XI

Decambrais volvió bastante tarde y tuvo el tiempo justo para revisar antes de la cena el especial de la noche que Joss le había separado.


(…) cuando aparecen hongos venenosos, cuando los campos y los bosques se cubren de telas de araña, cuando el ganado cae enfermo o incluso muere en el prado, igual que las bestias salvajes en los bosques, cuando el pan tiende a enmohecerse rápidamente; cuando podemos ver sobre la nieve moscas, gusanos o mosquitos recién nacidos (…).


Lo volvió a doblar mientras Lizbeth recorría la casa llamando a los inquilinos a la mesa. Decambrais, con el rostro menos radiante que por la mañana, posó rápidamente la mano sobre el hombro de Joss.

– Tenemos que hablar -dijo-. Esta noche, en El Vikingo. Preferiría que nadie nos oyese.

– ¿Buena pesca? -preguntó Joss.

– Buena pero mortal. La pieza es demasiado grande para nosotros.

Joss tenía un aire dubitativo.

– Sí, Le Guern. Palabra de bretón.

Durante la cena, Joss arrancó una sonrisa al rostro inclinado de Éva gracias al relato, parcialmente inventado, de una anécdota familiar, y extrajo de ello cierto orgullo. Ayudó a Lizbeth a recoger la mesa, en parte por costumbre, en parte para aprovecharse de su proximidad. Se preparaba a pasar por El Vikingo cuando la vio descender de su habitación en traje de noche, con un vestido negro brillante ciñendo su ancha silueta. Pasó rápidamente dirigiéndole una sonrisa y a Joss le dio un vuelco el corazón.


En El Vikingo, sobrecargado y lleno de humo, Decambrais se había instalado en la última mesa del fondo y esperaba, preocupado, entre dos calvados.

– Lizbeth ha salido de tiros largos, después de lavar los platos -anunció Joss sentándose.

– Sí -dijo Decambrais sin manifestar sorpresa alguna.

– ¿Le han invitado a salir?

– Todas las noches excepto el martes y el domingo, Lizbeth sale de tiros largos.

– ¿Se ve con alguien? -preguntó Joss inquieto.

Decambrais negó con la cabeza.

– Canta.

Joss frunció las cejas.

– Canta -repitió Decambrais-, actúa. En un cabaret. Lizbeth tiene una voz que quita el aliento.

– ¿Desde cuándo, Dios santo?

– Desde que llegó aquí y yo le he enseñado solfeo. Llena todas las noches el Saint-Ambroise. Un día, Le Guern, verá su nombre en lo alto de los carteles, Lizbeth Glaston. Donde quiera que esté entonces, no lo olvide.

– Me extrañaría mucho olvidarlo, Decambrais. A ese cabaret, ¿se puede ir? ¿Podemos escucharla?

– Damas va todas las noches.

– ¿Damas? ¿Damas Viguier?

– ¿Qué otro? ¿No se lo ha dicho?

– Tomamos café juntos todas las mañanas y nunca me ha dicho ni una palabra.

– Es normal, está enamorado. No es algo que se comparta.

– Mierda, Damas. Pero Damas tiene treinta años.

– Lizbeth también. No porque Lizbeth esté gorda deja de tener treinta años.

Joss dejó que su pensamiento flotase sobre la eventual asociación Damas-Lizbeth.

– ¿Puede funcionar? -preguntó-. ¿Qué opina usted, que sabe de las cosas de la vida?

Decambrais hizo un gesto escéptico.

– La fisiología viril ya no impresiona a Lizbeth desde hace mucho tiempo.

– Damas es agradable.

– Eso no es suficiente.

– ¿Qué espera Lizbeth de los hombres?

– No mucho.

Decambrais bebió un trago de calvados.

– No estamos aquí para hablar de amor, Le Guern.

– Lo sé. La gran pieza que ha atrapado.

El rostro de Decambrais se ensombreció.

– ¿Es tan grave? -dijo Joss.

– Eso me temo.

Decambrais recorrió con una mirada las mesas vecinas y pareció reconfortado por el ruido que reinaba en El Vikingo, peor que una tribu de bárbaros sobre el puente de un barco pirata.

