XX

Nuevos fax habían caído en la brigada provenientes del laboratorio y Adamsberg los examinó rápidamente: los «especiales» no portaban ninguna huella, excepto las del pregonero y las de Decambrais, identificadas en todos los anuncios.

– Me habría sorprendido que el sembrador se abandonase a poner los dedos sobre sus mensajes -dijo Adamsberg.

– ¿Por qué se permite semejantes sobres? -preguntó Danglard.

– Cuestión de ceremonia. A sus ojos, cada uno de sus actos es precioso. No va a presentarlos en un sobre proletario. Quiere insertarlos en estuches de precio porque es un acto altamente refinado. No un acto miserable del primer tipo que pasa, usted o yo mismo, Danglard. Tampoco se imagina usted a un gran cocinero sirviéndole un volován en un tazón de plástico. Pues bien, es lo mismo. El sobre está a la altura del gesto: es rebuscado.

– Huellas de Le Guern y de Ducouëdic -dijo Danglard volviendo a dejar el fax-. Dos presidiarios.

– Sí. Pero con estancias de corta duración. Nueve y seis meses.

– Que dejan todo el tiempo del mundo para hacerse relaciones útiles -dijo Danglard rascándose violentamente bajo el brazo-. Las prácticas de cerrajería pueden hacerse después de la cárcel. ¿Inculpados por qué delitos?

– En el caso de Le Guern, golpes y lesiones con intención de causar la muerte.

– Bueno -dijo Danglard silbando-, ya es honorable. ¿Por qué no terminó disparándole?

– Circunstancias atenuantes: el armador a quien dio una paliza había dejado que su bou se pudriese y el barco acabó hundiéndose. Dos marineros murieron ahogados. Le Guern desembarcó del helicóptero de salvamento loco de dolor y se echó sobre él.

– ¿El armador pagó por ello?

– No. Ni él ni los tipos de la capitanía que lo encubrieron, bajo soborno, según la deposición de Joss Le Guern en aquella época. Se pasaron la bola de armador en armador y lo tacharon de todos los puertos de Bretaña. Le Guern no ha vuelto a encontrar un solo encargo. Hace trece años, sin un duro, desembarcó sobre el gran atrio de Montparnasse.

– Tiene serias razones para detestar a la tierra entera, ¿no cree?

– Sí, y es colérico y rencoroso. Pero René Laurion no había puesto nunca los pies en una capitanía, al parecer.

– Quizás escoja víctimas sustitutorias. No sería el primero. No es por nada, pero Le Guern es el mejor situado para enviarse mensajes a sí mismo, ¿no? Por otro lado, desde que nos camuflamos en la plaza, y Le Guern ha sido el primero en ser informado de ello, ya no hay «especiales».

– No era el único que sabía que los policías estaban allí. En El Vikingo, a las nueve de la noche, todo el mundo los había husmeado ya.

– Si el asesino no es del barrio, ¿cómo pudo saberlo?

– Ha matado, se imagina que la policía está al acecho. Los localizó de tapadillo en el banco.

– ¿Vigilamos para nada, a fin de cuentas?

– Vigilamos por principio. Y por otra cosa.

– A Decambrais-Ducouëdic, ¿por qué lo trincaron?

– Por tentativa de violación de un menor en el establecimiento en el que enseñaba. Toda la prensa de la época se le echó encima. Tenía cincuenta y dos años y casi lo linchan en la calle. Hubo que ponerle protección policial hasta el juicio.

– El asunto Ducouëdic, lo recuerdo. Una chica agredida en los baños. Nadie lo diría al verlo, ¿verdad?

