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Como prueba de buena fe, Rachel Walling fue la primera en hablar… no sin antes arrancarme la promesa de que consideraría extraoficial aquella conversación hasta que el jefe de su equipo decidiese qué nivel de cooperación me iba a prestar el FBI o si me la prestaba. No me importó prometérselo porque sabía que tenía todos los triunfos. Yo ya tenía el reportaje y era muy probable que el FBI no quisiera verlo publicado. Pensé que eso me proporcionaba una gran ventaja, tanto si la agente Walling se daba cuenta como si no.

Durante media hora, mientras circulábamos lentamente hacia el sur por la autopista en dirección a Quantico, me contó lo que el FBI había hecho durante las últimas veintiocho horas. Nathan Ford, de la Fundación para el Cumplimiento de la Ley, la había llamado el jueves a las tres para informarla de mi visita a la Fundación, de los avances de mi investigación hasta aquel momento y de mi pretensión de revisar los expedientes de los suicidios. Walling estuvo de acuerdo con su decisión de negarme el acceso y después lo consultó con Bob Backus, su inmediato superior. Backus le dio permiso para que dejase los perfiles en que estaba trabajando y se dedicase con prioridad a investigar las peticiones que yo había hecho en mi reunión con Ford. Hasta aquel momento, el FBI no había tenido noticias de los departamentos de policía de Denver ni de Chicago. Walling empezó a trabajar en el ordenador del Servicio de Ciencias del Comportamiento, que tenía conexión directa con el ordenador de la Fundación.

– En esencia, lo que hice fue la misma investigación que Michael Warren había hecho para ti -me dijo-. De hecho, yo estaba conectada en Quantico cuando él se introdujo en el de la Fundación. No tuve más que pedir la identificación del usuario y ver literalmente en mi portátil cómo lo hacía. En aquel momento supuse que lo habías convertido en tu fuente y que estaba haciendo la investigación para ti. Esto me obligaba a contenerme, como puedes figurarte. No tenía ninguna necesidad de venir a la capital hoy, porque en Quantico tenía fotocopias de todos los expedientes. Pero tenía que ver qué estabas haciendo. Cuando encontré la página de tu cuaderno entre las carpetas tuve una segunda confirmación de que Warren estaba filtrándote información y de que tenías fotocopias de los expedientes.

Sacudí la cabeza negativamente.

– ¿Qué le va a pasar a Warren?

– Después de hablar con Ford, nos hemos encarado con él esta mañana. Ha admitido lo que había hecho y hasta me ha dicho en qué hotel estabas. Ford le ha pedido su dimisión y Warren se la ha dado.

– ¡Mierda!

Sentí una punzada de culpabilidad, aunque no me pesaba demasiado lo ocurrido. No estaba seguro de si, en cierto modo, Warren había precipitado voluntariamente su propia dimisión. Quizá la había buscado. Por lo menos, eso es lo que me decía para mis adentros. Así me resultaba más fácil soportado.

– Por cierto -dijo ella-, ¿en qué ha fallado mi actuación?

– Mi redactor jefe no sabe en qué hotel estoy alojado. Sólo lo sabía Warren.

Se quedó callada unos instantes, hasta que la animé a que continuase con el relato de sus investigaciones. Me contó que el jueves por la tarde, cuando llevó a cabo su búsqueda en el ordenador, dio con los mismos trece nombres de detectives de homicidios fallecidos que Warren me había conseguido, además de mi hermano y John Brooks, de Chicago. Después se hizo con las copias de los expedientes y estuvo buscando conexiones basándose en las notas de los suicidas, como yo le había dicho a Ford que pretendía hacerlo. Contó con la ayuda de los grafólogos del FBI y de su centro de cálculo, cuya base de datos era tan completa que hacía que la del Rocky pareciera un cómic.

– Incluyendo a tu hermano y a Brooks, obtuvimos un total de cinco conexiones directas en las notas -dijo.

– Así que en unas tres horas hiciste el trabajo que a mí me había costado toda la semana. ¿Cómo incluíste a McCafferty sin tener su nota en el expediente?

