8

Apenas pude dormir aquella noche, después de haber estado mirando los archivos. No dejaba de pensar en las fotos. Primero en las de Theresa, después en las de mi hermano. Ambos captados en poses horribles y archivados en sendos sobres. Sentía ganas de volver allí, robar las fotos y quemarlas. No quería que nadie las viera nunca más.

Por la mañana, después de hacer café, encendí mi ordenador y lo conecté con el sistema del Rocky para ver si tenía algún mensaje. Me comía los Cheerios a puñados directamente de la caja mientras esperaba que se activase la conexión y se aprobase mi clave de acceso. Tenía el ordenador portátil y la impresora en la mesa del comedor porque lo más frecuente era que estuviera comiendo mientras lo utilizaba. Es un palo estar sentado a la mesa solo y pensar en que llevas comiendo solo más años de los que puedes recordar.

Mi casa era pequeña. Llevaba ya nueve años en el mismo apartamento de un solo dormitorio y con los mismos muebles. No estaba mal, pero no era nada especial. Aparte de Sean, no recordaba quién era la última persona que me había visitado. Cuando salía con mujeres no las llevaba allí. Tampoco habían sido muchas, de todos modos.

Cuando me mudé sólo pensaba estar aquí un par de años, pensaba que quizá me compraría una casa y me casaría o tendría un perro o algo así. Pero eso no había ocurrido y no estaba seguro de por qué. Por el trabajo, supongo. Al menos eso es lo que me decía a mí mismo. Concentraba todas mis energías en el trabajo. Por todas las habitaciones del apartamento había montañas de periódicos con mis reportajes en sus páginas. Me gustaba releerlos y guardarlos. Si hubiera muerto en casa, sé que al entrar y encontrarme allí habrían pensado, erróneamente, que era un guardalotodo de esos sobre los que he escrito, que se mueren entre montones de periódicos y con todo su dinero embutido en los colchones. No se les hubiera ocurrido coger uno de los periódicos y leer mi historia.

Sólo tenía un par de mensajes en el ordenador. El más reciente era de Greg Glenn, preguntándome cómo iba eso. Lo había enviado a las seis y media de la tarde anterior. Me fastidiaban las prisas; el tío me había hecho el encargo el lunes por la mañana y esa misma tarde ya quería saber cómo iba. «¿Cómo va eso?» es la forma que tienen los redactores jefes de preguntarte: «¿Dónde está el reportaje?»

«A la mierda», pensé. Le envié una respuesta breve diciendo que había pasado el día con los polis y que estaba convencido del suicidio de mi hermano. Aclarado esto, empezaría a investigar las causas y la frecuencia de los suicidios de policías.

El mensaje anterior que tenía en pantalla era de Laurie Prine, de la biblioteca. Lo había enviado el lunes a las cuatro y media. Todo lo que decía era: «Material interesante en Nexis. Está sobre el mostrador.»

Le envié una respuesta agradeciéndole la rapidez de la investigación y diciéndole que un imprevisto me había entretenido en Boulder, pero que iría a por el material enseguida. Pensé que sentía un interés especial por mí, a pesar de que sólo la había tratado a nivel profesional. Hay que ir con cuidado y estar bien seguro. Si das un paso y se lo esperan, perfecto, pero si lo das y no lo esperan, se quejan al jefe de personal. Mi opinión es que lo mejor es abstenerse.

Después navegué por las noticias de AP y UPI para ver si había algo interesante. Había una noticia sobre un médico al que habían disparado frente a una clínica para mujeres en Colorado Springs. Habían detenido a una militante antiabortista, pero el doctor aún seguía con vida. Hice una copia electrónica de la noticia y la guardé en mi archivo personal, aunque pensé que no haría nada con ella a menos que el médico muriese.

