33

Convencí a Greg Glenn para que me dejase escribir desde Phoenix. El resto de la mañana lo pasé en mi habitación haciendo llamadas, reuniendo declaraciones de los protagonistas de la historia; desde Wexler, en Denver, hasta Bledsoe, en Baltimore. Después me pasé cinco horas enteras escribiendo, y lo único que me distrajo durante todo el día fueron las llamadas del propio Glenn, preocupado por lo que estaba haciendo. Una hora antes del cierre de las cinco en Denver envié dos reportajes a la redacción.

Cuando envié los reportajes tenía los nervios crispados y un insoportable dolor de cabeza. Me había tragado jarra y media de café del servicio de habitaciones y acabado un paquete entero de Marlboro; era la vez que más había fumado de una sentada desde hacía años. Paseando como un león enjaulado a la espera de la llamada de Glenn, volví a llamar al servicio de habitaciones para explicarles que no podía salir porque esperaba una llamada importante y pedirles un bote de aspirinas de la farmacia del hotel.

Cuando llegaron, me tomé tres de ellas con agua mineral del mini bar y al instante empecé a sentirme mejor. Después llamé a mi madre y a Riley para avisarlas de que mi reportaje saldría en el periódico del día siguiente. Les advertí que seguramente otros reporteros intentarían ponerse en contacto con ellas, ahora que la historia se había publicado. Ambas me contestaron que no querían hablar con ningún periodista y yo les dije que me parecía bien, pensando que era irónico que yo fuese uno de ellos.

Por fin, me di cuenta de que se me había olvidado llamar a Rachel para decirle que me había quedado en la ciudad. En la oficina local del FBI en Phoenix, un agente me informó de que había salido.

– ¿Qué significa que ha salido? ¿Está todavía en Phoenix?

– No estoy autorizado para decírselo.

– ¿Puedo hablar entonces con el agente Backus?

– También ha salido. ¿Puedo preguntarle quién es usted?

Colgué, marqué el número de la centralita del hotel y pedí que me pusieran con su habitación. Me dijeron que había dejado el hotel. También Backus. Así como Thorson, Cárter y Thompson.

Algo había pasado. Tenía que ser así. Para que todos dejasen el hotel debía de haber habido un cambio importante en la investigación. Y habían pasado de mí, ya no contaban conmigo para la investigación. Me levanté y me puse a recorrer de nuevo la habitación, preguntándome adonde habrían ido y qué sería lo que les había obligado a ponerse en marcha tan rápidamente. Entonces me acordé de la tarjeta que me había dado Rachel. La saqué del bolsillo y marqué el número del busca.

Diez minutos me parecieron un tiempo suficiente para que mi mensaje subiera hasta el satélite y le llegara a ella, dondequiera que estuviese. Pero pasaron los diez minutos, y más, y el teléfono no sonaba. Pasaron otros diez minutos y media hora más. Ni siquiera Greg Glenn me llamaba. En mi impaciencia llegué incluso a comprobar que el teléfono tuviera línea.

Inquieto, aunque cansado de pasear y esperar, puse en marcha el portátil y volví a conectarlo con el Rocky. Miré la bandeja de mensajes, pero no había nada importante.

Entré en mi bandeja personal, recorrí los archivos y traje a la pantalla el llamado «hipnotic». El fichero contenía varias noticias sobre Horace Gomble, una tras otra, por orden cronológico. Empecé a leer por la más antigua, mientras iba recordando lo que ya sabía del hipnotizador.

