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El incienso ya se había consumido de sobras el miércoles por la mañana. Gladden se movía por el apartamento con la cabeza envuelta en una camiseta, tapándose la boca y la nariz; parecía un atracador de bancos del lejano Oeste. Había rociado la camiseta y el apartamento con un perfume que encontró en el cuarto de baño, como un sacerdote con agua bendita. Pero, igual que el agua bendita, le sirvió de poco. El olor lo impregnaba todo, acorralándole. Aunque ya no le importaba. Había terminado, había llegado el momento de marcharse, el momento de cambiar.

En el cuarto de baño, se afeitó con una maquinilla de plástico rosa que había encontrado en la repisa de la bañera. Después se duchó, primero con agua caliente y luego con fría, y se paseó desnudo por el apartamento para secarse al aire. Previamente, había quitado un espejo de la pared del dormitorio y lo había apoyado contra la pared de la sala de estar. Entonces empezó a probar formas de andar ante el espejo, iba y volvía, adelante y atrás, observándose las caderas.

Cuando le pareció que ya lo tenía, volvió al dormitorio. El aire acondicionado lo dejó helado y el olor casi le hizo vomitar. Pero se mantuvo firme y la miró fijamente. Ya no era ella. El cuerpo que yacía en la cama estaba hinchado e irreconocible. Tenía los ojos velados por una membrana lechosa. Los fluidos sanguinolentos de la descomposición supuraban por todas partes, hasta por el cuero cabelludo. Ahora pertenecía a los microbios. No los veía, pero los oía. Estaban allí. Lo sabía. Lo decían los libros.

Al cerrar la puerta le pareció oír un susurro y miró hacia atrás. No era nada. Sólo los microbios. Cerró la puerta y dejó la toalla en su sitio.

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