7

Gladden se apostó junto a la valla, en el lado opuesto al de la mujer que recogía los boletos de los niños. Ella no podía verle. Pero en cuanto el carrusel comenzase a girar, él podría estudiar a los niños uno por uno. Gladden se pasó los dedos por el cabello teñido de rubio y miró a su alrededor. Estaba casi seguro de que lo miraban como a un padre más.

El tiovivo iba a arrancar. El organillo tocaba los acordes de una canción que Gladden no pudo identificar y los caballos iniciaron su trote, girando en sentido contrario a las agujas del reloj. En realidad, Gladden no había subido nunca al carrusel, aunque había visto que muchos de los padres acompañaban a sus hijos. Pensó que eso sería arriesgarse demasiado. Se fijó en una niña de unos cinco años que se aferraba desesperadamente a uno de los caballitos negros. Iba inclinada hacia delante con los bracitos asiendo la barra, pintada a rayas en espiral, como un caramelo, que salía del cuello del caballito de madera. Una pernera del pantaloncito rosa se le había subido dejando al descubierto la cara interna del muslo. Tenía la piel morena, color café. Gladden hurgó en su macuto y sacó la cámara. Aumentó la velocidad del obturador para evitar que la toma saliera movida y encaró la cámara hacia el carrusel. Enfocó y esperó a que la niña volviera a pasar.

Tuvo que esperar dos vueltas del tiovivo, pero le pareció que había conseguido la foto y guardó de nuevo la cámara. Miró en derredor sólo para asegurarse de que todo iba bien y divisó a un hombre apoyado en la valla a unos seis metros a su derecha. Ese hombre no estaba antes ahí. Y lo más alarmante era que iba con chaqueta deportiva y corbata. O era un pervertido o era un policía. Gladden decidió que era mejor marcharse.

El sol casi cegaba en el muelle. Gladden metió la cámara dentro del macuto y sacó las gafas con cristales de espejo. Decidió alejarse por el muelle hasta el gentío. Allí podría despistar a aquel tipo si era necesario. Si es que realmente le estaba siguiendo. Recorrió aproximadamente la mitad del camino, tranquilo y sereno, actuando con frialdad. Entonces se detuvo junto a la valla, se volvió y se recostó de espaldas en ella como si quisiera tomar el sol. Levantó la cara hacia el sol, pero sus ojos, tras los espejos, miraban a la parte del muelle de donde había venido.

Durante unos instantes no pasó nada. No vio al hombre con chaqueta deportiva y corbata. Después lo vio con la chaqueta al brazo, también con gafas de sol, pasando por delante de las galerías libres de impuestos, acercándose lentamente en dirección a Gladden.

– ¡Mierda! -dijo Gladden en voz alta.

Al oír la exclamación, una mujer que estaba sentada en un banco cercano con un niño pequeño le lanzó a Gladden una mirada furibunda.

– Perdón -dijo Gladden.

Se volvió y paseó la mirada por el resto del muelle. Tenía que pensar con rapidez. Sabía que los polis solían ir en pareja cuando entraban en acción. ¿Dónde estaba el otro? Le costó treinta segundos descubrir entre la multitud a una mujer situada unos veinticinco metros por detrás del hombre de la corbata. Llevaba pantalón largo y un polo. No tan formal como el hombre. Habría pasado desapercibida a no ser por el receptor-transmisor que llevaba al costado. Gladden se percató de que ella intentaba ocultarlo. Cuando la miró, ella se volvió dándole la espalda y se puso a hablar por la radio.

Estaba pidiendo refuerzos. Tenía que ser eso. Él tenía que mantenerse tranquilo y pensar un plan. El hombre de la corbata estaba a menos de veinte metros. Gladden se apartó de la valla y empezó a caminar a paso ligero hacia el extremo del muelle. Hizo lo que había hecho la poli. Se escudó en el cuerpo y empujó el macuto para que le quedase delante. Abrió la cremallera, metió la mano y agarró la cámara. Sin sacarla, la manipuló hasta encontrar el botón de borrado y lo accionó. No era demasiado lo que tenía: la niña del carrusel y unos cuantos niños en las duchas públicas. No era una gran pérdida.

