27

A las seis y media volvimos a encontrarnos en la sala de reuniones de la oficina local. Allí esperaban Backus, que trataba de resolver la logística telefónica, Thompson, Matuzak, Mize y tres agentes a los que no me habían presentado. Dejé la bolsa de las compras debajo de la mesa. Contenía dos camisas nuevas, un par de pantalones y un paquete de calzoncillos y calcetines. Lamenté no haberme puesto una de las camisas nuevas, porque los agentes que no me habían presentado me miraban con mala cara, a mí y a mi camisa del FBI, como acusándome de una especie de sacrilegio por haber intentado hacerme pasar por uno de ellos. Backus le dijo al que hablaba con él por teléfono que le llamara otra vez cuando estuviera todo a punto y colgó.

– Bien -dijo-, en cuanto tengan los teléfonos a punto abrimos la sesión. Mientras tanto, hablemos de Phoenix. A partir de mañana, quiero empezar una investigación desde cero sobre el detective y sobre el muchacho. Los dos casos, desde el principio. Lo que quiero… Ah, disculpad. Rachel, Jack, os presento a Vince Pool, agente especial de Phoenix. Nos va a proporcionar todo lo que necesitemos.

Pool, que parecía llevar veinticinco años en el servicio, más que cualquiera de los presentes, nos hizo un gesto de asentimiento, pero no dijo nada. Backus no se molestó en presentar a los otros dos hombres.

– La reunión con la policía local es mañana a las nueve en punto -añadió.

– Creo que podremos quitárnoslos de encima diplomáticamente -dijo Pool.

– Bueno, no nos conviene crear un ambiente hostil. Son los que mejor conocían a Orsulak. Serán buenas fuentes de información. Más vale contar con ellos, pero manteniendo nosotros el control de todo.

– De acuerdo.

– Es posible que estemos ante nuestra mejor oportunidad. Es reciente. Tenemos que confiar en que el delincuente haya cometido un error entre estas dos muertes, la del chico y la del detective, que podamos detectar. Me gustaría ver…

Sonó el teléfono de la mesa. Backus lo descolgó y contestó con un «diga».

– Un momento. -Apretó un botón del aparato y colgó el auricular.

– ¿Brass, sigues ahí? -Aquí estoy, jefe.

– Bien, vamos a pasar lista, a ver quiénes estamos. Desde seis ciudades distintas, los agentes anunciaron su presencia por el altavoz.

– Bien, bien. Quiero que esto sea lo más informal posible. Propongo una ronda completa para ver lo que tiene cada uno. Brass, quiero terminar contigo. Bien, Florida. ¿Estás ahí, Ted?

– Hum, sí, señor, con Steve. Acabamos de estrenarnos en esto y espero tener algo más mañana. Pero ya hemos detectado aquí ciertas anomalías que vale la pena destacar, creo.

– Adelante.

– Hum, ésta fue la primera escala del Poeta, o así lo creemos. Clifford Beltran. El segundo caso -en Baltimore- no tuvo lugar hasta diez meses después. También es el intervalo más largo que tenemos, lo cual nos lleve quizás a dudar de la aleatoriedad de este primer asesinato.

– ¿Crees que el Poeta conocía a Beltran? -preguntó Rachel.

– Es posible. Pero, por el momento, no es más que una corazonada sobre la que estamos trabajando. Aunque hay varias cosas que, puestas sobre el tapete, merecen atención como apoyo a esta tesis. En primer lugar, es el único caso con escopeta. Hemos repasado hoy el expediente de la autopsia y las fotos no eran nada agradables. Destrucción total con los dos cañones. Todos conocemos la patología simbólica de esto.

– Exterminio absoluto -dijo Backus-. Indicio de conocimiento o amistad con la víctima.

– Exacto. Después, tenemos el arma en sí. Según los informes, era una vieja Smith & Wesson que Beltran guardaba en un armario, en el estante superior, fuera de la vista. El informe atribuye esta información a su hermana. Beltran era soltero y vivía en la misma casa donde se crió. No hemos hablado con la hermana personalmente. La cuestión es que si fue un suicidio, pues vale, el hombre fue hasta el armario y sacó la escopeta. Pero ahora venimos nosotros y decimos que no fue suicidio.

– ¿Cómo sabía el Poeta que la escopeta estaba en el estante superior? -preguntó Rachel.

– Exaaacto… ¿Cómo lo sabía?

– Muy buena, Ted, Steve -dijo Backus-. Me gusta. ¿Qué más?

– El último detalle es bastante escabroso. ¿Está ahí con vosotros el periodista? Todos me miraron.

– Sí -respondió Backus-. Pero aún estamos extraoficialmente. Di lo que ibas a decir. ¿De acuerdo, Jack? Asentí con la cabeza, pero me di cuenta de que los de las otras ciudades no me veían.

– De acuerdo -dije-. Lo considero extraoficial.