Llamaron a la puerta y eché un vistazo por la mirilla antes de abrir. Era Jane, que vivía abajo, al otro lado del pasillo. Llevaba allí cerca de un año y la había conocido cuando me pidió ayuda para trasladar unos muebles durante la mudanza. Quedó impresionada cuando le dije que era reportero de prensa, pues no sabía nada al respecto. Habíamos salido al cine un par de veces y otra a cenar y pasamos un día esquiando en Keystone, pero esos encuentros se habían espaciado durante el año que llevaba viviendo en el edificio y nunca llegaron a más. Creo que era yo el que dudaba, no ella. Le gustaba mucho salir, y quizás era eso. A mí también me gustaba eso -al menos mentalmente-, pero aspiraba a algo muy diferente.

– Hola, Jack. Anoche vi tu coche en el garaje, por eso supe que habías vuelto. ¿Cómo ha ido el viaje?

– Estuvo bien. Estuvo bien como escapada.

– ¿Fuiste a esquiar?

– Un poco. Estuve en Telluride:

– Suena bien. ¿Sabes? Iba a decírtelo, pero ya te habías ido: si te has de marchar otra vez puedo cuidarte las plantas, recogerte el correo o lo que sea. No tienes más que decírmelo.

– Oh, gracias. Pero en realidad no tengo ninguna planta. Paso muchas noches fuera de casa por el trabajo, así que no tengo ninguna.

Me volví desde la puerta y eché un vistazo al apartamento como para asegurarme. Supongo que debería haberla invitado a tomar un café, pero no lo hice. En vez de eso, le pregunté:

– ¿Ya te vas a trabajar? -Sí.

– Yo también. Será mejor que me apresure. Pero oye, haremos algo una vez que me vaya situando. Una película o algo así.

A ambos nos gustaban las películas de De Niro. Era lo único que teníamos en común.

– Vale. Llámame.

– Lo haré.

Al cerrar la puerta me reprendí a mí mismo de nuevo por no haberla invitado a entrar. Ya en la mesa del comedor, apagué el ordenador y mi vista se detuvo sobre el montón de folios de un dedo de grueso apilado junto a la impresora. Mi novela inacabada. Hacía más de un año que la había empezado, pero no acababa de avanzar con ella. Se suponía que trataba de un escritor que se queda tetrapléjico tras un accidente de motocicleta. Con el dinero de la indemnización contrata a una hermosa joven universitaria para que mecanografíe, mientras él le va dictando las frases. Pero pronto se da cuenta de que ella retoca y reescribe lo que él le dice, incluso antes de teclearlo. Y lo que le destroza es que ella escribe mejor. Pronto acaba sentándose en silencio en la habitación mientras ella escribe. Sólo la mira. Quisiera matarla, estrangularla con sus manos. Pero no puede ni moverlas. Un infierno.

El montón de páginas estaba allí, en la mesa, retándome a que lo intentase de nuevo. No sabía por qué no lo metía en un cajón junto con la otra novela que había empezado años atrás y nunca había acabado. Pero no lo hacía. Supongo que prefería tenerla allí, donde pudiera verla.

La redacción del Roeky estaba desierta cuando llegué. El redactor jefe del turno de mañana y un reportero madrugador estaban en la sección de local, pero no había nadie más. La mayoría de los periodistas empezaban a llegar sobre las nueve o más tarde. Hice el primer alto en la cafetería para tomar otro café y a continuación me fui a la biblioteca, donde recogí del mostrador un grueso importante de páginas impresas que tenían mi nombre escrito encima. Miré en el escritorio de Laurie Prine para darle las gracias personalmente, pero tampoco había llegado.