Levantó el pie del acelerador y me miró. Fue sólo un instante; después volvió a darle velocidad al coche.

– No incluimos a McCafferty. Ahora tenemos a los agentes de la oficina de Baltimore trabajando en ello. Era desconcertante, pues yo tenía cinco casos incluyendo el de McCafferty.

– Entonces, ¿cuáles son tus cinco casos?

– Uf, déjame pensar…

– Vale. Mi hermano y Brooks, son dos.

Abrí mi cuaderno de notas mientras se lo decía. Correcto.

– ¿Tienes a Kotite, el de Albuquerque? -le pregunté repasando mis notas- ¿El de: «Me rondan ángeles aviesos»?

– Correcto. Lo tenemos. Había uno en…

– Dallas. Garland Petry: «Por desgracia, sé que me han despojado de mi fuerza.» Del poema «AAnnie».

– Sí, lo tenemos.

– Y después, yo tengo el de McCafferty. ¿Cuál tenéis vosotros?

– Uf, creo que uno de Florida. Un caso antiguo. Era ayudante del sheriff. Tendría que mirar mis notas.

– Espera un minuto -hojeé las páginas de mi bloc y lo encontré-. Clifford Beltran, de la Oficina del Sheriff del Condado de Sarasota. Él…

– Eso es.

– Pero espera un poco. Tengo su nota que dice: «Señor, ten piedad de mi pobre alma.» He leído todos los poemas

yeso no está en ninguno de ellos.

– Tienes razón. Lo encontramos en otro sitio.

– ¿Dónde? ¿En uno de sus relatos?

– No, fueron sus últimas palabras. Las últimas palabras de Poe: «Señor, ten piedad de mi pobre alma.»

Asentí. No estaba en ningún poema, pero encajaba. Así que ahora eran seis. Me quedé callado un instante, casi en señal de respeto por el hombre que acababa de añadir a la lista. Volví a consultar mis notas. Beltran había muerto hacía tres años. Era mucho tiempo para que un asesino permaneciera en el anonimato.

– ¿Se suicidó Poe? -le pregunté.

– No, aunque supongo que la vida que llevaba se puede considerar como un suicidio a largo plazo. Era un mujeriego y un bebedor. Murió a los cuarenta años, al parecer después de una gran juerga, en Baltimore.

Asentí pensando en el asesino, el fantasma, y preguntándome si también sacaba conclusiones de la vida de Poe.

– Jack, ¿qué hay de McCafferty? -preguntó ella-. Lo tenemos como posible, pero no dejó ninguna nota, según el expediente. ¿Qué has conseguido?

Ahora se me planteaba otro problema. Bledsoe. Me había revelado algo que nunca le había dicho a nadie. Tenía la sensación de que no podía traicionarle y proporcionárselo al FBI.

– Tengo que hacer una llamada antes de decírtelo.

– ¡Por Dios, Jack! ¿Me vas a venir con esa mierda después de todo lo que te acabo de contar? Creí que habíamos hecho un trato.

– Así es. Sólo que antes tengo que hacer una llamada y aclarar algo con una fuente. Llévame a un teléfono y lo haré ahora mismo. No creo que haya ningún problema. De todos modos, lo cierto es que McCafferty está en la lista. Dejó una nota.

Volví a mirar mi cuaderno y la leí:

– «Por fin se ha sojuzgado esa fiebre llamada vida.» Ésa era la nota. También es del poema titulado «A Annie», como la de Petry el de Dallas.

La miré y pude ver que aún seguía desconcertada.

– Mira, Rachel… ¿Puedo llamarte así? No voy a vacilarte. Haré esa llamada. De todos modos, es probable que vuestros agentes locales ya lo hayan descubierto.

– Es probable -dijo ella en un tono que parecía decir: «Hagas lo que hagas, nosotros lo hacemos mejor.»

– Vale, sigamos, pues. ¿Qué pasó después de conseguir la lista de los cinco?

