabo de unos años, según en qué estado lo juzgaran primero.

Al parecer, Krasner se puso al teléfono y en diez acalorados minutos Gladden le puso al corriente de la situación, enfadándose cada vez que el abogado le aconsejaba diferentes formas de proceder. Hasta que, por fin, colgó el teléfono de un trompazo.

– ¡A la mierda!

Me quedé en silencio. Suponía que cada minuto que pasaba jugaba a mi favor. El FBI tenía que estar urdiendo algo allá fuera. Los tiradores de élite o el grupo de asalto.

La calle se estaba oscureciendo por momentos. Miré por el cristal del escaparate hacia la plaza del centro comercial, al otro lado de la calle. Eché una ojeada a los tejados, pero no vi nada, ni siquiera el cañón delator del rifle de un francotirador, todavía no.

Advertí que no había tráfico por Pico. Habían cerrado la calle. No sabía lo que iba a pasar, pero iba a pasar enseguida.

Miré hacia Coombs preguntándome si habría alguna forma de decirle que se preparase.

Coombs tenía la camisa húmeda de sudor. El nudo de la corbata estaba empapado del sudor que le bajaba por las mejillas y el cuello. Tenía el aspecto del que lleva casi una hora vomitando. Estaba mareado.

– Gladden, dales una lección. Deja que se marche el señor Coombs. Él no tiene nada que ver con esto. -No, ni hablar.

Sonó el teléfono, lo descolgó y se quedó escuchando sin decir palabra. Después, dejó el auricular en su sitio lentamente. Al cabo de un momento volvió a sonar, él respondió e inmediatamente pulsó el botón de llamada en espera. Apretó la tecla para hablar por la otra línea y la puso también en espera. Nadie podía llamar.

– La estás cagando -le dije-. Habla con ellos, algo se les ocurrirá.

– Escucha, cuando necesite tus consejos, te los sacaré a palos. Ahora, ¡cierra el pico, joder!

– Vale.

– ¿No te he dicho que cierres el pico? Levanté las manos en un gesto de rendición.

– Vosotros, cerdos que os dedicáis a la prensa, no tenéis la menor idea de lo que decís. Tú… Por cierto, ¿cómo te llamas?

– Jack McEvoy

– ¿Tienes un carnet de identidad?

– En el bolsillo.

– Tíramelo.

Saqué el billetero lentamente y se lo mandé por la alfombra de un empujón. Lo abrió y miró todos los pases de prensa.

– Creía que… ¿Denver? ¿Qué cono haces en Los Angeles?.

– Ya te lo he dicho. Mi hermano.

– Ya, y yo te he dicho que no he matado a nadie.

– ¿Y ése?

Hice un gesto, señalando al cuerpo inerte de Thorson. Gladden lo miró, y después me miró a mí.

– Él empezó el juego, yo lo terminé. Son las reglas.

– ¡Mierda! Ese hombre está muerto, no es ningún juego. Gladden levantó la pistola y me apuntó a la cara.

– Si yo digo que es un juego, es un juego. No respondí.

– Por favor -dijo Coombs-. Por favor…

– ¿Por favor, qué? ¡Cierra el pico de una puñetera vez! ¡Tú…! Esto… chupatintas, ¿qué vas a escribir cuando esto termine? Suponiendo que todavía puedas escribir.

Me dejó que lo pensara, al menos un minuto.

– Contaré los motivos, si es eso lo qué quieres -dije por fin-. Siempre es lo más interesante. ¿Por qué lo has hecho? Es lo que yo contaría. ¿Es por el tipo de Florida, Beltran?

Soltó una risotada desdeñosa porque no le gustó que lo nombrara, no porque yo conociera él nombre.

– Esto no es una entrevista. Y si lo es, sin comentarios, joder.

Gladden se quedó mirando la pistola que tenía en la mano durante un momento que se me hizo eterno. Creo que fue entonces cuando la futilidad de la situación cayó sobre él con todo su peso. Sabía que no le conduciría a ninguna parte y me dio la sensación de que sabía que su carrera acabaría, de una forma u otra, en un escenario como aquél. Me pareció que estaba pasando por un momento de debilidad y lo intenté de nuevo.

– ¿Por qué no contestas al teléfono y les dices que quieres hablar con Rachel Walling? -le dije-. Diles que con ella sí hablarás. Es una agente. ¿Te acuerdas de ella? Fue a verte en Raiford. Te conoce bien, Gladden, y te ayudará.