Hecho esto, siguió avanzando por el muelle. Sacó del bolso un paquete de cigarrillos y, escudándose con el cuerpo, se volvió y se cubrió del viento para encender uno. Cuando lo hubo encendido, alzó la vista y vio que los dos polis se iban acercando. Sabía que lo creían atraparlo. Estaba llegando al final del muelle. La mujer había alcanzado al hombre e iban hablando mientras se acercaban. Probablemente discutían sobre si sería conveniente esperar a los refuerzos, pensó Gladden.

Gladden se dirigió rápidamente hacia la tienda de artículos de pesca y las oficinas del muelle. Conocía bien el trazado del extremo del muelle. En dos ocasiones, durante aquella semana, había seguido a niños con sus padres desde el carrusel hasta allí. Sabía que al otro lado de la tienda de artículos de pesca había unas escaleras que subían al mirador, en la terraza.

Al doblar la esquina de la tienda, fuera del campo de visión de los polis, Gladden se puso a correr junto a la pared trasera y subió por la escalera. Desde allí podía ver la parte del muelle que estaba delante de la tienda. Los dos polis seguían allí abajo, hablando otra vez. Entonces el hombre siguió los pasos de Gladden y la mujer se quedó atrás. No le iban a dar la oportunidad de escabullirse. De pronto, a Gladden se le ocurrió una pregunta. ¿Cómo lo habían sabido? No es corriente que haya polis con traje por el muelle. Habían acudido allí con un objetivo. Él. Pero ¿cómo se habían enterado?

Dejó estos pensamientos para encararse con la situación real. Tenía que hacer algo para distraerlos. El hombre pronto

se daría cuenta de que él no estaba entre los pescadores situados en la punta del muelle y subiría a buscarlo en el mirador. Vio un cubo de basura en un rincón junto a la baranda de madera. Corrió hacia él y miró en su interior. Estaba casi vacío. Se descolgó el macuto, levantó el cubo de basura por encima de la cabeza y tomó impulso hacia la barandilla. Lo tiró tan lejos como pudo, vio cómo pasaba sobré las cabezas de dos pescadores y caía al agua con un fuerte salpicón. Entonces oyó a un niño que gritaba:

– ¡Ey!

– ¡Hombre al agua! -gritó Gladden-. ¡Hombre al agua!

Entonces cogió el macuto y corrió rápidamente hacia la barandilla trasera del mirador. Vio a la mujer policía. Todavía estaba allí abajo, aunque había oído claramente el chapoteo y los gritos. Un par de chiquillos corría junto a la tienda de artículos de pesca para ver qué eran aquellos gritos y el alboroto. Después de titubear un instante, la mujer se fue tras los niños rodeando el edificio hacia el lugar del chapoteo y la conmoción subsiguiente. Gladden se colgó el macuto al hombro, pasó por encima de la baranda, se colgó de ella y saltó desde una altura de metro y medio. Empezó a correr por el muelle en dirección a tierra firme.

Cuando estaba a mitad de camino, Gladden vio a dos polis de playa en bicicleta. Llevaban pantalón corto y polo azul. Totalmente ridículos. Los había visto el día anterior y le divirtió la idea de que aún así se considerasen polis. Ahora corrió directamente hacia ellos, agitando las manos para que se detuvieran.

– ¿Son ustedes el refuerzo? -les gritó cuando llegó a su altura-. Están en la punta del muelle. El tipo se ha tirado al agua. Necesitan ayuda y un bote. Me han enviado a avisarles.

– ¡Vamos! -gritó uno de los polis a su colega. Mientras uno salía pedaleando, el otro se sacó el transmisor de radio del cinturón y empezó a pedir un bote salvavidas.

