XVI

El lunes, Adamsberg anunció a Danglard el fin del asunto de los cuatros. Puesto que era un hombre con estilo, Danglard no se permitió ningún comentario y se limitó a asentir.

El martes a las catorce horas y quince minutos, una llamada de la comisaría del distrito 1 les informó del descubrimiento de un cadáver en la Rue Jean-Jacques-Rousseau número 117.

Adamsberg colgó el auricular con una lentitud extrema, como si estuviese en medio de la noche y no quisiera despertar a nadie. Pero estaba en pleno día. No estaba tratando de preservar el sueño ajeno sino de quedarse dormido él mismo, de propulsarse sin hacer un solo ruido hacia el olvido. En esos instantes, su propia naturaleza le inquietaba hasta el punto de hacerle anhelar que algún día encontraría un refugio de beatitud y de impotencia en el cual se ovillaría como una bola para siempre. Esos momentos en que él tenía razón contra toda razón no eran los mejores. Le agobiaban brevemente. Era como si sintiese de pronto sobre él todo el peso del don pernicioso de un hada mala que, picada, hubiese pronunciado estas palabras sobre su cuna: «Puesto que no me habéis convidado al bautizo -lo que no habría tenido nada de sorprendente pues sus padres, pobres como Job, habían festejado solos su nacimiento en las profundidades de los Pirineos enrollándose en una buena manta-, otorgo a este niño el don de presentir los líos donde los otros no los hayan visto todavía». Algo así pero mejor dicho. El hada mala no era una iletrada ni un personaje grosero, en absoluto.

Esos momentos de malestar duraban poco. Por una parte porque Adamsberg no tenía ninguna intención de ovillarse como una bola, puesto que tenía que caminar la mitad del día y estar de pie la otra mitad, y además, por otro lado, no creía poseer ningún tipo de don. Lo que había presentido, cuando habían empezado aquellos cuatros, era, finalmente, lógico y nada más, a pesar de que aquella lógica no tuviese la hermosa lisura de la de Danglard, a pesar de que era incapaz de separar los impalpables engranajes. Lo que parecía evidente era que aquellos cuatros habían sido concebidos desde su origen como una amenaza tan clara como si su autor hubiese escrito sobre las puertas: «Aquí estoy. Mírenme y tengan cuidado». Era evidente que aquella amenaza se había espesado hasta tomar el aspecto de un verdadero peligro cuando Decambrais y Le Guern habían venido a informarle de que un anunciador de la peste hostigaba desde aquel mismo día. Era evidente que el hombre se complacía en la tragedia que él mismo estaba orquestando. Era evidente que no iba a detenerse a medio camino, era evidente que aquella muerte anunciada con tanta precisión melodramática corría el riesgo de conllevar un cadáver. Lógico, tan lógico que Decambrais lo había temido tanto como él.

La monstruosa puesta en escena del autor, su grandilocuencia, su complejidad misma no perturbaba a Adamsberg. Tenía algo casi clásico, ejemplar en su extrañeza, para un tipo raro de asesino, afligido por un monumental orgullo ultrajado, que se levantaba sobre un pedestal a la medida de su humillación y de su ambición. Más oscuro e incluso incomprensible era aquel recurso a la antigua figura de la peste.

El comisario del distrito 1 había sido formal: según la primera información comunicada por los oficiales que habían descubierto el cuerpo, el cadáver estaba negro.

– Nos vamos, Danglard -dijo Adamsberg pasando por delante del despacho de su adjunto-. Reúnan al equipo de urgencia, tenemos un cuerpo. El forense y los técnicos están en camino.

En aquellos momentos, Adamsberg podía ser relativamente rápido y Danglard se apresuró, reunió a los hombres y se dispuso a seguirlo, sin haber recibido una sola palabra de explicación.

El comisario dejó que los dos tenientes y el cabo se instalasen en la parte trasera del vehículo mientras él retenía a Danglard por la manga.

– Un segundo, Danglard. No merece la pena preocupar a esos tipos prematuramente.

– Justin, Voisenet y Kernorkian -dijo Danglard.

– El fruto ha caído. El cuerpo está en la Rue Jean-Jacques-Rousseau. El edificio acababa de ser marcado con diez cuatros invertidos.

– Mierda -dijo Danglard.

– Es un hombre de unos treinta años, un blanco.

– ¿Por qué dice «blanco»?

– Porque su cuerpo está negro. Su piel está negra, ennegrecida. Su lengua también.

Danglard frunció el ceño.

