14

La Fundación para el Cumplimiento de la Ley (LEF) estaba en la calle Nueve de Washington D.C., a pocas manzanas del Departamento de Justicia y del cuartel general del FBI. Era un edificio grande y supuse que albergaría también los despachos de otras agencias y organizaciones públicas. Una vez franqueadas las pesadas puertas, miré el panel y subí en el ascensor hasta el tercer piso.

Daba la impresión de que la LEF ocupaba todo el tercer piso. Al salir del ascensor me encontré ante un gran mostrador de recepción tras el cual se sentaba una voluminosa mujer. Entre los periodistas los llamábamos «mostradores de decepción» porque las mujeres contratadas para sentarse tras ellos raramente te encaminaban adonde querías ir o te enviaban a quien querías ver. Le dije que quería hablar con el doctor Ford, el director de la Fundación al que habían entrevistado para un artículo del New York Times sobre suicidios de policías. Ford era el encargado de la base de datos a la que yo tenía que acceder.

– Ha salido a almorzar. ¿Tiene usted cita con él?

Le dije que no y le puse delante una tarjeta de visita. Miré el reloj. La una menos cuarto.

– Ah, ya, periodista -dijo ella como si esa profesión fuera sinónimo de culpable-. Eso cambia las cosas. Tiene usted que pasar por la oficina de asuntos públicos antes de que se decida si puede usted hablar con el doctor Ford.

– Ya veo. ¿Cree usted que habrá alguien en asuntos públicos o habrán salido a almorzar también? Cogió el teléfono e hizo una llamada.

– ¿Michael? ¿Estáis ahí o habéis salido a almorzar?

Tengo aquí a un hombre que dice ser del Rocky Mountains News… No, ha preguntado primero por el doctor Ford. Escuchó durante unos instantes y después dijo «vale» y colgó.

– Michael Warren le recibirá. Dice que tiene una cita a la una y media, así que será mejor que se apresure.

– ¿Que me apresure hacia dónde?

– Despacho tres-cera-tres. Coja el pasillo que está detrás de mí, gire por la primera esquina a la derecha y allí es, primera puerta a la derecha.

Mientras hacía el recorrido pensé que el nombre de Michael Warren me resultaba familiar, aunque no sabía de qué. La puerta del 303 se abrió en cuanto llegué ante ella. Un hombre de unos cuarenta años estaba a punto de salir cuando me vio y se detuvo.

– ¿Es usted el del Rocky? -Sí.

– Empezaba a preguntarme si se habría equivocado de camino. Pase. Sólo dispongo de unos minutos. Soy Mike Warren. Michael, si tiene que usar mi nombre en la prensa, aunque prefiero que no lo haga y que hable primero con mis superiores. Espero poder ayudarle en eso.

Una vez que se hubo colocado detrás de su desordenado escritorio, me presenté y nos estrechamos la mano. Me invitó a sentarme. Había un montón de periódicos en un extremo de la mesa. En el otro había fotos de la esposa y dos hijos, colocadas de modo que pudieran verlas tanto Warren como sus visitantes. En una mesa baja, a su izquierda, había un ordenador y detrás de él, en la pared, una foto de Warren estrechando la mano del presidente. Warren iba bien afeitado y llevaba una camisa blanca y una corbata granate. El cuello estaba un poco raído por el roce. Su chaqueta estaba colgada en el respaldo de la silla. Tenía la piel muy clara y en ella resaltaban unos penetrantes ojos oscuros y el cabello totalmente negro.

– Bueno, ¿qué hay? ¿Se encuentra usted en la oficina de Scripps D. C?

Se refería a la empresa matriz, que mantenía una delegación con reporteros que servían temas de Washington a todos los periódicos de la cadena. Greg Glenn me había sugerido a principios de semana que acudiese a esa oficina.

– No, yo vengo de Denver.

– Bueno, ¿y qué puedo hacer por usted?

– Tengo que hablar conNathan Ford o con quien esté llevando directamente el estudio sobre suicidios de policías.

– Suicidios de policías. Es un proyecto del FBI. Oline Fredrick es quien lo está investigando con ellos.

– Sí, ya sé que está implicado el FBI.

