XIX

En la Rue Chasle, Adamsberg se encontró frente a una casita en ruinas, alta y estrecha, asombrosamente intacta en pleno corazón de París, separada de la calle por un descampado lleno de hierbas altas que atravesó con cierta satisfacción. Un hombre viejo, sonriente e irónico, le abrió la puerta, un tipo guapo que, contrariamente a Decambrais, no tenía aspecto de haber abandonado los placeres de la vida. Llevaba una cuchara de madera en la mano y le señaló el camino que debía seguir con el extremo de aquella espátula.

– Instálese en el refectorio -dijo.

Adamsberg entró en una gran habitación atravesada por tres ventanas altas en arco, amueblada con una larga mesa de madera sobre la cual un tipo con corbata se afanaba con ayuda de un trapo y cera, con gestos circulares y profesionales.

– Lucien Devernois -se presentó el tipo dejando su trapo, con la mano firme y el verbo alto-. Marc estará listo dentro de un minuto.

– Perdone la molestia -dijo el viejo-, es la hora en que Lucien encera la mesa. No podemos evitarlo, es la consigna.

Adamsberg se sentó en uno de los bancos de madera absteniéndose de todo comentario, y el viejo tomó asiento oficiosamente frente a él, con el aire de un hombre que se dispone a pasar unos momentos excelentes.

– Entonces, Adamsberg -atacó el viejo con un tono jubiloso-, ¿ya no reconoce a los veteranos? ¿Ya no saluda? ¿Sigue sin respetar nada como de costumbre?

Atónito, Adamsberg contempló al viejo con intensidad, convocando las imágenes perdidas en su memoria. No debía de remontarse a anteayer, seguro que no. Tardaría al menos diez minutos en salir a la superficie. El tipo del trapo, Devernois, había ralentizado su movimiento y contemplaba alternativamente a los dos hombres.

– Veo que no hemos cambiado -continuó el viejo sonriendo con franqueza-. Y eso no le ha impedido ascender desde su taburete de jefe de brigada. Hay que reconocer que se ha abierto paso con unos éxitos espectaculares, Adamsberg, el caso Carréron, el caso de la Somme, la descarga de Valandry, excelentes trofeos de caballero. Sin mencionar los importantes acontecimientos recientes, el caso Le Nermord, la matanza de Mercantour, el caso Vinteuil. Felicidades, comisario. He seguido su carrera de cerca, como ve.

– ¿Por qué? -preguntó Adamsberg a la defensiva.

– Porque me preguntaba si le dejarían vivir o morir. Con sus aires de haber crecido como perifollo salvaje en un prado roturado, demasiado tranquilo y demasiado indiferente, molestaba a todo el mundo, Adamsberg. Quiero creer que lo sabe mejor que yo. Vagaba por la fábrica policial como una bola de billar en las secciones de la jerarquía. Incontrolado e incontrolable. Sí, me preguntaba si lo dejarían crecer. Se ha colado y me alegro. No he tenido su suerte. Me atraparon y me echaron.

– Armand Vandoosler -murmuró Adamsberg viendo surgir bajo los rasgos del viejo un rostro enérgico, un comisario con veintitrés años menos, cáustico, egocéntrico y vividor.

– Lo ha conseguido.

– En el Herault -continuó Adamsberg.

– Sí. La joven desaparecida. Se las arregló bien aquella vez, jefe de brigada. Cogimos al tipo en el puerto de Niza.

– Habíamos cenado bajo los soportales.

– Pulpo.

– Pulpo.

– Me sirvo un vaso de vino -decidió Vandoosler levantándose-. Hay que mojarlo.

– ¿Marc es su hijo? -preguntó Adamsberg aceptando el vaso de vino.

– Mi sobrino y mi ahijado. Me aloja en el piso porque es un buen chico. Tiene que saber, Adamsberg, que yo sigo siendo tan pesado como usted sigue siendo flexible. Más pesado, incluso. Y usted, ¿más flexible?

– No lo sé.

– En aquella época, había ya un montón de cosas que usted no sabía y aquello no parecía alarmarlo. ¿Qué ha venido a buscar en esta casa que no sepa?

– Un asesino.

– ¿Qué relación tiene con mi sobrino?