– He identificado a uno de los autores -dijo-. Se trata de un médico persa del siglo XI, Avicena.

– Bueno -dijo Joss, a quien interesaban mucho menos los asuntos de Avicena que los de Lizbeth.

– He localizado el pasaje, en su Liber canonis.

– Bueno -repitió Joss-. Dígame, Decambrais, ¿ha sido profesor como su padre?

– ¿Cómo lo sabe?

– De alguna manera -dijo Joss chasqueando los dedos-. Yo también conozco las cosas de la vida.

– Quizás le aburre lo que le cuento, Le Guern, pero le vendría bien escucharme.

– Bueno -repitió Joss sintiéndose bruscamente devuelto al tiempo de las clases del viejo Ducouëdic, en el internado.

– Los otros autores no han hecho otra cosa que recopiar a Avicena. Se trata siempre del mismo asunto. Gira en torno al mismo tema. Gira en torno sin decir el nombre, sin tocarlo, como los buitres se acercan volando en círculo alrededor de una carroña.

– ¿En torno a qué? -preguntó Joss perdiendo pie por un momento.

– En torno al tema, Le Guern, acabo de decírselo. Al objeto único de todos los especiales. A lo que anuncian.

– ¿Y qué es lo que anuncian?

En aquel instante, Bertin depositó dos calvados sobre la mesa y Decambrais esperó a que el alto normando se alejase para proseguir.

– La peste -dijo bajando la voz.

– ¿Qué peste?

– La peste.

– ¿La gran enfermedad de los viejos tiempos?

– La misma. En persona.

Joss dejó pasar un silencio. ¿Estaba diciéndole el letrado tonterías? ¿Estaba divirtiéndose a su costa? Joss era incapaz de verificar todas estas historias de canonis y Decambrais podía engañarlo con toda comodidad. Como un marino prudente, examinó el rostro del viejo erudito que no parecía decididamente muy risueño.

– ¿No trata de tomarme el pelo, Decambrais?

– ¿Para qué?

– Para jugar al juego del tipo que lo sabe todo y del tipo que no sabe nada. Al juego del listo y del cretino, del culto y del inculto, del naro y del ignaro. Porque en ese juego, yo puedo embarcarlo en alta mar también, y sin chaleco salvavidas.

– Le Guern, es usted un tipo violento.

– Sí -reconoció Le Guern.

– Imagino que ya le habrá roto la cara a bastante gente en esta tierra.

– Y en este mar.

– Nunca he jugado al juego del listo y el cretino. ¿Qué gana uno con ello?

– Poder.

Decambrais sonrió y se encogió de hombros.

– ¿Podemos proseguir? -dijo.

– Si quiere. Pero ¿qué demonios me importa exactamente todo eso a mí? Durante tres meses he leído a un tipo que copiaba la Biblia. Lo pagaba y yo lo leía. ¿Qué me importa?

– Esos anuncios le pertenecen, moralmente. Si mañana voy a ver a la policía, me gustaría que estuviese prevenido. Y preferiría incluso que me acompañase.

Joss apuró su calvados de golpe.

– ¿La policía? ¡Se le va la olla, Decambrais! ¿Qué pinta la policía en medio de todo esto? No es como para llamar a alerta general.

– ¿Y usted qué sabe?

Joss retuvo las palabras que le venían a los labios, a causa de la habitación. Tenía que conservar la habitación.

– Escúcheme bien, Decambrais -continuó dominándose-, tenemos a un tipo que, según usted, se divierte copiando los viejos papeles sobre la peste. Un pirado, un obseso. Si tuviésemos que hablar con la policía cada vez que un pirado abre la boca, ya no nos quedaría tiempo de beber.

– Primera cosa -dijo Decambrais, vaciando la mitad de su calvados-: no se contenta con copiar sino que hace que usted los pregone. Se manifiesta en público, anónimamente. Segunda cosa: se aproxima. Está al principio de los textos. Aún no ha abordado los pasajes que contienen la palabra «peste» o «mal», o «mortalidad». Se demora en los prolegómenos pero avanza. ¿Comprende, Le Guern? Avanza. Es eso lo que es grave. Avanza. ¿Hacia dónde?