Denegó con la cabeza.

– Tuve que matar a tu hermano -dijo en voz baja, sin mirarme-. No tuve más remedio.

– ¿Por qué?

– Era la única forma de salvarlo.

– ¿Salvarlo de qué?

– ¿No lo ves? -me miró a los ojos, con una pena y una rabia profundas-. De convertirse en otro como yo. ¡Mírame! ¡De convertirse en otro como yo!

Iba a hacerle otra pregunta cuando de pronto se oyó el ruido de un cristal al romperse. Miré hacia delante y vi un objeto oscuro, del tamaño de una pelota de béisbol, que rebotaba por el suelo en dirección al mostrador tumbado tras el que se encontraba Gladden. Comprendí lo que era y empecé a rodar, protegiéndome la cabeza con los brazos; taparme los ojos se produjo una detonación fortísima en la tienda, hubo un relámpago de luz que pude ver incluso con los ojos cerrados; seguido de una violenta sacudida con tal descarga de energía que me atravesó como un puñetazo el cuerpo entero.

Los cristales saltaron en añicos y cuando acabé de rodar abrí los ojos lo suficiente como para ver a Gladden. Se retorcía en el suelo, con los ojos muy abiertos, pero sin ver nada y tapándose los oídos con las manos. Comprendí que

había tardado demasiado en darse cuenta de lo que pasaba. A mí me había dado tiempo a paliar un poco el efecto brutal de la granada de mano. Él parecía haberlo recibido de lleno. Vi la pistola en el suelo, cerca de sus piernas. Sin detenerme a pensar en las posibilidades, me lanzé hacia el arma.

Gladden se sentó cuando llegué a su lado y los dos nos lanzamos a por el arma, los dos la tocamos al mismo tiempo. Forcejeamos y rodamos uno sobre otro. Mi idea era alcanzar el gatillo y disparar sin más. No me importaba si lo hería, siempre y cuando no me hiriera a mí mismo. Sabía que detrás de la granada entrarían los agentes. Si lograba vaciar el cargador, ya no importaría quién tuviera la pistola. Todo habría terminado.

Logré colar el pulgar izquierdo detrás del seguro, pero lo único que podía agarrar con la derecha era la punta del cañón. La pistola estaba entre su pecho y el mío, apuntándonos a la barbilla. En el momento en que creí -deseé- que ya estaba fuera de la línea de fuego, apreté con la izquierda al tiempo que soltaba la derecha. El arma se disparó y noté un dolor penetrante cuando la bala me pellizcó la carne entre el pulgar y la palma y los gases me chamuscaron la mano. En ese momento oí el chillido de Gladden. Le miré la cara y vi que le sangraba la nariz. Lo que le quedaba de nariz. La bala le había destrozado el extremo de la aleta izquierda y le había abierto un buen tajo en la frente.

Noté que su forcejeo cedía un poco y, en un arranque de fuerza -el último, seguramente-, le arrebaté el arma. Empecé a alejarme de él mientras oía ruido de pasos sobre cristales y gritos ininteligibles, cuando Gladden se abalanzó otra vez sobre el arma que ahora estaba en mi poder. Todavía tenía el pulgar atascado en el seguro, mucho más abajo del nudillo. Estaba aprisionado contra el gatillo y no me quedaba espacio para moverla. Gladden tiró de la pistola hacia sí y, con la fuerza, el arma volvió a dispararse. Nuestras miradas se cruzaron en ese momento y la suya expresaba algo. Me dijo que era la bala lo que quería.

Soltó la pistola inmediatamente y se apartó de mí. Le vi la herida abierta en el pecho. Me miró fijamente, con la misma resolución en la mirada que unos momentos antes. Como si supiera lo que iba a pasar. Se tocó el pecho y se miró la mano chorreando sangre.

De repente, me agarraron por detrás y me separaron de él. Una mano me sujetó firmemente por el brazo y otra me quitó el revólver con precaución. Miré hacia arriba y vi a un hombre con casco y mono negro y una gran chaqueta antibalas encima. Llevaba un arma de asalto y unos auriculares de radiotransmisor, con una especie de alambre negro que se curvaba a la altura de su boca. Me miró y apretó el botón de transmisión que tenía en la oreja.

– Todo controlado -dijo-. Hay dos caídos y dos de pie. Adelante.

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