5

Después de ver el expediente sobre la muerte de mi hermano, quería conocer los detalles del caso Theresa Lofton. Si iba a escribir sobre lo que hizo mi hermano, tenía que saber lo que él sabía. Tenía que comprender lo que él había llegado a comprender. Sólo que esta vez Grolon no podía ayudarme. Las carpetas de casos abiertos de homicidio se guardaban bajo llave y a Grolon le habría parecido más arriesgado que útil intentar conseguirme el expediente Lofton.

Tras haber comprobado que la sala de detectives del CAP se había vaciado a la hora de comer, el primer sitio donde busqué a Wexler fue el Satire. Era el lugar favorito de los polis para comer -y beber- a mediodía.

Allí lo encontré, en uno de los apartados del fondo. El único problema era que estaba con St. Louis. No me habían visto y yo me preguntaba si no sería mejor dejarlo de momento y tratar de pillar a Wexler a solas más tarde. Pero entonces los ojos de Wexler se fijaron en mí. Fui hacia ellos. Por sus platos manchados de ketchup vi que habían acabado de comer. Wexler tenía ante sí, sobre la mesa, lo que parecía un Jim Beam con hielo.

– ¿Habéis visto esto? -dijo Wexler con toda naturalidad.

Me senté en el asiento libre junto a St. Louis. Así podía mirar a Wexler de frente.

– ¿Qué es esto? -protestó St. Louis sin dureza.

– La prensa -dije-. ¿Cómo les va?

– No contestes -le dijo St. Louis rápidamente a Wexler-. Está buscando algo que no tiene.

– Así es, por supuesto -dije-. ¿Qué hay de nuevo?

– No hay nada nuevo, Jack -dijo Wexler-. ¿Es verdad lo que dice Big Dog? ¿Estás buscando algo que te falta?

Era como un baile. Un parloteo amistoso destinado a indagar el meollo de la cuestión sin preguntar específicamente por él ni encararlo de frente. Armonizaba con los apodos que solían usar los polis. Yo había bailado de ese modo muchas veces y sabía hacerlo bien. Había que moverse con tacto. Como cuando practicábamos el ataque a tres jugando al baloncesto en la universidad. Hay que fijar la mirada en la pelota, pero sin perder de vista a los otros dos jugadores. Yo siempre era el jugador astuto. Sean era el fuerte. Lo suyo era el fútbol. Lo mío, el baloncesto.

– No exactamente -dije-. Pero ya he vuelto al trabajo, chicos.

– ¡Eh! A lo que íbamos -se quejó St. Louis-. ¡Cuidado con los sombreros!

– Bueno, ¿qué pasa con el caso Lofton? -le pregunté a Wexler, ignorando a St. Louis.

– ¡So, Jack! ¿Nos estás hablando como periodista?

– Sólo estoy hablando contigo. Y sí, como periodista.

– Entonces, ni hablar del caso Lofton. Sin comentarios.

– Así que la respuesta es que no pasa nada.

– He dicho sin comentarios.

– Mira, quiero ver hasta dónde habéis llegado. El caso tiene ya casi tres meses. Pronto irá al archivo de casos sin resolver, si es que no está ya allí, y tú lo sabes. Sólo quiero ver el expediente. Quiero saber qué es lo que deprimió tanto a Sean.

– Te olvidas de algo. Tu hermano fue calificado de suicida. Caso cerrado. No importa qué le pasaba con el caso Lofton. Además, de hecho no se sabe si tuvo algo que ver con lo que hizo. Como mucho, fue algo colateral, pero nunca lo sabremos.

– Corta el rollo. Acabo de ver el expediente de Sean -las cejas de Wexler se alzaron hasta un nivel que me pareció subliminal-. Allí está todo. Sean estaba jodido por este caso. Estaba yendo al psicólogo. Le dedicaba todo su tiempo. Así que no me digas que nunca lo sabremos.

– Mira, chaval, nosotros…

– ¿Le habías llamado así alguna vez a Sean? -le interrumpí.