Gladden les agradeció con un ademán su rápida reacción y se fue caminando en dirección opuesta. Al cabo de unos segundos se volvió y vio cómo el segundo poli pedaleaba hacia la punta del muelle. Gladden volvió a echar a correr.

En lo alto del puente que va desde la playa hasta la avenida Ocean, Gladden miró hacia atrás y vio el tumulto que se había formado en el extremo del muelle. Encendió otro cigarrillo y se quitó las gafas de sol. «Son tan estúpidos los polis», pensó. «Ya tienen lo que se merecen.» Se apresuró a alcanzar la calle, cruzó la avenida Ocean y anduvo hacia Third Street Promenade, donde estaba seguro de que podría perderse entre la multitud en la popular zona de tiendas y restaurantes. «Que se jodan los polis», pensó. «Han tenido su oportunidad y la han desperdiciado. Eso es lo que han hecho.»

En la zona peatonal, caminó por un pasaje que conducía a unos cuantos restaurantes de comida rápida. La excitación le había abierto el apetito y entró en uno de ellos para tomarse un trozo de pizza y una gaseosa. Mientras esperaba que la chica se lo calentase en el horno se acordó de la niña del carrusel y lamentó haber borrado el contenido de la cámara. Pero ¿cómo podía saber que le resultaría tan fácil escapar?

– Debería haberlo previsto -dijo airadamente en voz alta, y miró a su alrededor para asegurarse de que la muchacha que estaba tras el mostrador no le había oído. Se detuvo a contemplada un momento y la encontró carente de atractivo. Era demasiado mayor. Casi podría tener hijos.

Mientras la estaba mirando, ella, sin utilizar la pala, sacó el trozo de pizza del horno y lo puso en un plato de cartón. Después se chupó los dedos -se había quemado- y puso la comida de Gladden sobre el mostrador. Él se la llevó a la mesa, pero no la probó. Detestaba que alguien tocase su comida.

Gladden se preguntaba cuánto tiempo tendría que esperar hasta que estuviera a salvo y pudiera volver a la playa a recoger su coche. Afortunadamente, lo había dejado en un aparcamiento que estaba abierto toda la noche. Por si acaso. Pasara lo que pasase, tenía que evitar que dieran con su coche. Si lo hicieran podrían abrir el portaequipajes y encontrar su ordenador. Estaría acabado.

Cuanto más pensaba en el episodio de los policías, más se iba enfadando. Ya podía olvidarse del carrusel. No podía volver por allí. Al menos durante una buena temporada. Tendría que enviar un mensaje a los de la red.

Aún le costaba imaginarse cómo había ocurrido. Su mente sopesaba las distintas posibilidades, llegando a considerar incluso que hubiera sido alguno de la red, pero entonces sus pensamientos se detuvieron en la mujer que recogía los boletos. Ella debía de haber puesto la denuncia. Era la única que lo había visto todos los días. Había sido ella.

Cerró los ojos y recostó la cabeza en la pared. Imaginaba que estaba en el carrusel, acercándose a la mujer que recogía los boletos. Llevaba la navaja. Le iba a dar una lección para que aprendiera a meterse en sus cosas. Ella se creía que bastaba con…

Sintió la presencia de alguien. Alguien le estaba mirando.

Gladden abrió los ojos. Los dos polis del muelle estaban frente a él. El hombre, empapado en sudor, alzó la mano indicándole a Gladden que se levantase.

– Levántate, gilipollas.

De camino a comisaría, los dos polis no dijeron nada que le resultara útil a Gladden. Le habían cogido el macuto, le habían registrado, le habían esposado y le habían dicho que estaba arrestado, aunque se negaron a decirle por qué. Le quitaron los cigarrillos, la cartera y el macuto. Lo único de qué preocuparse era la cámara. Por suerte, esta vez no

llevaba sus libros.