– Bien, pues se trata de una especulación, de momento, y no estamos seguros de cómo encajarlo, pero esto es lo que hay. En la autopsia de la primera víctima, el muchacho, Gabriel Ortiz, el forense, basándose en el análisis de las glándulas y músculos anales, llegó a la conclusión de que el chico había sido víctima de abusos desde tiempo atrás. Si el asesino del chico y el que abusó de él durante un tiempo prolongado eran la misma persona, eso no encajaría en

nuestro esquema de búsqueda y captura de víctimas al azar. Es decir, que nos parece poco probable. Sin embargo, considerándolo desde el punto de vista de Beltran, o sea hace tres años, cuando no disponía de los datos de que disponemos nosotros, hay otra cosa que no encaja. Beltran tenía este caso aislado, no sabía nada de los otros casos que conocemos ahora. Cuando llegó el informe de la autopsia con la conclusión de que el chico era víctima de abusos desde hacía tiempo, lo normal habría sido que Beltran se saltara todo y buscara al violador como sospechoso número uno.

– ¿Y no lo hizo?

– No. Era el jefe de un equipo formado por tres detectives y dirigió casi todo el trabajo de investigación hacia el parque donde el chico fue secuestrado a la salida del colegio. Es un dato extraoficial que me facilitó uno de los hombres del equipo. Me comentó que cuando le propuso ampliar la investigación al historial del chico, Beltran no le hizo caso.

»Y ahora viene lo bueno. Mi informante de la oficina del sheriff me ha dicho que Beltran solicitó ocuparse personalmente de la investigación. La quería controlar. Después de su supuesto suicidio, mi informante hizo algunas comprobaciones y descubrió que Beltran conocía al chico por un programa del servicio social llamado Amigos del alma, que coloca a chicos sin padre bajo la tutela de personas adultas. Beltran era policía, de modo que no tuvo ningún problema para superar el proceso de selección. Era el «amigo del alma», o sea, el tutor del chico. Supongo que, con esto, sacaréis vuestras propias conclusiones.

– ¿Crees que pudo ser Beltran el que abusaba del chico? -preguntó Backus.

– Es posible. Creo que mi informante apuntaba en esa dirección, pero no está dispuesto a decirlo abiertamente. Han muerto todos. Ya no tiene sentido. No van a revelar ahora a la prensa una historia semejante, y menos tratándose de uno de los suyos y siendo electoral el cargo de sheriff.

Vi que Backus asentía con un gesto de la cabeza.

– Era de esperar.

Hubo unos momentos de silencio.

– Ted, Steve, todo esto es muy interesante -dijo Backus-. Pero ¿cómo hay que interpretarlo? ¿Creéis que puede tratarse de algo más que una curiosa ramificación del caso?

– No estamos seguros. Pero suponiendo que Beltran fuera un pervertido, un pedo filo nada menos, y que además lo matara con su propia escopeta una persona que sabía que la guardaba en el estante superior del armario porque lo conocía, entraríamos en un terreno que, en mi opinión, habría que estudiar más a fondo.

– Estoy de acuerdo. Cuéntanos qué más sabía tu informante sobre Beltran y el programa Amigos del alma.

– Dijo que le habían contado que Beltran llevaba mucho tiempo en Amigos del alma, así es que suponemos que fue tutor de muchos niños.

– Y vais a seguir por ese lado, ¿verdad?

– Nos lanzaremos de lleno mañana por la mañana. Esta noche ya no se puede hacer nada. Backus hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se llevó un dedo a la boca pensativamente.

– Brass -dijo Backus-. ¿Qué te parece todo esto? ¿Qué explicación nos ofrece la psicopatología?

– Los niños son el hilo conductor de todo el asunto, igual que los policías de homicidios. Todavía no hay nada firme que indique de qué va ese tipo. Opino que es necesario continuar investigando a fondo en el tema.

– Ted, Steve, ¿necesitáis más gente? -les preguntó Backus.

– Me parece que nos las apañaremos. Todos los de la oficina local de Tampa están deseando entrar en el caso, así que si necesitamos a alguien más, recurriremos a ellos.

– Excelente. Por cierto, ¿habéis hablado con la madre sobre la relación de su hijo con Beltran?

– Todavía estamos intentando localizarla, y también a la hermana de Beltran. Ten en cuenta que han pasado tres años. Si hay suerte, mañana daremos con ellas después de hablar con los del programa Amigos del alma.

– De acuerdo. ¿Qué cuenta Baltimore? ¿Sheila?

– Sí, señor. Hemos pasado casi todo el día volviendo a cubrir el terreno rastreado por los locales. Hablamos con Bledsoe. Su teoría sobre el caso de Polly Amherst fue, desde el principio, que estaban buscando a un corruptor. Amherst era maestra. Bledsoe dice que McCafferty y él siempre creyeron que la mujer debió de taparse en los patios de la escuela con un corruptor que la secuestró y después la estranguló, y que la descuartizó para disimular los verdaderos motivos del crimen.

– ¿Por qué tendría que tratarse de un corruptor? -inquirió Rachel-. ¿No habría podido ser un ladrón o un camello o cualquier otra cosa?

– Polly Amherst tenía vigilancia del tercer recreo el día que desapareció. La policía local interrogó a todos los niños que habían salido al patio. Les contaron muchas historias contradictorias, pero unos cuantos crios recordaban haber visto a un hombre en la verja. Era rubio, pelo greñudo y grasiento, y llevaba gafas. Era blanco. Parece que Brad no andaba muy desencaminado con la descripción que hizo de Roderick Usher. También dijeron que el hombre llevaba una cámara fotográfica. Y eso es todo, en lo que concierne a la descripción.