– Bueno, hacia el final del texto. Es lógico, ¿no? Nunca se ha visto un tipo que comenzase un libro por el final.

– Varios libros. ¿Y sabe usted lo que hay al final?

– ¡Pero si yo no he leído esos malditos libros!

– Decenas de millones de muertos. Ése es el final.

– ¿O sea que usted cree que este pirado va a matar a media Francia?

– No he dicho eso. Digo que progresa hacia un desenlace mortal, digo que repta. No es como si nos estuviese leyendo Las mil y una noches.

– Es usted quien dice lo de progresar. A mí me parece más bien que se queda en el sitio. Hace un mes que nos machaca con sus historias de bichos, venga de una forma, venga de otra. Si usted llama a eso progresar.

– Estoy seguro de ello. ¿Recuerda esos otros anuncios, los que cuentan la vida del hombre sin pies ni cabeza?

– Justamente. No tienen nada que ver. Es un tipo, come, folla, duerme, es todo lo que tiene que decir.

– Ese tipo es Samuel Pepys.

– Bueno, no lo conozco.

– Se lo presento: es un inglés, un gentilhombre inglés que vivió en el siglo XVII en Londres. Trabajaba además, dicho sea de paso, en la comandancia de marina.

– ¿Un culo gordo de la capitanía?

– No exactamente, pero ¿qué más da? Lo que importa es que Pepys redactó un diario íntimo durante nueve años desde 1660 a 1669. El año que nuestro pirado ha metido en su urna es el de la gran peste en Londres, 1665, setenta mil cadáveres. ¿Comprende? Día tras día, los especiales se aproximan a la fecha de la explosión. Ahora estamos muy cerca. Es a lo que yo llamo avanzar.

Por primera vez, Joss se sintió confuso. Lo que contaba el letrado parecía encajar. De ahí a llamar a la policía había un paso.

– Se va a tronchar la policía, cuando les digamos que un pirado se divierte leyéndonos un diario de tres siglos de antigüedad. Nos van a encerrar a nosotros, seguro.

– No les vamos a decir eso. Vamos a avisar simplemente de que un pirado se divierte anunciando la muerte en la plaza pública. Después que se las arreglen. Tendré la conciencia limpia.

– Se van a tronchar de todas formas.

– Evidentemente. Por eso no iremos a ver a cualquier policía. Conozco a uno que no se troncha de la misma manera que los otros ni por las mismas cosas. Iremos a verlo a él.

– Irá usted a verlo si se le antoja. Porque mi testimonio dudo mucho que lo acojan como pan bendito. Porque yo, Decambrais, no estoy limpio.

– Yo tampoco.

Joss contempló a Decambrais sin decir nada. Ahí, chapeau. Chapeau con el aristócrata. No sólo era bretón de la costa norte el viejo letrado, como si nada, sino que además tenía antecedentes, como si nada. De ahí, probablemente, el nombre falso.

– ¿Cuántos meses? -preguntó sobriamente Joss sin inquietarse por el motivo, como un verdadero caballero de la mar.

– Seis -dijo Decambrais.

– Nueve -respondió Joss.

– ¿Purgados?

– Purgados.

– Ídem.

Estaban empatados. Tras este intercambio, los dos hombres guardaron un silencio algo grave.

– Muy bien -dijo Decambrais-. ¿Me acompaña?

Joss gesticuló, poco convencido.

– No son más que palabras. Palabras. Eso nunca ha matado a nadie. Se sabría.

– Se sabe, Le Guern. Es todo lo contrario. Las palabras siempre han matado.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que alguien grita «¡A muerte!» y la muchedumbre lo cuelga. Desde siempre.

– Muy bien -dijo Joss derrotado-. ¿Y si me quitan mi trabajo?

– Venga, Le Guern, ¿tiene miedo de la policía?

Azotado, Joss se enderezó.

– No, ¿pero qué dice, Decambrais? Los Le Guern puede que seamos unos brutos pero nunca hemos tenido miedo de la policía.

– Ah, pues ya está.

Загрузка...