Gladden repasó mentalmente lo que llevaba en la cartera y concluyó que no era nada importante. El carnet de conducir de Alabama lo identificaba como Harold Brisbane. Lo había conseguido a través de la red, cambiando fotos por carnets. Tenía otro en el coche, así que se despediría de Harold Brisbane en cuanto estuviera libre.

No habían conseguido las llaves del coche. Estaban bien escondidas en la rueda. Gladden estaba preparado para la eventualidad de que lo trincasen. Sabía que tenía que mantener a los polis alejados del coche. Había aprendido por experiencia a tomar tales precauciones, a planificar pensando siempre en el peor de los casos. Eso es lo que le había enseñado Horace en Raiford. Todas aquellas noches juntos.

En el despacho de detectives del Departamento de Policía de Santa Mónica lo metieron con rudeza pero en silencio en una sala de interrogatorios minúscula. Lo sentaron en una de las sillas de hierro pintadas de gris y le soltaron una de las esposas, que fijaron después a una anilla de hierro atornillada en el centro de la parte superior de la mesa. Los detectives salieron y lo dejaron solo durante más de una hora.

En la pared de enfrente había una ventana con cristal de espejo y Gladden sabía que estaba en una sala de observación. No podía imaginar a quién tenían al otro lado del cristal. No se le ocurría de qué modo podían haberle seguido la pista desde Phoenix o Denver o desde cualquier otra parte.

En un momento dado le pareció oír voces al otro lado del cristal. Estaban allí mirándole, contemplándolo, murmurando. Cerró los ojos y clavó la barbilla en el pecho para que no pudieran verle la cara. Entonces levantó de pronto la cabeza, con una mueca recelosa, de maníaco, y gritó:

– ¡Os va a pesar, malditos!

«Eso le hará temblar el pulso a quienquiera que los polis tengan ahí. La jodida recogeboletos», volvió a pensar. Y volvió a alimentar sus sueños de venganza contra ella.

Cuando ya llevaba noventa minutos encerrado, por fin se abrió la puerta y entraron los mismos polis. Trajeron sillas y la mujer se sentó justo enfrente de él y el hombre, a su izquierda. La mujer puso sobre la mesa una grabadora, junto con el macuto. «No pasa nada», se repetía Gladden una y otra vez para sus adentros como una letanía. Estaría libre antes de que se pusiera el sol.

– Perdone que le hayamos hecho esperar -dijo cordialmente la mujer.

– No hay problema -dijo él-. ¿Puedo recuperar mis cigarrillos?

Lo dijo señalando el macuto. En realidad no quería fumar, sólo quería ver si la cámara seguía allí. No se puede confiar en los jodidos polis. Eso no había tenido que enseñárselo Horace. La mujer ignoró su petición y puso en marcha la grabadora. Entonces se identificó como la detective Constance Delpy y a su compañero como el detective Ron Sweetzer. Ambos pertenecían a la Unidad de Niños Explotados.

A Gladden le sorprendió que fuera ella quien llevase la voz cantante. Parecía de cinco a ocho años más joven que Sweetzer. Llevaba el cabello rubio corto, muy práctico. Pesaba quizá seis o siete kilos de más, repartidos, sobre todo, entre las caderas y los antebrazos. Gladden supuso que hacía pesas. También pensó que era lesbiana. Tenía un sexto sentido para ese tipo de cosas.

Sweetzer tenía una cara ojerosa y un porte lacónico. Había perdido el cabello de manera que le había quedado una estrecha banda que le llegaba hasta la coronilla.

Gladden decidió concentrarse en Delpy.

Era la que mandaba.

Delpy se sacó del bolsillo una tarjeta y le leyó a Gladden sus derechos constitucionales.

– ¿Para qué me lee eso? -le preguntó él cuando acabó-. No he hecho nada malo.

– ¿Ha comprendido usted estos derechos?

– Lo que no comprendo es por qué estoy aquí.

– Señor Brisbane, ¿ha comprendido usted…?