Era una noticia pintoresca. Médico e investigador de la CÍA a principios de los sesenta, Gomble pasó después a practicar la psiquiatría en Beverly Hills, especializándose en hipnoterapia. Aprovechó su habilidad y su experiencia en las artes hipnóticas, como él las llamaba, para actuar en un club nocturno con el nombre de Horace el Hipnotizador. Al principio sólo eran actuaciones esporádicas en las noches de micrófono abierto de los clubs de Los Angeles, pero pronto se hizo enormemente popular y empezó a actuar en Las Vegas con contratos de toda una semana. Pronto dejó de practicar la psiquiatría. Se dedicó de lleno al espectáculo, apareciendo en los escenarios de los mejores locales de Las Vegas. Mediados los setenta, su nombre compartía los carteles del Caesar's con el de Sinatra, aunque en letra más pequeña. Llevó a cabo cuatro actuaciones en el programa de Carson, la última de ellas poniendo a su anfitrión en trance hipnótico y sonsacándole lo que verdaderamente pensaba de los demás invitados de aquella noche. Los cáusticos comentarios de Carson hicieron creer al público del estudio que se trataba de un montaje. Pero no lo era. Cuando Carson vio la grabación, prohibió que el programa se emitiera y puso a Horace el Hipnotizador en su lista negra. El asunto fue noticia en la prensa del mundo del espectáculo y acabó con la carrera de Gomble. No volvió a aparecer por televisión hasta que fue detenido.

Despojado de la televisión Gomble empezó a pasar de moda, incluso en Las Vegas, y sus apariciones en la escena se fueron distanciando cada vez más. Pronto se encontró en la calle, trabajando en pequeños clubs y en cabarets, y acabó actuando sólo en clubs de carretera y bares de pueblo. La caída de su fama fue estrepitosa. Y su detención en la Feria del Condado de Orange, en Orlando, fue el punto final de esa caída.

Según las noticias del juicio, Gomble fue acusado de agresión sexual a las chicas que había elegido como ayudantes voluntarias para sus actuaciones matinales en la feria del condado. Los fiscales dijeron que tenía por costumbre seleccionar entre el público a una niña de diez a doce años y llevársela detrás del escenario para prepararla. Una vez en

su camerino, le daba una Coca-Cola mezclada con codeína y pentotal sódico -productos que le fueron incautados en cantidad considerable cuando fue detenido- y le decía que debía comprobar si podía hipnotizarla antes de que empezase la actuación. Con la ayuda de las drogas como potenciadores hipnóticos, la chica entraba en trance y entonces Gomble la violaba. Según los fiscales, la violación consistía primordialmente en felación y masturbación, agresiones muy difíciles de demostrar mediante pruebas físicas. Por último, Gomble eliminaba de las mentes de sus víctimas todo recuerdo del hecho mediante sugestión hipnótica.

No se sabía cuántas muchachas habían sido víctimas de Gomble. No fue descubierto hasta que un psiquiatra, al tratar a una chica de trece años con problemas de comportamiento, le sonsacó la violación de Gomble durante una sesión de hipnoterapia. Se inició una investigación policial y Gomble acabó siendo acusado de agresión sexual a cuatro chicas.

El argumento de la defensa en el juicio fue que los hechos descritos por las víctimas y la policía, simplemente, no habían ocurrido. Gomble presentó nada menos que seis expertos muy cualificados en el tema que testificaron que la mente humana, mientras se encuentra en trance hipnótico, no puede ser inducida ni forzada bajo ninguna circunstancia a hacer o siquiera decir algo que pueda poner en peligro al sujeto o que le repugne moraímente. Y el abogado de Gomble no perdió ocasión de recordar al jurado que no existía ninguna evidencia física de las violaciones.

Pero la acusación ganó el caso basándose esencialmente en un solo testigo: el antiguo supervisor de Gomble en la CÍA. Éste declaró que las investigaciones de Gomble a principios de los sesenta incluían la experimentación con casos de hipnosis combinada con uso de drogas para producir una «anulación hipnótica» de las inhibiciones morales y de autodefensa del cerebro. Era una cuestión de control mental y el ex jefe de la CÍA declaró que tanto la codeína como el pentotal sódico estaban entre las drogas que Gomble había utilizado con resultados positivos en sus estudios.

El jurado tardó dos días en declarar a Gomble culpable de cuatro delitos de abuso sexual de menores. Fue condenado a ochenta y cinco años de cárcel en el Instituto Correccional Federal de Raiford. Una de las noticias del fichero decía que había recurrido la sentencia basándose en la incompetencia del abogado, pero que esta apelación había sido rechazada de plano por el Tribunal Supremo de Florida.

Cuando llegué al final del fichero me percaté de que la última noticia era de sólo unos días atrás y me llamó la atención porque Gomble había sido condenado siete años antes, además procedía del Times de Los Angeles, y no del Orlando Sentinel como todas las anteriores.

