XXII

El viernes por la mañana, desde las ocho, un refuerzo de doce hombres fue asignado al grupo de homicidios del comisario Adamsberg. Hicieron que instalasen con urgencia una quincena de teléfonos suplementarios para tratar de responder a las llamadas que las comisarías de los distritos sobrecargados desviaban a la brigada. Varios millares de parisinos exigían saber si la policía había dicho la verdad o no en cuanto a los muertos, si se debían tomar precauciones y cuáles eran las consignas. La jefatura había dado orden a todas las comisarías de tener en cuenta cada una de las llamadas y de hablar uno por uno con todos los aterrorizados, que son los primeros causantes de problemas.

La prensa de la mañana no hacía nada para calmar esa inquietud creciente. Adamsberg había esparcido los principales títulos sobre su mesa y pasaba de uno a otro. Los periódicos exponían a grandes líneas el contenido del telediario de la víspera, con un exceso de comentarios y de fotos, muchos de ellos reproducían el cuatro invertido en primera página. Algunos agravaban el suceso y otros más circunspectos trataban de valorarlo sobriamente. Todos los periódicos sin embargo tomaban la precaución de citar in extenso las declaraciones del comisario de división Brézillon. Y todos retranscribían los textos de los dos últimos «especiales». Adamsberg los releyó, tratando de ponerse en la piel de aquel que los descubría por primera vez, en tal contexto, es decir con tres cadáveres negros como conclusión:


Esta plaga está siempre dispuesta y a las órdenes de Dios que la envía y la hace partir cuando le place.


El rumor corre, muy pronto confirmado, de que la peste acababa de estallar en la ciudad en dos calles a la vez. Decían que los dos (…) habían sido hallados con los signos más claros de la peste.


Había allí, en aquellas pocas líneas, materia para hacer vacilar a los más crédulos, alrededor de un dieciocho por ciento de la población, puesto que un dieciocho por ciento había temido el cambio de siglo. Adamsberg estaba sorprendido de la amplitud con que la prensa había decidido tratar el caso, sorprendido también por la rapidez de aquel incendio inminente, que él había temido, no obstante, desde el anuncio de la primera muerte. La peste, esa plaga superada, polvorienta, tragada por la historia, renacía bajo las plumas con una vitalidad casi intacta.

Adamsberg echó una ojeada al reloj, preparándose para dar una rueda de prensa a las nueve, por orden de la dirección general. A Adamsberg no le gustaban las órdenes ni las ruedas de prensa, pero era consciente de que la situación exigía aquélla. Calmar los espíritus, mostrar las fotos de los cuellos estrangulados, desmontar los rumores, ésas eran las consignas. El médico forense había venido como refuerzo y, a menos que hubiese un nuevo asesinato o un «especial» particularmente pavoroso, estimaba que la situación todavía era controlable. Tras la puerta, escuchó cómo engordaba el grupo de los periodistas y se hinchaba el ruido de las conversaciones.


A la misma hora, Joss daba cuenta de su estado de la mar, ante una pequeña muchedumbre claramente más nutrida, y abordaba su especial del día que había llegado por correo aquella mañana. El comisario había sido contundente: hay que seguir leyendo, no hay que cortar el único cordón que nos une con el sembrador. En medio de un silencio algo pesado, Joss anunció el número veinte:

– Pequeño tratado familiar de la peste. Conteniendo la descripción, los síntomas y efectos de ella, con el método y los remedios requeridos, tanto preventivos como curativos, puntos suspensivos. Y reconocerá que está enfermo de la dicha peste aquel que presente bultos en el ano, llamados comúnmente bubones, aquel que sufra fiebres y atontamiento, males de espíritu y toda suerte de locura y quien vea manchas que aparecen en la piel llamadas comúnmente trac o púrpura y que son la mayor parte de color azulado, lívido y negro y van, no obstante, agrandándose. Aquel que desee preservarse del ataque de la infección que tome la precaución de hacer fijar sobre su puerta el talismán de la cruz de cuatro puntas que alejará con seguridad el contagio de su casa.


En el instante mismo en que Joss concluía trabajosamente aquella larga descripción, Decambrais descolgaba su teléfono para transmitirla sin tardanza a Adamsberg.

