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En el hotel Wilcox, que así se llamaba, aún cabía uno más, sobre todo cuando el recepcionista nocturno se enteró de que yo estaba con la gente del Gobierno que ya se alojaba allí y de que iba a pagar la tarifa más alta: treinta y cinco dólares por noche. Nunca me había registrado en un hotel en el que sintiera tan negros presagios por darle al recepcionista el número de mi tarjeta de crédito. El hombre que estaba tras el mostrador daba la impresión de haberse bebido media botella en su solitario turno. También parecía que en los últimos cuatro días había decidido cada mañana que aún no había llegado el momento de afeitarse. Ni siquiera me miró durante todo el proceso de registro, que le llevó cinco minutos más de lo habitual porque estuvo buscando inútilmente un bolígrafo hasta que aceptó el que yo le presté

– ¿Y qué están haciendo aquí, pues? -me preguntó mientras me deslizaba una llave con el número de la habitación casi invisible por encima del desgastado mostrador de fórmica.

– ¿No se lo han dicho ellos? -le pregunté fingiendo sorpresa.

– ¡Qué va! Yo sólo registro las entradas del personal.

– Es una investigación sobre fraude con tarjetas de crédito. Pasan muchas por aquí. -Ya.

– Por cierto, ¿en qué habitación está la agente Walling? Le llevó medio minuto interpretar sus propias anotaciones.

– En la diecisiete.

Mi habitación era muy pequeña, y cuando me senté al borde de la cama, éste se hundió al menos quince centímetros, alzándose por un igual del otro lado, con la correspondiente protesta de los viejos resortes. Era una habitación de la planta baja, frugalmente amueblada, aunque aseada, y con un tufillo añejo de tabaco. Las persianas amarillentas estaban subidas y por la única ventana se veía una reja metálica. En caso de incendio, quedaría atrapado como una rata si no conseguía alcanzar la puerta.

Cogí el tubo de dentífrico de viaje y el cepillo de dientes que me había comprado de la funda de la almohada y entré en el baño. Todavía tenía en la boca el sabor del Bloody Mary que me había tomado en el avión y quería librarme de él. Además, pretendía estar preparado para lo que pudiera pasar con Rachel.

Lo más deprimente de los hoteles antiguos suelen ser los baños de las habitaciones. Este era sólo un poco mayor que las cabinas telefónicas que solía haber en las gasolineras cuando yo era pequeño. Allí se apiñaban la pica, el retrete y una ducha de teléfono, todo con manchas de óxido a juego. Si estabas sentado en el retrete y entraba alguien, te podía dejar sin rodillas. Cuando hube terminado y volví a la relativa espaciosidad de la habitación, contemplé la cama y supe que no volvería a sentarme en ella. Tampoco quería dormir allí. Decidí arriesgarme a dejar en la habitación el ordenador y mi improvisada bolsa de viaje llena de ropa, y salí.

A mi ligera llamada en la puerta número diecisiete siguió una respuesta tan rápida que pensé que Rachel me había estado esperando al otro lado de la hoja. Me introdujo en su habitación con el mismo sigilo que a un espía en una embajada.

– La habitación de Bob es la de enfrente -me explicó en un susurro-. ¿Qué te pasa?

No contesté. Nos quedamos mirándonos un rato, cada uno esperando que el otro hiciese algo. Por fin, me decidí a acercarme y estamparle un largo beso. Ella pareció responder y eso apaciguó rápidamente todas las preocupaciones que me bullían en la cabeza. Apartó sus labios de los míos y me abrazó con fuerza. Contemplé la habitación por encima de su hombro. Era más grande que la mía y los muebles tenían quizás una década menos, aunque no dejaba de ser deprimente. Tenía el ordenador en la cama y unos papeles esparcidos sobre la colcha de un amarillo desvaído en la que millares de personas se habían acostado y habían estado follando, tirándose pedos y peleándose.

– Es curioso -susurró-. Te he dejado esta mañana y ya te estaba echando de menos.

– Yo también.

– Jack, lo siento, pero no quiero hacer el amor en esta cama, ni en esta habitación, ni en este hotel.

– Está bien -le dije conciliador, aunque arrepintiéndome de mis palabras apenas las pronunciaba-. Lo comprendo. Aunque esto es una suite de lujo comparada con la mía.