Picado por la curiosidad, empecé a leerla y al principio pensé que Laurie Prine se había equivocado. Suele ocurrir. Creí que me había enviado una noticia que no tenía nada que ver con mi petición y que habría sido solicitada por alguna otra persona del Rocky.

Era una información sobre un sospechoso del asesinato de una sirvienta en un motel de Hollywood. Estaba a punto de dejar la lectura cuando mis ojos cayeron sobre el nombre de Horace Gomble. La noticia decía que el sospechoso del asesinato de la sirvienta había cumplido condena en Raiford junto con Gomble y que incluso le había ayudado en ciertos trabajos legales como abogado carcelario. Releí aquellas frases mientras me bullía en la cabeza una idea que finalmente no pude contener.

Llamé de nuevo al busca de Rachel después de desconectar el portátil. Esta vez me temblaban los dedos al marcar los números y cuando acabé apenas podía contener mi ansiedad. Volví a pasear por la habitación, sin dejar de mirar el teléfono. Hasta que al fin, como si lo hubiera provocado el poder de mi mirada, sonó el teléfono y lo cogí incluso antes de que hubiera acabado el primer timbrazo.

– Rachel, creo que he pillado algo.

– Espero que no sea una sífilis, Jack. Era Greg Glenn.

– Creí que era, otra persona. Oye, estoy esperando una llamada. Es muy importante y debería atenderla inmediatamente.

– Olvídalo, Jack. Estamos cerrando. ¿Estás listo?

Miré el reloj. Pasaban diez minutos de la hora del primer cierre.

– Vale, estoy listo. Cuanto antes, mejor.

– Antes que nada: buen trabajo, Jack. Esto… Bueno, nos resarce el hecho de que no sea el primero, pero está mucho mejor escrito y con mucha más información.

– Vale. Entonces, ¿qué esperas para darlo por definitivo? -le pregunté con prisa.

No me importaba su parloteo de felicitaciones y críticas. Lo que yo quería era que hubiéramos acabado cuando Rachel contestase a mi llamada. Como sólo había una línea telefónica en la habitación, no podía utilizar mi ordenador portátil para conectarlo con el Rocky y revisar la versión editada del reportaje. En vez de eso, abrí en pantalla la versión original y Glenn me leyó los cambios que había introducido.

– Quiero que el arranque de la noticia sea más tenso y más fuerte, que hable directamente del fax. He estado dándole vueltas y mira lo que me ha salido: «La críptica nota de un asesino en serie que al parecer elige sus víctimas al azar entre niños, mujeres y detectives de homicidios estaba siendo analizada por agentes del FBI el lunes como último giro en la investigación del criminal al que han apodado "el Poeta";» ¿Qué te parece?

– Muy bien.

Había cambiado la palabra «estudiada» por «analizada». No valía la pena protestar. Pasamos los diez minutos

siguientes puliendo el reportaje, yendo de aquí para allá discutiendo detalles. No había hecho modificaciones demasiado importantes y con el cierre pisándole los talones tampoco tendría tiempo de hacerlas, de todos modos. Pensé que, a fin de cuentas, algunos de los cambios lo mejoraban y otros los había hecho por el simple gusto de cambiar algo, costumbre que parecen compartir todos los redactores jefe con los que he trabajado. La segunda noticia, más corta, era un relato en primera persona de cómo la investigación destinada a comprender el suicidio de mi hermano me puso sobre la pista del Poeta. Esto se apartaba bastante del estilo del Rocky, pero Glenn lo pasó por alto. Cuando acabamos me dejó colgado al teléfono mientras mandaba los reportajes a componer.

– Creo que deberíamos mantener la línea abierta por si quieren algo los de edición -dijo Glenn.

– ¿Quién lo lleva?

– Brown está con el reportaje principal y Bayer con el breve. La última lectura la haré yo mismo. Estaba en buenas manos. Brown y Bayer eran dos de los mejores.

– Bueno, ¿qué planes tienes para mañana? -me preguntó Glenn mientras esperábamos-. Ya sé, que es pronto, pero tendríamos que empezar a hablar sobre el fin de semana.

