IX

El jueves, entre los tres pregones, Joss hizo varios viajes para trasladar sus pertenencias, con una especie de impaciencia ansiosa, en la pequeña furgoneta prestada por Damas. Damas le echó una mano sólida en el último viaje, a la hora de descender a través de seis estrechos pisos lo más pesado del mobiliario. Se reducía a poca cosa: un baúl mundo tapizado de negro y claveteado de bronce, un biombo donde figuraba un navío con tres mástiles en el puente, una pesada butaca con tallas artesanales que el bisabuelo había realizado con sus grandes manos en una de sus breves estancias en familia.

Había pasado la noche construyendo nuevos temores. Decambrais -es decir Hervé Ducouëdic- había hablado demasiado el día anterior, cargado como estaba con seis jarras de vino tinto. Joss tuvo miedo de que se despertase lleno de pánico y que su primer reflejo fuese mandarlo al otro extremo del mundo. Pero nada así había sucedido y Decambrais había asumido dignamente la situación, con el libro en la mano y apoyado contra el marco de su casa desde las ocho y media. Si lamentaba algo, y probablemente era así, o si se estremecía por haber puesto su secreto entre las manos rugosas de un desconocido, que era además un bruto, no lo había dejado ver. Y si le pesaba la cabeza, y seguro que le pesaba tanto como a Joss, no había dejado que se notase tampoco, tenía el rostro tan concentrado como siempre cuando se leyeron los dos anuncios del día, aquellos que nombraban últimamente como «los especiales».

Joss le había entregado los dos últimos aquella noche después de su mudanza. Una vez que estuvo solo en su nueva habitación, su primer gesto fue el de quitarse los zapatos y los calcetines y campar descalzo sobre la alfombra, con las piernas separadas, los brazos colgantes, los ojos cerrados. Fue el momento que escogió Nicolas Le Guern nacido en Locmaria en 1832, para sentarse sobre la ancha cama con barrotes de madera y decirle hola. Hola, dijo Joss.

– Bien hecho, hijo mío -dijo el viejo acodándose en el edredón.

– ¿Verdad? -dijo Joss abriendo a medias los ojos.

– Estás mejor aquí que allá. Ya te dije que trabajando de pregonero se puede llegar muy alto.

– Llevas siete años diciéndomelo. ¿Para eso has venido?

– Esos mensajes -dijo lentamente el abuelo rascándose una mejilla mal afeitada-, esos «especiales» como los llamas, los que le pasas al «aristócrata», pues bien, si fuese tú, iría con pies de plomo. Es mala cosa.

– Me los pagan bien, antepasado, muy bien incluso -dijo Joss volviéndose a calzar.

El viejo se encogió de hombros.

– Si fuese tú, iría con pies de plomo.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Quiere decir lo que quiere decir, Joss.

Ignorando la visita de Nicolas Le Guern al primer piso de su propia casa, Decambrais trabajaba en su estrecho despacho del piso bajo. Esta vez le parecía que uno de los «especiales» del día había desencadenado una iluminación, muy frágil pero quizás decisiva.

El texto del pregón de la mañana presentaba la continuación anecdótica de lo que Joss había nombrado «la historia del tipo sin pies ni cabeza». Precisamente -pensaba Decambrais-, eran extractos de un libro cogido por la mitad, sin tener en cuenta su inicio. ¿Por qué? Decambrais releía regularmente estos pasajes con la esperanza de que las frases familiares e impenetrables anunciasen al fin el nombre de su creador.

En la iglesia con mi mujer, que no había ido desde hace un mes o dos (…) Me preguntó si es gracias a la pata de liebre destinada a preservarme contra los vientos, pero no he tenido cólicos desde que la llevo.

Decambrais dejó la hoja con un suspiro y retomó la otra, la de la iluminación:

Et de eis quae significant illud, est ut videas mures et animalia quae habitant sub terra fugere ad superficiem terrae et pati sedar, id est, commoveri hinc inde sicut animalia ebria.

Había anotado una traducción rápida por encima, con un punto de interrogación en el medio: Y entre las cosas que son su signo, está que ves ratas y animales que habitan bajo la tierra escapar hacia la superficie y sufrir (?), es decir, que salen de aquel lugar como animales ebrios.

Llevaba una hora tropezando con aquel «sedar», que no era una palabra latina. Estaba convencido de que se trataba de un error de transcripción, puesto que el sabihondo era tan meticuloso que indicaba con puntos suspensivos todos los cortes que se permitía efectuar en los textos originales. Si el sabihondo había escrito «sedar», es que «sedar» existía sin duda, en pleno corazón de un texto en perfecto latín vulgar. Escalando sobre su viejo taburete de madera para alcanzar un diccionario, Decambrais se detuvo en seco.