– La peste -dijo-. «La Muerte negra.»

– Eso es. Pero no creo que ese hombre haya muerto de peste.

– ¿Qué lo hace sentirse tan seguro?

Adamsberg se encogió de hombros.

– No sé. Demasiado desmesurado. Ya no hay peste en Francia desde hace lustros.

– Todavía se puede inocular.

– Tendría que haberla conseguido antes.

– Es muy posible. Los institutos de investigación están repletos de yersiniosis, en el mismo París y se sabe dónde. En esos rincones secretos, el combate continúa. Un tipo hábil e informado podría ir y procurárselas.

– ¿El qué? ¿Las yersiniosis?

– Es su nombre de familia. Nombre y apellidos: Yersinia pestis. Cualidades: bacilo pestífero. Profesión: historial killer. Número de víctimas: varias decenas de millones. Móvil: castigo.

– Castigo -murmuró Adamsberg-. ¿Está seguro de eso?

– Durante millones de años, nadie puso en duda que la peste había sido enviada a la tierra por Dios en persona, en punición por nuestros pecados.

– Voy a decirle algo, no me gustaría cruzarme con Dios por la calle en plena noche. ¿Es verdad eso que dice, Danglard?

– Verdad. Se la considera por excelencia la plaga de Dios. Imagínese un tipo que se pasea por ahí con eso en el bolsillo, puede ser explosivo.

– Y si no es así, Danglard, si sólo quieren hacernos creer que un tipo se pasea por ahí con la plaga de Dios en el bolsillo, es catastrófico. A poco que se sepa, se propagará como un fuego en una pradera. Riesgo de psicosis colectiva a la vista, grande como una montaña.

Desde el coche, Adamsberg llamó a la brigada.

– Brigada criminal, teniente Noël -anunció una voz seca.

– Noël, traiga a un tipo con usted, alguien discreto, o mejor no, traiga a esa mujer, la morena, un poco callada…

– ¿La teniente Hélène Froissy, comisario?

– Eso, y vaya al cruce Edgar-Quinet-Delambre. Verifique, desde lejos, que un cierto Decambrais está en su domicilio, en la esquina de la Rue de la Gaîté, y quédese en su sitio hasta el pregón de la noche.

– ¿El pregón?

– Lo entenderá cuando lo vea. Un tipo subido a una caja, hacia las seis y algo. Quédese allí hasta que lo releven y abra los ojos todo lo que pueda. El público en torno al pregonero, sobre todo. Volveré a ponerme en contacto con usted.

Los cinco hombres saltaron hasta el quinto piso donde les esperaba el comisario del distrito 1. Las puertas habían sido limpiadas en todos los descansillos pero se veían sin dificultad las gruesas huellas negras dejadas por la pintura reciente.

– Comisario Devillard -susurró Danglard a Adamsberg justo antes de que llegasen al último descansillo.

– Gracias -dijo Adamsberg.

– ¿Parece que se hace cargo del asunto, Adamsberg? -dijo Devillard estrechándole la mano-. Acabo de hablar con el Quai.

– Sí -dijo Adamsberg-. Ya lo seguía antes de que naciese.

– Perfecto -dijo Devillard, que tenía aspecto de estar reventado-. Tengo un robo de vídeos entre manos, algo serio, y una treintena de coches destripados en mi sector. Tengo mi ración y más para esta semana. Entonces, ¿sabe quién es el tipo?

– No sé nada, Devillard.

Al mismo tiempo, Adamsberg empujaba la puerta del apartamento para examinarla por el otro lado. Estaba limpia, sin una sola marca de pintura.

– René Laurion, soltero -dijo Devillard consultando sus primeras notas, treinta y dos años-, empleado de un garaje. En regla, no está fichado. Ha sido la señora de la limpieza la que ha encontrado el cuerpo, viene una vez a la semana, el martes por la mañana.

– Mala suerte -dijo Adamsberg.

– No. Ha tenido una crisis nerviosa, su hija vino a buscarla.

Devillard le pasó su montón de notas hechas a mano y Adamsberg se lo agradeció con un gesto. Se acercó al cuerpo y el grupo de técnicos se hizo a un lado para dejarle que lo viera. El hombre estaba desnudo, caído de espaldas, con los brazos en cruz, y su piel estaba negra de hollín distribuido en una decena de grandes manchas, sobre los muslos, el torso, un brazo, el rostro. Su lengua se asomaba fuera de la boca, igualmente negra. Adamsberg se arrodilló.

– Es todo una comedia, ¿verdad? -le preguntó al médico forense.

– Déjese de bromas, comisario -respondió secamente el médico-. No he examinado aún el cuerpo pero el tipo está muerto y bien muerto desde hace horas. Estrangulado según lo que se ve en su cuello, bajo la capa negra.

– Sí -dijo suavemente Adamsberg-, no es eso lo que quería decir.

Recogió un poco de polvo negro que se había extendido por el suelo, lo frotó entre sus dedos y se limpió en su pantalón.

– Carbón -murmuró-. A este tipo lo han tiznado con carbón.

– Tiene todo el aspecto -dijo uno de los técnicos.

Adamsberg echó una mirada en torno a él.

– ¿Dónde está su ropa? -preguntó.

– Cuidadosamente doblada en la habitación -respondió Devillard-. Los zapatos están recogidos bajo la silla.

– ¿No ha habido daños? ¿No ha habido violencia?

– No. O bien Laurion ha abierto al asesino, o bien el tipo ha forzado la cerradura suavemente. Creo que hemos de inclinamos por la segunda solución. Si es así, nos va a facilitar las cosas.

– Un especialista, ¿no?

– Exactamente. A abrir las cerraduras como un artista no se aprende en el colegio. El tipo ha estado, sin duda, en chirona, un periodo más bien largo que deja tiempo para instruirse. En ese caso, está fichado. Si ha dejado la más mínima huella, lo tendrá en menos que canta un gallo. Es lo mejor que le deseo, Adamsberg.

Tres técnicos trabajaban en silencio, el primero sobre el muerto, el otro sobre la cerradura, el tercero sobre todos los elementos del mobiliario. Adamsberg dio lentamente la vuelta a la habitación, después visitó el cuarto de baño, la cocina, la habitación, pequeña y ordenada. Se había puesto unos guantes y abrió mecánicamente la puerta del armario, la mesilla de noche, los cajones de la cómoda, de la mesa, del aparador. Sobre la mesa de la cocina, único sector en el cual reinaba un cierto desorden, se detuvo sobre un grueso sobre amarillo puesto transversalmente sobre una pila de cartas y de periódicos. Lo habían rasgado con un golpe seco. Lo contempló mucho tiempo, sin tocarlo, esperando que la imagen saliese a flote, siguiendo sus órdenes, desde el fondo de su memoria. No estaba lejos, era cuestión de un minuto o dos. Puede que la memoria de Adamsberg fuese inepta para registrar correctamente los nombres propios así como los títulos, las marcas, la ortografía, la sintaxis y todo aquello que tenía que ver con la escritura, pero resultaba insuperable en todo lo que concernía a la imagen. Adamsberg era un superdotado visual que captaba íntegramente el espectáculo de la vida, desde la luz de las nubes hasta el botón que faltaba en la parte inferior de la manga de Devillard. La imagen se reconstituía, muy nítida. Decambrais en la brigada, sentado frente a él, sacando el fajo de los «especiales» de un espeso sobre color marfil con un formato superior a la media, forrado de papel de seda gris pálido. Era el mismo sobre que tenía bajo sus ojos, sobre la pila de periódicos. Hizo un signo al fotógrafo, que tomó algunas fotos mientras que Adamsberg ojeaba su cuaderno en busca de su nombre.

– Gracias, Barteneau -dijo.

Tomó el sobre y lo abrió. Estaba vacío. Pasó revista al montón de cartas que esperaban y verificó uno a uno todos los sobres restantes, todos abiertos con el dedo y todos provistos todavía de su contenido. En la papelera, entre los desechos que databan al menos de tres días, había dos sobres desgarrados y varias hojas arrugadas, pero ninguna cuyo formato pudiese corresponder al sobre color marfil. Se levantó y puso sus guantes bajo el agua, pensativo. ¿Por qué había conservado el hombre aquel sobre vacío? ¿Y por qué no lo había abierto con el dedo, rápidamente, como todos los otros?

Volvió a la habitación principal donde los técnicos habían terminado su trabajo.

– ¿Puedo irme, comisario? -preguntó el forense, titubeando entre Devillard y Adamsberg.

– Váyase -respondió Devillard.

Adamsberg deslizó el sobre en una bolsa de plástico y se lo confió a uno de los tenientes.

– Llévenlo con el resto al laboratorio -dijo-. Mención especial, urgente.

Abandonó el edificio una hora más tarde con el cuerpo, dejando a dos oficiales en el lugar para interrogar a los residentes.

Загрузка...