17

Repugnaba a los instintos de Gladden permanecer en la ciudad, pero no le quedaba más remedio, de momento. Tenía algunas cosas que hacer. Los fondos transferidos por cable estarían en la sucursal de la Wells Fargo al cabo de unas horas y tenía que reemplazar la cámara. Era una prioridad absoluta y no podía hacerlo si estaba en la carretera, camino de Fresno o de cualquier otro lugar. Así que tenía que quedarse en Los Angeles.

Se miró en el espejo que había sobre la cama y analizó su propia imagen. Ahora su cabello era negro. No se había afeitado desde el viernes y la barba ya era espesa. Alcanzó las gafas de la mesilla y se las puso. Se había deshecho de las lentes de contacto coloreadas en el In N Out, donde había cenado la noche anterior. Volvió a mirarse al espejo y le sonrió a su nueva imagen. Era un hombre nuevo.

Echó un vistazo a la televisión. Una mujer practicaba una felación a un hombre mientras otro le hacía el amor en la postura que de forma instintiva usan los perros. El sonido estaba bajo, pero él ya sabía cómo sonaba aquello. Había tenido la tele encendida toda la noche. Las películas porno que venían incluidas en el precio de la habitación no llegaban a producirle ninguna excitación porque todos los actores eran demasiado viejos y parecían aburridos. Eran desagradables. Pero mantenía la tele encendida. Le ayudaba a recordar que todo el mundo siente deseos malévolos.

Volvió a mirar su libro y empezó a leer de nuevo el poema de Poe. Lo sabía de memoria, después de tantos años y tantas lecturas. Pero, aun así, le complacía mirar las palabras escritas en sus páginas y sostener el libro en las manos.

De algún modo, le hacía sentirse cómodo.

En visiones de la oscura noche he soñado con el gozo ya ido; pero un sueño de luz y de vida ha dejado mi pecho transido.

Gladden se sentó y dejó el libro. En ese momento oyó que un coche se detenía delante de su habitación. Se acercó a las cortinas y escudriñó el aparcamiento. El sol le hizo daño en los ojos. Era sólo el coche de alguien que llegaba al motel. Un hombre y una mujer, ambos al parecer borrachos ya, aunque aún no era mediodía.

Gladden sabía que había llegado el momento de salir. Antes necesitaba conseguir un periódico para ver si publicaba alguna noticia sobre Evangeline. Sobre él. Después, tenía que ir al banco. Y luego a por la cámara. Quizá más tarde, si tenía tiempo, saldría en busca de algo más. Sabía que cuanto más tiempo pasara allí dentro, más posibilidades tenía de que no detectasen su paradero. Pero también confiaba en que había borrado cuidadosamente sus huellas. Había cambiado dos veces de motel desde que abandonó el Hollywood Star. La primera habitación, en Culver City, sólo la utilizó para teñirse el cabello. Después se lavó, lo dejó todo limpio y se marchó. Entonces cogió el coche, se dirigió hacia el valle y se registró en la pocilga en que estaba sentado ahora, el Bon Soir Motel de Ventura Boulevard, en Studio Cirro Cuarenta pavos por noche, incluidos tres canales de películas sólo para adultos.

Se había registrado con el nombre de Richard Kidwell. Era el que figuraba en su último carnet de identidad. Había tenido que entrar en la red y hacerse con unos cuantos más. Recordó que le habían pedido un apartado de correos para enviárselos; otro motivo para quedarse en Los Angeles. Al menos de momento. Añadió el apartado de correos a la lista de cosas que tenía que hacer.

Echó un vistazo al televisor mientras se ponía los pantalones. Una mujer con un pene de goma sujeto al abdomen con unas tiras que le rodeaban la pelvis mantenía relaciones sexuales con otra mujer. Gladden se ató los cordones de los zapatos, apagó el televisor y salió de la habitación.

El brillo del sol le hizo encogerse. Cruzó a grandes zancadas el aparcamiento en dirección a la recepción del motel. Llevaba una camiseta blanca con un dibujo de Pluto. Ese perro era su animal favorito de los dibujos animados. En otros tiempos, aquella camiseta le había ayudado a aliviar el miedo de los niños. Siempre le había funcionado.

Tras la ventanilla de recepción se sentaba una mujer de aspecto desaliñado con un tatuaje en lo que en tiempos había sido la curva superior de su pecho izquierdo. Ahora se le había aflojado la piel y el tatuaje estaba tan viejo y deforme que a duras penas se podía decir que no era un cardenal. Llevaba una peluca rubia y larga, los labios pintados de rosa brillante y, en las mejillas, maquillaje suficiente para recubrir un pastelillo o pasar por una evangelista televisiva. Era la misma que había registrado su entrada el día anterior. Gladden puso un billete de un dólar bajo la ventanilla y le pidió cambio en monedas. No sabía lo que costaban los periódicos en Los Angeles. En otras ciudades le habían costado entre veinticinco y cincuenta centavos.

– Lo siento, nene, no tengo cambio -le dijo ella con una voz que estaba pidiendo a gritos otro cigarrillo.

– ¡Mierda! -dijo Gladden enojado. Sacudió la cabeza. No había manera de que funcionasen los servicios en el país-. ¿Y en el bolso? No quisiera tener que salir a la jodida calle sólo por un diario.

– Deje que mire. Y vigile esa boca. No hay por qué estar tan malhumorado.