– Bien, Sheila, ¿qué más? -preguntó Backus.

– La única evidencia física que se extrajo del cuerpo fue un mechón de pelo. Rubio decolorado. El color natural es castaño cobrizo. De momento, no hay nada más. Mañana volveremos a trabajar con Bledsoe.

– Bien. Ahora, Chicago.

El resto de los informes no contenía detalles relevantes con respecto a la identificación ni añadía nada nuevo a la creciente ficha de datos del Poeta. Casi todos los agentes habían seguido los pasos de la policía local sin encontrar novedades. Tampoco el informe de Denver contenía nada nuevo. Sin embargo, al final, el agente que estaba al teléfono dijo que se había llevado a cabo el examen de los guantes que mi hermano tenía puestos y que se había encontrado una única gota de sangre en la piel del forro del guante derecho. Después preguntó si yo estaría dispuesto a llamar a Riley y solicitar su consentimiento para exhumar el cadáver.

No contesté porque estaba aturdido pensando en lo que podía significar el indicio de hipnotismo con respecto a los últimos momentos de mi hermano. Me preguntaron de nuevo y dije que la llamaría por la mañana.

El agente concluyó su informe añadiendo, como una ocurrencia tardía, que había enviado las pruebas de GSR de la boca de mi hermano al laboratorio de Quantico.

– Aunque aquí son muy eficientes, jefe, y no creo que allí encuentren más información que la que ya tenemos.

– ¿Y qué encontraron? -preguntó Backus evitando mirarme.

– Sólo GSR. Nada más.

No sé qué sentí al oír esas palabras. Supongo que algo de alivio, aunque no constituía prueba de que nada hubiera ocurrido ni dejado de ocurrir. Sean estaba muerto y yo seguía obsesionado por saber cómo habían sido sus últimos momentos, cuáles sus últimos pensamientos.

Traté de quitármelo de la cabeza para concentrarme en la teleconferencia. Backus había pedido a Brass que les pusiera a todos al corriente de los nuevos datos sobre la victimología y acababa de perderme casi todo el informe.

– Así es que hemos descartado toda relación -decía-. Al margen de las posibilidades de que se ha hablado antes en Florida, digo que los selecciona al azar. No se conocían entre ellos, nunca habían trabajado juntos y sus caminos jamás se cruzaron, en ninguno de los seis casos. Hemos averiguado que cuatro de ellos asistieron a una especie de seminario sobre homicidios patrocinado por el FBI, que se celebró en Quantico hace cuatro años, pero los otros dos no asistieron y no sabemos si los que acudieron allí llegaron a conocerse siquiera o a entablar conversación durante el seminario. Orsulak, el de Phoenix, queda excluido de todo esto. Todavía no hemos tenido tiempo de investigarlo.

– Es decir que, si no existe relación, ¿tenemos que suponer que el delincuente los escoge sencillamente porque muerden el anzuelo? -preguntó Rachel.

– En efecto, eso creo.

– O sea, que se mantiene alerta y al acecho, y entonces ve a su presa por primera vez después de la muerte del cebo.

– En efecto, sí. Todos los casos utilizados como cebo fueron muy aventados por los medios locales de comunicación. Tal vez viera a cada uno de los detectives por primera vez en televisión o en una foto de la prensa.

– No cumple con el arquetipo de atracción física.

– No. Sencillamente, le toca a quien se encargue del caso. El detective al mando se convierte en presa. Bien, eso no quiere decir que después de escogerlo no encuentre que uno o más de esos sujetos le resulten más atractivos o que respondan mejor a sus fantasías. Siempre puede ocurrir.

– ¿A qué fantasías te refieres? -pregunté, esforzándome por no perder el hilo de las palabras de Brass.

– ¿Eres tú, Jack? Pues verás, no sabemos de qué fantasía se trata. Ahí está la cuestión. Estamos abordando el tema en dirección contraria. No sabemos qué motiva al asesino, y sólo vemos y hacemos conjeturas sobre partes aisladas. Es posible que nunca descubramos qué es lo que mueve su mundo. Ha caído de la luna, Jack. La única forma de llegar a saber algo a ciencia cierta es que él mismo decida contárnoslo un día.

Hice un gesto de asentimiento y pensé en otra pregunta. Esperé hasta que vi claramente que los demás no tenían nada que añadir.

– Hum, agente Brass… quiero decir, Doran. -¿Sí?

– A lo mejor ya habéis hablado de ello, pero ¿qué hay de los poemas? ¿Se os ocurre algo más que una idea sobre cómo encajados?