– Estamos metidos hasta el cuello -resumió Decambrais-. El tipo ha terminado las primicias. Describe el mal como si estuviese realmente instalado en la ciudad. Pienso en un texto de principios del siglo XVII.

– Reléame el final, por favor -pidió Adamsberg-. Lentamente.

– ¿Hay gente con usted? Oigo ruido.

– Unos sesenta periodistas que se impacientan. ¿Y con usted?

– Un grupo más denso que de costumbre. Casi una pequeña muchedumbre, montones de rostros nuevos.

– Anote los antiguos. Trate de establecer una lista de habituales, tantos como recuerde, tan preciso como pueda.

– Cambia según las horas del pregón.

– Haga lo que pueda. Pida a los permanentes de la plaza que lo ayuden. El del café, el de las planchas, su hermana, la cantante, el pregonero, todos aquellos que saben.

– ¿Piensa que está aquí?

– Creo que sí. Es de ahí de donde ha salido, y ahí se queda. Cada hombre en su agujero, Decambrais. Reléame ese final.

– Aquel que desee preservarse del ataque de la infección que tome la precaución de hacer fijar sobre su puerta el talismán de la cruz de cuatro puntas que alejará con seguridad el contagio de su casa.

– Llamada a la población para que pinte por sí misma el cuatro en las puertas. Va a borrar las pistas.

– Justamente. Dije siglo XVII pero tengo la impresión de que, por primera vez y por necesidades de la causa, tenemos aquí fragmentos inventados. Engañan, pero yo los creo falsos. Algo no funciona en el estilo, al final.

– ¿Por ejemplo?

– Esa «cruz de cuatro puntas». Nunca he encontrado esa expresión. El autor quiere designar expresamente un cuatro, quiere que nadie se equivoque, pero pienso que ha forjado ese pasaje con todos sus elementos.

– Si el extracto ha sido dirigido a la prensa, al mismo tiempo que a Le Guern, corremos el riesgo de que nos desborden, Decambrais.

– Un instante, Adamsberg, escucho el naufragio.

Se hizo un silencio de dos minutos, después Decambrais reapareció al otro lado de la línea.

– ¿Y bien?

– Todos salvados -dijo Decambrais-. ¿Qué había apostado?

– Todos salvados.

– Al menos hoy hemos sacado eso en limpio.


En el momento en que Joss descendía de su caja para ir a tomar el café con Damas, Adamsberg penetraba en la gran sala y se encaramaba sobre el pequeño estrado que le había preparado Danglard, con el forense a su lado, y el proyector dispuesto a funcionar. Se enfrentó a la tropa de periodistas y a los micrófonos tendidos y dijo:

– Espero sus preguntas.


Una hora y treinta minutos más tarde, la rueda de prensa había terminado y había resultado bastante bien. Adamsberg consiguió, respondiendo suavemente y punto por punto, neutralizar las dudas que planeaban sobre los tres muertos negros. En medio de la sesión, había cruzado la mirada con Danglard y había deducido de su gesto tenso que algo acababa de descarrilar. Las filas de sus oficiales se habían aclarado discretamente. En cuanto la reunión hubo concluido, Danglard cerró la puerta del despacho detrás de ellos.

– Un cadáver en la Avenue de Suffren -anunció- metido bajo una camioneta con su ropa amontonada. No lo hemos descubierto hasta que el conductor arrancó para irse a las nueve y quince minutos de la mañana.

– Mierda -dijo Adamsberg dejándose caer sobre una silla-. ¿Un hombre? ¿De treinta y tantos?

– Una mujer, menos de treinta y tantos.

– La única pieza que no encaja. ¿Vivía en uno de esos jodidos edificios?

– El número catorce de la lista, en la Rue du Temple. Lo cubrieron de cuatros hace dos semanas, excepto la puerta del apartamento de la víctima, en el segundo derecha.

– ¿Primeras informaciones?

– Se llama Marianne Bardou. Soltera, padres en Corrèze, un amante de fin de semana en Mantes, otro algunas noches en París. Era vendedora en un ultramarinos de lujo en la Rue du Bac. Una mujer bonita, muy deportista, inscrita en varios gimnasios.