– ¿Cómo?

– Chaval. ¿Le habías llamado chaval alguna vez?

Wexler me miró confundido.

– No.

– Pues no me lo digas a mí tampoco. -Wexler alzó los brazos en posición de manos arriba-. ¿Por qué no puedo ver el expediente? Vosotros no estáis haciendo nada con él.

– ¿Quién dice eso?

– Lo digo yo. Le tienes miedo, tío. Sabes lo que le hizo a Sean y no quieres que te pase lo mismo. Así que el caso está metido en algún cajón por ahí. Debe estar criando polvo. Te lo garantizo.

– ¿Sabes, Jack? Tú estás lleno de mierda. Y si no fueras hermano de tu hermano te sacaría de aquí a patadas. Me estás cabreando. Y no me gusta que me hagan cabrear.

– ¿Ah, sí? Pues imagínate cómo me siento yo. El caso es ése, que soy su hermano y creo que eso me implica.

St. Louis sonrió con una mueca afectada de desprecio.

– E y, Big Dog, ¿no va siendo hora de que salgas a hacer aguas en una boca de incendios o así? -le dije.

Wexler inició una carcajada, pero se contuvo rápidamente. La cara de St. Louis se puso al rojo.

– Escucha, renacuajo -dijo-. Te voy a meter…

– Tranquilos, chicos -terció Wexler-. No pasa nada. Oye, Ray, ¿por qué no sales a fumar un cigarrillo? Déjame hablar con Jackie, que lo ponga en su sitio y salgo enseguida.

Me levanté del banco para que St. Louis pudiera salir. Al hacerlo me lanzó una mirada mortífera. Volví a sentarme.

– Bebe, Wex. No tiene sentido actuar como si el Beam no estuviera en la mesa.

Wexler esbozó una sonrisa afectada y tomó un sorbo de su vaso.

– ¿Sabes?, gemelos o no, te pareces mucho a tu hermano. No abandonas con facilidad. Y puedes ser jodidamente mordaz. Si te quitaras esa barba y ese pelo de hippy podrías pasar por él. También tendrías que hacer algo con esa cicatriz.

– Veamos, ¿qué hay del expediente?

– ¿Qué pasa con él?

– Tienes que dejármelo ver. Se lo debes a él.

– No te sigo, Jack.

– Sí, sí que me sigues. No puedo dejado hasta que lo haya visto todo. Sólo estoy tratando de comprender.

– También tratas de escribir sobre ello.

– Para mí, escribir es como para ti beber de ese vaso. Si puedo escribir sobre ello, lo puedo entender. Y puedo enterrarlo. Eso es todo lo que quiero.

Wexler desvió la mirada y cogió la cuenta que había dejado la camarera. Después se bebió lo que quedaba en el vaso y se levantó del banco. Ya en pie, se quedó mirándome y me echó una bocanada de aliento que apestaba a bourbon.

– Vamos al despacho -dijo-. Te daré una hora.

Levantó el dedo índice y repitió, por si no le había entendido:

– Una hora.

En la sala de trabajo del CAP me senté en la mesa que había sido de mi hermano. Nadie la había cogido todavía. Quizás ahora era la mesa de la mala suerte. Wexler estaba de pie ante un muro de archivadores, mirando en un cajón abierto. St. Louis estaba en alguna parte fuera de mi vista, aparentando que no tenía nada que ver con aquello. Por fin, Wexler volvió del fichero con dos gruesas carpetas. Me las puso delante.

– ¿Esto es todo?

– Todo. Tienes una hora.

– Vamos, hombre, aquí hay medio palmo de papel -protesté-. Deja que me lo lleve a casa y te lo devolveré…

– Ya veo, igual que tu hermano. Una hora, McEvoy. Comprueba tu reloj porque esto tiene que volver al archivo dentro de una hora. Ya sólo te quedan cincuenta y nueve minutos. Estás perdiendo el tiempo.