– Tendremos que esperar, pero después nos resarciremos.

– Sí. Pero ¿por qué tenemos que quedamos aquí? -Bob quiere estar cerca. Para que podamos movernos con rapidez si lo localizan.

Asentí con un gesto de la cabeza.

– Bueno, pero ¿podemos salir un rato? ¿Te apetece beber algo? Debe de haber algún sitio por aquí.

– Probablemente, pero no será mejor que esto. Mejor nos quedamos y charlamos.

Se acercó a la cama y quitó los papeles y el ordenador; después se sentó con la espalda en la cabecera, apoyándose en una almohada. Yo me senté en la única silla que había, cuyo asiento había sido desgarrado con una navaja y después reparado con cinta adhesiva.

– ¿De qué quieres que hablemos, Rachel?

– No sé. Tú eres el reportero. Creo que eres el que tiene que preguntar. Sonrió.

– ¿Del caso?

– De cualquier cosa.

Me la quedé mirando un rato. Decidí empezar con algo sencillo y ver después hasta dónde podíamos llegar.

– ¿Cómo es ese tipo, Thomas?

– Es majo. Para ser un poli local. No demasiado dispuesto a cooperar, pero no es un guipo lias.

– ¿Qué significa que no está demasiado dispuesto a cooperar? Os ha permitido que lo utilicéis como cebo humano, ¿no es suficiente?

– Supongo. Debo de ser yo. Nunca me han caído simpáticos los policías locales. Dejé la silla y me eché en la cama con ella.

– ¿Y qué? Tu trabajo no consiste en llevarte bien con todo el mundo.

– Es cierto -dijo, y volvió a sonreír-. ¿Sabes? Hay una máquina de bebidas en el vestíbulo.

– ¿Quieres que te traiga algo?

– No, pero como habías hablado de beber algo…

– Lo dije pensando en algo más fuerte. Pero ya está bien así. Me siento bien.

Se inclinó sobre mí y me metió un dedo por entre la barba. Le cogí la mano cuando la retiraba y la retuve un instante.

– ¿Crees que todo esto se debe a la tensión por lo que estamos haciendo y en lo que estamos metidos? -le pregunté.

– ¿A qué otra cosa podría ser?

– No sé. Sólo pregunto.

– Sé lo que quieres decir -dijo al cabo de un rato-. Y tengo que admitir que nunca había hecho el amor con alguien a quien conozco desde hace sólo treinta y seis horas.

Sonrió yeso me emocionó.

– Yo tampoco.

Se inclinó sobre mí y volvimos a besamos. Yo me giré y nos enzarzamos en un beso de los De aquí a la eternidad. Sólo que nuestra playa era aquella colcha raída en aquel viejo hotel andrajoso. Pero todo eso dejó de tener importancia. Enseguida mis besos empezaron a bajar por su cuello y acabamos haciendo el amor.

No cabíamos los dos en el cuarto de baño ni podíamos compartir la ducha, así que ella entró primero. Mientras tanto, me quedé tumbado en la cama pensando en ella y con ganas de fumar.

No podría asegurarlo a causa del ruido de la ducha, pero en un momento dado me pareció que llamaban suavemente a la puerta. Alarmado, me senté al borde de la cama y empecé a ponerme los pantalones sin dejar de mirar la puerta. Presté atención, pero no oí nada. Entonces vi claramente cómo se movía el picaporte, o así me lo pareció. Me levanté, me acerqué a la puerta subiéndome el pantalón y puse la oreja sobre la hoja para escuchar. No oí nada. Había una mirilla, pero no quería mirar por ella. La luz de la habitación estaba encendida y si me ponía delante de la mirilla la taparía, y quien estuviera fuera sabría que alguien le estaba observando.

Rachel cerró el grifo en aquel preciso instante. Al cabo de un momento en el que no escuché nada en el pasillo, me acerqué a la mirilla y eché un vistazo. No había nadie.

– ¿Qué estás haciendo?

Me volví. Rachel estaba de pie frente a la cama, pretendiendo taparse pudorosamente con la escuálida toalla del hotel.

– Me parece haber oído que alguien llamaba a la puerta.