– Supongo que no se encontraba allí con Laurion, ni con Viard, ni con Clerc.

– Se lo hubiese dicho.

– ¿Salió ayer por la noche? ¿Le dijo algo al agente que estaba de guardia?

– Aún no lo sabemos. Voisenet y Estalère han salido para su domicilio. Mordent y Retancourt están en la Avenue de Suffren, lo esperan.

– Ya no sé quién es quién, Danglard.

– Son sus adjuntos, hombres y mujeres.

– ¿Y la joven? ¿Fue estrangulada? ¿Estaba desnuda? ¿Tenía la piel tiznada de negro?

– Como los otros.

– ¿No hubo violación?

– No parece.

– Avenue de Suffren, bien escogido. Uno de los rincones más desiertos de la ciudad por la noche. Da tiempo a descargar cuarenta cuerpos sin ponerse nervioso. ¿Por qué bajo un camión, en su opinión?

– He tenido tiempo de pensarlo. El tipo ha debido de depositarla bastante pronto por la noche pero no ha querido que la descubriésemos antes del alba. Sea por respeto a la tradición de los carreteros que iban a recoger al amanecer los cuerpos que habían sido arrojados a las calles, sea para que el hallazgo tuviese lugar tras el pregón. ¿Ha anunciado en el pregón esta muerte?

– No. Daba consejos para protegerse de la plaga. Adivine qué.

– ¿Los cuatros?

– Los cuatros. Números que ha de dibujar uno mismo en su casa, como un niño grande.

– Nuestro sembrador está demasiado ocupado matando, ¿es eso? ¿Ya no tiene tiempo de pintar? ¿Delega?

– No es eso -dijo Adamsberg levantándose y poniéndose la chaqueta-. Es para despistamos. Imagínese que solamente una décima parte de los parisinos obedece y protege su puerta con un cuatro, ya no podremos distinguir los auténticos de los espontáneos. Es fácil de pintar, los periódicos lo han reproducido con todo detalle, no hace falta nada más que copiarlo con atención.

– Un grafólogo separará rápidamente los verdaderos de los falsos.

Adamsberg sacudió la cabeza.

– No, Danglard, no tan rápidamente. No, si nos encontramos frente a cinco millares de cuatros ejecutados por cinco millares de manos. Y estoy sin duda por debajo de la cifra. Montones de personas van a obedecer. ¿Cuánto es el dieciocho por ciento de dos millones?

– ¿Quiénes son ese dieciocho por ciento?

– Los crédulos, los miedosos, los supersticiosos. Esos que temen los eclipses, los nuevos milenios, las predicciones y los fines del mundo. Al menos, los que lo confiesan en los sondeos. ¿Cuánto es, Danglard?

– Trescientos sesenta mil.

– Pues bien, podemos esperarnos algo así. Si los medios se interponen, va a ser una avalancha. Y si ya no distinguimos los verdaderos cuatros, ya no distinguiremos tampoco las verdaderas puertas vírgenes. Ya no podremos proteger a nadie. Y el sembrador podrá deambular como le plazca, sin un policía que lo espere en cada descansillo. Podrá incluso pintar a pleno día, sin molestarse con los códigos. Porque no podremos detener a millares de personas cogidas mientras dibujan sobre sus puertas. ¿Comprende, Danglard, por qué hace eso? Manipula la opinión, porque eso le conviene, porque tiene necesidad, para desembarazarse de la policía. Es lúcido, Danglard, lúcido y pragmático.

– ¿Lúcido? Nadie le obligaba a pintar sus malditos cuatros. Nadie le obligaba a aislar a sus víctimas. Es una trampa que se ha tendido a sí mismo.

– Quería que comprendiésemos que se trataba de la peste.

– No tenía más que pintar una cruz roja, después.

– Es verdad. Pero lanza una peste selectiva, y no general. Escoge las víctimas, está resueltamente empeñado en proteger del contagio a aquellos que las rodean. Eso también es pragmático, razonado.

– Razonado en el universo de la demencia. Podría matar sin poner en escena esa maldita peste anticuada.

– No quiere matar él mismo. Quiere que la gente resulte muerta. Quiere ser el agente que dirige la maldición. Debe de ser enormemente diferente para él. No se siente responsable.