– La peste.

Vandoosler el Viejo asintió con la cabeza. Cogió un mango de escoba y dio dos golpes en el techo, en un sector del yeso que ya estaba considerablemente hundido por los impactos.

– Somos cuatro aquí -explicó Vandoosler el Viejo- apilados los unos sobre los otros. Un golpe para san Mateo, dos golpes para san Marcos, tres golpes para san Lucas, aquí presente con su trapo, y cuatro golpes para mí. Siete golpes, bajada precipitada de todos los evangelistas.

Vandoosler le echó un ojo a Adamsberg dejando el mango de la escoba.

– ¿No ha cambiado, eh? -dijo-. ¿Nada le sorprende?

Adamsberg sonrió sin responder y Marc hizo su entrada en el refectorio. Rodeó la mesa, estrechó la mano del comisario y le echó una mirada contrariada a su tío.

– Veo que te has puesto a la cabeza de las operaciones -dijo.

– Lo siento, Marc. Comimos pulpo juntos hace veintitrés años.

– Promiscuidad de las trincheras -murmuró Lucien doblando su trapo.

Adamsberg observó al pestólogo, Vandoosler el Joven. Delgado, nervioso, con el pelo negro y liso y algo indio en sus rasgos. Iba vestido de oscuro de la cabeza a los pies, a excepción de un cinturón un poco extravagante y llevaba en los dedos anillos de plata. Adamsberg notó que calzaba unas pesadas botas negras con hebillas, algo semejantes a las de Camille.

– Si desea que tengamos una conversación privada -le dijo a Adamsberg- me temo que tendremos que salir de aquí.

– Así está bien -dijo Adamsberg.

– ¿Tiene un problema de peste, comisario?

– Un problema con un conocedor de la peste, para ser más exacto.

– ¿El que dibuja esos cuatros?

– Sí.

– ¿Tiene que ver con el asesinato de ayer?

– ¿Cuál es su opinión?

– En mi opinión, sí.

– ¿A causa de qué?

– De la piel negra. Pero se supone que el cuatro protege de la peste, no que la atrae.

– ¿Entonces?

– Entonces supongo que su víctima no estaba protegida.

– Es exacto. ¿Cree en el poder de esa cifra?

– No.

Adamsberg cruzó la mirada con Vandoosler. Parecía sincero y vagamente ofendido.

– No más de lo que creo en los amuletos, los anillos, las turquesas, las esmeraldas, los rubíes, ni en los cientos de talismanes que han sido inventados para protegerse. Mucho más costosos que un simple cuatro, evidentemente.

– ¿La gente llevaba anillos?

– Cuando tenían la posibilidad sí. Los ricos morían poco de peste, protegidos sin saberlo por sus casas sólidas donde no había ratas. Era el pueblo el que sucumbía. Por ello se tendía a creer en el poder de las piedras preciosas: los pobres no llevaban rubíes y se morían. El necplus ultra era el diamante, la protección por excelencia: «El diamante llevado en la mano derecha neutraliza toda suerte de devenires». Por eso, en prueba de amor, los hombres afortunados tomaron la costumbre de regalar un diamante a sus prometidas para protegerlas de la plaga. Esa costumbre ha quedado pero nadie sabe por qué, de la misma manera que nadie recuerda el significado de los cuatros.

– El asesino se acuerda. ¿De dónde lo ha sacado?

– De los libros -dijo Marc Vandoosler con un gesto de impaciencia-. Si me expusiese el problema, comisario, quizás pudiese ayudarle.

– Primero debo preguntarle dónde estuvo el lunes por la noche, alrededor de las dos de la mañana.

– ¿Es ésa la hora del asesinato?

– Aproximadamente.

El médico forense lo había situado alrededor de la una y media pero Adamsberg prefería dejar un margen. Vandoosler se apartó su pelo lacio y lo metió detrás de sus orejas.

– ¿Por qué yo? -preguntó.

– Lo siento, Vandoosler. Poca gente conoce el significado de ese cuatro, muy poca gente.

– Es lógico, Marc -intervino Vandoosler el Viejo-. El trabajo es así.

Marc hizo ademán de sentirse molesto. Después se levantó, cogió el mango de la escoba y dio un golpe.