Dejé de insistir y abrí la primera carpeta. Theresa Lofton había sido una hermosa joven que vino a la universidad a sacarse un título de magisterio. Quería ser maestra de primer grado.

Estaba en primer curso y vivía en una residencia para estudiantes del campus. Llevaba un buen currículum y eso que trabajaba a tiempo parcial en la guardería para los hijos de los estudiantes.

Se creía que Lofton fue secuestrada en el campus o cerca de él un miércoles, el primer día de las vacaciones de Navidad. La mayoría de los estudiantes ya se habían marchado. Theresa seguía aún en Denver por dos motivos. Tenía su trabajo; la guardería no cerraba por vacaciones hasta el final de la semana. Además, tenía problemas con el coche. Esperaba a que le cambiasen el embrague a su viejo Escarabajo para poder volver a casa con él.

Su desaparición pasó inadvertida porque su compañera de habitación y todos sus amigos se habían ido ya de vacaciones. Nadie la echó en falta. Cuando no apareció por su trabajo el jueves por la mañana, el encargado de la guardería se limitó a pensar que había adelantado un poco su marcha a Montana, dejando incompleta la semana porque ya no volvería a trabajar allí después de las vacaciones de Navidad. No era la primera vez que un estudiante en prácticas hacía novillos así, sobre todo cuando ya habían terminado los exámenes finales y empezado las vacaciones. Por eso el encargado no lo denunció ni informó a las autoridades.

Su cuerpo se encontró el viernes por la mañana en Washington Park. Los investigadores siguieron las huellas de sus últimos movimientos conocidos hasta el mediodía del miércoles, cuando llamó al mecánico desde la guardería -él recordaba haber oído un fondo de voces infantiles-, y éste le dijo que el coche ya estaba listo. Ella le contestó que iría a recogerlo al salir del trabajo, después de pasar por el banco. No hizo ninguna de las dos cosas. A mediodía se despidió del encargado de la guardería y salió por la puerta. Nadie volvió a verla con vida. Excepto su asesino, claro.

Sólo tuve que mirar las fotos del expediente para darme cuenta de hasta qué punto el caso había impresionado a Sean y cómo le había atenazado el corazón. Había fotos de antes y después. Un retrato de ella, probablemente hecho para la memoria anual del instituto. Una muchacha fresca con toda la vida por delante. Tenía el cabello negro y ondulado, y los ojos de un azul muy claro. Cada uno de ellos reflejaba un punto de luz, del flash de la cámara. Había también una foto algo indiscreta de ella, con pantalón corto y el sujetador de un biquini. Se la veía sonriente, sacando de un coche una caja de cartón. Los músculos de sus delgados y bronceados brazos estaban tensos. Daba la impresión de que no le costaba demasiado esfuerzo posar para el fotógrafo con la pesada caja a cuestas. Le di la vuelta y leí lo que, al parecer, habían garabateado los padres: «¡Primer día de Terri en el campus! Denver, Colo.»

El resto de las fotografías habían sido tomadas después. Eran muchas más y me llamó la atención la cantidad. ¿Para qué querían tantas los polis? Cada una de ellas me parecía una especie de terrible indiscreción, a pesar de que la chica ya estaba muerta. En esas fotografías, los ojos de Theresa Lofton habían perdido el brillo. Los tenía abiertos pero apagados, entelados por una membrana lechosa.

Las fotos mostraban a la víctima que yacía entre unos matorrales sobre una leve pendiente nevada. Las noticias que se habían publicado estaban en lo cierto. Estaba cortada en dos. Tenía una bufanda fuertemente ceñida en torno al cuello y los ojos suficientemente dilatados y perplejos para dar a entender que era así como había muerto. Pero el asesino, al parecer, había tenido más trabajo después. El cuerpo había sido cortado a la altura del diafragma, después la parte inferior había sido colocada sobre la superior, componiendo un cuadro horripilante que sugería que estaba realizando un acto sexual consigo misma.

