XXIX

Danglard entró a las nueve en el despacho de Adamsberg, relativamente inquieto, a pesar de saber que nada, fundamentalmente, podía alterar la constancia del humor vagabundo del comisario. Pues entraba en conflicto lo menos posible con la realidad. En efecto, Adamsberg ojeaba en su mesa un montón de periódicos con titulares bastante devastadores sin parecer afectado, con el rostro tan tranquilo como de costumbre, quizás un poco más ausente.

– Dieciocho mil edificios afectados -le dijo a Danglard poniendo una nota sobre la mesa.

Danglard se quedó en su sitio, sin hablar.

– Casi cojo al tipo ayer en la plaza -dijo Adamsberg con una voz algo apagada.

– ¿Al sembrador? -preguntó Danglard sorprendido.

– Al sembrador en persona. Pero se me escapó. Todo se me escapa, Danglard -añadió levantando los ojos y cruzando rápidamente la mirada de su adjunto.

– ¿Ha visto algo?

– No. Nada, precisamente.

– ¿Nada? ¿Cómo puede decir entonces que casi atrapa a ese tipo?

– Porque lo sentí.

– ¿Sintió el qué?

– No lo sé, Danglard.

Danglard renunció, prefiriendo dejar a Adamsberg solo cuando abordaba esos espacios confusos, esas marismas donde los pasos se hunden en la suavidad del cieno, donde el agua se lo disputa a la tierra. Se eclipsó hasta la puerta de entrada para llamar por teléfono a Camille, con la sensación vergonzosa de deslizarse como un espía por el seno de la brigada.

– Puedes ir -dijo en voz baja-. Está aquí, tiene una montaña de trabajo como la torre Eiffel.

– Gracias, Adrien. Adiós.

– Adiós, Camille.

Danglard colgó con tristeza, volvió a su mesa, encendió mecánicamente su ordenador, que tintineó demasiado alegremente sobre sus pensamientos oscuros.

Es imbécil, un ordenador no se adapta a nada. Una hora y media más tarde, vio cómo Adamsberg pasaba ante él con un paso relativamente rápido. Danglard llamó enseguida a Camille para prevenirla de una probable visita.

Pero Camille ya había levantado el campamento.

Adamsberg se dio de nuevo contra la puerta cerrada y esta vez no titubeó. Sacó su ganzúa y abrió la cerradura. Un vistazo al taller fue suficiente para comprender que Camille había desaparecido. El sintetizador había desaparecido, con el maletín de fontanero y la mochila.

La cama estaba hecha, la nevera vacía, la electricidad cortada. Adamsberg se sentó en una silla para contemplar la casa desierta y tratar de reflexionar. Contempló pero sin reflexionar. El móvil lo sacó de aquella postura tres cuartos de hora más tarde.

– Masséna acaba de llamar -dijo Danglard-. Tienen un cuerpo en Marsella.

– Bien -comentó Adamsberg, como aquella mañana-. Voy. Sáqueme un billete para el primer avión.


Hacia las dos, cuando la brigada estaba en plena efervescencia, Adamsberg dejó su bolsa cerca de la mesa de Danglard.

– Me voy -dijo.

– Sí -dijo Danglard.

– Le confío la brigada.

– Sí.

Adamsberg buscaba las palabras y su mirada se detuvo en los pies de Danglard que disimulaban a medias un cesto redondo donde dormía un gatito minúsculo e igual de redondo.

– ¿Qué es eso, Danglard?

– Es un gato.

– ¿Trae gatos a la brigada? ¿No le parece que ya tenemos bastante follón?

– No puedo dejarlo en casa. Es demasiado joven, mea por todas partes y a veces le cuesta trabajo alimentarse.

– Danglard, usted dijo que no quería animales.

– Una cosa es lo que uno dice y otra, lo que hace.

Danglard hablaba de manera breve, un poco hostil, con la mirada clavada en la pantalla, y Adamsberg reconoció claramente la desaprobación muda que encajaba de vez en cuando de parte de su adjunto. Su mirada volvió al cesto y la imagen subió, muy clara. Camille se iba, de espaldas, con la cazadora sobre un brazo y un gatito blanco y gris bajo el otro. Por supuesto, mientras corría, no le había prestado atención.

– Se lo ha dejado, ¿verdad, Danglard? -preguntó.

– Sí -respondió Danglard con la mirada siempre pegada a la pantalla.

– ¿Cómo se llama?

– La bola.

Adamsberg cogió una silla y se sentó con los codos apoyados en los muslos.

– Se ha ido por ahí -dijo.

– Sí -repitió Danglard y esta vez volvió la cabeza y se detuvo sobre la mirada gastada por la fatiga de Adamsberg.

– ¿Le ha dicho adónde?

– No.

Reinó un breve silencio.

– Se produjo una pequeña colisión -dijo Adamsberg.

– Lo sé.

Adamsberg se pasó los dedos de las dos manos por el cabello, varias veces, lentamente, como si presionase su cráneo, después se levantó y dejó la brigada sin decir palabra.

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