– Descenso de san Mateo -precisó el Viejo.

Los hombres esperaron en silencio, perturbados solamente por el ruido que hacía Lucien lavando los platos y desinteresándose de la conversación.

Un minuto más tarde, entró un tipo rubio y alto, tan ancho como la puerta, y vestido sólo con un grueso pantalón atado al talle con una cuerda.

– ¿Me habéis llamado? -preguntó con una voz de bajo.

– Mathias -dijo Marc-, ¿qué demonios hacía yo el lunes por la noche a las dos de la mañana? Es importante, que nadie le sople.

Mathias se concentró algunos instantes, frunciendo sus cejas claras.

– Llegaste tarde con las cosas para planchar, sobre las diez. Lucien te sirvió de cenar y después se fue a su habitación, con Élodie.

– Émilie -rectificó Lucien volviéndose-. Es bastante terrible que no podáis meteros su nombre en la cabeza.

– Jugamos una partida de cartas con el padrino -continuó Mathias-, que se metió en el bolsillo trescientos veinte francos y después se fue a dormir. Te pusiste a planchar la ropa de la señora Boulain y después la de la señora Druyet. A la una de la madrugada, cuando estabas guardando la plancha, recordaste que tenías que entregar dos juegos de sábanas al día siguiente. Te eché una mano y las planchamos entre los dos sobre la mesa. Cogí la plancha vieja. Terminamos de doblarlas a las dos y media e hicimos dos paquetes separados. Cuando subía a acostarme, me crucé con el padrino que bajaba a hacer pis.

Mathias alzó la cabeza.

– Es prehistoriador -comentó Lucien desde su fregadero-. Es un tipo preciso, puede confiar en él.

– ¿Puedo irme? -preguntó Mathias-. Porque estoy en medio de un remontaje.

– Sí -dijo Marc-. Gracias.

– ¿Un remontaje?

– Pega sílex paleolíticos en la bodega -explicó Marc Vandoosler.

Adamsberg asintió con la cabeza sin entender. Lo que estaba claro, en cambio, es que no captaría el funcionamiento de aquella casa ni el de sus ocupantes con sólo unas preguntas. Aquello exigiría, con seguridad, un periodo de prácticas completas y no era asunto suyo.

– Mathias podría mentir, evidentemente -dijo Marc Vandoosler-. Pero, si quiere, pregúntenos separadamente sobre el color de las sábanas. No ha podido cambiar las fechas. Me llevé la ropa esa misma mañana de casa de la señora Toussaint, en el 22 de la Avenue de Choisy, puede ir y confirmarlo. La lavé y la puse a secar durante el día y la planchamos por la noche. Se la llevé al día siguiente. Dos sábanas azul claro con conchitas y otras dos marrón rosado con reverso gris.

Adamsberg asintió con la cabeza. Una coartada doméstica impecable. Aquel tipo era un experto en ropa de cama.

– Bien -dijo-. Le resumo las cosas.

Como Adamsberg hablaba lentamente, le llevó casi veinticinco minutos exponer el asunto de los cuatros, del pregonero y del asesinato de la víspera. Los dos Vandoosler escuchaban, atentos. Marc asentía a menudo con la cabeza, como si confirmase el relato a medida que se desarrollaba.

– Un sembrador de peste -concluyó-, eso es lo que tiene entre manos. Además de un protector. Un tipo que se cree el amo, pues. Ya se han visto, pero sobre todo los inventaron a millares.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Adamsberg abriendo su cuaderno.

– A cada brote de peste -explicó Marc- el terror era tal que la gente buscaba responsables terrestres a los que sancionar, aparte de Dios, de los cometas y de la infección del aire, que no podían ser castigados. Buscaban a los sembradores de peste. Esos tipos eran acusados de propagar la peste con ayuda de ungüentos, de grasas y de preparaciones diversas que embadurnaban sobre los timbres, las cerraduras, las barandillas, las fachadas. Un pobre tipo, que pusiese imprudentemente la mano sobre una construcción, podía provocar mil muertos. Ahorcaron a montones de personas. Los llamaban los sembradores, los engrasadores, sin preguntarse nunca, ni una sola vez en toda la historia del hombre, qué interés podía tener un tipo en ejecutar esa clase de trabajo. Aquí estamos ante un sembrador, no cabe duda. Pero no propaga a discreción, ¿eh? Ataca a uno y protege a los otros. Es Dios y manipula la plaga de Dios. Como Dios que es, escoge a aquellos que han de ser llamados a su presencia.