– Veamos -levantó el teléfono pero lo volvió a colgar-. Usted no había llamado antes, ¿no? No recuerdo su nombre.

– No, acabo de llegar a la ciudad. Podríamos decir que se trata de un tema caliente.

– ¿Un tema caliente, el suicidio de policías? No me parece un tema para la hora de cierre. ¿Por qué tanta prisa? Entonces caí en la cuenta de quién era.

– ¿Trabajaba usted en el Times de Los Angeles? ¿En la redacción de Washington? ¿Es usted aquel Michael Warren? Le hizo sonreír el hecho de que lo hubiera reconocido, a él o su nombre.

– Sí, ¿cómo lo sabe?

– La línea Post-Time. La he estado siguiendo durante años. Y me he acordado del nombre. Usted cubría Tribunales, ¿no? Hizo un buen trabajo.

– Hasta hace un año. Lo dejé para venir aquí.

Asentí. Siempre había un instante de silencio difícil cuando me topaba de pronto con alguien que había dejado el

oficio y se encontraba ahora al otro lado de la raya. Por lo general estaban quemados, eran reporteros que se habían cansado de vivir siempre al filo del cierre y siempre obligados a sacar temas. Una vez leí un libro sobre un reportero escrito por otro reportero que describía el oficio como una carrera permanente delante de una trilladora. Pensé que era la descripción más acertada que había leído. Aveces la gente se cansaba de correr delante de la máquina, otras eran arrollados y quedaban hechos polvo. Aveces se las apañaban para escapar de allí. Entonces utilizaban su experiencia en el negocio para buscarse la estabilidad de un trabajo como personas que manejan los medios de comunicación, pero que ya no forman parte de ellos. Es lo que había hecho Warren y, en cierto modo, me daba pena por ello. Había sido muy bueno. Esperaba que él no sintiese el mismo pesar.

– ¿Lo echa de menos?

Tenía que preguntárselo por mera cortesía.

– De momento, no. De vez en cuando aparece un buen tema y me gustaría tratarlo como periodista, buscándole el enfoque original. Pero eso te puede destrozar, no se puede andar con bromas.

Estaba mintiendo y creo que era consciente de que yo lo sabía. Él hubiera querido dar marcha atrás.

– Sí, yo también empiezo a sentir algo así.

Le devolví la mentira, sólo para que se sintiera mejor, si eso era posible.

– ¿Y qué hay de los suicidios de policías? ¿Cuál es su enfoque? -preguntó mirando el reloj.

– Bueno, no era un tema caliente hasta hace un par de días. Ahora lo es. Ya sé que sólo tiene unos minutos, pero se lo puedo explicar rápidamente. Acabo de… No quiero que se moleste, pero le pido que me prometa que considerará lo que le voy a decir como algo confidencial. Es mi historia, y cuando esté preparado vaya entrar en ella.

Asintió.

– No se preocupe, le comprendo perfectamente. No pienso hablar de lo que usted me diga con ningún otro periodista, a no ser que otro periodista me pregunte específicamente sobre lo mismo. Además, quizá tenga que hablar de ello con otras personas de la Fundación. No puedo prometerle nada hasta que sepa de qué estamos hablando.

– Correcto.

Noté que confiaba en él. Quizá porque resulta fácil confiar en alguien que ha hecho lo que tú haces. También pensé que me gustaría contarle lo que sabía a alguien capaz de valorar el tema como reportaje. Era un modo de presumir y yo no estaba por encima de eso. De modo que me lancé.

– A principios de esta semana empecé a trabajar en un reportaje sobre suicidios de policías. Lo sé, ya se ha hecho antes. Pero tenía un enfoque nuevo. Mi hermano era agente y hace un mes que, supuestamente, se suicidó. Yo…

– ¡Oh, Dios mío! Lo siento.

– Gracias, pero no lo he sacado a colación por esa razón. Decidí escribir sobre ello porque quería comprender lo que había hecho, lo que la policía de Denver decía que había hecho. Empecé con el trabajo de rutina, reuní algunos recortes que busqué en la red Nexis y, naturalmente, di con un par de referencias al estudio de la Fundación.

Intentó mirar subrepticiamente el reloj y decidí hacer algo para reclamar su atención.

