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Los ojos de William Gladden escrutaban las caras felices que iban pasando ante él. Era como una gigantesca máquina expendedora: escoja a su gusto. ¿No le gusta éste? Ahí viene otra. ¿Ésta sí?

Esta vez, no podría ser. Los padres estaban demasiado cerca. Tenía que esperar a que, en un momento dado, uno de ellos cometiera un error, saliese al muelle o se acercase a la ventanilla del puesto de chucherías a por una nube de azúcar, dejando sola a su preciosidad.

A Gladden le gustaba el carrusel del muelle de Santa Mónica. No le gustaba porque fuese original ni porque, según decía el cartel expuesto en la taquilla, se hubiera tardado seis años en restaurar los caballitos y en pintarlos a mano uno por uno. No le gustaba porque hubiera salido en muchas películas que había visto años atrás, sobre todo cuando estaba en Raiford. Tampoco le gustaba porque le recordase las cabalgadas con su amigo del alma en el tiovivo de la Feria del Condado de Sarasota. Le gustaba por los niños que iban montados en él. La inocencia y el abandono a la más pura felicidad estaban representados en cada una de las caras que desfilaban una y otra vez acompañadas por la música del organillo. Desde que llegó de Phoenix había estado viniendo aquí. Cada día. Sabía que le llevaría algún tiempo, pero un día, por fin, sería capaz de conseguirlo y esto le compensaría.

Mientras contemplaba la mezcla de colores sus pensamientos retrocedieron, como lo hacían tan a menudo, desde que estuvo en Raiford. Se acordó de su amigo del alma. Se acordó del oscuro armario, con sólo una franja de luz bajo la puerta. Se acurrucaba en el suelo cerca de la luz, cerca del aire. Podía verle los pies al acercarse. Paso a paso. Quisiera ser mayor, más alto, para así poder alcanzar el estante de arriba. Si lo fuera, le daría una sorpresa a su amigo del alma.

Gladden se volvió. Miró a su alrededor. El carrusel se había parado y los últimos niños salían al encuentro de sus padres, que esperaban al otro lado de la verja. Había otra fila de niños preparados para subir corriendo al carrusel a elegir su caballito. Buscó de nuevo a una niña de cabello oscuro y suave piel morena, pero no vio a nadie. Entonces se dio cuenta de que le estaba mirando la mujer que pedía los boletos a los niños. Sus ojos se encontraron y Gladden apartó la mirada. Se ajustó la tira del macuto. El peso de la cámara y los libros que llevaba dentro hacía que se le descolgase del hombro. Pensó que la próxima vez dejaría los libros en el coche. Echó un último vistazo al carrusel y se encaminó hacia una de las puertas que daban al muelle.

Cuando llegaba a la puerta se volvió distraídamente hacia la mujer. Los niños chillaban mientras corrían hacia los caballitos de madera. Algunos con sus padres, la mayoría solos. La mujer que recogía los boletos se había olvidado de él. Estaba a salvo.

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