XXVIII

Danglard no dormía cuando alguien llamó discretamente a su puerta, pasada ya la medianoche. Bebía una cerveza en camiseta delante de la televisión que no miraba, ojeando y volviendo a ojear sus notas sobre el sembrador de peste y las víctimas. No podía ser un azar. Este tipo las escogía, debían de tener alguna relación, por alguna parte. Había interrogado a las familias durante horas en busca del menor punto de contacto y repasaba sus notas, buscando la intersección.

Si bien Danglard estaba elegante durante el día, por la noche se paseaba en la vestimenta obrera de su infancia, la de su padre, pantalón de pana gruesa, camiseta de tirantes y barba incipiente. Los cinco niños estaban durmiendo, por eso se deslizó silenciosamente a través del largo pasillo para ir a abrir. Pensaba ver a Adamsberg y se encontró con la hija de la reina Mathilde, derecha en su descansillo, casi rígida, un poco jadeante, con una especie de gatito bajo el brazo.

– ¿Te despierto, Adrien? -preguntó Camille.

Danglard sacudió la cabeza y le indicó mediante gestos que lo siguiese. Camille no se preguntó si habría una chica o algo de ese tipo en casa de Danglard y se sentó, deslomada, sobre el gastado canapé. A la luz, Danglard vio que había llorado. Apagó sin mediar palabra la televisión y abrió una cerveza que aproximó a su mano. Camille vació la mitad de golpe.

– Algo va mal, Adrien -dijo con un suspiro volviendo a dejar la botella.

– ¿Adamsberg?

– Sí. Lo hemos hecho mal.

Camille vació la segunda mitad de su cerveza. Danglard sabía cómo era aquello. Cuando uno llora, hay que reconstituir la masa líquida que se ha evaporado. Se inclinó hacia la parte baja de su sillón, al pie del cual yacía un pack apenas empezado, y abrió una segunda botella que adelantó hacia Camille sobre la mesa baja y lisa, como uno empuja un peón de ajedrez, lleno de esperanza.

– Existen muchos tipos de campos, Adrien -dijo Camille extendiendo el brazo-. Los propios que uno cava y los ajenos que uno visita. Hay un montón de cosas que ver allí dentro, alfalfa, colza, lino, trigo, y también barbechos y ortigas incluso. Yo nunca me acerco a las ortigas, Adrien, no las arranco. No son mías, ¿entiendes?, y el resto tampoco.

Camille dejó caer su brazo y sonrió.

– Pero de pronto, uno se desvía, se equivoca. Y a uno le pican, sin quererlo.

– ¿Te quema?

– No es nada, pasará.

Cogió el segundo botellín y bebió unos cuantos tragos, más lentamente. Danglard la observaba. Camille se parecía mucho a su madre, a la reina Mathilde, había heredado de ella el maxilar de corte cuadrado, el cuello fino, la nariz un poco arqueada. Pero Camille tenía la piel muy clara y los labios todavía infantiles que diferían de la gran sonrisa conquistadora de Mathilde. Se quedaron un momento en silencio y Camille vació su segundo botellín.

– ¿Lo quieres? -preguntó Danglard.

Camille puso los codos sobre sus rodillas y consideró con atención la pequeña botella verde sobre la mesa baja.

– Muy peligroso -dijo suavemente ella, sacudiendo la cabeza.

– ¿Sabes, Camille, que el día en que Dios creó a Adamsberg, había pasado una noche muy mala?

– No -dijo Camille levantando los ojos-, no lo sabía.

– Sí. Y no sólo había dormido mal, sino que estaba escaso de material. De tal manera que, como un despistado, fue a llamar a la puerta de su Colega para pedirle prestado algunos bártulos.

– ¿Quieres decir… el Colega de abajo?

– Evidentemente. Este último se aprovechó de la oportunidad y se apresuró a procurarle algunos instrumentos. Y Dios, atontado por la noche en vela, mezcló todo sin ninguna consideración. De esta pasta sacó a Adamsberg. Fue un día verdaderamente poco ordinario.

– No estaba al corriente.