– Hemos buscado alguna relación entre todos aquellos que están amenazados. Nada, por el momento.

– Si hay un sembrador, existe un vector. ¿De qué se sirve? ¿Han encontrado huellas de ungüento sobre las puertas vírgenes? ¿Sobre las cerraduras?

– No lo hemos buscado. ¿Para qué serviría un vector, puesto que estrangula?

– Supongo que, en su lógica, no se siente un asesino. Si quisiese matar directamente, lo haría sin necesidad de hacer intervenir toda esta historia de la peste. Se sirve de una plaga intermedia que se interpone entre él y aquellos que abate. Es la peste la que mata, no él.

– De ahí los anuncios.

– Sí. Pone en escena la peste de manera ostensible y la designa como única responsable de lo que va a producirse. Y le hace falta un vector, necesariamente.

– Las pulgas -propuso Adamsberg-. A mi adjunto le han picado pulgas en casa de la víctima, ayer.

– Dios santo, ¿pulgas? ¿Había pulgas en casa de ese muerto?

Marc se levantó bruscamente con los puños hundidos en los bolsillos de su pantalón.

– ¿Qué pulgas? -preguntó nerviosamente-. ¿Pulgas de gato?

– No sé nada. He mandado llevar la ropa al laboratorio.

– Si se trata de pulgas de gato o de perro, no hay nada que temer -dijo Marc yendo y viniendo a lo largo de la mesa-. Son incompetentes. Pero si se trata de pulgas de rata, si el tipo ha infectado verdaderamente pulgas de rata y las ha soltado por ahí, Dios santo, es la catástrofe.

– ¿Son verdaderamente peligrosas?

Marc contempló a Adamsberg como si éste le hubiese preguntado su opinión sobre los osos polares.

– Llamo al laboratorio -dijo Adamsberg.

Se separó para telefonear y Marc hizo un signo a Lucien para que hiciese menos ruido al recoger los platos.

– Sí, eso es -decía Adamsberg-. ¿Han terminado? ¿Qué nombre dice? Deletréelo, por Dios.

Sobre su cuaderno, Adamsberg había formado una «n», después una «o» y tenía dificultades para continuar. Marc le tomó el lápiz de las manos y completó la palabra comenzada: Nosopsyllus fasciatus. Después añadió un punto de interrogación, Adamsberg asintió.

– Ya está. Tengo el nombre -dijo al entomólogo.

Marc había escrito a continuación: ¿portadoras del bacilo?

– Llévelas a bacteriología -añadió Adamsberg-. Búsqueda del bacilo de la peste. Pídales que se pongan a toda máquina, ya tengo un hombre con picaduras. Y que no se les pierdan en el laboratorio, por piedad. Sí, en el mismo número. Toda la noche.

Adamsberg se guardó el móvil en el bolsillo interior.

– Había dos pulgas en la ropa de mi adjunto. No eran pulgas de hombre. Eran unas…

– Nosopsyllus fasciatus, pulgas de rata -dijo Marc.

– En el sobre que encontré en casa del muerto había otra, muerta. De la misma especie.

– Es así como las introduce.

– Sí -dijo Adamsberg caminando también él-. Abre el sobre y libera las pulgas en el piso. Pero yo no creo que esas malditas pulgas estén infectadas. Creo que permanece siempre en una dimensión simbólica.

– Sin embargo lleva el símbolo hasta conseguir pulgas de rata. No es tan fácil procurárselas.

– Yo creo que está presumiendo, por eso mata él mismo. Sabe que las pulgas no podrán matarlo.

– Eso no es seguro. Debería recuperar todas las pulgas que se pasean por la casa de Laurion.

– Y ¿cómo hago?