Me contó que el jueves, a las seis de la tarde, ella y Backus convocaron una reunión con agentes del Servicio de Ciencias del Comportamiento (BSS) y de la Unidad de Incidentes Críticos (CID) para poner en común sus primeros hallazgos. Cuando puso sobre el tapete los cinco nombres que tenía y explicó sus conexiones, el jefe, Backus, se puso muy nervioso y ordenó una investigación prioritaria a gran escala. Walling tenía que dirigir la investigación e informarle personalmente. A otros agentes del BSS y la CIU se les encomendaron las tareas de victimología y los perfiles del autor, y se conectó con agentes del VICAP de las oficinas locales de las cinco ciudades donde habían ocurrido las muertes, para que inmediatamente se pusieran a reunir y enviar datos sobre cada uno de los casos. El equipo estuvo trabajando literalmente toda la noche.

– El Poeta. -¿Qué?

– Le llamamos el Poeta. A cada investigación en equipo se le da un nombre en clave.

– ¡Dios mío! -exclamé-. A los diarios sensacionalistas les va a encantar. Ya me imagino los titulares: «El Poeta mata sin ton ni son.» Se lo dais en bandeja, tíos.

– Los diarios no se van a enterar. Backus está decidido acoger a ese tipo antes de que lo espanten las filtraciones de la prensa.

Hubo un silencio mientras yo pensaba en cómo preguntárselo.

– ¿No te olvidas de algo? -le pregunté al fin.

– Sí, Jack, ya sé que eres periodista y que has sido el que ha puesto todo en marcha. Pero tienes que comprenderlo: si levantas una tormenta periodística en torno a ese tipo, no lo cogeremos nunca. Se asustará y se volverá a meter en su concha. Habremos perdido nuestra mejor oportunidad.

– Bueno, yo no estoy a sueldo del Gobierno. A mí me pagan, creo, por informar y escribir reportajes… El FBI no es quién para decirme lo que he de escribir ni cuándo.

– No puedes utilizar nada de lo que te acabo de contar.

– Lo sé. Lo he prometido y lo cumpliré. No lo necesito. Ya lo tenía. La mayor parte. Todo excepto lo de Beltran, y no tengo más que leer la reseña biográfica de este libro para encontrar sus últimas palabras… Para este reportaje no necesito la información ni el permiso del FBI.

Eso volvió a crear un silencio entre los dos. Se notaba que estaba enfadada, pero yo tenía que defender mi posición. Tenía que jugar mis cartas con la mayor astucia posible. En este tipo de juegos no tienes una segunda oportunidad. Al cabo de unos minutos empecé a ver en la autopista los indicadores de la salida hacia Quantico. Ya estábamos cerca.

– Mira -le dije-. Ya hablaremos del reportaje después. No voy a salir corriendo para ponerme a escribir. Tengo que hablar detenidamente de ello con mi redactor jefe y ya te diré lo que vamos a hacer. ¿De acuerdo?

– Está bien, Jack. Espero que pienses en tu hermano cuando lo discutáis. Estoy segura de que tu redactor jefe no lo

hará.

– Oye, hazme un favor. Deja de hablarme de mi hermano y de mis motivos. Porque no sabes nada de mí ni de él ni de lo que pienso.

– Está bien.

Recorrimos unos cuantos kilómetros en absoluto silencio. Se me fue pasando un poco el enfado y empezaba a preguntarme si no habría estado muy brusco. Su propósito era atrapar a aquella persona a la que llamaban el Poeta. El mío también.

– Mira, siento lo de antes -le dije-. Todavía creo que podemos ayudamos mutuamente. Podemos colaborar y quizás atrapemos a ese tipo.

– No lo sé -replicó ella-. No veo cómo vamos a colaborar si lo que te digo va a salir en los diarios y en la televisión y después en los periódicos sensacionalistas. Tienes razón, no sé nada de lo que piensas. No te conozco y no creo que pueda confiar en ti.

No dijo nada más hasta que llegamos a la entrada de Quantico.

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