– Todavía no he tenido tiempo de pensar en eso.

– Tendrá que haber una continuación, Jack. Lo que sea. No podemos salir con algo tan fuerte y que el día siguiente nos coja desprevenidos. Tiene que haber una continuidad. Y para este fin de semana me gustaría algo sobre cómo se vive la historia ahí. Ya sabes, la caza de un asesino reincidente vista desde dentro del FBI, la personalidad de los agentes con los que te has codeado. También necesitaremos fotos.

– Lo sé, lo sé -le dije-. Sólo que todavía no he pensado en eso.

No quería hablarle de mi último descubrimiento ni de la nueva teoría que estaba elaborando. Era peligroso poner una información como aquélla en manos de un redactor jefe. Lo primero que haría sería anunciar en primera página que yo tenía una continuación en la que relacionaba al Poeta con Horace el Hipnotizador. Decidí que esperaría a haber hablado con Rachel antes de contárselo a Glenn.

– ¿Qué hay del FBI? ¿Te dejarán que vuelvas a meterte en el asunto?

– Buena pregunta -le contesté-. Lo dudo. Hoy, al marcharme, me despidieron con una especie de sayonara. De hecho, ni siquiera sé dónde están. Creo que han volado de la ciudad. Está ocurriendo algo.

– Mierda, Jack. Creía que tú…

– No te preocupes, Greg. Me enteraré de dónde están. Todavía tengo cierta influencia con ellos y hay unas cuantas cosas que me he dejado en el tintero al escribir el reportaje de hoy. En cualquier caso, mañana tendré algo. Aún no sé qué será. Después de eso haré lo de la historia desde dentro. Pero no cuentes con que haya fotos. A esa gente no le gusta que les hagan fotos.

Al cabo de unos minutos más, Glenn recibió el visto bueno de edición y el reportaje pasó a composición. Me dijo que iba a vigilar de cerca la compaginación para asegurarse de que salía bien, y que ya había terminado conmigo por aquella noche. Añadió que cenase bien a costa de la empresa y que le llamase por la mañana. Le dije que así lo haría.

Mientras dudaba si llamar por tercera vez al busca de Rachel sonó el teléfono.

– ¿Qué tal?, Sport.

Reconocí el sarcasmo que rezumaba aquella voz.

– Thorson.

– Acertaste.

– ¿Qué quieres?

– Sólo decirte que la agente Walling está muy liada y que no esperes que te llame por ahora. Así que haznos el favor, a nosotros y a ti mismo, de dejar de llamar al busca. Es un fastidio.

– ¿Dónde está?

– Eso a ti no te importa, ¿vale? Tú ya has sacado tu tajada, por así decirlo. Ya tienes tu reportaje. Ahora te las apañas por tu cuenta.

– ¿Estáis en Los Angeles?

– Mensaje enviado. Corto.

– ¡Espera! Escucha, Thorson, creo que he conseguido algo. Déjame hablar con Backus.

– No, señor. Tú ya no vas a hablar con nadie sobre esta investigación. Estás fuera, McEvoy Recuerda: todas las peticiones de los medios de comunicación sobre este caso se canalizan a través de los relaciones públicas del cuartel general en Washington.

Estaba a punto de estallar. Tenía las mandíbulas prietas, pero eso no me impidió tirarle una pulla.

– ¿Eso también incluye las preguntas de Michael Warren, Thorson? ¿O es que tiene línea directa contigo?

– En eso te equivocas, cabrón. Yo no he filtrado nada. Me enferma la gente como tú. Me merecen más respeto algunos de los cabronazos que he metido entre rejas.

– Jódete.

– ¿Lo ves? Vosotros, tíos, no respetáis…

– Vete a la mierda, Thorson. Déjame hablar con Rachel o con Backus. Tengo algo que creo que deberían saber.

– Si tienes algo, dímelo a mí. Ellos están muy ocupados.

Me mortificaba tener que contarle nada, pero me tragué la furia e hice lo que me pareció más correcto.

– Tengo un nombre. Podría ser el hombre. William Gladden. Es un pedófilo de Florida, pero está en Los Angeles. Al menos, estaba. Es…

– Sé quién es y lo que es.