– Sí.

– Bueno. A propósito, su carnet de conducir es de Alabama. ¿Qué está haciendo usted por aquí?

– Eso es asunto mío. Ahora me gustaría hablar con un abogado. No pienso contestar a ninguna pregunta. Como ya le he dicho, he comprendido perfectamente los derechos que me acaba de leer.

Sabía que lo que querían era su dirección allí y la ubicación de su coche. De momento no tenían nada. Pero el hecho de haber salido corriendo probablemente era suficiente para que un juez local lo considerase motivo suficiente y les diera un mandato para investigar el domicilio y el coche si podían localizarlos. Eso no podía permitirlo, de ningún modo.

– Enseguida hablaremos de su abogado -le dijo Delpy-. Pero quiero darle la oportunidad de aclarar esto, quizá para que salga de aquí sin necesidad de gastar dinero en un abogado.

Abrió el macuto y sacó la cámara y la bolsa de caramelos Starburst que tanto gustaban a los niños.

– ¿Qué es todo esto? -le preguntó.

– A mí me parece bastante evidente.

Ella levantó la cámara y la miró domo si no hubiera visto nunca nada igual.

– ¿Para qué la usa?

– Para sacar fotos.

– ¿De niños?

– Quiero un abogado ahora.

– ¿Qué hay de estos caramelos? ¿Qué hace con ellos? ¿Se los da a los niños?

– Quiero hablar con un abogado.

– A la mierda el abogado -dijo Sweetzer enojado-. Te hemos pillado, Brisbane. Has estado fotografiando niños en las duchas. Niños desnudos con sus madres. Me das asco, joder.

Gladden se aclaró la garganta y lanzó a Delpy una mirada inexpresiva.

– Yo no sé nada de eso. Pero he de hacerle una pregunta: ¿Cuál es el delito? ¿Lo sabe? No estoy diciendo que lo haya hecho, pero aunque lo hubiera hecho, no sabía que sacar fotos de niños en la playa fuera contra la ley.

Gladden sacudió la cabeza como si estuviera confuso. Delpy sacudió la suya como si le diera asco.

– Detective Delpy, puedo asegurarle que existen numerosos precedentes legales que sostienen que la observación de la desnudez pública aceptable (en este caso, una madre lavando a su hijo en la playa) no puede considerarse un acto lascivo. Ya ve, si el fotógrafo que saca esas fotos comete un delito, también tendrían ustedes que procesar a la madre por brindarle la ocasión. Es probable que usted sepa ya todo esto. Estoy seguro de que uno de ustedes se ha pasado la última hora y media consultando con el fiscal.

Sweetzer se inclinó hacia él sobre la mesa. Gladden pudo percibir su aliento, que olía a cigarrillos y a patatas fritas con salsa barbacoa. Supuso que Sweetzer había estado comiendo patatas a propósito, sólo para que su aliento resultase intolerable durante el interrogatorio.

– Escúchame, gilipollas, sabemos exactamente quién eres y lo que estás haciendo. He visto raptos, homicidios… pero vosotros, tíos, sois la forma de vida más ruin de todo el planeta tierra. ¿No quieres hablar con nosotros? Bien, no hay problema. Vamos a hacer una cosa, te llevaremos a Biscailuz esta noche y te pondremos con todos los demás. Conozco a algunos que están allí, Brisbane. Y te vaya decir algo. ¿Sabes qué les hacen allí a los pedófilos?

Gladden volvió la cabeza lentamente hasta que sus ojos se posaron tranquilamente en los de Sweetzer por primera vez.

– Detective, no estoy muy seguro, pero creo que sólo su aliento ya constituye un castigo cruel y fuera de lo común. Si se da el caso de que me condenan por haber sacado fotos en la playa, me basaré en eso para apelar.

Sweetzer echó el brazo hacia atrás.

– ¡Ron!