– Recuerde su defensa, Danglard. Tres alumnos de segundo se habían echado sobre una niña de doce años a la hora del almuerzo, cuando todo estaba desierto. Ducouëdic habría golpeado a los chicos con fuerza y recogido a la niña para sacarla de allí. La niña estaba medio desnuda y aullaba entre sus brazos en medio del pasillo. Es eso lo que vieron los otros niños. Los tres tipos presentaron una versión de los hechos contraria: Ducouëdic violaba a la chiquilla, intervinieron y Ducouëdic los golpeó y sacó a la chiquilla para escapar. La palabra del uno contra la de los otros. Ducouëdic cayó. Su novia lo dejó enseguida y sus colegas se alejaron. Ante la duda. La duda crea el vacío, Danglard, y la duda permanece. Por eso que se hace llamar Decambrais. Es un tipo cuya vida terminó a los cincuenta y dos años.

– ¿Qué edad tendrían esos tres tipos hoy en día? ¿Aproximadamente treinta y dos, treinta y tres años?, ¿la edad de Laurion?

– Laurion estudió en el colegio de Périgueux. Ducouëdic enseñaba en Vannes.

– Quizás elija víctimas sustitutorias.

– ¿Otra vez?

– ¿Y por qué no? ¿Usted no conoce a viejos que abominan de toda una generación?

– Conozco a demasiados.

– Hay que profundizar sobre esos dos tipos. Decambrais está perfectamente capacitado para depositar esos mensajes y aún más para escribirlos. No en vano ha sido él quien ha conseguido descifrar su sentido. Una simple palabrita árabe lo ha puesto sobre la pista directa del Liber canonis de Avicena. Sorprendente, ¿no?

– Estamos obligados a profundizar, de todas formas. Estoy convencido de que el asesino asiste a los pregones. Debutó en ellos porque no pudo escoger el medio, es indudable. Pero también porque conocía la urna de cerca, desde hacía tiempo. Este pregón que nos parece incongruente, a él se le antojaba por el contrario un vehículo evidente de noticias. Y estoy convencido de que viene a escucharse, estoy seguro de que asiste al pregón.

– No existe razón alguna -objetó Danglard-. Y es peligroso para él.

– No existe razón alguna pero da igual, Danglard, creo que está ahí, entre la muchedumbre. Por eso no relajamos la vigilancia de la plaza.

Adamsberg salió del despacho y atravesó la sala central para situarse ante el plano de París. Los agentes lo seguían con los ojos y Adamsberg comprendió que no era a él sino a Danglard, envuelto en una gran camiseta negra con manga corta, a quien todos observaban con interés. Alzó el brazo derecho y todas las miradas volvieron a caer sobre él.

– Evacuación de los locales a las dieciocho horas por desinfección -dijo-. Al llegar a casa, todos se darán una ducha, pelo incluido, y depositarán toda su ropa, he dicho toda, en la lavadora, a una temperatura de sesenta grados. Motivo: exterminación de posibles pulgas.

Hubo sonrisas, murmullos.

– Se trata de una orden formal -dijo Adamsberg- que vale para todos y particularmente para los tres hombres que me acompañaron al domicilio de Laurion. ¿Alguno de los aquí presentes ha sufrido picaduras, desde ayer?

Un dedo se levantó, el de Kernorkian. Todos lo miraron con cierta curiosidad.

– Teniente Kernorkian -anunció.

– Tranquilícese, teniente, tiene compañía. También han picado al capitán Danglard.

– Sesenta grados -dijo una voz-, voy a joder mi camisa.

– Escoja entre eso o las llamas -dijo Adamsberg-. Los que deseen contrariar las órdenes se exponen a contraer una peste potencial. Y digo: potencial. Estoy convencido de que las pulgas que el asesino ha soltado en el domicilio de Laurion están sanas y son tan simbólicas como todo el resto. Pero esta medida sigue siendo, a pesar de todo, obligatoria. Las pulgas pican sobre todo de noche, por eso les pido expresamente que efectúen esta operación en cuanto lleguen a casa. Terminen con una desinsectación en regla, encontrarán aerosoles a su disposición en los vestuarios. Noël y Voisenet, ustedes controlarán mañana las coartadas de estos cuatro investigadores -dijo tendiéndoles una ficha-, todos ellos son pestólogos y por eso mismo sospechosos. Usted -dijo señalando al hombre sonriente de cabello cano.