– ¿Quién era?

– No lo sé. No había nadie cuando he mirado. Quizá no sea nada. ¿Puedo darme una ducha?

– Claro.

Me quité los pantalones y al pasar ante ella me detuvo. Dejó caer la toalla, mostrando su cuerpo. Era muy hermosa. Me acerqué y nos dimos un largo abrazo.

– Ahora vuelvo -dije al fin, y me dirigí a la ducha.

Rachel ya estaba vestida y esperando cuando salí. Miré el reloj que había dejado sobre la mesilla de noche y vi que eran las once. Había un viejo televisor en la habitación, pero decidí no sugerirle que viéramos las noticias. Recordé que todavía no había cenado, pero no tenía hambre.

– No estoy cansada -dijo ella. -Yo tampoco.

– Quizás encontremos un sitio para tomar una copa, después de todo.

Me vestí y salimos de la habitación sigilosamente. Antes, ella miró fuera por si estaba al acecho Backus o Thorson o cualquier otro. No encontramos a nadie en el pasillo ni en el vestíbulo y la calle estaba desierta y a oscuras. Nos dirigimos hacia Sunset.

– ¿Llevas tu pistola? -le pregunté medio en broma medio en serio.

– Siempre. Además, tenemos gente apostada por aquí. Es probable que nos hayan visto salir.

– ¿De verdad? Creía que sólo estaban vigilando a Thomas.

– Y lo están. Pero han de estar al tanto de lo que ocurre en la calle en todo momento. Si es que están cumpliendo con

su deber.

Me volví y retrocedí unos pasos, mirando al fondo de la calle, al letrero de neón verde del Mark Twain. Eché un vistazo a toda la calle y a los coches aparcados en ambos lados. No vi ni sombras ni las siluetas de los vigilantes.

– ¿Cuántos hay aquí fuera?

– Deben de ser cinco. Dos a pie en posiciones fijas. Dos más en coches aparcados. Y otro en un coche dando vueltas continuamente.

Me volví otra vez y me subí el cuello de la chaqueta. Hacía más frío fuera del que me esperaba. El aliento se nos hacía nubes, que se mezclaban y luego desaparecían.

Cuando llegamos a Sunset miré a ambos lados y vi, a una manzana a la izquierda, un rótulo de neón sobre una arcada que decía: «Cat & Fiddle Bar.» Señalé hacia allí y Rachel echó a andar. Guardamos silencio hasta que llegamos.

Al pasar bajo la arcada cruzamos una terraza con varias mesas bajo parasoles de lona verde, pero todas estaban vacías. Más allá, al otro lado de las ventanas se veía el interior de lo que parecía un bar cálido y acogedor. Entramos, vimos un apartado vacío en el lado opuesto a donde se jugaba a dardos y nos sentamos en él. Era un típico pub inglés. Cuando acudió la camarera, Rachel me dio preferencia y pedí una mezcla de cervezas que se llama black and tan. Ella pidió lo mismo.

Estuvimos mirando a nuestro alrededor y apenas hablamos hasta que trajeron las bebidas.

Brindamos y bebimos.

La miré por el rabillo del ojo. Tenía la impresión de que nunca se había tomado una black and tan.

La Harp es más pesada. Se queda siempre en el fondo, y la Guinness, arriba. Sonrió.

– Cuando has pedido black and tan ya he supuesto que sería algo que conocías bien. Pero está buena. Me gusta, aunque es fuerte.

– Si de algo saben los irlandeses es de hacer cerveza. Los ingleses se lo deben a ellos.

– Con dos como ésta tendrás que pedir ayuda para llevarme al hotel.

– Lo dudo.

Nos instalamos en un confortable silencio. Al fondo había una chimenea empotrada y su calórenlo se repartía por toda la sala.

– ¿Tu verdadero nombre es John? Asentí.

– No soy irlandesa, pero siempre he creído que Sean era el equivalente irlandés de John.

– Sí, es la versión gaélica. Como éramos gemelos, mis padres decidieron… Bueno, en realidad fue cosa de mi madre.

– Me parece una buena idea.

Después de tomar varios tragos me decidí a preguntarle sobre el caso.

– Bueno, cuéntame cosas de Gladden.