– Para resumir una larga historia, al tratar de descubrir por qué se había suicidado descubrí que no había sido un suicidio.

Le miré. Había captado su atención.

– ¿Cómo que no había sido suicidio?

– Mis investigaciones me llevan a establecer que el suicidio de mi hermano fue un asesinato cuidadosamente encubierto. Alguien lo mató. El caso se ha vuelto a abrir. También lo he relacionado con el presunto suicidio de otro policía, el año pasado, en Chicago. También ese caso se ha vuelto a abrir. Precisamente ahora vengo de allí. Los agentes de Chicago y Denver y yo creemos que alguien anda por el país matando polis y haciendo que parezcan suicidios. La clave para descubrir otros casos quizás esté en la información recopilada por el estudio de la Fundación. ¿Tienen ustedes registrados todos los suicidios de policías en todo el país durante los últimos cinco años? Hubo unos instantes de silencio. Warren no hacía más que mirarme.

– Creo que será mejor que me cuente toda la historia -dijo al fin-. No, espere.

Levantó la mano como un guardia de tráfico dando el alto, cogió el teléfono con la otra y pulsó una tecla de marcado rápido.

– ¿Drex? Soy Mike. Escucha, ya sé que es tarde, pero no voy a ir. Aquí ha ocurrido algo… No… Tendremos que quedar para otro día. Te llamo mañana. Gracias, adiós.

Colgó el teléfono y me miró.

– No era más que un almuerzo. Ahora cuénteme su historia.

Media hora más tarde, después de hacer unas llamadas para convocar una reunión, Warren me condujo a través del laberinto de pasillos de la Fundación hasta una puerta marcada con el número 383. Era una sala de reuniones y en ella estaban ya sentados el doctor Nathan Ford y Oline Fredrick. Las presentaciones fueron rápidas y Warren y yo nos sentamos.

Fredrick aparentaba veintitantos años, tenía el cabello rubio y rizado y un aire despreocupado. Inmediatamente centré mi atención en Ford. Warren ya me había aleccionado. Me había dicho que Ford era quien tomaba todas las decisiones. El director de la Fundación era un hombre menudo, vestido de oscuro, pero que imponía su presencia en la sala.

Llevaba unas gafas con una montura de gruesas franjas negras y lentes rosadas. Su barba abundante de un gris uniforme encajaba perfectamente con su cabello. Sin mover la cabeza, siguió todos nuestros movimientos desde que entramos hasta que nos sentamos en torno a la mesa ovalada. Tenía los codos sobre la mesa y las manos cruzadas ante sí.

– ¿Por qué no empezamos? -dijo nada más acabar las presentaciones.

– Me gustaría que Jack les contase a ustedes lo que me acaba de contar hace un momento -dijo Warren-. Será nuestro punto de partida. Jack; ¿le importa volver sobre ello?

– En absoluto.

– Esta vez voy a tomar unas notas.

Conté la historia con casi los mismos detalles con que se la había contado a Warren. De vez en cuando recordaba algo nuevo, aunque no necesariamente significativo, pero que de ningún modo quería despreciar. Sabía que tenía que impresionar a Ford, porque él era el único capaz de decidir que Oline Fredrick me prestase ayuda.

La única interrupción durante el relato provino de Fredrick. Cuando hablaba de la muerte de mi hermano, ella dijo que el informe del Departamento de Policía de Denver sobre el caso se había recibido la semana anterior. Le dije que ya podía tirado a la papelera. Cuando acabé de contar mi historia miré a Warren y levanté las manos.

– ¿Me he dejado algo?

– Creo que no.

Ambos nos quedamos mirando a Ford, esperando. Durante el relato apenas se había movido. Entonces soltó las manos que tenía entrelazadas y se mesó con ellas repetida y suavemente la barba mientras pensaba. Yo me preguntaba qué clase de doctor sería. ¿Qué habría que ser para dirigir una fundación? Más político que doctor, pensé.

– Es una historia muy interesante -dijo tranquilamente-. Ya veo por qué está usted entusiasmado. Comprendo que el señor Warren lo esté también. Ha sido periodista durante la mayor parte de su vida adulta y creo que, a veces, los temas emocionantes todavía le hacen hervir la sangre, posiblemente en detrimento de su profesión actual.