De vuelta a mi mesa eché un vistazo al despacho de Greg Glenn. Allí estaba, al teléfono, como de costumbre. Inicié mi rutina habitual leyendo elRockyy el Posta la vez. Siempre disfrutaba con eso, el balance diario de la guerra de periódicos de Denver. Al compararlos se observaba que las noticias exclusivas eran las que marcaban las diferencias. Pero, por lo general, los diarios cubrían las mismas noticias, y ésa era la guerra de trincheras, donde se libraba la batalla de verdad. Yo me leía nuestra noticia y después leía la suya para ver quién la había escrito mejor, quién tenía la mejor información. No siempre me inclinaba por elRocky. De hecho, la mayoría de las veces no lo hacía. Yo trabajaba con algunos auténticos gilipollas a quienes no les importaba que el Poples diera patadas en el culo. «Esto no debería reconocerlo ante nadie», pensé. Era la naturaleza misma del negocio y de la competencia. Competíamos con el otro diario, competíamos los unos contra los otros. Seguro que era por eso que algunos me miraban cuando entraba en la redacción. Para algunos de los reporteros más jóvenes, yo era casi un héroe por la garra de mis reportajes, por el talento que vertía en ellos y por el acierto en su tratamiento. Para algunos de los otros, seguro que era un mercenario patético con un chollo que no me merecía. Un dinosaurio. Quisieran pegarme un tiro. Pero eso era normal. Lo comprendía. Yo habría pensado lo mismo de haber estado en su situación.

Los periódicos de Denver alimentaban a los grandes diarios de Nueva York, Los Angeles, Chicago y Washington. Probablemente podría haberme ido mucho tiempo atrás a uno de ellos, e incluso había rechazado una oferta del Times de Los Angeles años atrás. Pero no antes de haberla utilizado como medida de presión para que Glenn me diera el puesto de sucesos criminales. Él creía que la oferta era para un puesto de primera línea cubriendo la información policial. No le dije que se trataba de un empleo en un suplemento suburbano llamado Valley Edition. Me ofreció crear el puesto de reportero criminalista para mí si me quedaba. A veces pienso que me equivoqué al aceptar la oferta de Glenn. Quizás habría estado bien empezar algo nuevo.

En la competición matinal lo habíamos hecho bien. Dejé los periódicos a un lado y cogí el mazo de papel de la biblioteca. Laurie Prine había encontrado en periódicos del Este varios reportajes que analizaban la patología de los suicidios policiales y un puñado de pequeñas noticias puntuales que informaban sobre suicidios concretos por todo el país. Tuvo la discreción de no imprimir el reportaje del Post de Denver sobre mi hermano.

La mayoría de los informes extensos examinaban el suicidio como un riesgo profesional propio del trabajo policial. Cada uno de ellos comenzaba con el suicidio de un policía determinado y después encauzaban la historia hacia un debate entre psiquiatras y expertos policiales sobre lo que inducía a un policía a comerse su pistola. Todos los reportajes llegaban a la conclusión de que existía una relación causal entre los suicidios de policías y el estrés profesional, y algún suceso traumático en la vida de las víctimas.

Los artículos eran valiosos porque en ellos se nombraba a los expertos que yo iba a necesitar para mi reportaje. Y en varios se citaba un estudio sobre suicidios policiales que se estaba realizando bajo los auspicios del FBI en la Fundación para el Cumplimiento de la Ley, en Washington, D.C. Lo subrayé con un marcador, presuponiendo que podría conseguir estadísticas actualizadas en la Fundación o en el FBI para darle frescura y credibilidad a mi historia.

Sonó el teléfono y era mi madre. No habíamos hablado desde el funeral. Después de unas preguntas preliminares sobre mi viaje y cómo estaba, fue directamente al grano.

– Me ha dicho Riley que vas a escribir sobre Sean.

No era una pregunta, pero le contesté como si lo fuera.

– Sí, es cierto.

– ¿Por qué, John?

Era la única persona que me llamaba John.

– Porque tengo que hacerla… Simplemente, no puedo comportarme como si no hubiera ocurrido. Por lo menos he

de intentar comprenderlo.

– Tú siempre lo desmontabas todo cuando eras chico. ¿Te acuerdas? Todos aquellos juguetes que destrozabas…

– ¿ De qué estás hablando, mamá? Esto es…

– Lo que te estoy diciendo es que cuando desmontas las cosas nunca las vuelves a dejar como estaban. ¿Y qué has conseguido? Nada, Johnny, no consigues nada.