– Pues, evidentemente, no son más que un alarde. Así lo observamos ayer. Es su firma y, aunque evidentemente quiere evitar su captura, al mismo tiempo su forma de ser le impulsa a dejar un detalle que diga: «Eh, que he sido yo.» Ésa es la función que cumplen los poemas. En cuanto a los poemas mismos, existe una relación entre ellos: todos hablan de la muerte, o se pueden interpretar en ese sentido. También es común la idea de considerar la muerte como portal hacia otras cosas, hacia otros lugares. Creo que una de sus citas es: «Por la pálida puerta.» Tal vez el Poeta cree que envía a sus víctimas a un mundo mejor, como si los transformase. Es un detalle que debemos tener en cuenta a la hora de sopesar la patología de este individuo. Sin embargo, volvemos otra vez a la falta de peso de todas nuestras conjeturas. Es como si registrásemos un cubo lleno de basura para averiguar lo que cenó anoche una persona. No sabemos qué está haciendo este hombre, ni lo sabremos hasta que lo atrapemos.

– Brass, soy Bob, otra vez. ¿Cómo interpretáis el esquema de estos crímenes?

– Brad os lo explica.

– Aquí Brad. Hum, hemos calificado a este tipo como «viajero accidental». Sí, actúa por todo el país, pero se queda quieto en un sitio varias semanas seguidas, o incluso meses, a veces. Esta característica es anormal según nuestro perfil anterior. El Poeta no es un asesino de los que dan el golpe y desaparecen. Da el golpe y se queda en las cercanías durante un tiempo. Debemos suponer que durante ese período el cazador vigila a su presa. Necesita familiarizarse con

las costumbres y pormenores de su víctima. Es posible que incluso entable una relación de amistad superficial. Y eso es lo que tenemos que buscar, un amigo o conocido reciente en la vida de cada uno de los detectives. A lo mejor un nuevo vecino o cliente del bar habitual. La situación de Denver también apunta la posibilidad de que se acercara a ellos como informante, como si poseyera datos importantes. No sería improbable que utilizara las dos tácticas a la vez.

– Y con esto llegamos al paso siguiente -dijo Bacros-. Después del contacto.

– Poder -dijo Hazelton-. Después de acercarse a sus víctimas lo suficiente, ¿cómo las domina? Bien, suponemos que posee alguna clase de arma que le permite neutralizarlos desde el principio, pero hay algo más. ¿Cómo se las ingenia para que seis policías de homicidios, siete ahora, escriban los versos? ¿Cómo consigue evitar la pelea en todos los casos? Por el momento, estamos estudiando la posibilidad de que utilice la hipnosis y algún tipo de estimulante químico que obtenga de la propia víctima. Todos los incidentes, menos uno, ocurrieron en el domicilio de la víctima. La única excepción es el caso McEvoy Si lo dejamos aparte y nos centramos en el resto, seguro que ninguno de nosotros tiene vacío el botiquín. Y seguro que en ninguno de nuestros botiquines falta un medicamento, recetado por el médico o comprado directamente en la farmacia, que pueda servir de estimulante. Claro está que unos producen más efecto que otros. Pero, si los supuestos no nos fallan, la cuestión es que el Poeta recurre a las cosas que las propias víctimas le proporcionan. Estamos trabajando duro en ello. Eso es todo, por ahora.

– Muy bien -dijo Backus-. ¿Alguna pregunta más?

La sala y el altavoz telefónico permanecieron en silencio.

– Bien, muchachos -dijo, echándose sobre el escritorio apoyado en las manos y acercando la boca al micrófono del teléfono-. Poned todo vuestro empeño. Esta vez nos hace falta de verdad.

Rachel y yo seguimos a Backus y Thompson al Hyatt, donde Matuzak había reservado habitaciones. Tuve que inscribirme y pagar mi alojamiento mientras Backus firmaba el registro y recibía las llaves para los otros cinco, que iban pagados por el Gobierno. De todas formas, me aplicaron el descuento que el hotel hace siempre al FBI. Seguro que fue por la camisa.

Rachel y Thompson esperaban en el salón del vestíbulo, donde habíamos quedado para tomar una copa antes de cenar. Cuando Backus le entregó a Rachel la llave de la habitación, le oí decir que era la 321 Y lo memoricé. La mía estaba cuatro puertas más allá, la 317, y enseguida empecé a pensar en la noche que tenía por delante y en cómo salvar esa distancia.

Tras media hora de charla intrascendente, Backus se levantó y anunció que se retiraba a su habitación a repasar los informes del día, antes de salir hacia el aeropuerto a recoger a Thorson y Cartero Rechazó la invitación de venir a cenar con nosotros y se fue al ascensor. A los pocos minutos, Thompson también se escabulló con la excusa de que iba a leer detenidamente el informe de la autopsia de Orsulak.

– Nos hemos quedado solos -comentó Rachel cuando Thompson ya no la oía-. ¿Qué te apetece comer?

– No sé. ¿Se te ocurre algo a ti?

– No lo he pensado. Pero sí sé lo que quiero antes que nada… Darme un baño caliente.

Quedamos para ir a cenar una hora más tarde. Hicimos el trayecto en ascensor en un silencio cargado de tensión sexual. Una vez en mi habitación, quise quitarme a Rachel de la cabeza y conecté el ordenador a la línea telefónica para escuchar las llamadas de Denver. Sólo había una, de Greg Glenn que quería saber dónde me había metido. Contesté, aunque no creía que recibiera el recado hasta que volviera al trabajo el lunes. Luego, envié un mensaje a Laurie Prine pidiéndole que buscara todo lo referente a Horace el Hipnotizador que se hubiera publicado en la prensa de Florida durante los últimos siete años. Añadí que me lo enviara a mi buzón de correo, pero que no corría prisa.