Se quedó inmóvil, mirando a Delpy, y bajó el brazo lentamente. Gladden no se había inmutado ante la amenaza. Le habría venido bien el golpe. Sabía que le habría ayudado en el juicio.

– Muy listo -dijo Sweetzer-. Lo que tenemos aquí es un detenido legalista que cree estar al tanto de todo. Muy bonito. Bueno, esta noche vas a saber lo que es bueno, no sé si me entiendes.

– ¿ Puedo llamar ya a un abogado? -preguntó Gladden con voz cansina.

Sabía lo que estaban haciendo. No tenían nada contra él Y estaban tratando de amedrentado para ver si cometía un error. Pero no les iba a complacer porque era demasiado listo para ellos. Y sospechaba que en el fondo ya lo sabían.

– Mira, yo no voy a ir a Biscailuz y todos lo sabemos. ¿Qué tenéis contra mí? Tenéis mi cámara; no sé si lo habéis comprobado, pero no hay ninguna foto en ella. Y tenéis a alguna recoge boletos o algún salvavidas o algún otro que dice que yo he sacado unas fotos. Pero no existe otra prueba que sus palabras. Y si sólo los habéis traído para que me identifiquen a través del espejo, esa identificación tampoco es válida. No ha sido ni remotamente una rueda de reconocimiento imparcial.

Esperó a que dijeran algo, pero no lo hicieron. Ahora era él quien llevaba la batuta.

– Aunque el fondo de todo este asunto es que quienquiera que tengáis tras ese cristal, él o ella es testigo de algo que ni siquiera es delito. Si eso equivale a pasar una noche en la prisión del condado, no lo sé. Pero quizá pueda explicármelo usted, detective Sweetzer, si no es demasiado pedir a su inteligencia.

Sweetzer se levantó de pronto, tirando su silla contra la pared. Delpy sujetó su brazo, sometiéndolo esta vez físicamente.

– Tómatelo con calma, Ron -le ordenó-. Siéntate, haz el favor de sentarte.

Sweetzer cumplió la orden. Entonces Delpy miró a Gladden.

– Si van a seguir con esto, tendré que hacer esa llamada -dijo él-. Por favor, ¿dónde está el teléfono?

– Tendrá usted su teléfono. En cuanto formulemos la acusación. Pero olvídese de los cigarrillos. No se puede fumar en la cárcel del condado. Nosotros cuidamos de su salud.

– ¿Acusación? ¿De qué cargos? No pueden detenerme.

– Contaminación de aguas públicas, vandalismo contra la propiedad municipal. Evasión frente a un oficial de policía.

Las cejas de Gladden se alzaron con una mirada interrogante. Delpy le sonrió.

– Olvida usted algo -dijo ella-. El cubo de basura que tiró usted a la bahía de Santa Mónica.

Asintió triunfante y apagó la grabadora.

En la celda de la jefatura de policía le permitieron a Gladden que hiciera la llamada. Al ponerse el receptor en la oreja pudo percibir el olor del jabón industrial que le habían dado para que se quitase la tinta de los dedos. Eso le sirvió para recordar que tenía que estar libre antes de que sus huellas fuesen contrastadas en el ordenador nacional. Marcó un número que había procurado memorizar la noche en que llegó a la costa. Krasner estaba en la lista de la red.

Al principio, la secretaria del abogado estuvo a punto de colgarle, pero entonces él le pidió que le dijera al señor Krasner que llamaba de parte del señor Pederson, el nombre sugerido en el boletín de la red. Entonces Krasner se puso enseguida al teléfono.

– Sí, aquí Arthur Krasner. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Señor Krasner, mi nombre es Harold Brisbane y tengo un problema.

Entonces Gladden le contó detalladamente a Krasner lo que le había ocurrido. Hablaba en voz baja porque no estaba solo. Había otros dos hombres en la celda, esperando ser trasladados a la prisión del condado en Biscailuz. Uno estaba estirado en el suelo, durmiendo; era un drogadicto. El otro estaba sentado al otro lado de la celda, pero no dejaba de mirar a Gladden e intentaba escuchar porque no tenía otra cosa que hacer. Gladden pensó que podía ser una trampa, un poli que se hacía pasar por detenido para escuchar furtivamente su conversación con el abogado.