Árabe. Un término de origen árabe.

Casi enfebrecido volvió a su mesa y plantó las dos manos sobre el texto como para asegurarse de que no saldría volando. Árabe, latín, una mezcla. Decambrais buscó rápidamente los otros anuncios evocando esta huida de los animales hacia la superficie, comprendido el primer texto en latín que Joss había leído la víspera y que comenzaba de manera casi idéntica: Verás.


Verás que los animales nacidos de la corrupción se multiplican bajo la tierra, como los gusanos, los sapos y las moscas, y si la causa es subterránea, verás cómo los reptiles que habitan las profundidades salen a la superficie y abandonan sus huevos y a veces mueren. Y si la causa está en el aire, ocurrirá lo mismo con los pájaros.


Escritos que se copiaban los unos a los otros, a veces palabra por palabra. Diferentes autores reiterando una misma idea, hasta el siglo XVII, una idea que se transmitía de generación en generación. A la manera de los monjes reproduciendo los decretos del Auctoritas a través de las épocas. Es decir, una corporación. Elitista, cultivada. Pero no eran los monjes, no. No era nada religioso.

Con la frente apoyada sobre su mano, Decambrais reflexionaba todavía cuando la voz de Lizbeth resonó en toda la casa llamando a la mesa, como una canción.


Cuando bajó al comedor, Joss descubrió a todos los inquilinos del hotel Decambrais ya instalados, vencidos por la costumbre, sacando sus servilletas de sus servilleteros de madera y desenrollándolas. Cada uno de los servilleteros estaba marcado con un signo distintivo. Asaltado por una timidez poco habitual, había dudado si sentarse a la mesa aquella noche. La cena de media pensión no era obligatoria siempre que uno anunciase su ausencia la víspera. Joss se había acostumbrado a vivir solo, a comer solo, a dormir solo y a hablar solo, excepto cuando iba a cenar a veces al bar de Bertin. Durante sus trece años de vida parisina, había tenido tres novias durante periodos de tiempo bastante cortos, pero nunca se había atrevido a llevarlas a su habitación para ofrecerles un colchón instalado sobre el suelo. Las casas de las mujeres, por muy rudimentarias que fuesen, habían sido siempre más acogedoras que su retiro desolado.

Joss hizo un esfuerzo para sacudirse esa torpeza que parecía venir de los tiempos antiguos de su adolescencia, agresiva y prestada. Lizbeth le sonrió tendiéndole su servilletero personal. Cuando Lizbeth sonreía tan ampliamente, él sentía deseos de arrojarse contra ella, en un brusco impulso, como un náufrago que encuentra una roca en plena noche. Una espléndida roca, redonda, lisa y oscura, a la que uno ofrecería su gratitud eterna. Aquello le sorprendía. No conocía esa violencia sentimental más que con Lizbeth y cuando ella sonreía. Un murmullo confuso de los comensales deseó la bienvenida a Joss, que ocupó su sitio a la derecha de Decambrais. Lizbeth presidía al otro extremo de la mesa y servía apresuradamente. Había allí otros dos pensionistas del hotel, el de la habitación 1, Castillon, un herrero retirado que había pasado la primera parte de su vida ejerciendo la profesión de prestidigitador, recorriendo todos los hoteles de Europa, y la de la habitación 4, Evelyne Curie, una mujer menuda de menos de treinta años, apagada, con el rostro suave y pasado de moda, que se inclinaba sobre su plato. Lizbeth se había sincerado con Joss a su llegada al hotel.