– Mamá, lo que dices no tiene sentido. Mira, tengo que hacerlo.

Nunca entendí por qué me ponía frenético con tanta facilidad cuando hablaba con ella.

– ¿Has pensado en alguien, además de en ti mismo? ¿Sabes el daño que puede hacer eso si se publica?

– ¿Quieres decir, a papá? Quizá también le ayude a él.

Hubo un largo silencio y me la imaginé sentada a la mesa de la cocina, con los ojos cerrados y sosteniendo el teléfono. Probablemente mi padre estaba también allí sentado, sin atreverse a hablar conmigo de aquello.

– ¿Tienes alguna idea? -le pregunté con calma-. ¿Alguno de los dos la tiene?

– Claro que no -contestó con tristeza-. Nadie lo sabe. Otro silencio y después me hizo una última súplica.

– Piénsalo, John. Es mejor que todo esto quede entre nosotros.

– ¿Como lo de Sarah?

– ¿Qué quieres decir?

– Nunca has hablado de eso… Nunca has hablado conmigo.

– No puedo hablar de eso ahora.

– Nunca puedes. Sólo han pasado veinte años.

– No te pongas sarcástico con una cosa como ésta.

– Lo siento, mira, no intento serlo.

– Piensa sólo en lo que te he preguntado.

– Lo haré -dije-. Ya te diré algo.

Colgó tan enfadada conmigo como yo lo estaba con ella. Me molestaba que no quisiera que escribiese sobre Sean. Era como si todavía lo estuviera protegiendo y favoreciendo. Él se había ido. Yo seguía aquí.

Me enderecé en mi asiento para mirar por encima de las mamparas del pasillo en que se encontraba mi escritorio. Pude ver que la redacción ya se estaba llenando. Glenn había salido de su despacho y estaba en la sección de local hablando con el redactor jefe de la mañana sobre el plan de cobertura de la noticia sobre el médico abortista tiroteado. Me hundí en la silla para que no me vieran y se les ocurriera la idea de encargarme que lo reescribiera. Siempre intentaba escaquearme de reescribir. Envían a un puñado de reporteros a la escena de un crimen o un desastre y después toda esa gente tiene que llamarme para informar. Entonces tengo que escribir el reportaje antes del cierre y decidir qué nombres lo firmarán. Así es el negocio de la prensa en su faceta más furiosa y trepidante, pero yo ya estaba quemado para eso. Yo sólo pretendía escribir mis historias sobre crímenes y que me dejasen en paz.

Estuve a punto de coger mis copias e irme a leer a la cafetería para quedar fuera de su alcance, pero decidí correr el riesgo. Volví a mis lecturas.

El reportaje más impresionante se había publicado en el New York Times cinco meses atrás. No es sorprendente que fuera precisamente en el Times. El Times era el Santo Grial del periodismo. El mejor. Empecé a leer el artículo, pero enseguida decidí reservarlo para el final. Después de leer por encima el resto del material me fui a buscar otra taza de café y entonces me puse a releer el artículo del Times, tomándome el tiempo necesario.

El pretexto de la noticia eran los suicidios, al parecer inconexos, de tres de los mejores policías de Nueva York en un período de seis meses. Las víctimas no se conocían entre sí, pero todos habían sucumbido al síndrome del «blues del policía», como lo llamaba el artículo. Dos se habían matado con sus pistolas en casa y otro se había ahorcado en un subterráneo que utilizaban los heroinómanos para chutarse, ante las miradas aterrorizadas de seis de ellos. El artículo informaba ampliamente de la marcha del estudio sobre suicidios policiales que estaban realizando conjuntamente el Servicio de Ciencias del Comportamiento del FBI en Quantico (Virginia) y la Fundación para el Cumplimiento de la Ley. Citaba al director de la Fundación, Nathan Ford, y anoté ese nombre en mi libreta antes de seguir leyendo. Ford decía que el estudio analizaba cada uno de los suicidios policiales registrados en los últimos cinco años, en busca de causas similares. Decía, en resumen, que resultaba imposible determinar quién podría ser susceptible de sufrir el síndrome del «blues del policía». Pero que una vez diagnosticado podía tratarse adecuadamente si el agente que lo padecía pedía ayuda. Decía Ford que el objetivo del estudio era elaborar una base de datos que pudiera traducirse en un protocolo que ayudaría a los jefes de policía a detectar a los agentes aquejados del «blues» antes de que fuera demasiado tarde.