Por eso Gladden evitó decir su verdadero nombre. Krasner permaneció un rato en silencio.

– ¿Qué es ese ruido? -preguntó podin.

– Hay un tipo durmiendo en el suelo. Y está roncando.

– Harold, usted no debería estar entre esa gente -se lamentó Krasner en un tono paternalista que disgustó a Gladden-. Hemos de hacer algo.

– Para eso le llamo.

– Mis honorarios por hoy y por mañana serán de mil dólares. Le hago un descuento generoso. Se lo hago porque viene usted de parte de… del señor Pederson. Si la cosa se alarga más allá de mañana, tendremos que discutirlo. ¿Tiene algún problema para conseguir el dinero?

– No, ningún problema.

– ¿Y para la fianza? Además de mis honorarios, ¿podrá usted pagar la fianza? Parece que está fuera de lugar una pignoración de propiedades. El fiador se lleva el diez por ciento de la fianza fijada por el juez. Éstos son sus honorarios. No se le devolverán.

– Sí, olvide las propiedades. Después de pagarle sus exorbitantes honorarios es probable que pueda conseguir cinco más. Eso de manera inmediata. Puedo conseguir más, pero sería difícil. Quisiera fijarlo en un máximo de cinco y quiero salir lo más pronto posible.

Krasner ignoró el comentario sobre sus honorarios.

– ¿Quiere decir cinco mil?

– Sí, claro. Cinco mil dólares. ¿Qué puede usted hacer con eso?

Gladden se imaginó que Krasner probablemente se estaba arrepintiendo de haber rebajado sus inflados honorarios.

– Vale, eso quiere decir que puede usted llegar a una fianza de cincuenta mil. Creo que vamos por buen camino. Se trata de un arresto por delito, de momento. Aunque la fuga y la contaminación se pueden calificar como delitos o como faltas. Estoy seguro de que los rebajarán. Es una exageración urdida por los polis. Sólo tenemos que llevado ante el tribunal y saldrá bajo fianza.

– Sí.

– Creo que cincuenta mil es mucho para este asunto, pero forma parte del regateo que tendré que hacer con el agente del registro. Ya veremos cómo va. Tengo entendido que no ha dado usted su domicilio.

– Correcto. Necesito uno.

– Entonces quizás hagan falta los cincuenta. Pero entretanto vaya ver qué se puede hacer con su domicilio. Eso quizá comporte algunos gastos adicionales. No será mucho. Puedo pro me…

– De acuerdo. Hágalo.

Gladden se volvió hacia el hombre que estaba al otro lado de la celda.

– ¿Y qué pasa con esta noche? -preguntó en voz baja-. Ya se lo he dicho, estos polis están intentando hacerme daño.

– Creo que es una fanfarronada, pero…

– Para usted es fácil decirlo…

– Pero no puedo hacer nada. Escúcheme, señor Brisbane. No puedo sacarle esta noche, pero voy a hacer unas llamadas. Estará usted bien. Haré que le pongan en la K-9.

– ¿Qué es eso?

– Es una zona de trato especial en la prisión. Por lo general está reservada para confidentes y casos de gente poderosa. Llamaré a la cárcel y les diré que es usted confidente en una investigación federal que se lleva desde Washington.

– ¿No lo comprobarán?

– Sí, pero hoy ya será demasiado tarde. Le pondrán en la K-9 y mañana, para cuando comprueben que es falso, usted ya estará ante el tribunal y esperemos que poco después en libertad.

– Es un buen truco, Krasner.

– Sí, pero no podré usado de nuevo. Creo que tendré que subirle un poco los honorarios de que hemos hablado, para cubrir las pérdidas.