Después me duché y me puse la ropa nueva para ir a cenar con Rachel. Cuando terminé todavía faltaban veinte minutos y se me ocurrió que podía bajar a ver si encontraba una farmacia cerca. Pero pensé que a Rachel le causaría mala impresión, si todo salía bien y me presentaba en su cama con el condón en el bolsillo. Así es que descarté lo de la farmacia; las cosas se resolverían sobre la marcha.

– ¿Has visto el informativo de la CNN?

– No -le dije.

Estaba en la puerta de su habitación. Volvió a la cama y se sentó para calzarse. Tenía un aspecto fresco y descansado y llevaba una blusa de color crema y pantalones téjanos negros. El televisor estaba encendido todavía y hablaban sobre los tiroteos de Colorado. Supuse que no sería a eso a lo que se refería.

– ¿Qué han dicho?

– Han hablado de nosotros. Salíamos Bob, tú y yo, a la puerta de la funeraria. No sé cómo, pero se enteraron del nombre de Bob y lo sacaron en pantalla.

– ¿Han dicho que era del BSS?

– No, sólo que era del FBI. Pero no importa. La CNN ha debido de sacar la noticia de la televisión local. Si nuestro hombre lo ha visto, esté donde esté, podría traemos problemas.

– ¿Por qué? No es tan raro que el FBI asome la nariz en casos así.

– El problema consiste en que eso ayuda al Poeta; ocurre en casi todos los casos. Una de las formas de gratificación que busca esta clase de asesinos es ver su trabajo en la televisión y en los periódicos. Ese encaprichamiento con los medios de comunicación se hace extensivo, en parte, a sus perseguidores. Tengo la sensación de que ese tipo, el Poeta,

sabe más de nosotros que nosotros de él. Si no me equivoco, es probable que haya leído libros sobre casos de asesinos en serie. Novelas baratas y hasta estudios más rigurosos. Es fácil que sepa nombres. El padre de Bob aparece en muchos trabajos serios. El propio Bob sale también en algunos, y yo misma. Nuestros nombres y fotografías, nuestras palabras. Si ha visto el programa de la CNN y nos ha reconocido, supondrá que vamos pisándole los talones. Tal vez lo perdamos ahora. Puede escabullirse.

La ambivalencia dominó la velada. Incapaces de decidir lo que nos apetecía y adonde queríamos ir, nos conformamos con el restaurante del hotel. La comida estuvo bien, pero la botella de cabernet Buehler que compartimos fue perfecta. Le dije que no se preocupara de las dietas gubernamentales porque pagaba el periódico. Y entonces pidió cerezas flambeadas de postre.

– Me da la impresión de que serías feliz si no existieran en el mundo medios de comunicación libres -le dije mientras nos alargábamos con los postres.

Las implicaciones del reportaje de la CNN habían dominado la conversación durante la cena.

– En absoluto. Los respeto como necesidad de toda sociedad libre. Lo que no respeto es la irresponsabilidad que soportamos con mayor frecuencia de la que nos gustaría.

– ¿Qué tenía de irresponsable el reportaje?

– En concreto ése no era importante, pero me fastidia que utilicen nuestras imágenes sin molestarse en preguntar por las posibles repercusiones. Ojalá los medios de comunicación consideraran algún día las historias en un sentido más completo, en vez de lanzarse siempre a por la gratificación más inmediata.

– No siempre. Yo no pasé de vosotros y os dije que iba a escribir mi historia. Lo mío era de largo alcance, la verdadera historia completa.

– ¡Oh, qué gran nobleza! y más viniendo de un hombre que se ha hecho un hueco en la investigación a fuerza de extorsiones.

Sonrió, y yo también.

– ¡Unmomento! -protesté.

– ¿Por qué no cambiamos de tema? Estoy harta de todo esto. ¡Dios! Me gustaría poder tumbarme y olvidarlo todo un rato.

Otra vez lo mismo. Las palabras que empleaba, la forma de mirarme mientras las pronunciaba. ¿Las interpretaba yo correctamente o sólo entendía lo que quería entender?

– De acuerdo, olvidemos al Poeta -le dije-. Hablemos de ti.

– ¿De mí? ¿Qué quieres que te cuente?

– Ese rollo que te traes con Thorson parece una telecomedia.

– Esa cuestión es personal.

– No cuando no paráis de fusilaros con la mirada el uno al otro de punta a punta de la habitación, ni cuando intentas que Backus lo aparte del caso.

– No lo quiero fuera del caso, sólo lo quiero lejos de mí. Siempre encuentra la manera de inmiscuirse para ver si se hace con el mando. Observa y verás.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

– Quince esplendorosos meses.

– ¿Cuándo terminasteis?

– Hace mucho, tres años.

– Sí, es mucho para que las espadas sigan en alto.

– No quiero hablar de eso.

Pero yo intuía que sí. Dejé transcurrir unos instantes. El camarero se acercó a servirnos más café.