El artículo del Times incluía un recuadro sobre un caso ocurrido en Chicago un año atrás en el que un agente había respondido al tratamiento, aunque no había logrado salvarse. Mientras iba leyendo se me encogía el estómago. El artículo decía que el detective John Brooks de la policía de Chicago había iniciado sesiones de terapia con un psiquiatra después de que un determinado caso de homicidio que se le había asignado empezara a obsesionarle. El caso era el secuestro y asesinato de un muchacho de doce años llamado Bobby Smathers. El chico llevaba dos días desaparecido cuando se hallaron sus restos en un talud cubierto de nieve junto al parque zoológico Lincoln. Había sido estrangulado. Le faltaban ocho dedos.

La autopsia reveló que los dedos habían sido cortados antes de su muerte. Esto, y la imposibilidad de identificar y

atrapar al asesino, fue, al parecer, más de lo que Brooks podía soportar.

El señor Brooks, un investigador muy bien considerado, se tomó demasiado a pecho la muerte precoz del jovencito de ojos azules.

Cuando sus superiores y colegas se dieron cuenta de que eso estaba afectando a su trabajo, se tomó cuatro semanas libres e inició sesiones intensivas de terapia con el doctor Ronald Cantor, a quien le envió el psicólogo del Departamento de Policía de Chicago.

Al principio de esas sesiones, según el doctor Cantor, Brooks hablaba abiertamente de sus sentimientos suicidas y dijo que le acosaban pesadillas en las que el chico agonizaba chillando.

Después de veinte sesiones de terapia, durante un primer período de cuatro semanas, el doctor Cantor aprobó el retorno del detective a su puesto en la unidad de homicidios. Según todas las versiones, Brooks trabajaba perfectamente y siguió llevando y resolviendo otros casos de homicidio. Contó a sus colegas que habían desaparecido las pesadillas. Conocido como John el Lanzado por su actitud frenética e imparable, Brooks incluso continuó con su finalmente infecunda persecución del asesino de Bobby Smathers.

Pero, al parecer, algo cambió durante el frío invierno de Chicago. El 13 de marzo -el día en que el joven Smathers habría cumplido trece años- Brooks se sentó en su silla favorita en el estudio donde solía ponerse a escribir poemas para distraerse de su trabajo como detective de homicidios. Se había tomado al menos dos pastillas de Percocet que le quedaban del tratamiento de una vieja herida del año anterior. Escribió una sola línea en su cuaderno de poemas. Después se metió en la boca el cañón de su 38 Especial y apretó el gatillo. Lo encontró su mujer al volver del trabajo.

La muerte de Brooks dejó desconsolados a la familia y amigos, que se hacían preguntas sin cesar. ¿Qué podían haber hecho ellos? ¿Qué se les había escapado? Cantor sacudió la cabeza pensativo cuando se le preguntó, en una entrevista, si había respuestas a tan problemáticas preguntas.

«La mente es algo extraño, impredecible y a veces horrible -dijo en su despacho el psicólogo de voz afable-. Creo que John había llegado muy lejos conmigo. Pero, obviamente, no avanzamos lo suficiente.»

Brooks y lo que quiera que fuese que le atormentaba siguen siendo un enigma. Hasta su último mensaje es un rompecabezas. La última línea que escribió en su cuaderno ofrece pocas pistas para descubrir qué fue lo que le impelió a volver el arma contra sí mismo.