– Lo más simple es entrar en el piso con una o dos cobayas y soltarlas durante cinco minutos por allí. Recogerán todo lo que haya. Las introduce rápidamente en una bolsa y se las lleva a su laboratorio. Inmediatamente después, desinfección del lugar. No deje suelta a la cobaya demasiado tiempo. Una vez que han picado, esas pulgas tienen tendencia a irse de nuevo de paseo. Hay que atraparlas mientras almuerzan.

– Bueno -dijo Adamsberg anotando la estrategia-. Gracias por su ayuda, Vandoosler.

– Dos cosas más todavía -dijo Marc acompañándolo a la puerta-. Sepa que su sembrador de peste no es tan buen pestólogo como cree. Su erudición tiene límites.

– ¿Se equivoca?

– Sí.

– ¿En qué?

– El carbón, la Muerte negra. Es una imagen, una confusión de palabras. Pestis atra significa «muerte horrible» y no «muerte negra». Los cuerpos de los apestados nunca han sido negros. Algunas manchas azuladas por aquí y por allá y basta. Es un mito tardío, un error popular y generalizado. Todo el mundo lo cree pero es falso. Cuando su hombre tizna con carbón el cuerpo, se equivoca. Comete incluso una tremenda metedura de pata.

– Ah -dijo Adamsberg.

– Conserve la cabeza fría, comisario -dijo Lucien saliendo de la habitación-. Marc es un puntilloso, como todos los medievalistas. Se pierde en los detalles y pasa junto a lo esencial.

– Que es…

– Pues la violencia, comisario. La violencia del hombre.

Marc sonrió y se hizo a un lado para dejar salir a Lucien.

– ¿Qué hace su amigo? -preguntó Adamsberg.

– Su profesión principal es irritar a la gente pero no le pagan por ello. Ejerce esta actividad benévolamente. En segundo lugar es un especialista en historia contemporánea, en la Gran Guerra. Tenemos graves conflictos de periodos.

– Ah, bien. ¿Y la segunda cosa que quería decirme?

– ¿Está buscando a un tipo cuyas iniciales sean CLT?

– Es una pista seria.

– Déjela. CLT es la abreviación del famoso electuario de los tres adverbios, simplemente.

– ¿Perdón?

– Prácticamente todos los tratados de peste lo citan como el mejor de los consejos: Cito, longe fugeas et tarde redeas. Es decir: «Huye rápido, largo tiempo y tarda en volver». En otros términos, lárgate a toda velocidad y por una larga temporada. Es el célebre «remedio de los tres adverbios»: «Rápido, lejos, largo tiempo». En latín: Cito, longe, tarde. CLT.

– ¿Puede anotármelo? -preguntó Adamsberg tendiéndole su cuaderno.

Marc garabateó unas líneas.

– «CLT» es un consejo que su asesino da a la gente al mismo tiempo que los protege con un cuatro -dijo Marc devolviéndole su cuaderno.

– Hubiese preferido unas iniciales -dijo Adamsberg.

– Lo entiendo. ¿Puede tenerme al corriente sobre las pulgas?

– ¿La investigación le interesa tanto como para eso?

– No es ésa la cuestión -dijo Marc sonriendo-. Pero quizás usted transporte Nosopsyllus. En cuyo caso, quizás yo también tenga. Y también los otros.

– Ya veo.

– Ése es otro remedio contra la peste. Bloquéalas pronto y lávate bien. BLB.

Al salir, Adamsberg se cruzó con el gigante rubio y lo detuvo para hacerle una única pregunta.

– Un par era beis -respondió Mathias-, con el reverso gris, y el otro par era azul, con vieiras pequeñitas.

Adamsberg dejó la casa de la Rue Chasle por el jardín abandonado, con algo de pesadumbre. Existía gente sobre la tierra que sabía multitud de cosas espantosas. Habían prestado atención en el colegio, por un lado, y después habían seguido acumulando vagones cisterna de conocimientos. Conocimientos de otro mundo. Gente que pasaba su vida ocupada en asuntos de sembradores, ungüentos, pulgas latinas y electuarios. Y estaba bien claro que esto no era más que un débil fragmento de los vagones cisterna apretados en la cabeza de este Marc Vandoosler. Vagones cisterna que no parecían ayudarlo a arreglárselas en la existencia mejor que cualquier otro. Pero esta vez, sin embargo, aquello iba a servir para algo vital.

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