– ¿Qué ocurrió? -le pregunté en voz baja-. No te mereces ser tan desgraciada.

Alargó una mano y me tiró suavemente de la barba; era la primera vez que me tocaba desde que me había hundido la cabeza en la cama, en Washington.

– Eres encantador -hizo un gesto negativo con la cabeza-. Nos equivocamos los dos, nada más. Aveces, ni siquiera entiendo qué vimos el uno en el otro. Sencillamente, no funcionó.

– ¿Por qué?

– Porque no. Como ya te dije, los dos llevábamos mucha carga. La suya pesaba más. Se colocó una máscara y no vi toda la rabia que ocultaba detrás hasta que fue demasiado tarde. Salí de allí en cuanto pude.

– ¿Por qué tanta rabia?

– Por muchas cosas. Está lleno de furor. Por otras mujeres, por otras relaciones. Nuestro matrimonio fue su segundo fracaso. Por el trabajo. Aveces sacaba todo lo que tenía dentro y se encendía como un soplete.

– ¿Te pegó alguna vez?

– No. No me quedé el tiempo suficiente como para que lo intentara. Ya sabemos que todos los hombres niegan la intuición femenina, pero creo que si hubiera seguido con él, habríamos llegado a esa situación. Era el curso normal de las cosas. Y todavía procuro mantener las distancias con él.

– Y él todavía tiene algo que darte.

– Si te lo crees es que estás loco.

– Aún le queda algo.

– Lo único que le queda son las ganas de verme hecha una desgraciada. Quiere vengarse en mí de su fracaso matrimonial, de su mísera vida, de todo.

– ¿Cómo es que conserva el empleo todavía?

– Como te he dicho, se oculta tras una máscara. Y lo disimula muy bien. Ya lo viste en la reunión. Se contenía. Además, tienes que entender una cosa de los del FBI. Nunca pretenden hundir a sus hombres. Mientras cumpla con su

trabajo, mis sentimientos y mis palabras no le importan a nadie.

– ¿Te quejaste de él?

– Directamente no. Habría sido como ponerme la soga al cuello. Tengo una posición envidiable en el BSS, pero no olvides que el FBI es un mundo masculino. Una no puede ir a quejarse al jefe de las supuestas intenciones del ex marido. Si lo intentase, seguramente acabaría cargando datos en Salt Lake Cirro

– Entonces, ¿cómo vas a remediarlo?

– Lo tengo difícil. Le he soplado al oído a Backus suficientes indirectas como para que se dé cuenta de lo que pasa. Como puedes deducir por lo que has oído hoy, no va a tomar medidas al respecto. Supongo que Gordon también le sopla lo suyo por el otro oído. Si yo fuera Bob, me quedaría sentada tranquilamente, como hace él, esperando a ver cuál de los dos mete la pata. El que la cague primero, se larga.

– ¿En qué consistiría cagada?

– No sé. Nunca se sabe con el FBI. Pero Bob tiene que tener más cuidado conmigo que con él. Cuestión de prioridades, ¿sabes? Tendrá que organizarse muy bien si pretende suprimir a una mujer de la unidad. Ahí está mi ventaja.

Asentí con la cabeza. Habíamos llevado una parte de la conversación hasta su fin de forma natural. Pero yo no quería que volviera a su habitación. Quería estar con ella.

– Eres hábil haciendo entrevistas, Jack. Muy astuto. -¿Qué?

– Nos hemos pasado el rato hablando de mí y del FBI. ¿Qué hay de ti?

– ¿Qué quieres que te cuente? No estoy casado ni divorciado. Ni siquiera tengo plantas en casa. Me paso el día sentado delante del ordenador. No estoy en la misma onda que vosotros, Thorsonytú.

Sonrió y soltó una risita un poco infantil.

– Sí, somos toda una pareja. Eramos. ¿Te sientes mejor después de la reunión de hoy, con lo que han encontrado en Denver?

– Querrás decir con lo que no han encontrado. No sé. Supongo que es mejor que parezca que no tuvo que pasar por eso. De todas formas, todavía no hay motivos para sentirse mejor.

– ¿Has llamado a tu cuñada?

– No, todavía no. La llamaré por la mañana. Me parece que esas cosas se discuten mejor a luz del día.

– Nunca he pasado mucho tiempo con los familiares de las víctimas -comentó-. Al FBI siempre lo llaman más tarde.

– Yo he… Soy un experto en entrevistas a viudas recientes, madres que acaban de quedarse sin su hijo, padres de la novia muerta. Di un caso cualquiera, seguro que hice la entrevista.

Nos quedamos un buen rato en silencio. El camarero acudió con la cafetera, pero los dos pasamos. Pedí la cuenta. Sabía que esa noche no ocurriría nada entre los dos. Había perdido el valor de intentarlo porque no quería arriesgarme a un rechazo. Mi táctica siempre ha sido la misma. Si no me importa que una mujer me rechace, me arriesgo sin pensarlo. Pero si me importa y sé que su rechazo me va a doler, siempre me retiro.

– ¿En qué estás pensando? -me preguntó.

– En nada -mentí-. Supongo que en mi hermano.

– ¿Por qué no me cuentas esa historia?