Se la quedó mirando mientras se levantaba. La minifalda de tubo negra dejaba al descubierto una vergonzosa red de venas varicosas que le bajaban por la parte trasera de los muslos. No podía hacerse una idea de su edad, entre la treintena y los cuarenta y cinco. Cuando ella se agachó para sacar el bolso de un archivador a Gladden le dio la

impresión de que lo hacía a propósito para que la mirase. La mujer volvió con el bolso y se puso a buscar cambio en su interior. Mientras el gran bolso negro se tragaba su mano como un animal, ella le miró a través del cristal como si lo estuviera tasando.

– ¿Ha visto algo que le guste? -le preguntó.

– No, realmente no -replicó Gladden-. ¿Tiene cambio? Ella sacó la mano del bolso y contó las monedas.

– No hace falta que sea tan brusco. Además, sólo tengo setenta y un centavos.

– Démelos -dijo Gladden empujando el dólar hacia dentro.

– ¿Está seguro? Seis de ellos son centavos.

– Sí, estoy seguro. Aquí está el dinero.

Ella dejó caer el cambio en la ranura y a él le costó recoger las monedas porque se había mordido las uñas hasta dejarlas en nada.

– Está usted en la habitación seis, ¿no? -dijo ella mirando la lista de huéspedes-. Se ha registrado solo. ¿Sigue solo todavía?

– ¿Qué? ¿A qué vienen tantas preguntas?

– Sólo lo comprobaba. ¿Qué hace usted ahí solo, de todos modos? Espero que no esté haciéndose pajas sobre la colcha.

Lo dijo con una sonrisa afectada y desafiante. Esa mujer le sacaba de sus casillas. Pero Gladden sabía que debía mantener la calma, no dar la impresión de que era incapaz de contenerse.

– Y ahora ¿quién está siendo brusco, eh? Si quiere saber mi opinión, es usted una zorra antipática y desagradable. Esas venas que le suben hasta el culo parecen el mapa de carreteras hacia el infierno, señora.

– ¡Eh! Vigile su…

– ¿O qué? ¿Me echará a patadas?

– Sólo que vigile lo que dice.

Gladden recogió la última moneda, una de diez centavos, y se volvió para salir sin replicar. Una vez en la calle, se acercó a la máquina expendedora de diarios y compró la edición de la mañana.

De nuevo a salvo en los confines de su habitación, Gladden hojeó el periódico en busca de la sección metropolitana. Sabía que la noticia debía estar allí. Recorrió rápidamente con la vista las ocho páginas de la sección y no encontró nada sobre el caso del asesinato en el motel.

Decepcionado, supuso que quizá la muerte de una sirvienta negra no era noticia en aquella ciudad.

Tiró el periódico sobre la cama. Pero en cuanto aterrizó le llamó la atención la fotografía que encabezaba la portada de la sección. Era la foto de un muchacho bajando por un tobogán. Volvió a coger el diario y leyó el pie de la foto. Decía que por fin habían repuesto en el parque MacArthur los columpios y demás atracciones infantiles, suprimidas durante el largo período en que gran parte del parque había estado cerrada a causa de la construcción de una estación de metro.

Gladden volvió a mirar la foto. Al chico del tobogán lo identificaban como Miguel Arax, de siete años. Gladden no conocía la zona en que estaba ubicado el nuevo parque, pero supuso que la construcción de una estación de metro nueva sólo se aprobaría en un sector deprimido de la ciudad. Eso significaba que la mayoría de los niños serían pobres y de piel morena, como el de la foto. Decidió que iría a ese parque más tarde, después de hacer sus tareas y una vez instalado. Siempre resultaba más fácil con los pobres. Tenían muchas necesidades.

«Instalado», repitió Gladden para sus adentros. Pensó que su prioridad real era instalarse. Por mucho que hubiera borrado sus huellas, no podía seguir en aquel motel ni en ningún otro. No era seguro. Los polis iban estrechando la vigilancia y pronto le echarían la vista encima. Era una sensación que no se basaba en otra cosa que en su instinto de supervivencia. Pronto le echarían la vista encima y tenía que ponerse a salvo.

Tiró el periódico y cogió el teléfono. La voz curada por el tabaco que respondió después de que él marcase el cero era inconfundible.

– Soy, bueno, Richard… el de la seis. Sólo quería decirle que siento lo que ha pasado antes. He estado un poco brusco y le pido disculpas.

Como ella no decía nada, insistió.

– De todos modos, tenía usted razón, se siente uno muy solo aquí y me preguntaba si seguiría en pie la oferta que me hizo antes.

– ¿Qué oferta?

Se lo estaba poniendo difícil.

– Ya sabe, me preguntó si había visto algo que me gustara. Bueno, pues, en realidad, sí.

– No sé. Estaba usted bastante irritable. No me gusta la gente irritable. ¿En qué está pensando?

– No sé. Pero dispongo de un centenar de pavos para asegurarme de que pasemos un buen rato. Se quedó callada un instante.

– Bueno, yo salgo de este tugurio a las cuatro. Después dispongo de todo el fin de semana. Podríamos salir. Gladden sonrió para sus adentros.

– No puedo esperar.

– Entonces, discúlpeme también. Por haber estado brusca y por las cosas que le he dicho.

– Eso me complace. La veré pronto… ¡Eh!, oiga, ¿me escucha?

– Seguro, chato.

– ¿Cómo se llama?

– Darlene.

– Bueno, Darlene, no puedo esperar hasta las cuatro. Ella rió y colgó. Gladden no se reía.

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