– Pues figura en todos los buenos libros -dijo Danglard sonriendo.

– ¿Entonces? ¿Qué le dio Dios a Jean-Baptiste Adamsberg?

– Le dio la intuición, la suavidad, la belleza y la flexibilidad.

– ¿Y qué le dio el Diablo?

– La indiferencia, la suavidad, la belleza y la flexibilidad.

– Mierda.

– Como lo dices. Pero nunca se supo en qué proporciones Dios el despistado había confeccionado su mezcla. Sigue siendo uno de los grandes misterios teológicos de hoy.

– No voy a mezclarme, Adrien.

– Es normal, Camille, porque es notoriamente conocido que cuando Dios te fabricó, había dormido durante diecisiete horas y se encontraba en una forma asombrosa. A lo largo de todo el día, se aplicó en modelarte bondadosamente con sus estudiosas manos.

Camille sonrió.

– ¿Y a ti, Adrien? ¿Cómo estaba Dios cuando te fabricó?

– Había empinado el codo toda la noche con sus amigos Rafael, Miguel y Gabriel, algo fuerte. La anécdota es menos conocida.

– Debe de haber tenido efectos memorables.

– No, le entró el tembleque. Por eso ves mis contornos borrosos, poco marcados, diluidos.

– Todo se explica.

– Sí, ¿ves qué simple?

– Me voy a pasear un poco, Adrien.

– ¿Estás segura?

– ¿Tienes una idea mejor?

– Doblégalo.

– No me gusta doblegar a la gente, les deja marcas.

– Tienes razón. A mí me doblegaron una vez.

Camille asintió con la cabeza.

– Tienes que ayudarme. Llámame mañana cuando él esté en la brigada. Podré pasar por mi casa y terminar de hacer la bolsa.

Camille cogió el tercer botellín y dio un largo trago.

– ¿Adónde vas? -preguntó Danglard.

– Ni idea. ¿Dónde queda espacio?

Danglard señaló su frente.

– Ah, sí -dijo Camille sonriendo-, pero tú eres un viejo filósofo, y yo no tengo tu sabiduría. ¿Adrien?

– ¿Sí?

– ¿Qué hago con esto?

Camille tendió la mano y le mostró la bola de pelo. Era el gatito.

– Me ha seguido esta noche. Supongo que quería ayudarme. Es muy pequeño pero muy sagaz y muy orgulloso. No puedo llevármelo, es demasiado frágil.

– ¿Quieres que me ocupe de este gato?

Danglard cogió al gatito por la piel de la espalda, lo examinó y lo dejó en el suelo, desconcertado.

– Sería mejor que te lo quedases tú -dijo Danglard-. Te echará de menos.

– ¿El gato?

– Adamsberg.

Camille terminó su tercer botellín y lo dejó sin hacer ruido sobre la mesa.

– No -dijo ella-. Él no es frágil.

Danglard no trató de convencer a Camille. Después de un accidente, nunca es malo irse de vagabundeo. Le guardaría el gato, sería un recuerdo, tan suave y bonito como la misma Camille pero menos fastuoso, evidentemente.

– ¿Dónde vas a dormir? -preguntó él.

Camille alzó los hombros.

– Aquí -decidió Danglard-. Voy a desplegar este sofá-cama.

– No te molestes, Adrien. Sólo me echaré por encima, voy a dormir con las botas.

– ¿Para qué? Vas a estar incómoda.

– No importa. De ahora en adelante, dormiré con ellas.

– No es muy limpio -dijo Danglard.

– Más vale estar de pie que limpia.

– ¿Sabes, Camille, que la grandilocuencia nunca ha ayudado a nadie?

– Sí, eso lo sé. Es mi lado imbécil el que me hace grandilocuar a veces. O pequilocuar.

– El grandiloquio, el pequiloquio y el soliloquio no sirven para nada.

– ¿Qué es lo que sirve para algo? -preguntó Camille quitándose las botas.

– El reflexiloquio.

– Bien -dijo-. Me compraré un poco.

Camille se acostó sobre el sofá, de espaldas, con los ojos abiertos. Danglard se fue al cuarto de baño y volvió con una toalla y agua fría.