– Teniente Mercadet -dijo el oficial levantándose a medias.

– Mercadet, usted verificará este asunto de las sábanas en el domicilio de la señora Toussaint, en la Avenue de Choisy.

Adamsberg tendió una ficha que pasó de mano en mano hasta llegar a Mercadet. Después señaló el rostro redondo y atemorizado con ojos verdes y al rígido cabo de Granville.

– Cabo Lamarre -dijo el antiguo gendarme levantándose muy derecho.

– Cabo Estalère -dijo el rostro redondo.

– Pasarán por los veintinueve edificios para proceder a un nuevo examen de las puertas vírgenes. Objetivo: búsqueda de un ungüento, de una grasa, de un producto cualquiera untado sobre la cerradura, el timbre o el pomo. Tomen precauciones, usen guantes. ¿Quién ha continuado trabajando sobre esas veintinueve personas?

Cuatro dedos se alzaron, los de Noël, Danglard, Justin y Froissy.

– ¿Algo nuevo? ¿Coincidencias?

– Ninguna -dijo Justin-. La muestra se resiste a todos los exámenes estadísticos.

– ¿Los interrogatorios de la Rue Jean-Jacques-Rousseau?

– Nada. Nadie vio a ningún desconocido en el edificio. Y los vecinos no oyeron nada.

– ¿Y el código de entrada?

– Fácil. Las cifras clave están tan usadas que ya ni se leen. Eso deja ciento veinte combinaciones que se prueban en seis minutos.

– ¿Quién se ha encargado de interrogar a los residentes de los otros veintiocho edificios? ¿No hay ni una persona que haya visto al pintor?

La mujer ruda con rostro pesado alzó un brazo decidido.

– Teniente Retancourt -dijo-. Nadie ha visto al pintor. Actúa forzosamente por la noche y su pincel no hace ruido alguno. Con la práctica, la operación no le lleva más de media hora.

– ¿Los códigos?

– Quedan huellas de plastilina sobre buena parte de ellos, comisario. Toma la huella y localiza los lugares en que hay grasa.

– Truco de presidiario -dijo Justin.

– Cualquiera puede inventarlo -dijo Noël.

Adamsberg contempló el péndulo.

– Menos diez -dijo-. Vámomos.


Una llamada del servicio de biología despertó a Adamsberg a las tres de la mañana.

– No hay bacilo -anunció una voz de hombre cansado-. Negativo. Ni en las pulgas de la ropa ni en los doce especímenes que hemos rastrillado en el domicilio de Laurion. Indemnes, limpias como una moneda nueva.

Adamsberg experimentó un breve alivio.

– ¿Todas pulgas de rata?

– Todas. Cinco machos, diez hembras.

– Perfecto. Guárdelas preciosamente.

– Han muerto, comisario.

– Ni flores ni coronas. Guárdelas en un tubo.

Se sentó sobre la cama, encendió la lámpara y se frotó los cabellos. Después llamó a Danglard y Vandoosler para informarles del resultado. Marcó sucesivamente los veintiséis números de los otros agentes de la brigada, después el del forense y el de Devillard. Ninguno se quejó de haber sido despertado en mitad de la noche. Él se sentía perdido entre todos aquellos adjuntos y su cuaderno ya no estaba al día. Ya no tenía tiempo de ocuparse de su memorándum, ni siquiera de llamar a Camille para fijar una cita. Tuvo la impresión de que el sembrador de peste apenas le iba a dejar dormir.


A las siete y treinta minutos, una llamada lo sorprendió en plena calle cuando se dirigía a la brigada, a pie desde el Marais.

– ¿Comisario? -dijo una voz agitada-. Cabo Gardon, equipo de noche. Hemos encontrado dos cuerpos sobre la acera en el distrito 12, uno en la Rue Rottembourg y el otro cerca de allí, en el Boulevard Soult. Extendidos en pelotas sobre el asfalto y tiznados de carbón de leña. Dos hombres.

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