– ¿Cuál?

– La del otro día. Estabas a punto de contarme algo bueno de él. Lo más hermoso que hizo por ti en su vida. Lo que lo convirtió en un santo.

Me quedé mirándola. Inmediatamente supe a qué se refería, pero lo pensé un poco antes de hablar. Habría podido contarle una mentira con toda facilidad, decirle que lo más hermoso que había hecho por mí era quererme, pero confiaba en ella. Confiamos en lo que nos parece bello, en lo que deseamos. Y a lo mejor tenía necesidad de confesarme con alguien al cabo de tantos años.

– Lo más hermoso que hizo en su vida fue no culparme.

– ¿De qué?

– Nuestra hermana murió cuando éramos pequeños. Yo tuve la culpa. Él lo sabía. Era el único que sabía la verdad. Además de ella. Pero jamás me lo reprochó ni se lo contó a nadie. En realidad, asumió la mitad de la culpa. Eso fue lo más hermoso.

Se apoyó en la mesa y me miró de cerca con expresión de pena. Cred que realmente habría sido una buena psicóloga, si se lo hubiera propuesto.

– ¿Qué pasó, Jack?

– Mi hermana cayó al lago al romperse el hielo. En el mismo sitio donde encontraron el cuerpo de Sean. Era más alta

que yo, y mayor. Habíamos ido allí con nuestros padres. Teníamos una caravana y mis padres estaban preparando la comida o algo parecido. Sean y yo estábamos fuera y Sarah nos vigilaba. Yo eché a correr por el lago helado y Sarah vino detrás para impedir que me adentrase en la parte donde el hielo estaba más quebradizo. Pero ella era mayor que yo, más alta, más pesada, y se rompió el hielo. Empecé a gritar y Sean también. Mi padre y algunas otras personas que habían por allí intentaron rescatarla, pero no llegaron a tiempo… Me llevé el café a los labios, pero ya no quedaba nada. La miré y proseguí.

– En fin, todos preguntaban qué había pasado, ¿sabes?, pero yo no podía… no podía hablar. Y él, Sean, dijo que nos habíamos metido los dos en el hielo y que Sarah, al acercarse a nosotros, se hundió. Era mentira y no sé si mis padres llegaron a creerlo en algún momento. Supongo que no. Pero Sean lo hizo por mí, como si estuviera dispuesto a compartir la culpa conmigo, a cargada a medias para que me fuera más llevadera.

Me quedé, mirando la taza vacía. Rachel no dijo nada.

– Podías haber hecho carrera en la psicología. Nunca se lo había contado a nadie.

– Bueno, a loO mejor es que sientes que se lo debías… el contar la historia, quiero decir. Una forma de mostrarle tu agradecimiento.

El camarero dejó la nota en la mesa y nos dio las gracias. Abrí la cartera y coloqué la tarjeta de crédito encima de la cuenta. Podía pensar en una forma mejor de demostrarle mi agradecimiento. Pensaba en ello.

Al salir del ascensor me faltó poco para quedarme paralizado por el miedo. No conseguí reunir fuerzas para hacer lo que deseaba.

Nos acercamos primero a su puerta. Ella sacó la llave magnética del bolsillo y me miró. Me quedé dudando y no dije nada.

– Bien -dijo al cabo de un momento largo-. Creo que mañana empezamos temprano. ¿Sueles desayunar?

– Sólo café, normalmente.

– Bien, de acuerdo. Te llamo y a lo mejor tenemos tiempo de tomar una taza rápida.

Asentí con un gesto; no podía hablar, abrumado por la vergüenza de mi fracaso y mi cobardía.

– Buenas noches, Jack.

– Buenas noches -logré decir antes de seguir pasillo adelante.

Me senté al borde de la cama y vi los programas de la CNN durante media hora, con la esperanza de pillar el reportaje del que ella me había hablado o cualquier otra cosa que me quitara de la cabeza el desastroso final de la noche. ¿Por qué será, me pregunté, que las personas que más nos interesan son a las que más nos cuesta llegar? Un instinto profundo me decía que la oportunidad, el momento idóneo, había sido cuando estábamos en el pasillo. Pero lo dejé pasar. Me alejé corriendo. Ahora sospechaba que el fracaso me obsesionaría eternamente. Porque podía haber perdido ese sexto sentido para siempre.

Creo que no oí el primer golpe en la puerta. Porque lo que me sacó de mis sombrías elucubraciones fue una llamada muy fuerte y seguro que no era la primera. Sonaba con la impaciencia de una tercera o cuarta intentona.

Molesto por la intrusión, apagué el televisor, me acerqué a la puerta y abrí sin fijarme antes por la mirilla. Era ella.

– Rachel.

– Hola. -Hola.

– Esto… bueno, se me ha ocurrido que podía darte la oportunidad de redimirte, si es que quieres.

La miré pensando en un montón de respuestas, todas encaminadas a pasad e la pelota otra vez para que fuera ella la que diera el paso siguiente. Pero había recuperado el sexto sentido y supe enseguida lo que ella quería y lo que yo tenía que hacer.

Di un paso adelante, le pasé el brazo por la espalda y la besé. Después la hice entrar en la habitación y cerré la puerta.