No miró a Warren mientras le atizaba de esa manera. Sus ojos estaban fijos en mí.

– Lo que no alcanzo a comprender, y ésa es la razón por la que parece que no comparto la emoción de ustedes dos, es qué tiene que ver esto con la Fundación. Se me escapa la relación que pueda haber, señor McEvoy

– Bueno, doctor Ford -empezó a decir Warren-, Jack tiene que…

– No -le cortó Ford-. Deje que me lo diga el señor McEvoy.

Intenté pensar en términos precisos. A Ford no le gustaban los rollos. Sólo quería saber qué beneficio sacaría de aquello.

– Supongo que el proyecto sobre suicidios está en un ordenador.

– Eso es cierto -dijo Ford-. La mayoría de nuestros estudios están cotejados en ordenadores. Para nuestra investigación recibimos información de numerosos departamentos de policía. Nos llegan los informes, como el que ha mencionado antes la señorita Fredrick. Se introducen en el ordenador. Pero eso no significa nada. Es el investigador experto quien debe digerir esos hechos y decimos lo que significan. En este estudio, la investigación está asistida por personal del FBI, expertos en la revisión de datos en bruto.

– Todo eso lo entiendo -dije-. Lo que estoy diciendo es que ustedes disponen de una inmensa base de datos sobre casos de suicidios de policías.

– Se remonta a cinco o seis años, creo. El trabajo se inició antes de la incorporación de alineo.

– Necesito acceder a su ordenador.

– ¿Por qué?

– Si estamos en lo cierto -y no hablo sólo por mí, los detectives de Denver y Chicago piensan lo mismo-, tenemos dos casos que están conectados. El…

– Aparentemente conectados.

– Cierto, aparentemente conectados. Si lo están, es posible que existan otros. Estamos hablando de un asesino en serie. Puede que haya muchos, quizás unos cuantos, quizá ninguno. Pero quiero comprobarlo y ustedes tienen los datos aquí. Todos los suicidios de los que se ha informado en los últimos seis años. Pretendo introducirme en su ordenador y buscar los que puedan ser falsos y puedan ser obra de nuestro hombre.

– ¿Cómo se propone hacerla? -dijo Fredrick-. Tenemos centenares de casos en el archivo.

– El informe que rellenan y envían los departamentos de policía ¿incluye el rango de las víctimas y su posición en el escalafón?

– Sí.

– Entonces empezaremos mirando todos los detectives de homicidios que se han suicidado. La teoría en la que estoy trabajando es que esa persona está matando a agentes de homicidios. Quizá se trate de una especie de cazador de cazadores. Desconozco cuál es su perfil psicológico, pero tengo que empezar por algún sitio. Por los agentes de homicidios. Después, los miraré caso por caso. Necesitamos las notas. Las notas de los suicidas. Con ellas…

– Eso no está en el ordenador -dijo Fredrick-. Si es que tenemos una fotocopia de la nota de cada incidente, estará en los archivos manuales. Las notas en sí no forman parte del expediente a menos que contengan alguna alusión a la patología de la víctima.

– ¿Pero tienen ustedes las fotocopias?

– Sí, todas. En el archivo.

– Entonces, a por ellas -terció Warren, excitado.

Su intrusión quebró el silencio. Finalmente, todas las miradas convergieron en Ford.

– Una pregunta -dijo el director-. ¿Sabe el FBI algo de esto?

– De momento no se lo puedo decir con seguridad -dije-. Sé que la policía de Chicago y la de Denver tienen intención de seguir mis pasos para después, una vez que hayan comprobado que estoy sobre la pista correcta, informar al FBI. Así funcionará la cosa.

Ford asintió y dijo:

– Señor McEvoy, ¿querría usted salir y esperarme en recepción? Quiero hablar en privado con la señorita Fredrick y el señor Warren antes de tomar una decisión sobre este asunto.

– No hay problema -me levanté y me encaminé hacia la puerta, donde dudé y me dirigí a Ford-. Espero… Quiero decir… Espero que podamos hacerlo. Gracias, de todos modos.

La cara de Michael Warren lo decía todo antes de que pronunciase palabra. Yo estaba en recepción, sentado en un mullido sofá tapizado en vinilo, cuando apareció por el pasillo con ojos alicaídos. Cuando me vio se limitó a menear la cabeza.