Noté que Wexler me estaba mirando desde la otra mesa mientras yo escrutaba aquella galería de espantosas fotografías. Traté de disimular mi repugnancia. O mi fascinación. Ahora ya sabía de qué me estaba protegiendo mi hermano. Nunca había visto nada tan horrible. Por fin miré a Wexler.

– ¡Dios mío!

– Ya.

– Aquello que decían los diarios de que era como lo de la Dalia Negra en Los Ángeles… ¿Está cerrado aquel caso, no?

– Claro. Mac compró un libro sobre él. También llamó a un veterano del Departamento de Policía de Los Ángeles. Había algunas similitudes. El trabajo de carnicería. Pero eso fue hace cincuenta años.

– Quizás alguien copió la idea de ahí.

– Puede ser. Él también lo pensó.

Metí las fotos en el sobre y volví a mirar a Wexler.

– ¿Era lesbiana?

– No, al menos no por lo que sabemos. Tenía un novio allí en Butte. Buen chico. Lo interrogamos. Mac pensó en eso durante un tiempo. Por lo que hizo el asesino, ya sabes, con las dos partes del cuerpo. Pensaba que quizás alguien se había vengado de ella por ser tortillera. Que había montado aquella escena movido por una mente enfermiza. Pero no llegó a ninguna parte con eso.

Asentí.

– Te quedan cuarenta y cinco minutos.

– Mira, es la primera vez que te oigo llamarle Mac desde hace tiempo.

– No te preocupes por eso. Preocúpate por los tres cuartos de hora.

El informe de la autopsia era bastante más soportable que las fotos. Me enteré de que la hora de la muerte se había establecido el mismo día de su desaparición. Llevaba muerta más de cuarenta horas cuando se encontró el cadáver.

La mayoría de los informes acababan en un callejón sin salida. Las investigaciones rutinarias sobre la familia de la víctima, el novio, amigos de la universidad, colegas de la guardería e incluso padres de los niños que estaban a su cargo no llevaban a ninguna parte. A casi todos se les había descartado por tener coartadas o mediante otros medios de investigación.

La conclusión del informé era que Theresa Lofton no conocía a su asesino, que éste se había cruzado en su camino, una simple cuestión de mala suerte. Siempre se referían al desconocido asesino como hombre, aunque no había ninguna prueba efectiva que lo avalase. La víctima no había sido agredida sexualmente. Pero la mayoría de los asesinos violentos y carniceros de mujeres eran hombres, y se consideraba que era necesaria una persona con fuerza física para cortar los huesos y los cartílagos del cadáver. No se encontró ningún instrumento cortante.

Aunque el cuerpo estaba casi totalmente desangrado, había indicios de lividez post mortem, lo que significaba que había pasado cierto tiempo entre la muerte de la víctima y su mutilación. Posiblemente dos o tres horas, según el informe.

Otro dato peculiar era el tiempo que el cadáver llevaba en el parque. Se había descubierto aproximadamente cuarenta horas después del momento en que, según los investigadores, Theresa Lofton había sido asesinada. Pero el parque es un lugar muy frecuentado por gente que va a pasear o a correr. Era improbable que el cuerpo hubiera permanecido en el parque a campo abierto durante tanto tiempo sin ser visto, a pesar de que una precoz nevada redujo considerablemente el número de gente que solía pasar por allí. De hecho, el informe llegaba a la conclusión de que no llevaba allí más de tres horas cuando fue descubierto, al amanecer, por un corredor de footing madrugador.

Entonces, ¿dónde había estado durante aquel tiempo? Los investigadores no habían podido resolver esta cuestión. Pero había una pista.