– Cuidado, marinero -lo había sermoneado arrastrándolo discretamente hacia el cuarto de baño-, no metas la pata. Con Castillon puedes comportarte sin melindres, es un tipo duro que se cree muy chistoso, y no es que sea muy listo pero al menos no corres el riesgo de hacer daño. No te preocupes si ves que tu reloj desaparece en medio de la cena, es más fuerte que él, te lo devuelve siempre con el postre. Hay compota toda la semana o fruta fresca según la época, pastel de sémola el domingo. Aquí no damos cocina prefabricada, puedes comer con los ojos cerrados. Pero, cuidado con la pequeña. Lleva aquí dieciocho meses, protegida. Se largó del domicilio conyugal después de ocho años de palizas. Ocho años, ¿te das cuenta? Parece que ella lo quería. Bueno, terminó por recuperar el sentido y vino a parar aquí una buena tarde. Pero cuidado, marinero. Su hombre la busca por toda la ciudad para darle una tunda y devolverla al hogar. No es compatible, evidentemente, pero esos tipos funcionan así, no hay que darle más vueltas. Está dispuesto a darle una paliza para que no se vaya con otros, tú has vivido, conoces la historia. Por eso, el nombre de Evelyne Curie, ni idea, nunca lo has oído, nunca. Aquí la llamamos Éva, no es comprometedor. ¿Recibido, marinero? La tratas con cuidado. No habla mucho, se sobresalta a menudo, se sonroja, como si tuviese siempre miedo. Poco a poco se recupera pero le hace falta tiempo. En cuanto a mí, ya me conoces bastante, soy una buena chica pero los chistes verdes ya no puedo soportarlos. Eso es todo. Baja a comer, va a ser la hora y más vale que lo sepas desde el principio, hay dos botellas y eso es todo, porque Decambrais tiene querencias, o sea que yo freno. Los que quieren una prolongación van a El Vikingo. Y el desayuno es de siete a ocho, le viene bien a todo el mundo excepto al herrero que se levanta tarde, cada uno a su manera. Te lo he dicho todo, no te quedes aquí, te preparo la anilla. Tengo una con un pollito y otra con un barco. ¿Cuál prefieres?

– ¿Qué anilla? -había preguntado Joss.

– Para enrollar tu servilleta. Hacemos colada todas las semanas, en concreto, ropa blanca el viernes, y el martes de color. Si no quieres que tu ropa se lave con la del herrero, tienes la lavandería a cien metros. Si quieres plancha, tendrás que pagar a Marie-Belle aparte cuando venga a limpiar los cristales. Entonces, en cuanto a la anilla, ¿por cuál te decides?

– Por el pollito -había respondido Joss firmemente.

– Los hombres -había suspirado Lizbeth al salir- siempre tienen que hacerse los listillos.

Sopa, guiso de ternera, quesos y peras asadas. Castillon hablaba un poco solo, Joss esperaba con prudencia para orientarse, como cuando uno aborda un mar nuevo. La pequeña Éva comía sin ruido y no alzó más que una vez el rostro para pedirle el pan a Lizbeth. Lizbeth le sonrió y Joss tuvo la impresión curiosa de que Éva había deseado arrojarse a sus brazos. A menos que se tratase de él otra vez.

Decambrais no había hablado prácticamente durante la cena. Lizbeth le había dejado caer a Joss mientras éste le ayudaba a recoger: «Cuando está así, es porque trabaja mientras come». Y en efecto, Decambrais se levantó de la mesa una vez que hubo engullido las peras y se excusó con todos antes de volver al despacho.

La luz se hizo a la mañana siguiente, en el primer instante de consciencia. El nombre se propulsó hacia sus labios antes incluso de que hubiese abierto los ojos, como si aquella palabra hubiese esperado toda la noche a que el durmiente despertase, ardiendo en deseos de manifestarse. Decambrais se oyó enunciarla en voz baja: Avicena.

Se levantó repitiéndola varias veces, temeroso de que se desvaneciese con la disipación de las brumas del sueño. Para tener mayor seguridad, anotó sobre una hoja: Avicena. Y después escribió al lado: Liber canonis. El Canon de la medicina.

Avicena. El gran Avicena, médico y filósofo persa, principios del siglo XI, mil veces recopiado de Oriente a Occidente. Redacción latina sembrada de locuciones árabes. Ahora estaba sobre la pista.

Sonriente, Decambrais esperó a cruzarse con el bretón en la escalera. Lo agarró cuando pasaba.

– ¿Ha dormido bien, Le Guern?

Joss vio claramente que algo se había producido. El rostro blanco y delgado de Decambrais, normalmente algo cadavérico, se había reanimado como bajo el efecto de un rayo de sol. En vez de aquella sonrisa un poco cínica, un poco artificial, que lucía por lo general, Decambrais estaba pura y simplemente jubiloso.

– Lo tengo, Le Guern, lo tengo.

– ¿Qué?

– ¡A nuestro sabihondo! Lo tengo, Dios santo. Guárdeme los «especiales» del día, me voy a la biblioteca.

– Abajo, ¿a su despacho?

– No, Le Guern. No tengo todos los libros.

– Ah, ya -dijo Joss, sorprendido.


Decambrais, con el abrigo echado a la espalda y la cartera metida entre sus pies, anotó el «especial» de la mañana:


Y así en los desarreglos de las cualidades de las estaciones, como cuando el invierno es cálido en vez de frío; el verano fresco en vez de cálido, y así la primavera, y el otoño, porque esta gran desigualdad muestra una mala constitución, tanto de los astros como del aire (…).


Deslizó la hoja en su cartera y después esperó unos minutos para escuchar el naufragio del día. A las nueve menos cinco, se sumergió en el metro.

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