Sus últimas palabras escritas fueron: «A través de la pálida puerta.» La frase no es original. Brooks la tomó de Edgar Alian Poe. En el poema «El palacio encantado», que se publicó originalmente en uno de los relatos más conocidos de Poe, La caída de la casa Usher, el poeta escribió:

Mientras, cual espectral torrente, por la pálida puerta, sale una horrenda multitud que ríe… pues la sonrisa ha muerto.

No está claro qué significaron para Brooks estas palabras, aunque, ciertamente, traslucen la melancolía implícita en su acto final.

Mientras tanto, el asesinato de Bobby Smathers sigue siendo un caso abierto. En la unidad de homicidios en que trabajaba Brooks, donde sus colegas siguen aún con el caso, los detectives afirman que ahora están tratando de hacer justicia a dos víctimas.

«Por lo que me concierne, éste es un doble asesinato -declaró Lawrence Washington, un detective que se había formado junto a Brooks y era su compañero en la unidad de homicidios-. El que hizo lo de! chico también es culpable de lo de John el Lanzado. Nadie me convencerá de lo contrario.»

Me enderecé y eché un vistazo por la redacción. Nadie me miraba. Volví a mirar las hojas de impresora y leí de nuevo el final del reportaje.

Estaba aturdido, casi en el mismo grado que la noche en que Wexler y St. Louis vinieron a buscarme. Oía los latidos de mi propio corazón, se me revolvieron las tripas con un escalofrío. No podía apartar la vista del nombre del relato: Usher. Lo había leído en el instituto y también en la universidad. Conocía la historia. Y conocía al protagonista que le daba nombre: Roderick Usher. Abrí mi cuaderno de notas y repasé los escasos apuntes que había tomado cuando dejé a Wexler el día anterior. Allí estaba el nombre. Sean lo había escrito en el registro cronológico. Fue su última anotación:

Rusher

Llamé a la biblioteca de la editorial y pregunté por Laurie Prine.

– Laurie, soy…

– Jack. Sí, ya lo sé.

– Mira, necesito una búsqueda urgente. Quiero decir que creo que es una búsqueda. No estoy seguro de cómo conseguirlo.

– ¿De qué se trata, Jack?

– Edgar Alian Poe. ¿Tenemos algo sobre él?

– Seguramente. Estoy segura de que tenemos bastantes notas biográficas. Podría…

– ¿Y no tenemos algunos de sus relatos u obras suyas? El que estoy buscando es La caída de la casa Usher. Y perdona que te haya interrumpido.

– Está bien. Hummm, no sé lo que puede haber por aquí de sus obras. Como ya te he dicho, la mayor parte es material biográfico. Puedo echar un vistazo. Pero mira, en cualquier librería te venderán sus obras, si no las tenemos aquí.

– Vale, gracias. Ahora mismo me pasaré por la Tattered Cover. Estaba a punto de colgar cuando oí que pronunciaba mi nombre. -¿Sí?

– Se me acaba de ocurrir algo. Si lo que buscas es una cita o algo así, tenemos un CD-ROM con miles. No tengo más que ponerlo y ya está.

– Vale. Hazlo.

Me dejó al teléfono una eternidad. Volví a releer el final del reportaje del Times. Lo que se me estaba ocurriendo parecía inconcebible, pero no podía pasar por alto las coincidencias en la manera en que habían muerto mi hermano y Brooks y en los nombres de Roderick Usher y Rusher.

– Vale, Jack -dijo Laurie de nuevo al teléfono-. Acabo de comprobar nuestros índices. No tenemos libros que contengan obras completas de Poe. He puesto el CD, así que probemos. ¿Qué es lo que quieres?

– Hay un poema titulado «El palacio encantado» que forma parte del relato La caída de la casa Usher. ¿Puedes conseguirlo? No me contestó. Oí cómo tecleaba en el ordenador.

– Vale, sí, aquí hay una selección de citas del relato y el poema. Tres pantallas.

– Vale. Mira a ver si hay una frase que dice: «Fuera del espacio, fuera del tiempo.»

– Fuera del espacio. Fuera del tiempo.