– ¡Dios santo, pero una peste! Es grotesco. ¿De dónde sale ese tipo? ¿De qué mundo? ¿De qué tumba?

– Cuando entendamos eso, Danglard, lo tendremos, ya se lo he dicho. En cuanto a que es grotesco, es evidente. Pero no subestime esta vieja peste. Aún tiene fuerza y ya interesa a mucha más gente de la que debiera. Quizás sea grotesca con sus harapos, pero no hace reír a nadie. Grotesca pero temible.


Desde el coche que rodaba en dirección a la Avenue de Suffren, Adamsberg se puso en contacto con el entomólogo para enviarlo a la Rue du Temple con una cobaya, al piso de la nueva víctima. Habían recogido Nosopsyllus fasciatus en los pisos de Jean Viard y de François Clerc. Catorce en casa del primero y nueve en la del segundo, más algunas en los montones de ropa que el sembrador había arrojado cerca de ellos. Todas sanas. Todas salidas de un gran sobre color marfil rasgado de un golpe de cuchillo. Su segunda llamada fue para la agencia France-Presse. «Que cualquiera que reciba un sobre semejante se ponga en contacto con la policía. Que enseñen el sobre en el telediario de mediodía.»

Adamsberg contempló con desolación el cuerpo desnudo de la joven, desfigurada por el estrangulamiento, casi enteramente embadurnada de carbón y de mugre de la camioneta, con la ropa formando un montoncito patético a su lado. Se bloqueó la avenida para evitar a los curiosos, pero centenares de personas ya habían pasado a su lado. No habría ninguna forma de contener la información. Hundió tristemente los puños en sus bolsillos. Perdía toda la clarividencia, ya no conseguía comprender, sentir, captar a aquel asesino, por el contrario el sembrador hacía gala de una eficacia perfecta, voceando sus anuncios, dominando a la prensa y abatiendo a sus víctimas donde y cuando lo deseaba, a pesar de un despliegue policial que pretendía acorralarlo por todas partes. Cuatro muertes que él no había podido impedir a pesar de que llevaba mucho tiempo sintiéndose desasosegado. ¿Desde cuándo, entonces? Desde la segunda visita de Maryse, la madre de familia al borde de un ataque de nervios. Detectaba claramente el instante en que habían nacido sus primeras inquietudes. Pero ya no sabía sin embargo cuándo había perdido el hilo, en qué momento se había extraviado en la niebla, sumergido por los datos, impotente.

Contempló a la joven Marianne Bardou hasta que cargaron su cuerpo en el camión de la morgue, dando algunas órdenes breves, escuchando distraídamente los informes de sus oficiales que llegaban procedentes de la Rue du Temple. La joven no había salido ayer por la noche, simplemente no había regresado tras su trabajo. Envió a dos tenientes a casa de su jefe, sin mucho convencimiento, y tomó el camino de la brigada a pie. Caminó largamente, mucho más de una hora, y se desvió hacia Montparnasse.

Subió por la Rue de la Gaîté y, lentamente, entró en El Vikingo. Pidió un bocadillo y se sentó en la mesa que daba a la plaza, la mesa que nadie quería pues había que ser bastante bajo para no darse con la cabeza contra el barco pirata que la remataba, suspendido de la pared. Cuando iba por un cuarto de su bocadillo, Bertin se levantó y golpeó repentinamente una placa de cobre que estaba encima de la barra, desencadenando un quejido de trueno. Sorprendido, Adamsberg vio despegarse con un estruendo de alas a todas las palomas de la plaza mientras simultáneamente entraba una masa de clientes, entre los cuales vio a Le Guern. Le hizo una señal. El pregonero vino a sentarse frente a él, sin hacer preguntas.

– ¿Lo ve todo negro, comisario? -preguntó Joss.

– No veo más que la nada, Le Guern, ¿se nota tanto?

– Sí. ¿Perdido en la mar?

– No sabría expresarlo mejor.

– Eso me ocurrió tres veces y dimos vueltas como desgraciados en la bruma, saliendo de una catástrofe para rozar otra. Dos veces fueron los aparatos los que se averiaron solos. