XII

– ¿A qué policía vamos a ver? -preguntó Joss subiendo por el Boulevard Arago, sobre las diez de la mañana.

– A un hombre que me he cruzado un par de veces con ocasión de esta…, de mi…

– Deuda -completó Joss.

– Eso es.

– Un par de veces no es tiempo suficiente para conocer a un hombre.

– Nos permite sobrevolarlo y la imagen aérea era buena. En un principio lo tomé por un detenido, lo cual es bastante buena señal. Nos dedicará cinco minutos. Lo peor que puede ocurrir es que anote la visita y que la olvide. Lo mejor es que esto le interese lo suficiente como para decidirse a pedir información sobre ciertos detalles.

– Aferentes.

– Aferentes.

– ¿Por qué podría interesarle?

– Le gustan las historias confusas o sin interés. Es al menos lo que un superior estaba reprochándole cuando me lo crucé la primera vez.

– ¿Vamos a ver a un currito subordinado?

– ¿Le molestaría, capitán?

– Ya se lo he dicho, Decambrais. Esta historia me trae sin cuidado.

– No es un currito. Ahora es comisario principal, dirige un grupo en la criminal. Un grupo de homicidios.

– ¿De homicidios? Pues bien, va a estar contento con nuestros papeles.

– ¿Qué sabemos?

– ¿A qué se debe que un tipo confuso haya sido ascendido a principal?

– El tipo confuso tiene genio, según me han dicho. He dicho confuso pero podría haber dicho inefable.

– No vamos a detenernos en cada palabra.

– Me gusta detenerme.

– Lo había notado.

Decambrais se detuvo frente a un portal.

– Ya hemos llegado -dijo.

Joss recorrió la fachada con una mirada.

– Necesitaría un arreglo serio su chabola.

Decambrais se apoyó en la fachada con los brazos cruzados.

– ¿Y bien? -dijo Joss-. ¿Se rinde?

– Tenemos cita dentro de seis minutos. La hora es la hora. Debe de ser un tipo ocupado.

Joss se apoyó en la fachada a su lado y esperó.

Un hombre pasó ante ellos, con la mirada clavada en el suelo y las manos hundidas en los bolsillos, y entró sin apurarse en el portal, sin contemplar a los dos hombres apoyados en la pared.

– Creo que es él -murmuró Decambrais.


– ¿El moreno bajo? Está de broma. Un viejo jersey gris, una chaqueta toda arrugada, ni siquiera tiene el pelo corto. No digo que sea vendedor de flores en los muelles de Narbona, pero comisario, perdóneme.

– Le digo que es él -insistió Decambrais. Reconozco su paso. Se balancea.

Decambrais consultó su reloj hasta que pasaron seis minutos y arrastró a Joss hasta el edificio en obras.

– Me acuerdo de usted, Ducouëdic -dijo Adamsberg haciendo entrar a los dos visitantes hasta su despacho-. Es decir, he revisado su dossier después de su llamada y después me acordé de usted. Habíamos hablado un poco los dos, las cosas no marchaban muy bien en aquella época. Creo que le aconsejé que dejase la profesión.

– Es lo que he hecho -dijo Decambrais alzando la voz a causa del estruendo de las taladradoras, que Adamsberg parecía no notar.

– ¿Encontró algo al salir de la cárcel?

– Me establecí como consejero -dijo Decambrais evitando mencionar las habitaciones subalquiladas, al igual que el encaje.

– ¿Fiscal?

– En cosas de la vida.

– Ah, sí -dijo Adamsberg, pensativo-. ¿Por qué no? ¿Tiene clientela?

– No me quejo.

– ¿Qué le cuenta la gente?

Joss empezaba a preguntarse si Decambrais no se había equivocado de dirección y si alguna vez este policía cumplía con su trabajo. No tenía ordenador sobre la mesa, sólo un montón de papeles esparcidos, tanto sobre las sillas como sobre el suelo, cubiertos de notas y de dibujos. El comisario se había quedado de pie, apoyado contra el muro, con los brazos apretados sobre su cintura, y contemplaba a Decambrais desde arriba con la cabeza inclinada. A Joss le pareció que sus ojos tenían el color y la consistencia de esas algas marrones y escurridizas que se enrollan en las hélices, los fucos, tan suaves y tan vagas, tan brillantes pero sin fuerza, sin precisión. Las vesículas redondas de esas algas se denominan flotadores y Joss estimó que aquello convenía perfectamente a los ojos de aquel comisario. Aquellos flotadores estaban hundidos bajo unas cejas pobladas y revueltas que le servían como de refugios rocosos. La nariz curva y los rasgos angulosos ponían un poco de firmeza en todo aquello.

– Pero la gente viene sobre todo por asuntos de amor -continuaba Decambrais-, o tienen demasiado o demasiado poco o bien nada en absoluto, o no como ellos quieren, o no consiguen ponerle la mano encima por culpa de toda esa especie d…

– Cosas -interrumpió Adamsberg.

– Cosas -confirmó Decambrais.

– Verá, Ducouëdic -dijo Adamsberg despegándose de la pared y atravesando la habitación con pasos contenidos-, ésta es una brigada especializada en homicidios. Y si su antigua historia ha tenido alguna continuación, si lo han molestado de una manera o de otra, yo no…

– No -cortó Decambrais-. No se trata de mí. Pero tampoco se trata de un crimen. Por lo menos, todavía no.

– ¿Amenazas?

– Quizás. Mensajes anónimos, mensajes de muerte.

Joss apoyó los codos sobre sus muslos, divertido. No iba a arreglárselas tan fácilmente el viejo letrado con sus ansiedades de humo.

– ¿Que se dirigen directamente a una persona? -dijo Adamsberg.

– No. Mensajes de destrucción general, de catástrofe.

– Bueno -dijo Adamsberg mientras continuaba yendo y viniendo-. ¿Un predicador del tercer milenio? ¿Qué es lo que anuncia? ¿El Apocalipsis?

– La peste.

– Toma -dijo Adamsberg marcando una pausa-. Eso cambia un poco las cosas. ¿Y cómo lo anuncia? ¿Por correo? ¿Por teléfono?

– Por medio de este señor -dijo Decambrais señalando a Joss con un gesto un tanto ceremonioso-. El señor Le Guern es pregonero de profesión, por parte de su bisabuelo. Pregona las noticias del barrio en el cruce Edgar-Quinet-Delambre. Se lo explicará mejor él mismo.

Adamsberg se volvió hacia Joss con el rostro un poco cansado.

– Resumiendo -dijo Joss-, la gente que tiene algo que decir me deja mensajes y yo los leo. No es complicado. Hace falta una buena voz y regularidad.

– ¿Y bien? -dijo Adamsberg.

– Cada día, y ahora dos o tres veces al día -retomó Decambrais-, el señor Le Guern encuentra estos pequeños textos que anuncian la peste. Cada anuncio nos aproxima a su explosión.

– Bien -dijo Adamsberg, cogiendo el registro. Su movimiento esbozado indicó que la discusión tocaba a su fin-. ¿Desde cuándo?

– Desde el 17 de agosto -precisó Joss.

Adamsberg suspendió su gesto y alzó rápidamente los ojos hacia el bretón.

– ¿Está seguro? -preguntó.

Y Joss vio que se había equivocado. No a propósito del primer especial, no, sino sobre los ojos del comisario. En las aguas de aquella mirada de alga acababa de alumbrarse una luz clara, como un minúsculo incendio rompiendo el envoltorio del flotador. Aquello se encendía y se apagaba como un faro.

– El 17 de agosto por la mañana -repitió Joss-. Justo después del periodo de cala seca.

Adamsberg abandonó el registro y retomó la deambulación. El 17 de agosto, primer edificio marcado con cuatros en París, en la Rue de Chaillot. Segundo edificio dos días más tarde, en Montmartre.

– ¿Y el mensaje siguiente? -preguntó Adamsberg.

– Dos días después, el 19 -respondió Joss-, y después el 22. Después los anuncios empezaron a menudear. Casi todos los días a partir del 24 y varias veces al día desde hace poco.

– ¿Podemos verlos?

Decambrais le tendió las últimas hojas conservadas y Adamsberg las leyó rápidamente en diagonal.

– No capto -dijo- lo que les hace pensar en la peste.

– He identificado esos extractos -explicó Decambrais-. Son citas sacadas de antiguos tratados de la peste, existen centenares a través de los siglos. El mensajero está ahora en los signos precursores. No va a tardar en meterse en el meollo del asunto. Estamos muy cerca. En el último pasaje, el de esta mañana -dijo Decambrais designando una de las hojas-, el texto se interrumpe justo antes de la palabra «peste».

Adamsberg examinó el anuncio del día:


(…) que muchos se desplazan como sombras sobre un muro, que se ven vapores oscuros alzándose del suelo como una niebla (…) cuando se descubre en los hombres una gran falta de confianza, los celos, el odio y el libertinaje (…).


– En verdad -dijo Decambrais-, yo creo que llegaremos mañana. Es decir esta noche, para nuestro hombre. A causa del Diario del inglés.

– ¿Fragmentos de vida desordenados?

– Están ordenados. Datan de 1665, el año de la gran peste en Londres. Y en los próximos días, Samuel Pepys verá su primer cadáver. Mañana, creo. Mañana.

Adamsberg apartó los papeles sobre su mesa y suspiró.

– Y nosotros, ¿qué veremos, en su opinión?

– Ni idea.

– Sin lugar a dudas, nada -dijo Adamsberg-. Es sólo desagradable, ¿verdad?

– Precisamente.

– Pero fantasmal.

– Lo sé. La última peste en Francia se apagó en Marsella en 1722. Es un asunto legendario.

Adamsberg se pasó los dedos por el cabello, para peinarlos quizás, pensó Joss, después juntó las hojas y se las devolvió a Decambrais.

– Gracias -dijo.

– ¿Puedo seguir leyéndolas? -preguntó Joss.

– Sobre todo, no deje de hacerlo. Y pase a contarme la continuación.

– ¿Y si no hay continuación? -dijo Joss.

– Es raro que alguien lance algo tan organizado e incongruente sin que desemboque en una manifestación concreta, incluso mínima. Me interesaría saber lo que ese tipo inventará para continuar.


Adamsberg acompañó a los dos hombres hasta la salida y volvió a su despacho con paso lento. Esta historia era más que desagradable. Era detestable. En cuanto a su relación con los cuatros, era nula, aparte de esa coincidencia de fecha. Se inclinaba, sin embargo, a seguir la misma curva de razonamiento que Ducouëdic. Al día siguiente, ese inglés, ese Pepys, iba a encontrar su primer muerto de peste en Londres, al alba de la catástrofe. Sin sentarse, Adamsberg abrió rápidamente su cuaderno y encontró el número del medievalista que Camille le había dado, ese tipo en cuya casa había visto el cuatro al revés. Consultó el reloj recién colgado en la pared, que marcaba las once y cinco minutos. Si el tipo era señora de la limpieza, tenía pocas oportunidades de encontrarlo en su casa. Una voz de hombre le respondió, bastante joven y apresurada.

– ¿Marc Vandoosler? -preguntó.

– No está. Está en la trinchera de reserva, en misión de limpieza y plancha. Puedo dejarle un mensaje en su parapeto, si quiere.

– Gracias -dijo Adamsberg un poco sorprendido.

Oyó cómo dejaba el teléfono y buscaba ruidosamente papel y con qué escribir.

– Aquí estoy -continuó la voz-. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

– Comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg, brigada criminal.

– Mierda -dijo la voz, repentinamente grave-, ¿Marc tiene problemas?

– Ninguno. Camille Forestier me ha dado su número.

– Ah. Camille -dijo simplemente la voz, pero cargando ese «Camille» con una entonación tal que Adamsberg, que no era un hombre celoso, experimentó sin embargo un breve estremecimiento, más bien una sorpresa. Existían en torno a Camille mundos muy vastos y populosos que él ignoraba completamente por pura indiferencia. Cuando por azar descubría un fragmento, se quedaba siempre sorprendido, como si chocase con un continente ignoto. ¿Quién decía que Camille no reinaba sobre múltiples territorios?

– Es a propósito de un dibujo -continuó Adamsberg-, una grafía, más bien enigmática. Camille dijo haber visto una reproducción en casa de Marc Vandoosler, en uno de sus libros.

– Muy posible -dijo la voz-. Pero seguro que no es muy reciente.

– ¿Perdón?

– Marc no se interesa más que por la Edad Media -dijo la voz con un insensible desprecio-. Apenas se digna a tocar con la punta de sus dedos el siglo XVI. Supongo que ése no es su radio de acción en la criminal.

– Nunca se sabe.

– Bien -dijo la voz-. ¿Definición del objetivo?

– Si su amigo conociese el significado de ese dibujo, podría ayudarnos. ¿Tiene fax?

– Sí, con el mismo número.

– Perfecto. Voy a mandarle el croquis y si Vandoosler posee información, que sea tan amable de enviárnosla de vuelta.

– Muy bien -dijo la voz-. Sección a su disposición. Ejecución de la consigna.

– Señor… -dijo Adamsberg en el momento en que el otro iba a colgar.

– Devernois. Lucien Devernois.

– Tenemos prisa. La verdad es que es urgente.

– Cuente con mi diligencia, comisario.

Y Devernois colgó. Perplejo, Adamsberg volvió a posar el auricular. Todo lo que podía decir es que Devernois, algo altivo, no se dejaba atemorizar por la policía. Quizás fuese militar.


Hasta las doce y media de la mañana, Adamsberg permaneció inmóvil contra su pared, observando su fax inanimado. Después, molesto, salió a caminar y a buscar algo de comer. Cualquier cosa, al azar por las calles que descubría poco a poco en torno a la brigada. Un bocadillo, tomates, pan, fruta, un pastel. Según su humor, según las tiendas, a pesar de su buen sentido. Vagó deliberadamente por las calles, con un tomate en una mano y un panecillo con nueces en la otra. Se sintió tentado de pasar el día fuera y no volver hasta el día siguiente. Pero Vandoosler podía haber comido en su casa. Y en ese caso tenía la oportunidad de obtener una respuesta y terminar con aquella arquitectura de fantasmas cojos. A las quince horas, entró en su despacho, arrojó su chaqueta sobre una silla y se volvió hacia su aparato. Una hoja lo esperaba, caída en el suelo.


Muy señor mío,

El cuatro al revés que me envía es una reproducción exacta de la cifra con la que se marcaban antaño las puertas o las contraventanas en tiempo de peste, en algunas regiones. Se cree que el origen es antiguo pero que fue absorbido por la cultura cristiana que reconocía en él un signo de la cruz, trazado sin levantar la mano. Es una cifra mercantil y, también, una cifra de imprenta pero sobre todo es famoso por su valor de talismán contra la peste. La gente se protegía de las plagas trazándola sobre la puerta de su domicilio.

Esperando que esta información pueda responder a su pregunta, reciba un afectuoso saludo de

Marc Vandoosler


Adamsberg se apoyó sobre su mesa, con la cabeza inclinada hacia el suelo y el fax colgando de la mano. El cuatro invertido, un talismán contra la peste. Una treintena de edificios ya marcados en la ciudad y mensajes a punta pala en la caja del pregonero. Al día siguiente, el inglés de 1665 iba a encontrar el primer cadáver. Frunciendo el entrecejo, Adamsberg se dirigió al despacho de Danglard aplastando cascotes a su paso.

– Danglard, su intervencionista está haciendo el imbécil.

Adamsberg dejó el fax sobre su mesa y Danglard lo leyó con aire circunspecto. Después lo releyó.

– Sí -dijo-. Me acuerdo ahora de mi cuatro. En el balcón de forja del tribunal de comercio de Nancy. Un doble cuatro, uno de ellos invertido.

– ¿Qué hacemos con su artista, Danglard?

– Ya se lo he dicho. Lo dejamos de lado.

– ¿Y qué más?

– Lo reemplazamos. Por un iluminado que teme la peste como a la peste y que protege las casas de sus conciudadanos.

– No la teme. La predice, la prepara. Paso a paso. Pone en funcionamiento un dispositivo. Puede estallar mañana, o esta noche.

Danglard estaba acostumbrado desde hacía tiempo al rostro de Adamsberg, que era capaz de pasar de un estado casi opaco, apagado como un fuego ahogado, a un estado ardiente. La luz llegaba entonces a propagarse bajo la piel morena por un procedimiento técnico bastante misterioso. En esos momentos intensos, Danglard sabía que todas las negativas y los escepticismos, los razonamientos lógicos más intensos, se evaporarían sobre las brasas. Además, prefería economizar para periodos más tibios. Simultáneamente, Danglard tocaba en aquellos instantes sus propias paradojas: las convicciones irracionales de Adamsberg sacudían sus anclajes y esa renuncia temporal al buen sentido le aportaba una extraña distensión. Entonces no podía evitar escuchar, aunque fuese pasivamente, llevado por una nube de ideas de la cual no era responsable. La manera de hablar de Adamsberg, que usaba su paciencia en otros momentos, fomentaba entonces esos viajes con su ritmo lento, sus sonoridades bajas y suaves, sus fórmulas repetitivas y sus circunvoluciones. En fin, la experiencia le había demostrado demasiado a menudo que, tomando como punto de partida una inspiración desordenada, Adamsberg había apuntado de lleno al corazón de la verdad.

Lo que hizo que Danglard se pusiese la chaqueta sin rechistar cuando Adamsberg lo arrastró a la calle para contarle el relato del viejo Ducouëdic.


Antes de las seis, los dos hombres habían llegado a la Place Edgar-Quinet, dispuestos a asistir al último pregón de la tarde. Adamsberg había recorrido primero la encrucijada, apropiándose del espacio, respirando el aire del lugar, localizando la casa de Ducouëdic, la urna azul arrimada al plátano, la tienda de deportes en la cual había visto a Le Guern meterse con su caja, y el café restaurante El Vikingo, que Danglard había localizado desde el principio y donde había decidido meterse para nunca más salir. Adamsberg fue a golpear la ventana para anunciarle la llegada de Le Guern. Escuchar el pregón no le aportaría nada, lo sabía. Pero Adamsberg quería hacerse a la idea lo más claramente posible de dónde surgían los anuncios.

La voz del bretón le sorprendió, poderosa, melodiosa, alcanzando casi sin esfuerzo de un extremo a otro de la plaza. Esta voz, sin duda alguna, pensó, era en gran parte la responsable del tumulto compacto que se había formado en torno a él.

– Uno -comenzó Joss, a quien no se le había escapado la presencia de Adamsberg-: Vendo material de apicultor con dos enjambres. Dos: La clorofila se fabrica sola y los árboles no presumen de ello. Es sólo un ejemplo para los engreídos.

Aquello sorprendió a Adamsberg. No había comprendido aquel segundo anuncio pero el público, serio, no parecía desconcertado y esperaba la continuación. Probablemente era la fuerza de la costumbre. Como para todo, una buena escucha exigía con seguridad un entrenamiento.

Tres -continuó Joss, imperturbable-: Bienvenida alma gemela, si es posible atractiva, si no qué más da. Cuatro: Hélène, sigo esperándote. No te pondré la mano encima nunca más. Bernard, desesperado. Cinco: Al hijo de puta que ha destrozado mi timbre le espera una mala sorpresa. Seis: ISO FZX 92, 39.000 km, neumáticos y frenos nuevos, totalmente revisado. Siete: ¿Qué somos, pero qué somos exactamente? Ocho: Ofrezco trabajos de costura esmerados. Nueve: Si un día tenemos que instalarnos en el planeta Marte, iréis sin mí. Diez: Vendo cinco cajas de judías verdes francesas. Once: ¿Clonar al ser humano? Me parece que ya hay suficientes cretinos en la tierra. Doce…

Adamsberg comenzaba a dejarse mecer por la letanía del pregonero, observando el pequeño grupo, a los que anotaban algo sobre un trozo de papel, a aquellos que miraban al pregonero sin moverse, con la bolsa colgando del brazo, con aspecto de descansar de su jornada de oficina. Le Guern encadenó con el tiempo del día siguiente después de una rápida ojeada al cielo y con el estado de la mar, viento del oeste intensificándose de tres a cinco a la caída de la tarde, que pareció contentar a todo el mundo. Después retomó la maquinaria de los anuncios, práctica y metafísica, y Adamsberg se despertó cuando vio que Ducouëdic se enderezaba para escuchar el anuncio dieciséis.

Diecisiete -encadenó el pregonero-: Esta plaga está pues presente y existe en alguna parte, y su existencia es un efecto de la creación, puesto que nada nuevo se hace y nada existe que no haya sido creado.

El pregonero echó una rápida ojeada en su dirección, significando con aquello que acababan de pasar el «especial», y continuó con el dieciocho: Es arriesgado hacer crecer la hiedra sobre los muros medianeros. Adamsberg escuchó hasta el final, incluido el inesperado relato del periplo del Louise Jenny, vapor francés de 564 toneladas, cargado de vino, de licores, de frutos secos y de conservas, que había volcado en Basse aux Herbes y fue a encallar a Pen Bras, tripulación perdida excepto el perro. Este último anuncio fue seguido de murmullos de satisfacción o de disgusto y de un movimiento parcial en dirección a El Vikingo. El pregonero saltaba ya a tierra y recogía su estrado con un brazo, la edición de la noche había concluido. Adamsberg, bastante aturdido, se volvió hacia Danglard para preguntarle su opinión pero Danglard, probablemente, se había ido a terminar la copa que había dejado a medias. Adamsberg lo encontró acodado en la barra de El Vikingo, con aspecto sereno.

– Un calvados excepcional -comentó Danglard señalando su vasito con el dedo-. Uno de los mejores que he probado.

Una mano se apoyó sobre el hombro de Adamsberg. Ducouëdic le indicó que le acompañara hasta la mesa del fondo.

– Ya que está por las inmediaciones -dijo-, más vale que sepa que aquí nadie conoce mi verdadero nombre excepto el pregonero. ¿Me entiende? Aquí soy Decambrais.

– Un segundo -dijo Adamsberg escribiendo su nombre en un cuaderno.

Peste, Ducouëdic, pelo blanco, igual a Decambrais.

– Le he visto anotar algo durante el pregón -dijo Adamsberg volviendo a meterse en el bolsillo el cuaderno.

– Anuncio diez. Soy comprador de judías verdes. Uno encuentra buenos productos aquí, y baratos. En cuanto al «especial»…

– ¿El «especial»?

– El anuncio del pirado. Por primera vez, el nombre de la peste ha surgido, disfrazado aún: «la plaga». Es una de sus apelaciones, tiene muchas otras. La mortandad, la infección, el contagio, la enfermedad de los bubones, el mal… Se esforzaban por evitar su nombre verdadero de tanto miedo que tenían. El tipo continúa aproximándose. Casi acaba de designarla, llega al final.

Una mujer joven y rubia, menuda, de cabellos recogidos en bucles sobre la nuca, se acercó a Decambrais y le tocó tímidamente el brazo.

– ¿Marie-Belle? -dijo él.

La joven se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.

– Gracias -dijo ella sonriendo-. Sabía que lo conseguiría.

– No ha sido nada, Marie-Belle -dijo Decambrais sonriendo a su vez.

La joven se escabulló haciendo un pequeño gesto y regresó a los brazos de un tipo alto, moreno, con el cabello largo hasta los hombros.

– Muy bonita -dijo Adamsberg-. ¿Qué le ha hecho?

– He conseguido que su hermano se pusiese un jersey y, créame, no ha sido fácil. Próxima etapa para noviembre, la cazadora. Estoy en ello.

Adamsberg renunció a entender, sintiendo que estaban abordando los meandros de una vida de barrio que no le interesaba en absoluto.

– Otra cosa -dijo Decambrais-. Lo han identificado. Ya había gente en la plaza que sabía que era policía. No me explico cómo lo han hecho -añadió recorriéndolo de arriba abajo con una rápida ojeada.

– ¿El pregonero?

– Quizás.

– No es grave. Puede que incluso esté bien.

– ¿Es ése su adjunto? ¿Allí? -preguntó Decambrais señalando a Danglard con la barbilla.

– El capitán Danglard.

– Bertin, el normando alto que lleva el bar, está explicándole las virtudes rejuvenecedoras de su calvados especial de la casa. Al ritmo en que su capitán le obedece, habrá rejuvenecido quince años dentro de un cuarto de hora. Se lo señalo sólo para prevenirlo. Según mi experiencia, es un calvados fuera de lo común pero que te vuelve inoperante durante toda la mañana del día siguiente, por lo menos.

– Danglard está a menudo inoperante toda la mañana.

– Ah, muy bien. Que sepa de todas formas que se trata de alcohol muy especial. No sólo se vuelve uno inoperante sino que uno se queda casi tonto, anonadado, un poco como un caracol en su baba. Una mutación asombrosa.

– ¿Es doloroso?

– No, es como tomarse vacaciones.

Decambrais saludó y salió, prefiriendo no estrechar la mano de un policía delante de todos. Adamsberg continuó observando a Danglard, que retrocedía en el tiempo y, hacia las ocho, lo sentó a la fuerza en la mesa para hacerle tragar algo sólido.

– ¿Para qué? -indagó Danglard, digno y vidrioso.

– Para tener algo que vomitar esta noche. Si no, a uno le duele el estómago.

– Muy buena idea -dijo Danglard-. Comamos.

Загрузка...