– Gracias -susurré.

Después, ya no dijimos nada más, prácticamente. Ella apagó la luz y me llevó a la cama. Me rodeó el cuello con los brazos y me tumbó despacio con un beso largo y profundo. Nos hicimos un lío con la ropa y decidimos, sin mediar palabra, desnudarnos cada uno por su cuenta. Era más rápido.

– ¿No tienes nada por ahí? -musitó-. Ya sabes, algo que ponerte.

Alicaído por las consecuencias de mi indecisión anterior, le dije que no con la cabeza y estuve a punto de decirle que bajaba a la farmacia, pero sabía que la interrupción echaría a perder aquel momento.

– Creo que yo sí -dijo.

Colocó el bolso en la cama y oí cómo abría la cremallera de un compartimento interior. Entonces me colocó en la mano un condón envuelto en plástico.

– Guardo siempre uno para una emergencia -comentó con afectuosa ironía.

Después hicimos el amor. Despacio, sonriendo entre las sombras de la habitación. Ahora lo recuerdo como un momento maravilloso, quizá la hora más erótica y apasionada de mi vida. Sin embargo, en realidad, cuando le quito el velo a la memoria, sé que fue una hora de inquietud en la que los dos estábamos impacientes y ansiosos por complacer al otro y, tal vez por eso, sin querer, nos privamos del verdadero placer del momento. Tenía la impresión de que Rachel deseaba más que nada la intimidad del acto, la proximidad de otro ser humano más que el placer sensual. Yo también, pero además sentía un hondo deseo carnal por su cuerpo. Tenía los pechos pequeños, con grandes areolas oscuras, y un

delicioso vientre redondeado con suave vello debajo. Cuando acompasamos nuestros ritmos, la cara se le calentó y le salieron coloretes. Era preciosa, y se lo dije. Pero, al parecer, se avergonzó y me volvió a tumbar con un abrazo, de modo que no pudiera verle la cara. Me la tapaban sus cabellos, olía a manzanas. Luego, se tumbó boca abajo y le acaricié la espalda.

– Quiero estar contigo después de esto -le dije.

No respondió, pero me pareció bien. Supe que lo que acabábamos de compartir era auténtico. Se incorporó poco a poco hasta quedar sentada en la cama.

– ¿Qué pasa?

– No puedo quedarme. Quiero, pero no puedo. Tengo que estar en mi habitación por la mañana, por si Bob me llama. Quiere que hablemos antes de la reunión con la policía local y me dijo que pasaría a buscarme.

Decepcionado, me quedé mirándola mientras se vestía sin decir una palabra. Se movía con precisión en la oscuridad, sabía lo que tenía que hacer. Cuando terminó, se inclinó hacia mí y me besó en los labios.

– A dormir.

– Sí. Tú también.

Estaba tan satisfecho que fui incapaz de dormirme una vez que se marchó. Me encontraba muy a gusto. Me sentía reafirmado, lleno de una felicidad inexplicable. Cada día luchamos a muerte por la vida, pero ¿hay algo más vital que el acto físico del amor? Mi hermano y todo lo que había ocurrido quedaban muy lejos.

Rodé hasta el otro lado de la cama y cogí el teléfono. Estaba tan pletórico que quería hacerla partícipe de mis pensamientos. El teléfono sonó ocho veces y, como no contestaba, hablé con la telefonista.

– ¿Está segura de que era la habitación de Rachel Walling?

– Sí, señor. La tres veintiuno. ¿Desea dejar un mensaje? -No, gracias.

Me senté y encendí la luz. Conecté el televisor con el mando a distancia y me pasé unos minutos cambiando de canal, sin fijarme en nada. Volví a llamarla, pero tampoco hubo contestación.

Mientras me vestía me apeteció una Coca-Cola. Cogí la llave y monedas sueltas de la cómoda y me fui al final del pasillo, al rincón de las máquinas expendedoras. Al volver me detuve ante la 321 y me quedé ante la puerta, escuchando. No se oía nada. Llamé suavemente y esperé, volví a llamar. No contestó.

Llegué a la mía e intenté abrir torpemente, al tiempo que giraba el pomo y sujetaba la lata de Coca-Cola. Por fin, dejé la lata en el suelo y, cuando estaba abriendo, oí pasos, me giré y vi que un hombre se acercaba hacia mí por el pasillo. Las luces estaban tenues porque ya era tarde, y la intensa iluminación del hueco del ascensor convertía al que se acercaba en una silueta. Era corpulento y llevaba algo en la mano. Una bolsa, quizá. Estaba a unos tres metros de mí.

– ¡Hola, Sport!

Thorson. A pesar de que reconocí su voz, me sobresalté y creo que él me lo notó en la cara. Oí que chasqueaba la lengua al pasar de largo.

– Felices sueños.

No contesté. Recogí la lata y entré despacio en la habitación, sin perder de vista a Thorson, que seguía andando por el pasillo. Pasó ante la 321 sin vacilar y se detuvo una puerta más allá. Mientras manipulaba la llave, volvió la cabeza hacia mí otra vez. Nuestras miradas se cruzaron un momento y luego entré en mi habitación sin decir nada.

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