– Volvamos a mi despacho -dijo.

Le seguí en silencio y me senté en la misma silla que la vez anterior. Parecía tan abatido como yo.

– ¿Por qué? -le pregunté.

– Porque es un gilipollas -murmuró-. Porque el que manda es el Departamento de Justicia y el FBI es el Departamento de Justicia. El estudio es suyo, ellos lo han encargado. Y él no te va a dejar que entres sin decírselo antes a ellos. Nunca hará nada que pueda salirse de lo corriente. En eso te has equivocado, Jack. Tenías que haberle dicho que el FBI estaba al tanto y te habría dado vía libre.

– No se lo habría creído.

– El caso es que podría haber dicho que se lo creía. Si le vinieran con que estaba ayudando a un periodista pasándole información del FBI, podría disimular y decir que creía que el FBI lo había autorizado.

– ¿Y ahora qué? Ya no me puedo volver atrás. En realidad no le estaba preguntando nada. Me lo estaba preguntando a mí mismo.

– ¿Tienes alguna fuente en el FBI? Porque estoy seguro de que en este momento está llamándoles desde su despacho. Es probable que esté hablando directamente con Bob Backus.

– ¿Quién es?

– Uno de los peces gordos. El proyecto sobre suicidios es de su equipo.

– Creo que me suena ese nombre.

– Es probable que conozcas a Bob Backus Sr., su padre. Era una especie de superpolicía cuya colaboración solicitó el FBI para ayudar a poner en marcha los Servicios de Ciencias del Comportamiento (BSS) y el Programa de Aprehensión de Criminales Violentos conocido como VICAP. Supongo que Bobby Jr. intenta seguir sus pasos. El caso es que tan pronto como Ford le telefonee, Backus lo tirará todo por tierra. No te queda más remedio que pasar por el FBI.

No podía pensar. Estaba totalmente acorralado. Me puse en pie y empecé a pasearme por el pequeño despacho. – Por Dios, esto es absolutamente increíble. El reportaje es mío… y me lo va a quitar de las manos un estúpido barbudo que se cree J. Edgar Hoover.

– No, Nat Ford no se pone disfraces.

– No tiene maldita la gracia.

– Lo sé. Perdona.

Volví a sentarme. Él no hizo nada por impedírmelo, a pesar de que nuestro asunto ya estaba liquidado. Por fin, se me ocurrió lo que él esperaba que hiciera. Sólo que no estaba seguro de cómo abordarlo. Nunca había trabajado en Washington y no sabía cómo funcionaban las cosas allí. Decidí hacerla al estilo de Denver. Ir al grano.

– Tú tienes acceso al ordenador, ¿no? -dije mirando el terminal que tenía a su izquierda. Se me quedó mirando un instante antes de contestar.

– De ningún modo. Yo no soy Garganta Profunda, Jack. Y esto es nada menos que un tema criminal. Ese es el fondo de la cuestión. Tú sólo te quieres adelantar al FBI.

– Tú eres periodista.

– Era periodista. Ahora trabajo aquí y no voy a arriesgar mi…

– Sabes que esta historia se tiene que contar. Si Ford está telefoneando al FBI, se llevarán los datos y la historia habrá volado. Y ya sabes lo difícil que es sacarles algo a ésos. Ya has estado allí. O lo acabamos por completo aquí y ahora o se publica como una historia a medias dentro de un año o más, con más conjeturas que hechos. Es lo que ocurrirá si no me dejas entrar en el ordenador.

– He dicho que no.

– Mira, tienes razón. Lo único que busco es mi historia. La gran exclusiva. Pero me la merezco. Tú lo sabes. El FBI no se habría enterado si no fuera por mí. Pero me están dejando fuera… Piensa en esto. Piensa que te podría pasar a: ti. Piensa que es a tu hermano a quien le ha ocurrido.

– He dicho y repito que no. Me levanté.

– Bueno, si cambias de…

– No lo haré.

– Mira, cuando salga de aquí me voy a registrar en el Hilton. Donde le dispararon a Reagan. Me despedí sin añadir más y él no dijo ni palabra.

Загрузка...