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Las trece carpetas eran delgadas y todas contenían las cinco páginas del cuestionario de expediente facilitado por el FBI y la Fundación; algunas llevaban unas cuantas páginas más con notas complementarias o testimonios de colegas del fallecido sobre lo estresante que era el oficio.

La mayoría contaban la misma historia. Estrés profesional, alcohol, problemas conyugales, depresión. La fórmula básica de los conflictos del policía. Pero el ingrediente clave era la depresión. En casi todos los expedientes se informaba de que la víctima se había visto aquejada de una forma u otra de depresión producida por el trabajo. No obstante, sólo unos cuantos decían que las víctimas habían tenido problemas con un determinado caso no resuelto o con una investigación que se les había asignado.

Realicé una lectura rápida de las conclusiones de cada uno de los expedientes y descarté enseguida de mi investigación varios de los casos debido a factores diversos, desde los suicidios que habían sido presenciados por alguien hasta los que habían tenido lugar en circunstancias que impedían considerarlos.

Rebajar los ocho casos restantes iba a resultar más difícil porque todos ellos encajaban, al menos por los detalles del sumario. En cada uno de ellos se hacía alguna referencia a casos concretos que agobiaban a las víctimas. El agobio por un caso sin resolver y las citas de Poe eran, en realidad, todo lo que tenía como modelo. De modo que me basé en ello y lo convertí en el patrón por el que juzgaría si aquellos ocho casos restantes podían formar parte de una serie de falsos suicidios.

Siguiendo este protocolo particular descarté dos casos más en los que encontré referencias a notas del suicida. En ambos casos la víctima había dirigido su escrito a una persona determinada, uno a la madre y el otro a la esposa, pidiéndole perdón y comprensión. Las notas no contenían ningún atisbo poético ni el más mínimo rasgo de estilo literario. Los descarté y me quedaron seis.

Leyendo uno de los casos restantes topé con la nota del suicida -una frase, como las que habían dejado mi hermano y Brooks- en un apéndice añadido al informe de los investigadores. Al leer aquellas palabras sentí un escalofrío, una descarga eléctrica. Porque las conocía:

Me rondan ángeles aviesos

Abrí rápidamente mi cuaderno de notas por la página en la que había escrito la estrofa de «Tierra de sueños» que Laurie Prine me había leído del CD-ROM:

Por un sendero desierto y oscuro,

en el que rondan tan sólo ángeles aviesos,

y en el que un ídolo llamado Noche

reina erguido sobre su oscuro trono;

poco tiempo ha arribé a estas tierras

desde una sombría Tule,

desde un país sobrenatural, que se halla, sublime,

fuera del espacio…fuera del tiempo.

Me quedé helado. Mi hermano y Morris Kotite, un detective de Albuquerque que supuestamente se había suicidado de un tiro en el pecho y otro en la sien, habían dejado notas que citaban la misma estrofa de un poema. Era una clave.

Pero esos sentimientos de reivindicación y excitación pronto dejaron paso a una rabia profunda y creciente. Me enfurecía lo que les había pasado a mi hermano y a estos otros hombres. Me enfurecí con los polis supervivientes por no haber detectado esa coincidencia y el pensamiento me voló a lo que Wexler había dicho cuando le convencí. «Un jodido periodista», había dicho. Ahora comprendía su rabia. Pero sobre todo, mi ira la provocaba aquel que lo había hecho y lo poco que sabía de él. Utilizando sus propias palabras, el asesino era un ídolo. Y yo estaba persiguiendo a un fantasma.

Me llevó una hora repasar los cinco casos restantes. Tomé notas de tres de ellos y descarté los otros dos. Uno lo rechacé al enterarme de que la muerte había ocurrido el mismo día que John Brooks fue asesinado en Chicago. Parecía improbable, dada la planificación que debía de haber supuesto cada uno de los crímenes, que se hubieran llevado a cabo dos en el mismo día.

El otro caso lo descarté porque el suicidio de la víctima había sido atribuido, entre otras cosas, a su desesperación ante el horrendo rapto y asesinato de una joven de Long Island, en Nueva York. En principio y aparentemente, aunque la víctima no había dejado ninguna nota, el suicidio encajaría en líneas generales en mi pauta y requeriría un escrutinio posterior, pero cuando leí el informe hasta el final me percaté de que en realidad aquel detective había resuelto el caso de rapto y asesinato con el arresto de un sospechoso. Esto se salía de la pauta y, claro, no encajaba con la teoría que Larry Washington había lanzado en Chicago, y que yo compartía, de que una misma persona se dedicaba a matar a la

víctima y después al policía de homicidios.

Uno de los tres últimos casos que me llamaron la atención -además del caso Kotite- fue el de Garland Petry, un detective de Dallas que se pegó un tiro en el pecho y después otro en la cara. Dejó una nota que decía: «Por desgracia, sé que me han despojado de mi fuerza.» Por supuesto, yo no conocía a Petry. Pero nunca había oído que un policía utilizara el verbo «despojar». La frase que supuestamente se le atribuía tenía cierto tono literario. Me limité a considerar que no correspondía a la mano ya la mente de un policía suicida.