– Todavía no tengo mucho que contar.

– Bueno, lo conociste. Lo entrevistaste. Algo debes de saber de él.

– No estaba muy dispuesto a cooperar. Tenía un recurso pendiente y creía que íbamos a utilizar lo que nos dijera para obstaculizarlo. Nos turnamos todos en varios intentos de sacarle algo. Al fin, y creo que fue idea de Bob, accedió a hablarnos en tercera persona. Como si el autor de los crímenes por los que le habían condenado fuera otra persona.

– Bundy también lo hizo, ¿no? Recordaba haberlo leído en un libro.

– Sí. Y otros también. Era sólo un ardid para garantizarles que no estábamos allí para conseguir pruebas contra ellos. La mayoría de esos hombres tiene un ego tremendo. Estaban deseando hablar con nosotros, pero había que garantizarles que estaban a salvo de eventuales represalias legales. Gladden era uno de ellos. Sobre todo porque sabía que tenía cursada una apelación con posibilidades.

– Debe de sentirse algo raro al saber que has tenido algo que ver, por poco que sea, con un asesino múltiple en activo.

– Sí. Aunque tengo la sensación de que si cualquiera de las personas que entrevistamos hubiera sido puesta en libertad como William Gladden, tendríamos que acabar persiguiéndola también. Esas personas no mejoran, Jack, y no se rehabilitan. Son lo que son.

Lo dijo como una advertencia, Y era la segunda insinuación que me hacía en ese sentido. Pensé en ello unos instantes, preguntándome sino estaría tratando de decirme algo más, también me dije que quizás estaría poniéndose sobre aviso a sí misma.

– ¿Y qué es lo que dijo? ¿Te contó algo de Beltran o de los Amigos del alma?

– Claro que no; de ser así lo habría recordado cuando vi a Beltran en la lista de las víctimas. Gladden no nos dio nombres. Pero nos dio la excusa habitual de los violadores. Dijo que habían abusado sexualmente de él cuando era pequeño. En numerosas ocasiones. Tenía la misma edad que los niños a los que más tarde había acosado en Tampa. Ya ves, es un pez que se muerde la cola. Es un modelo de comportamiento que encontramos con frecuencia. Llegan a obsesionarse precisamente con ese aspecto de sus vidas que es el que se las ha… arruinado. Asentí sin decir nada, pues deseaba que continuase. -La cosa duró tres años -añadió-, desde los nueve hasta los doce. Los episodios eran frecuentes e incluían la penetración oral y anal. No nos dijo quién era el violador, sólo que no era un pariente. Según Gladden, nunca se lo contó a su madre porque temía a aquel hombre. Lo amenazaba. Le imponía cierta autoridad. Bob hizo algunas llamadas para averiguarlo, pero no sacó nada en claro. Gladden no había especificado tanto como para darle

una pista. Tenía entonces veinte y tantos años y la época de las violaciones había sido muchos años antes. Aunque hubiéramos seguido investigando, los delitos ya habían prescrito. Ni siquiera pudimos encontrar a su madre para preguntarle. Se había ido de Tampa después de la detención y toda aquella publicidad. Y hasta ahora, claro, no hemos podido suponer que el violador era Beltran. Asentí con la cabeza.

Había terminado mi cerveza, pero Rachel apenas le daba sorbitos a la suya. No le gustaba. Llamé a la camarera y le pedí una Amstel Light para ella. Le dije que yo me acabaría su block and tan.

¿Y cómo terminó todo aquello? Quiero decir los abusos.

– Es la ironía de costumbre. Todo acabó cuando él ya se hizo demasiado mayor para Beltran. Éste lo rechazó y se fue a buscar una nueva víctima. Estamos localizando a todos los chicos a los que patrocinó como amigos del alma y vamos a interrogarlos. Apuesto a que abusó de todos. Él es la semilla del diablo de todo esto, Jack. Asegúrate que lo tienes en cuenta cuando escribas la historia. Beltran tuvo lo que merecía.

– Eso me suena a que simpatizas con Gladden.

Mala cosa lo que había dicho. Vi cómo los ojos se le encendían de ira.

