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No sentía dolor, y eso le sorprendía. La sangre, que le chorreaba por entre los dedos y las manos, era cálida y reconfortante. Tenía la vertiginosa sensación de que acababa de pasar una prueba. Lo había conseguido. Lo que fuera.

El ruido y el movimiento a su alrededor quedaban amortiguados, como a cámara lenta. Miró en derredor y vio al que le había disparado. Denver. Sus miradas se cruzaron un instante pero enseguida se interpuso alguien. El hombre de negro se agachó sobre él para hacerle algo. Gladden miró hacia abajo y vio que tenía las manos esposadas. Sonrió ante tamaña estupidez. Adonde él iba ahora, no habían esposas que lo maniataran.

Después la vio a ella. Una mujer agachada al lado del de Denver. Le apretaba la mano. Gladden la reconoció. Era una que había ido a verle a la prisión hacía muchos años. Ahora se acordaba.

Tenía frío. En los hombros y en el cuello. Tenía las piernas entumecidas. Quería una manta, pero nadie lo miraba. A nadie le importaba. Cada vez había más luz en la estancia, como si hubiera cámaras de televisión. Se estaba yendo poco a poco, y lo sabía.

– O sea, que es así-susurró, pero nadie le oyó.

Excepto la mujer. Se volvió al oír sus palabras. Las miradas conectaron y, al cabo de un momento, Gladden creyó ver un leve gesto de asentimiento, la certeza del reconocimiento.

«¿Reconocimiento de qué? -se preguntó-. ¿De que me estoy muriendo? ¿De que estaba predestinado a acabar así?» Volvió la cabeza hacia ella y esperó a que la vida acabase de salir de su cuerpo. Ahora podía descansar. Por fin.

Volvió a mirada otra vez, pero ella estaba mirando hacia abajo, al hombre.

Gladden también se quedó mirándolo, al hombre que lo había matado, y un pensamiento extraño se abrió camino entre la sangre.

Le parecía demasiado mayor para haber tenido un hermano tan joven.

Debía de haber un error en alguna parte.

Gladden murió con los ojos abiertos, mirando al hombre que lo había matado.

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