El segundo de los casos también era de una sola frase. Clifford Beltran, detective de la Oficina del Sheriff del Condado de Sarasota, en Florida, se había suicidado supuestamente tres años atrás -era el caso más antiguo- dejando una nota que decía, simplemente: «Señor, ten piedad de mi pobre alma.» De nuevo se trataba de un conjunto de palabras que me sonaban extrañas en boca de un poli, de cualquier poli. Era sólo una corazonada, pero incluí a Beltran en mi lista.

Finalmente, el tercer caso lo incluí en mi lista a pesar de que no se mencionaba ninguna nota en el suicidio de John P McCafferty detective de homicidios de la policía de Baltimore. Puse a McCafferty en la lista porque su muerte tenía un misterioso parecido con la de John Brooks. Se suponía que McCafferty había disparado al suelo de su apartamento antes del segundo disparo fatal en la garganta. Recordé la suposición de Lawrence Washington de que ésta era la forma de dejar residuos de pólvora en las manos de la víctima.

Cuatro nombres. Los revisé un momento, junto con el resto de las notas que había ido tomando y después saqué de la bolsa de viaje el libro de Poe que había comprado en Boulder.

Era un tomo grueso que contenía todos los escritos atribuidos a Poe. Miré en la página del índice y comprobé que había setenta y seis páginas de poemas. Supe entonces que aquella larga noche iba a ser más larga todavía. Pedí al servicio de habitaciones una cafetera de ocho tazas y les dije que me subieran también unas aspirinas para el dolor de cabeza que, seguramente, me iba a producir aquel exceso de cafeína. Entonces empecé a leer.

Nunca he sido una persona a la que asuste la oscuridad. Llevaba diez años viviendo solo, había andado a solas a menudo por parques nacionales y había penetrado en edificios desiertos, arrasados por las llamas, para conseguir un reportaje. Me había sentado en coches oscuros estacionados en calles aún más oscuras, esperando a candidatos y hampones, o reunirme con informadores timoratos. Aunque los gángsters, ciertamente, me daban miedo, nunca lo había sentido por el hecho de estar a solas en la oscuridad. Pero debo reconocer que aquella noche las palabras de Poe me hicieron tiritar. Quizá porque estaba solo en una habitación de hotel, en una ciudad que no conocía. Quizá porque me asediaban aquellos documentos sobre muertes y asesinatos, o porque de algún modo sentía la presencia cercana de mi hermano muerto. O quizás era el simple hecho de saber cómo se estaban utilizando algunas de las palabras que iba leyendo. Fuera lo que fuese, me metió en el cuerpo un miedo del que no me pude librar mientras leía, ni siquiera cuando encendí el televisor para conseguir el reconfortante murmullo de un ruido de fondo.

Recostado en las almohadas de la cama, estuve leyendo con las luces de ambas mesillas encendidas y a la máxima intensidad. Pero aún así, me sobresalté cuando el áspero sonido de una carcajada llegó a mi habitación desde el pasillo.

Acababa de acomodarme en el hueco que mi cuerpo había formado en las almohadas y estaba leyendo un poema titulado «Un enigma» cuando sonó el teléfono, sorprendiéndome de nuevo con su doble timbrazo, tan distinto al sonido del teléfono de mi casa. Pasaba media hora de las doce y supuse que sería Greg Glenn desde Denver, donde aún debían de ser las diez y media. Pero en cuanto alcancé el aparato supe que me equivocaba. No le había dicho a Glenn en qué hotel estaba. El que llamaba era Michael Warren.

– Me figuré que estarías despierto y sólo quería comprobar… saber cómo te va.

Volví a sentirme incómodo por la facilidad con que se involucraba, por sus muchas preguntas. No se parecía en nada a cualquier otra fuente que me hubiera proporcionado información furtiva, pero no podía quitármelo de encima por las buenas, dado el riesgo que había corrido.

– Aún estoy en ello -le dije-. Aquí sentado, leyendo los poemas de Edgar Alian Poe. Estoy cagado de miedo. Se rió por pura cortesía.

– Pero ¿no hay nada bueno… referente a los suicidios? Entonces caí en la cuenta de algo.

– Oye, ¿desde dónde me llamas?

– Desde casa. ¿Por qué?

– ¿No me has dicho que vivías en Maryland?

– Sí. ¿Por qué?

– Entonces, es una llamada interurbana, ¿no? En tu factura quedará registrado que me has llamado aquí, hombre. ¿No has pensado en eso?

Me parecía increíble su descuido, sobre todo a la luz de sus propias advertencias sobre el FBI y la agente Walling.

– ¡Oh, mierda! Yo… Bueno, en realidad no creo que haya que preocuparse. Nadie va a mirar mis facturas. No estoy pasando secretos de Estado, a decir verdad.

– No lo sé. Tú les conoces mejor que yo.

– Bueno, dejemos eso, ¿qué has conseguido?

– Te he dicho que todavía estoy buscando. Tengo algunos nombres que pueden encajar. Escasos.