– Maldita sea, lo que simpatizo con él. Lo que he dicho no significa que le perdone nada de lo que ha hecho ni que no vaya a meterle una bala en el cuerpo si se me pone a tiro. Pero él no se ha inventado el monstruo que lleva dentro. Se lo creó otra persona.

– Vale, no intentaba sugerir…

Llegó la camarera con la cerveza de Rachel y me salvó de seguir aventurándome por aquel tortuoso camino. Cogí la block and tan de Rachel del otro lado de la mesa y le di un trago largo, esperando que con ello superásemos mi desliz.

– Entonces, aparte de lo que te contó, ¿cuál es tu opinión sobre Gladden? ¿Te parece que es tan listo como todos le creen?

Me dio la impresión de que recomponía sus ideas antes de contestar.

– William Gladden sabía que su apetito sexual era inaceptable desde los puntos de vista legal, social y cultural. Está claro que eso lo atormentaba. Supongo que estaba en guerra consigo mismo, intentando comprender sus impulsos y sus deseos. Quiso contamos su historia, aunque fuera en tercera persona, y creo que consideraba que al hablamos de sí mismo en cierto modo se estaba ayudando, así como a otros que se encontrasen en el mismo camino. Si te fijas en estos dilemas que se planteaba, verás que ponen de manifiesto a un ser de gran altura intelectual. Quiero decir que la mayoría de las personas a las que entrevisté eran como animales. Como máquinas. Hacían lo que hacían… casi por instinto o como si hubieran sido programados, como si no tuvieran más remedio que hacerlo. Y lo hacían sin pensar demasiado. Gladden era diferente. De modo que sí, pienso que es tan listo como creemos que es, quizá más todavía.

– Suena raro lo que me acabas de decir. Ya sabes, lo de que estaba atormentado. No parece coincidir con el tipo al que estamos persiguiendo ahora. Éste parece ser tan sumamente consciente de lo que hace como lo era Hitler.

– Tienes razón. Pero tenemos muchas pruebas de que este tipo de predadores cambian, evolucionan. Sin ningún tratamiento, se trate o no de terapia a base de fármacos, existen precedentes de que alguien con un historial como el de William Gladden puede convertirse en alguien como el Poeta. La conclusión es que las personas cambian. Después de aquellas entrevistas aún siguió en prisión un año largo, antes de ganar el recurso y salir en libertad. A los pedo filos los tratan con la mayor dureza en la sociedad carcelaria. Por eso tienden a agruparse… lo mismo que en la sociedad libre. De ahí sus relaciones con Gomble y con otros pedófilos en Raiford. Supongo que lo que estoy diciendo es que no me sorprende que el hombre al que entrevisté hace tantos años se haya convertido en el hombre al que hoy llamamos el Poeta. No me resulta extraño.

Me distrajo una sonora explosión de risas y aplausos procedente de la cancha de dardos. Parecía que acababa de ser coronado el campeón de la noche.

– Ya basta de Gladden, por ahora -me dijo Rachel cuando volví a mirada-. Es endiabladamente deprimente.

– Vale.

– ¿Y qué hay de ti?

– A mí también me deprime.

– No, quiero decir lo tuyo. ¿Has hablado ya con tu redactor jefe?, ¿le has dicho que vuelves a estar con nosotros?

– No, aún no. Tengo que llamarle por la mañana para decirle que no espere un seguimiento por mi parte, pero que vuelvo a estar dentro de la investigación.

– ¿Cómo le va a sentar?

– Nada bien. Quiere una continuación sea como sea. El tema ya se ha convertido en una locomotora. Los medios nacionales están sobre él y hay que echarle más leña para que siga tirando del tren. Pero, qué demonios. Tiene otros reporteros. Puede poner a uno de ellos en el tema y a ver qué saca. Que no será mucho. También es posible que Michael Warren se descuelgue con otra exclusiva en el Times de Los Angeles, y eso probablemente me llevará al cuarto de los ratones.

– Eres un cínico.

– Soy realista.

– No te preocupes por Warren. Gor… quienquiera que le haya filtrado lo de antes, no volverá a hacerlo. Sería demasiado arriesgado por Bob.

– Un desliz freudiano, ¿no? Habrá que verlo, de todos modos.