– ¿Lo conoces?

– Desde hace tiempo.

Entonces me acordé. Las entrevistas con presos.

– ¿Del proyecto sobre violaciones? Rachel me lo contó. ¿Era uno de los sujetos?

– Sí, pero olvídalo. No es nuestro hombre. Te has creído que eras el chico de la película y que ibas a resolverlo, ¿no? – ¿Cómo sabes que no es el hombre? Encaja y existe la posibilidad de que aprendiese hipnotismo con Horace

Gomble. Todo encaja. A Gladden lo están buscando en Los Angeles. Descuartizó a una empleada de un motel. ¿No lo ves? La sirvienta puede haber sido el asesinato de cebo. El detective, que se llama Ed Thomas, puede ser la víctima de la que hablaba en el fax. Déjame…

– Te equivocas -me interrumpió Thorson alzando la voz-. Ya hemos comprobado a ese tipo. No eres el primero que da con él, McEvoy Tú no eres tan especial. Hemos comprobado a Gladden y no es nuestro hombre, ¿vale? No somos idiotas. Ahora, ponte de culo y vuélvete a Denver. Cuando cojamos al que lo hizo, ya te enterarás.

– ¿Qué significa que habéis comprobado a Gladden?

– No te lo voy a explicar ahora. Estamos muy ocupados y ya no contamos contigo. Estás fuera y lo seguirás estando. Así que no llames más al busca. Como ya te he dicho, es un fastidio.

Colgó antes de que yo pudiera decir una palabra más. Tiré el auricular sobre la carcasa y ésta cayó al suelo. Estuve tentado de volver a llamar inmediatamente de nuevo al busca de Rachel, pero lo pensé dos veces. Me preguntaba qué estaría haciendo ella para que le hubiera pedido a Thorson que me llamase en su lugar. En mi pecho batallaban sentimientos encontrados y en la mente me bullían muchas ideas. ¿Habría estado sólo cuidándome mientras estuve siguiendo el caso con ellos? ¿Vigilándome como yo los vigilaba a ellos? ¿Había sido todo aquello tan sólo una actuación?

Lo aparté de mi cabeza. No había manera de saber las respuestas hasta que hablase con ella. Tenía que eludir la idea de que Thorson me había hablado por cuenta de ella. En vez de eso, empecé a reflexionar sobre lo que Thorson me había contado. Me había dicho que Rachel no podía llamarme. Que estaba muy liada. ¿Qué significaba eso? ¿Habrían detenido a un sospechoso y ella, como encargada de la investigación, lo estaría interrogando? ¿Tendrían al sospechoso bajo vigilancia? En ese caso, estaría en un coche, sin acceso a un teléfono.

¿O quizás al pedirle a Thorson que me llamase me estaba enviando un mensaje, comunicándome algo que no se atrevía a decirme en persona?

Se me escapaban los matices de la situación. Dejé de considerar el fondo del asunto y me centré en lo que estaba a mi alcance. Pensé en la reacción de Thorson ante la mención del nombre de William Gladden. No había demostrado sorpresa al oírlo y me dio la impresión de que no le daba importancia. Pero al reconstruir mental mente la conversación caí en la cuenta de que, tuviera yo razón o no con Gladden, Thorson habría reaccionado de idéntica forma. Si estaba en lo cierto, Thorson habría pretendido desviarme de la pista. Si no, no iba a perder la ocasión de decírmelo.

Pensé en la posibilidad de que yo tuviera razón sobre Gladden y que el FBI hubiera cometido un error al descartarlo como sospechoso. En tal caso, el detective de Los Angeles estaría en peligro sin siquiera saberlo.

Tuve que hacer dos llamadas al Departamento de Policía de Los Angeles para conseguir el número del detective Thomas en la División de Hollywood. Pero cuando llamé no contestaba nadie y la llamada se desvió a la recepción. El funcionario que contestó me dijo que Thomas estaba ilocalizable. No quiso decirme por qué ni cuándo estaría localizable. Decidí no dejarle ningún recado.