– Bueno, entonces va bien. Me alegro de que haya servido de algo arriesgarse. Asentí con la cabeza, pero recordé que no podía verme.

– Sí, muy bien, te reitero las gracias. Ahora tengo que seguir con esto. Estoy hecho polvo y quisiera terminarlo.

– Entonces, te dejo. Quizá mañana, cuando tengas un momento… Llámame para contarme lo que haya salido.

– No sé si es una buena idea, Michael. Creo que será mejor dejarlo.

– Bueno, como quieras. Supongo que, de todos modos, acabaré enterándome de todo. ¿Tienes ya el titular?

– No. Ni siquiera hemos hablado de eso.

– Un buen jefe de redacción. De todos modos, vuelve a lo tuyo. Buena caza.

Enseguida volví al abrazo de las palabras del poeta. Muerto ciento cincuenta años atrás, pero resurgido de la tumba para atraparme. Poe fue un maestro de la musicalidad y del ritmo. Su talante era adusto y su ritmo, a veces, frenético. Me descubrí a mí mismo identificando sus palabras y sus frases con mi propia vida. «Vivía solitario en un mundo de quejidos -escribió Poe- y mi alma era una marea estancada.» Palabras cortantes que parecían venirme como anillo al dedo, por lo menos en aquel momento.

Seguí leyendo y pronto me sentí atrapado por el empático zarpazo de la melancolía del poeta al leer las estrofas de «El lago»:

Pero cuando la noche había tendido su manto sobre aquel lugar, como encima de todo, y el místico viento pasaba murmurando una melodía… entonces… ¡ahí, entonces despertaba al horror del lago solitario.

Poe había captado mi miedo y mi vacilante memoria. Mi pesadilla. Había llegado hasta mí a través de un siglo y medio y me estaba poniendo su dedo helado en el pecho.

La muerte yacía en esa ola emponzoñada

que en su sima encerraba una tumba apropiada.

Acabé de leer el último poema a las tres de la madrugada. Sólo había encontrado una correlación entre las obras del poeta y las notas de los suicidas. La frase que los informes atribuían como despedida al detective Garland Petry -«Por desgracia, sé que me han despojado de mi fuerza»- había sido extraída del poema titulado «AAnnie».

Pero no hallé ninguna correspondencia con las últimas palabras atribuidas a Beltran, el detective de Sarasota, en los poemas escritos por Edgar Alian Poe. Empezaba a preguntarme si se me habría pasado por alto debido a la fatiga, aunque sabía que lo había leído todo cuidadosamente, a pesar de lo tardío de la hora. «Señor, ten piedad de mi pobre alma.» Ésa era la frase. Entonces se me ocurrió que ésa había podido ser perfectamente la última plegaria de un suicida. Descarté a Beltran de la lista, convencido de que esas tristes palabras eran realmente suyas.

Mientras luchaba contra el sueño analicé mis notas y comprobé que, decididamente, el caso McCafferty de Baltimore, y el caso Brooks, de Chicago, se parecían demasiado y no podía pasar por alto esa semejanza. Entonces decidí lo que haría por la mañana. Me iría a Baltimore a investigar más a fondo.

Esa noche volví a soñar. La única pesadilla recurrente de toda mi vida. Como siempre, soñé que iba cruzando un enorme lago helado, con el hielo azul negruzco bajo mis pies. En todas direcciones me hallaba a la misma distancia de la nada, todos los horizontes eran invisibles, de un blanco ardiente. Bajaba la cabeza y seguía caminando. Un paso. Dos. Entonces surgía del hielo una mano que me agarraba. Tiraba de mí hacia un agujero cada vez más grande. ¿Intentaba atraerme o asirse a mí para salir? Nunca lo sabía. No llegué a saberlo en ninguna de las ocasiones en que tuve ese sueño.

Todo lo que veía era la mano y el escuálido brazo que surgían de las negras aguas. Sabía que aquella mano era la muerte. Entonces me desperté.

Las luces y el televisor seguían encendidos. Me senté y miré a mi alrededor, al principio sin entender nada, pero enseguida recordé dónde estaba y lo que hacía. Esperé a que se me pasara el escalofrío y después me levanté. Apagué el televisor y me acerqué al minibar; rompí el precinto y abrí la puerta. Escogí un botellín de Amaretto y me lo bebí directamente, sin vaso. Miré el precio en la lista que te dan. Seis dólares. Analicé la lista y los exorbitantes precios sólo por hacer algo.

Por fin, noté que el licor empezaba a calentarme. Me senté en la cama y miré el reloj. Las cinco menos cuarto. Tenía que volver a la cama. Tenía que dormir. Me metí entre las sábanas y cogí el libro de la mesilla. Volví a leer aquel poema. Mis ojos volvieron a detenerse en aquellas dos líneas:

La muerte yacía en esa ola emponzoñada

que en su sima encerraba una tumba apropiada.

Por fin, aquellos pensamientos enrevesados dieron paso al cansancio. Dejé el libro y me acomodé en el hueco de la cama. Dormí como un tronco.

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