– ¿Cómo has llegado a ser tan cínico, Jack? Pensaba que sólo eran así los polis cansados de mediana edad.

– Es de nacimiento, supongo. -Apuesto a que sí.

En el camino de vuelta parecía que hacía aún más frío. De buena gana le habría pasado el brazo por los hombros, pero sabía que no me dejaría. La calle tenía ojos y ni siquiera lo intenté. Cuando nos acercábamos al hotel me acordé de una historia y se la conté.

– Ya sabes que cuando estás en la universidad siempre hay uno de esos correveidiles que hacen circular rumores sobre a quién le gusta quién y quién está enamorado de quién. ¿Te acuerdas?

– Sí, me acuerdo.

– Bueno, pues había una chica y yo tenía algo… estaba loco por ella. Yo era… No sé cómo, pero se enteró el correveidile, ¿sabes? Y cuando eso ocurría, lo que solías hacer era esperar a ver cómo reaccionaba la persona en cuestión. Fue uno de esos momentos en que yo sabía que ella sabía que la deseaba y ella sabía que yo sabía que lo sabía. ¿Comprendes?

– Sí.

– Pero la cosa es que yo no tenía confianza y… no sé. Un día estaba en el gimnasio, sentado en las gradas. Creo que me había adelantado para coger sitio para un partido de baloncesto o algo así, y aquello se estaba llenando de gente. Entonces llega ella, con una amiga, y se ponen a mirar las gradas buscando un sitio para sentarse. Fue uno de esos momentos decisivos: me miró directamente a los ojos y me hizo señas… Me quedé de piedra. Y… entonces… me volví y miré detrás de mí para ver si estaba saludando a algún otro.

– ¡Estás loco, Jack! -dijo Rachel sonriendo, sin tomarse la historia tan en serio como yo me la había tomado durante tanto tiempo-. ¿Y qué hizo ella?

– Cuando me volví para mirarla había bajado la vista, avergonzada. Verás, yo la había puesto en un aprieto con sólo el gesto de volverme… La había desairado… Después de eso empezó a salir con alguien. Y acabó casándose con él. Me costó mucho olvidarla.

Subimos en silencio los últimos escalones de la entrada del hotel. Le abrí la puerta y la miré con una sonrisa apenada, compungida. Después de tantos años, la historia me continuaba causando el mismo efecto.

– Pues ésa es la historia -le dije-. Eso demuestra que llevo muchos años siendo un loco cínico.

– Todo el mundo tiene historias como ésa de cuando era joven -dijo en un tono que parecía despreciar todo lo que le había contado.

Cruzamos el vestíbulo y el vigilante nocturno alzó la vista y nos saludó con un gesto. Daba la impresión de que la barba le había crecido desde la primera vez que lo había visto, unas horas antes. Al llegar a la escalera, Rachel se detuvo y, susurrando para que el recepcionista nocturno no se enterase, me pidió que no subiera.

– Creo que deberíamos ir cada uno a su habitación.

– Todavía puedo acompañarte hasta arriba. -No, ya vale.

Se volvió hacia el mostrador de recepción. El vigilante tenía la cabeza gacha y estaba leyendo una revista del corazón. Rachel se volvió hacia mí, me dio un beso silencioso en la mejilla y susurró una despedida. Me quedé mirando cómo subía las escaleras.

Sabía que no podría dormir. Demasiados pensamientos. Había hecho el amor con una mujer hermosa y había pasado la noche enamorándome de ella. No estaba seguro de qué clase de amor era aquél, pero sí sabía que era correspondido. Eso era lo que Rachel me había transmitido. Aquello tenía una calidez que no había experimentado casi nunca en toda mi vida y noté que su proximidad me conmovía y me inquietaba al mismo tiempo.

Mientras salía a la puerta del hotel a fumar un cigarrillo creció en mi interior la sensación de inquietud y me infectó la mente con otros pensamientos. Se inmiscuyó aquella historia, y el enfado de ella y los pensamientos sobre lo que podía haber ocurrido todavía me atenazaban, tantos años después de aquel día en las gradas. Me maravillaba el modo en que perviven algunos recuerdos y la precisión con que se pueden revivir. A Rachel no se lo había dicho todo sobre la chica de la universidad. No le había contado la conclusión: que la chica era Riley y que el chico con el que empezó a salir y después se casó era mi hermano. No sabía por qué le había ocultado esa parte.