El informe del análisis de fibras daba una lista de numerosos cabellos ajenos y fibras de algodón que se habían hallado en el cuerpo y desenredado del cabello. Esto, en principio, se habría utilizado para contrastar al sospechoso con la víctima, una vez conocido el sospechoso. Alguien había señalado con un círculo un párrafo determinado del informe. Este párrafo trataba de la recuperación de una fibra específica -capoc- que se había hallado en gran cantidad en el cadáver. Concretamente, se habían encontrado en el cuerpo treinta y tres hebras de capoc. Esa cantidad sugería que había habido contacto directo con la fuente. El informe señalaba que, aunque similares a las de algodón, las fibras de capoc eran poco corrientes y se encontraban principalmente en tejidos que requerían elasticidad, como los de flotadores, chalecos salvavidas o algunos sacos de dormir. Me llamó la atención que se hubiera subrayado ese párrafo y le pregunté a Wexler.

– Sean creía que las fibras de capoc eran la clave de dónde había estado el cuerpo durante las horas transcurridas

desde su desaparición. Ya sabes, si hallábamos un lugar en el que hubiera fibra de ésa, que no es nada corriente, habríamos dado con la escena del crimen. Pero no lo encontramos.

Como los informes estaban por orden cronológico, era posible ver cómo se habían ido considerando y descartando las teorías. Y advertí cómo crecía la desesperanza a medida que avanzaba la investigación. No llevaba a ninguna parte. Estaba claro que mi hermano creía que Theresa Lofton se había cruzado en el camino de un asesino en serie, el criminal más difícil de rastrear. Había un informe del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos del FBI que proporcionaba un perfil psicológico del asesino. Mi hermano había guardado también en la carpeta una copia del cuestionario de diecisiete páginas sobre diferentes aspectos del crimen que había enviado al Programa de Aprehensión de Criminales Violentos (VICAP). Pero la respuesta del ordenador del VICAP era negativa. La muerte de Lofton no tenía detalles coincidentes con otros asesinatos en todo el país en número suficiente para requerir la atención del FB!.

El perfil que habían enviado estaba firmado por la agente federal Rachel Walling. Contenía gran cantidad de generalidades en su mayor parte inútiles para la investigación porque, aunque las caracterizaciones eran sagaces y posiblemente bien encaminadas, no necesariamente ayudaban a los detectives a seleccionar entre los millones de personas susceptibles de ser calificadas de sospechosas. El retrato que trazaba era el de un hombre blanco, de veinte a treinta años, con problemas no resueltos de inadaptación y odio a las mujeres; de ahí la grave mutilación del cuerpo de la víctima. Probablemente había sido criado por una madre dominante y era probable que su padre no estuviera en casa o que estuviera absorto en ganarse la vida, dejando totalmente en manos de la madre el cuidado y la educación de los hijos. El perfil calificaba al asesino de «organizado» en su metodología y advertía que el hecho de haber culminado el crimen con éxito aparente y de haber conseguido eludir el arresto podía llevarle a intentar otros crímenes de naturaleza similar.

Los últimos informes de la carpeta eran resúmenes de interrogatorios, extremos que se habían comprobado y otros detalles del caso que podían no tener significado en el momento en que se habían redactado, aunque podían ser cruciales más adelante. A través de esos informes percibí el creciente afecto que Sean le había ido tomando a Theresa Lofton. En las primeras páginas siempre se refería m ella como «la víctima» o, a veces, como Lofton. Más tarde empezaba a llamarla Theresa. Y en estos últimos informes, fechados en febrero, justo antes de su muerte, la llamaba Terri, diminutivo que probablemente había tomado de las declaraciones de familiares y amigos, o quizá del dorso de la foto de su primer día en la universidad. El día más feliz.

Cuando faltaban diez minutos cerré la carpeta y abrí la otra. Era más delgada y parecía una especie de cajón de sastre. Había varias cartas de ciudadanos que brindaban teorías sobre el asesinato. Una de ellas era de una médium que afirmaba que el espíritu de Theresa Lofton estaba dando vueltas por alguna parte sobre la capa de ozono en una banda sonora de alta frecuencia. Hablaba con una voz tan persistente que a los oídos no adiestrados les sonaba como un chirrido, pero la médium podía descifrarlo y se prestaba a hacerle preguntas si Sean quería. En el informe no había ninguna indicación de que lo hubiera hecho.