– Eso es. Pero no conozco la puntuación.

– No importa. Se puso a teclear.

– Uf, no. No está en…

– ¡Maldición!

No sé por qué me salió tal exabrupto. Me incomodó enseguida.

– Pero escucha, Jack, ésa es una frase de otro poema.

– ¿Qué? ¿De Poe?

– Sí. Es de un poema titulado «Tierra de sueños». ¿Quieres que te lo lea? Está la estrofa entera.

– Léela.

– Vale. No soy muy buena declamando poesía, pero ahí va: «Por un sendero desierto y oscuro, en el que hondan tan sólo ángeles malditos, y en el que un ídolo llamado Noche reina erguido sobre su oscuro trono; poco tiempo ha arribé a estas tierras desde una sombría Tule, desde un país sobrenatural, que se halla, sublime, fuera del espacio… fuera del tiempo.» Ya está. Pero hay una nota del editor. Dice que un ídolo es un fantasma.

Me quedé callado. Aún estaba congelado.

– ¿Jack?

– Vuelve a leerlo. Esta vez más despacio.

Anoté la estrofa en mi cuaderno. No tenía más que pedirle una copia y pasar luego a recogerla, pero no quería moverme. Por el momento, sólo quería estar a solas con aquello. Tenía que estar solo.

– ¿Qué pasa, Jack? -me preguntó cuando acabó de leer-. Pareces tan interesado…

– Aún no lo sé. Voy a ver. Colgué.

Enseguida empecé a sentirme excesivamente acalorado, me entró claustrofobia. Pese a que la sala de redacción era espaciosa, sentía como si las paredes me fueran aprisionando. El corazón me palpitaba con fuerza. Me pasó como un relámpago la visión de mi hermano en el coche.

Glenn estaba al teléfono cuando entré en su despacho y me senté ante él. Señaló la puerta y me hizo un gesto como si quisiera que esperase fuera hasta que hubiera acabado. No me moví. Repitió el gesto y yo me negué con la cabeza.

– Oye, aquí está pasando algo -dijo al teléfono-. ¿Puedo llamarte yo luego? Bien. Vale. Colgó.

– ¿Qué pasa?

– Tengo que ir a Chicago -le dije-. Hoy mismo, y después quizás a Washington y puede que a Quantico, en Virginia. Al FBI.

Glenn no se dejó convencer.

– ¿Fuera del espacio? ¿Fuera del tiempo? Vamos a ver, Jack, esa es una idea que se les ha ocurrido a la mayoría de

las personas que han pensado en suicidarse o lo han hecho. El hecho de que se cite en un poema escrito hace ciento cincuenta años por un tipo morboso que también escribió otro poema, citado a su vez por ese otro policía, no es prueba de una conspiración.

– ¿Y qué hay de Rusher y Roderick Usher? ¿También crees que es una coincidencia? Entonces tenemos una triple coincidencia, y dices que no vale la pena verificarlo.

– Yo no he dicho que no valga la pena verificarlo -levantó la voz hasta un nivel que delataba su indignación-. Por supuesto, verifícalo. Vete al teléfono y verifícalo. Pero yo no te voy a enviar a recorrer el país sobre la base de lo que tienes ahora.

Dio la vuelta a su silla para comprobar si tenía mensajes pendientes en el ordenador. No había ninguno. Se encaró de nuevo conmigo.

– ¿Cuál es el móvil? -¿Qué?

– ¿Quién habría querido matar a tu hermano y a ese tipo de Chicago? No tiene… ¿Cómo es que se les ha pasado por alto a los polis?

– No lo sé.

– Bueno, te has pasado todo un día con ellos y con el caso, ¿dónde se encuentra el fallo en la teoría del suicidio? ¿Cómo podría alguien haberlo hecho y escapar enseguida? ¿Cómo es que ayer me viniste convencido de que era un suicidio? Recibí tu mensaje y decías que estabas convencido. ¿Cómo han llegado a estar convencidos los polis?