– A la mierda con eso. Mire, éste es el trato. Tengo acceso a seis de los grandes, como máximo. Sáqueme de aquí y lo que quede después de pagar al fiador, para usted. Es un buen negocio.

– Trato hecho. Ahora, una cosa más. Usted ha hablado también de la necesidad de adelantarse en lo de las huellas dactilares. Necesito hacerme una idea de eso. De modo que, en conciencia, no puedo llegar a ningún acuerdo antes de que el tribunal…

– Tengo antecedentes, si es eso lo que me pregunta. Pero no creo que usted y yo tengamos que hablar de eso.

– Le entiendo.

– ¿Para cuándo me emplazarán?

– A última hora de la mañana. Cuando llame a la cárcel; en cuanto cuelgue, veré si pueden programado para que salga en el primer autobús a Santa Mónica. Es mejor esperar en el juzgado que en Biscailuz.

– No lo sabía. Es la primera vez que estoy aquí.

– Uf, señor Brisbane, tengo que reclamarle de nuevo mis honorarios y el importe de la fianza. Me temo que el dinero tendrá que estar en mis manos antes de acudir al juzgado mañana.

– ¿Me puede dar acceso a alguna cuenta? -Sí.

– Déme el número. Le haré la transferencia por la mañana. ¿Puedo hacer llamadas de larga distancia desde la K-9?

– No. Tendrá que llamar a mi despacho. Le diré a Judy que espere su llamada. Entonces ella marcará por otra línea el número que usted le dé y hará la conexión. No habrá problemas. Ya lo hemos hecho otras veces.

Krasner le dio el número de su cuenta y Gladden utilizó la técnica de memorización que Horace le había enseñado para recordarlo.

– Señor Krasner, se hará usted un gran favor a sí mismo si destruye el registro telefónico de esta transacción y se limita a contabilizar el pago de sus honorarios como si se lo hubiera ingresado en efectivo.

– Le entiendo. ¿Se le ocurre alguna otra cosa?

– Sí. Será mejor que ponga usted algo en la red ASP diciéndoles a los demás lo que ha ocurrido, para que se mantengan alejados del carrusel.

– Lo haré.

Después de colgar, Gladden apoyó la espalda en la pared y se dejó caer hasta quedar sentado en el suelo. Evitó mirar al hombre que estaba al otro lado de la celda. Notó que habían cesado los ronquidos y supuso que quizás el que estaba tendido en el suelo había muerto. Una sobredosis. Entonces el hombre se movió un poco. Por un instante, Gladden consideró la posibilidad de llegar hasta él, quitarle el brazalete de plástico y cambiarlo por el suyo. Probablemente estaría libre a la mañana siguiente y se ahorraría la tarifa del abogado y los 50.000 dólares de fianza.

Pero decidió que era muy arriesgado. El hombre sentado en el rincón de la celda podía ser un poli y, además, el que estaba en el suelo podía ser un delincuente multirreincidente. Nunca se sabe cuándo un juez va a decir que ya basta. Gladden decidió encomendarse a Krasner. Al fin y al cabo, su nombre lo había sacado de la red. El abogado debía de saber lo que hacía. Pero aún le preocupaban los seis mil dólares. Estaba siendo extorsionado por el propio sistema judicial. ¿Seis mil por qué? ¿Qué mal había hecho?

Se llevó la mano al bolsillo en busca de un cigarrillo, pero entonces recordó que se los habían quitado. Esto aún le hizo enfadarse más. Y sintió compasión de sí mismo. ¿Por qué le estaba persiguiendo la sociedad? Él no había escogido sus instintos y sus inclinaciones. ¿Es que no podían entenderlo?

Gladden deseaba tener consigo su portátil. Quería conectarse y hablar con los de la red. Los de su cuerda. Se sentía solo en la celda. Estuvo a punto de ponerse a llorar, pero el hombre recostado contra la otra pared le estaba mirando. No iba a llorar delante de él.

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