No tenía cigarrillos. Volví a entrar en el vestíbulo para preguntarle al vigilante dónde podía conseguir un paquete. Me dijo que volviera al Cat & Fiddle. Vi que tenía un paquete de Camel abierto sobre el mostrador, junto al montón de revistas, pero no se dignó ofrecerme uno y yo no se lo pedí.

Mientras caminaba solo hacia Sunset volví a pensar en Rachel y empezó a preocuparme algo que había notado cuando hacíamos el amor. Las tres veces que nos habíamos acostado se había abandonado tanto que se podría decir que era decididamente una mujer pasiva. Me dejaba llevar las riendas. La segunda vez que lo hicimos, y la tercera, esperaba algún cambio, incluso dudé en algunos movimientos y opciones para dejar que decidiera ella, pero no lo hizo. Incluso en el sagrado momento de penetrarla, tuve que buscar torpemente la entrada por mí mismo. Eso las tres veces. Nunca había visto cosa igual en una mujer con la que me hubiera acostado el mismo número de veces.

No había ningún mal en aquello, y tampoco me preocupaba lo más mínimo, pero me resultaba curioso. Porque su pasividad en aquellos momentos horizontales era diametralmente opuesta a su comportamiento en nuestros momentos verticales. Cuando estábamos fuera de la cama, ciertamente, dominaba o intentaba dominar. Era esa sutil contradicción lo que creía que me subyugaba de ella.

Cuando me detuve antes de cruzar Sunset para ir al bar, con el rabillo del ojo vi un movimiento lejano, a mi izquierda, mientras controlaba el tráfico. Seguí aquel movimiento y divisé la silueta de una persona que se ocultaba en el oscuro umbral de una tienda cerrada. Sentí un escalofrío, pero no me moví. Durante varios segundos me quedé contemplando el punto donde había visto desaparecer la silueta. La tienda estaba a unos veinte metros. Estaba seguro de que era un hombre y de que seguía allí, probablemente vigilándome desde las sombras mientras yo lo vigilaba a él.

Di cuatro pasos rápidos, decididos, en dirección al portal, pero entonces me quedé paralizado. Había sido una fanfarronada, pero me asusté cuando vi que nadie salía corriendo del portal. Noté que el corazón me daba botes. Sabía que a lo mejor no era más que un vagabundo buscando un lugar donde dormir. Sabía que podía tener un centenar de explicaciones. Pero no por eso dejaba de estar asustado. Quizás era sólo un transeúnte. Quizás era el Poeta. En una fracción de segundo me pasaron por la cabeza un millar de posibilidades. Yo había salido en la tele. El Poeta veía la tele. El Poeta ya había elegido. El oscuro portal estaba en el camino de vuelta al hotel Wilcox. No podría regresar. Me volví rápidamente y bajé a la calzada para cruzar la calle en dirección al bar.

Un bocinazo me hizo saltar hacia atrás. No había corrido ningún peligro. El coche había pasado a toda marcha, arrastrando tras de sí las risotadas de unos adolescentes, pero dos carriles más allá, aunque quizá me habían visto la cara, la mirada, y dedujeron que sería fácil asustarme.

En el bar pedí otra black and tan y pregunté por la máquina de tabaco. No me di cuenta de que me temblaba el pulso hasta que encendí el mechero cuando, por fin, me puse un cigarrillo en la boca. Y ahora ¿qué?, pensé mientras exhalaba el humo azulado hacia mi imagen reflejada en el espejo que había tras la barra del bar.

Me quedé allí hasta que anunciaron por segunda vez el cierre, a las dos, y entonces abandoné el Cat & Fiddle con el éxodo de los más recalcitrantes. Decidí que entre la gente estaría a salvo. Remoloneando tras el gentío descubrí a tres borrachos que se dirigían hacia el Wilcox y los seguí a unos pasos de distancia. Pasamos frente al portal en cuestión por la otra acera de Sunset y cuando miré a través de los cuatro carriles no alcancé a ver si la oscura guarida estaba vacía. Pero no podía rezagarme. Al pasar frente al Wilcox me separé de mi escolta, crucé Sunset a la carrera y me metí en el hotel. No recuperé el aliento hasta que estuve en el vestíbulo y reconocí el rostro ya familiar del vigilante nocturno.