– Todavía no tengo respuestas para todo. Por eso quiero ir a Chicago y luego al FBI.

– Mira, Jack. Aquí has conseguido un buen puesto. No te voy a decir la cantidad de veces que me han venido otros reporteros a decir que lo querían. Tú…

– ¿Quién? -¿Qué?

– ¿Quién quiere mi puesto?

– No importa. No es de eso de lo que estamos hablando. El caso es que has logrado hacerlo bien y que, si quieres, puedes desplazarte a cualquier lugar dentro del estado. Pero este tipo de viajes tendría que poder justificarlos ante Neff y Neighbors. Además, tengo una redacción llena de reporteros a los que les gustaría tener la oportunidad de viajar de vez en cuando para hacer un reportaje. A mí también me gustaría que viajasen. Eso les serviría de incentivo. Pero estamos en época de vacas flacas y no puedo aprobar todos los viajes que se me proponen.

Yo odiaba esos sermones y me preguntaba si a Neff y Neighbors, el administrador y el director del periódico, les importaba siquiera a quién enviaba ni adonde con tal de que consiguieran buenos reportajes. Y éste era un buen reportaje. Glenn estaba mintiendo y lo sabía.

– Vale. Me tomo vacaciones y lo hago por mi cuenta.

– Ya te has tomado lo que te correspondía tras el funeral. Además, no vas a ir por todo el país diciendo que eres reportero del Rocky Mountain News si no tienes un encargo del Rocky Mountain News.

¿Y si me tomo una excedencia? Ayer me dijiste que si quería tomarme más tiempo os apañaríais.

– Me refería al tiempo por el duelo, no para andar recorriendo el país. De todos modos, ya conoces las normas sobre excedencias. Yo no puedo guardarte el puesto. Si te tomas una excedencia, puede que ya no esté libre cuando vuelvas.

Quise marcharme en aquel mismo instante, pero no tenía el valor suficiente y sabía que necesitaba el respaldo del periódico para tener acceso a policías, investigadores, a todas las personas implicadas. Sin mi carnet de prensa no sería más que el hermano de un suicida al que podían quitarse de en medio.

– Necesito más de lo que ya tienes para justificado, Jack -me dijo Glenn-. No podemos permitirnos el lujo de organizar una costosa expedición de pesca; necesitamos hechos. Si consigues más, puede que te envíe a Chicago. Pero lo de esa Fundación y lo del FBI tendrás que hacerlo por teléfono. Si no lo consigues, entonces quizá pueda enviar allí a alguien de la redacción de Washington.

– Pero se trata de mi hermano, de mi jodido reportaje. Ni se te ocurra enviar a alguien. Levantó las manos en un ademán tranquilizador. Sabía que su sugerencia estaba fuera de lugar.

– Entonces ponte al teléfono y vuelve con algo más.

– Un momento, ¿no ves lo que estás diciendo? Estás diciendo que no puedo ir sin tener las pruebas. Pero tengo que ir para conseguir las pruebas.

De vuelta a mi escritorio abrí un nuevo archivo en el ordenador y empecé a escribir en él todo lo que sabía sobre las muertes de Theresa Lofton y de mi hermano. Introduje todos los detalles que logré recordar de los expedientes. Sonó el teléfono, pero no lo cogí. No hacía más que teclear. Sabía que tenía que empezar por una base de información. Después podría utilizada para desmontar la teoría del suicidio. Glenn había llegado por fin a un acuerdo conmigo. Si conseguía que los polis reabriesen el caso de mi hermano, iría a Chicago. Dijo que más adelante hablaríamos de Washington, pero yo sabía que si conseguía ir a Chicago iría también a la capital.

Mientras tecleaba, la foto de mi hermano no se me borraba de la cabeza. Ahora me preocupaba aquella imagen estéril, sin vida. Había creído en un imposible. Yo le había defraudado y ahora me invadía un profundo sentimiento de culpabilidad. Era mi hermano el que estaba en aquel coche, mi hermano gemelo. Era yo mismo.

Загрузка...