– Ponte esto sobre los párpados, te los deshinchará.

– Adrien, ¿le quedaba pasta a Dios una vez que hubo terminado a Jean-Baptiste?

– Un poco.

– ¿Qué hizo con ella?

– Algunas chapuzas bastante complejas, como las suelas de cuero por ejemplo. Maravillosas de llevar pero que resbalan en las cuestas y derrapan en cuanto llueve. Ha sido recientemente cuando el hombre ha resuelto esta molestia milenaria pegando en ellas caucho.

– No podemos pegar caucho sobre Jean-Baptiste.

– ¿Para impedir que resbale? No, no podemos.

– ¿Qué más, Adrien?

– Ya no le quedaba mucha pasta, ¿sabes?

– ¿Qué más?

– Las canicas.

– ¿Ves?, las canicas son verdaderamente difíciles.

Camille se quedó dormida y Danglard esperó una media hora antes de retirarle la compresa fría y apagar la luz del techo. Contempló a la joven en la oscuridad. Habría dado diez meses de cerveza por poder rozarla y, sin embargo, Adamsberg ni se acordaba de besarla. Cogió el gato, lo subió a la altura de su rostro y lo miró fijamente a los ojos.

– Son tontos los accidentes -le dijo-. Siempre son muy tontos. Y nosotros dos haremos un tramo de camino juntos. Esperaremos a que vuelva, quizás. ¿Verdad, bola?

Antes de acostarse, Danglard se detuvo ante el teléfono y dudó si debería avisar a Adamsberg. Meditó un largo rato ante la puerta oscura de aquella alternativa.


Mientras Adamsberg se vestía rápidamente para correr tras Camille, la joven encadenaba ansiosamente las preguntas: desde cuándo la conocía, por qué no le había hablado de ella, si se acostaba con ella, si la quería, en qué pensaba, por qué corría tras ella, cuándo volvería, por qué no se quedaba, no quería estar sola. Adamsberg tenía vértigo y no supo responder a ninguna. La abandonó en el apartamento, seguro de volver a encontrarla a la vuelta, con la madeja de preguntas intacta. El caso de Camille era mucho más molesto porque a Camille le traía sin cuidado la soledad. Le daba de tal forma igual que al menor inconveniente se lanzaba al vagabundeo.

Adamsberg caminaba rápidamente por las calles, flotando en el gran anorak del normando que le daba frío en los brazos. Conocía a Camille. Iba a despegar y rápido. Cuando a Camille se le metía en la cabeza que tenía que cambiar de aires, era tan difícil retenerla como atrapar un pájaro dopado de helio, tan difícil como atrapar a su madre la reina Mathilde cuando se sumergía en el océano. Camille se iba a componer sus propias latitudes, súbitamente cansada de un espacio donde las trayectorias se habían encabalgado tortuosamente. A aquella hora, debía de estar calzándose sus botas, embalando su sintetizador, cerrando su maletín de herramientas. Para orientarse en la vida, Camille se aferraba mucho más a aquel maletín que a él mismo, de quien desconfiaba, y con razón.

Adamsberg torció en la esquina de su calle y alzó los ojos hacia la cristalera. Apagada. Se sentó suspirando en el capó de un coche y cruzó los brazos sobre su vientre. Camille no había vuelto y sin duda se escaparía sin volver la vista atrás. Así era cuando Camille se iba de paseo. A saber, entonces, cuándo la volvería a ver, dentro de cinco años, diez años o nunca, era posible.

Volvió a pasos lentos a su casa, descontento. Si el sembrador no hubiese ofuscado sus horas y sus pensamientos, nunca habría ocurrido aquello. Se dejó caer sobre el lecho, fatigado y silencioso, mientras que la joven, desolada, proseguía con el engranaje de sus preguntas inquietas.

– Te lo ruego, cállate -dijo.

– No es culpa mía -se rebeló ella.

– Es culpa mía -dijo Adamsberg cerrando los ojos-. Pero cállate o vete.

– ¿Te da igual?

– Todo me da igual.

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