A pesar de lo tarde que era y de lo cargado que iba de cerveza, el miedo que había pasado me libró de toda sensación de fatiga. No podría dormir. Ya en la habitación, me desnudé, me metí en la cama y apagué la luz, aunque sabía que todo aquello sería inútil. Al cabo de diez minutos me encaré con la realidad y encendí la luz.

Necesitaba distraerme. Un truco que tranquilizase mi mente y me permitiese dormir. Hice lo que había hecho tantas otras veces en similares circunstancias: llevarme el ordenador a la cama. Lo cargué, enchufé el módem a la línea telefónica de la habitación y me conecté mediante conferencia con la red del Rocky. No tenía ningún mensaje, y en realidad no esperaba ninguno, pero el solo hecho de hacerla ya empezaba a calmarme. Eché un vistazo a las noticias de agencia y apareció mi propio reportaje, en versión resumida, en la red nacional de Associated Press. Aparecería a la mañana siguiente y correría como un reguero de pólvora. Todos los redactores jefe, desde Nueva York a Los Angeles, iban a leer mi nombre en el encabezamiento. Así lo esperaba.

Después de salir y cortar la conexión, jugué unas manos de solitario con el ordenador, pero me aburría perder siempre. Buscando algo con qué distraerme, me agaché sobre la bolsa del ordenador para coger el sobre con las facturas del hotel de Phoenix, pero no pude encontrarlo. Miré en todos los bolsillos de la bolsa, pero los papeles no estaban allí. Cogí rápidamente la funda de almohada y la registré como a un sospechoso, pero no había más que ropa.

– Mierda -dije en voz alta.

Cerré los ojos y acabé de recordar lo que había hecho con los papeles en el avión. Me invadió una sensación de pavor cuando recordé que en un momento dado los había metido en la bolsa del respaldo delantero. Pero entonces recordé que, después de hablar con Warren, los había recuperado para hacer las otras llamadas. Tuve una visión clara del momento en que volví a meter los papeles en la bolsa del ordenador, mientras el avión ya descendía. Estaba seguro de que no me los había dejado allí.

La única alternativa, lo sabía, era que alguien hubiera entrado en mi habitación y se los hubiera llevado. Me paseé un poco por allí, sin estar muy seguro de lo que debía hacer. En realidad, me habían robado una propiedad robada por mí. ¿Ante quién podría reclamar?

Enfadado, abrí la puerta, salí al pasillo y me dirigí a la recepción. El vigilante nocturno estaba hojeando una revista llamada High Society que tenía en portada la foto de una mujer desnuda que utilizaba hábilmente los brazos y las manos para cubrirse estratégicamente, lo suficiente para que la revista se pudiera vender en los quioscos.

– Oiga, ¿ha visto a alguien entrar en mi habitación?

Se alzó de hombros y sacudió la cabeza negativamente.

– ¿Nadie?

– A los únicos que he visto pasar por aquí son usted y la señora que le acompañaba. Eso es.

Me lo quedé mirando un momento, esperando que dijera algo más, pero ya había recitado su papel.

– Vale.

Volví a la habitación y examiné la cerradura en busca de señales de que alguien hubiera hurgado en ella para entrar. No pude verlas. La cerradura era vieja y estaba rayada, pero debía de estar así desde hacía años. No tenía ni idea de cómo averiguar si una cerradura había sido manipulada, aunque me fuera la vida en ello, pero volví a mirarla, de todos modos. Estaba como loco.

Estuve tentado de llamar a Rachel y contarle que me habían robado en la habitación, pero el dilema era que no podía decirle lo que se habían llevado. No quería que se enterase de lo que yo había hecho. Me pasó por la mente el recuerdo de aquel día en las gradas y de otras lecciones aprendidas desde entonces. Me desnudé y volví a meterme en la cama.

Por fin acudió el sueño, pero no sin que antes tuviera la visión de Thorson en mi habitación hurgando en mis cosas. Al fin, me dormí, pero todavía enfadado.

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