Un informe anexo señalaba que tanto el banco de Theresa como el taller de automóviles estaban cerca del campus. Tres veces recorrieron los detectives la ruta entre la residencia de estudiantes, la guardería, el banco y el taller, pero no encontraron testigos que recordasen haber visto a Theresa el miércoles después de terminar las clases. A pesar de ello, la teoría de mi hermano -subrayada en otro anexo- era que Lofton había sido raptada en algún momento después de haber llamado al mecánico desde la guardería, pero antes de ir al banco a sacar dinero para pagarle.

La carpeta contenía también un registro cronológico de la actividad de los investigadores asignados al caso. En principio, cuatro miembros del CAP habían trabajado en el caso a tiempo completo. Pero como no progresaba e iban surgiendo más casos, el esfuerzo investigador quedó reducido a Sean y Wexler. Después, sólo Sean. Él no lo habría dejado.

La última entrada en el registro cronológico correspondía al día de su muerte. Era sólo una línea: «13 de marzo. Rusher en el Stanley. I/P sobre Terri.»

– ¡Tiempo!

Alcé la vista y vi que Wexler señalaba su reloj. Cerré la carpeta sin protestar.

– ¿Qué significa I-barra-P?

– Informe Personal. Significa que recibió una llamada.

– ¿Quién es Rusher?

– No lo sabemos. Hay un par de personas con ese apellido en el listín telefónico. Les llamamos pero no sabían de qué coño estábamos hablando. Yo lo intenté con el ordenador central de identificación, pero con sólo un apellido no saqué nada en claro. En resumen, que no sabemos quién era, o es. Ni siquiera sabemos si es un hombre o una mujer. Tampoco sabemos si Sean se reunió realmente con alguien o no. En el Stanley no encontramos a nadie que lo hubiera visto.

– ¿Por qué se fue a ver a esa persona sin decírtelo y sin dejar algún tipo de indicación de quién era? ¿Por qué fue solo?

– ¿Quién sabe? Habíamos recibido tantas llamadas sobre aquel caso que podías pasarte el día tomando notas. Y quizá no la conocía. Quizá lo único que sabía es que alguien quería hablar con él. Tu hermano estaba tan atrapado en ese caso que se habría ido a ver a cualquiera que le dijese que sabía algo. Te diré un secretillo. Es algo que no está ahí porque él no quería que la gente fuese por ahí creyendo que estaba loco. Pero había ido a ver a esa espiritista, la médium que se

menciona ahí.

– ¿Y qué sacó en claro?

– Nada. Sólo alguna chorrada sobre que el asesino anda por ahí tratando de repetirlo. De todos modos, esto es extraoficial, lo de la médium. No quiero que la gente piense que Mac era un chiflado.

Preferí no decir nada sobre la estupidez que acababa de decir. Mi hermano se había suicidado y Wexler todavía se empeñaba en limitar el daño que podría sufrir su imagen si se supiera que había consultado a una espiritista.

– No saldrá de esta sala -le dije, y tras unos instantes de silencio añadí-: Entonces, ¿cuál es tu teoría sobre lo que ocurrió aquel día, Wex? Extraoficialmente, claro.

– ¿Mi teoría? Mi teoría es que salió de aquí y que quienquiera que fuera el que le llamó, no acudió a la cita. Para él fue otro callejón sin salida, la gota que colmó el vaso. Se fue al lago y allí hizo lo que hizo… ¿Vas a escribir un reportaje sobre él?

– No lo sé. Creo que sí.

– Mira, no sé cómo decírtelo, pero ahí va. Era tu hermano, pero también era mi amigo. Es posible que lo conociera mejor que tú. Déjalo en paz. Déjalo estar.

Le dije que lo pensaría, pero fue sólo para tranquilizarlo. Ya lo tenía decidido. Me marché mirando el reloj para asegurarme de que tenía tiempo de llegarme hasta Estes Park antes del anochecer.

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