Después de colgar, estuve unos minutos paseando por la habitación, dándole vueltas a lo que debía hacer. Lo mirara como lo mirase llegaba siempre a la misma conclusión: sólo había una forma de hallar respuestas a las preguntas que me hacía sobre Gladden, y era irme a Los Angeles. Ir a ver al detective Thomas. No tenía nada que perder. Ya había enviado los reportajes y me habían apartado del caso. Hice unas cuantas llamadas y reservé plaza en el primer vuelo de la Southwest desde Phoenix a Burbank. El empleado de la compañía aérea me dijo que Burbank estaba tan cerca de Hollywood como el aeropuerto internacional de Los Angeles.

El encargado de la recepción era el mismo que nos había registrado a todos el sábado.

– Ya veo que se va usted también.

Asentí, advirtiendo que se refería a los agentes del FBI.

– Sí -le dije-. Aunque ellos han madrugado, creo. Sonrió.

– Le vi en la tele la otra noche.

Aunque me pilló desprevenido, enseguida entendí lo que quería decir. La escena a la salida de la funeraria, en la que aparecía con la placa del FBI en la camisa. Entonces me percaté de que el recepcionista me confundía con un agente del FBI. No me molesté en corregirle.

– Al jefe no le hizo mucha gracia -dije.

– Bueno, ustedes se arriesgan a eso cuando se lanzan sobre una ciudad de esta manera. De todos modos, espero que lo atrapen.

– Sí, nosotros también.

Estaba comprobando mi factura. Me preguntó si había hecho algún gasto adicional y le dije lo que tenía del servicio de habitaciones y lo que había cogido del minibar.

– Oiga -le dije-. Supongo que tendrá que cobrarme una funda de almohada. He tenido que comprarme ropa y no tenía nada para…

Levanté la funda de almohada en la que había metido mis escasas pertenencias y él se rió de mi petición. Pero no supo qué cobrarme y me dijo que iba por cuenta de la casa.

– Me hago cargo de que ustedes tienen que moverse con rapidez -dijo-. Los demás ni siquiera han tenido tiempo de pasar a liquidar. Supongo que han tenido que salir volando.

– Bueno -le dije sonriendo-. Espero que al menos habrán pagado la factura.

– Por supuesto. El agente Backus llamó desde el aeropuerto para decirme que lo cargase en su tarjeta de crédito y que le enviase los recibos. Pero eso no es ningún problema. Lo hacemos con mucho gusto.

Me quedé mirándole, pensando.

– Yo voy a reunirme con ellos esta noche -le dije al fin-. ¿Quiere que me lleve yo los recibos?

Me miró por encima de los papeles que tenía delante. Noté que dudaba. Levanté la mano haciendo el gesto de quitarle importancia al asunto.

– Está bien. Era sólo una idea. Como voy a verles esta noche pensé que eso facilitaría las cosas. Ya sabe, ahorrarse el correo.

No sabía lo que estaba diciendo, aunque ya desconfiaba de mi decisión y lo que quería era echarme atrás.

– Bueno -dijo el empleado-, en realidad no veo qué mal puede haber en eso. Ya había metido los papeles en un sobre para que lo despacharan, pero creo que puedo fiarme de usted tanto como del cartero.

Sonrió y le devolví la sonrisa.

– Hombre, al cartero ya mí nos firma los cheques el mismo tipo, ¿no?

– El Tío Sam -dijo triunfador-. Ahora mismo vuelvo.

Desapareció por la puerta trasera de la oficina y miré a mi alrededor, en la recepción y el vestíbulo, como si esperase ver a Thorson, Backus y Walling saltando desde detrás de las columnas y gritando: «¿Veis? ¡No podemos fiarnos de los de la prensa!»

Pero no saltó nadie de ningún sitio y el empleado del hotel volvió con un sobre de papel de embalar que me pasó a través del mostrador junto con mi propia factura.

– Gracias -le dije-. Ellos sabrán apreciarlo.

– No tiene importancia -dijo él-. Gracias por haber elegido nuestro hotel para su estancia, agente McEvoy Asentí con un gesto, metí el sobre en la bolsa del ordenador como si acabase de robarlo y me dirigí hacia la puerta.

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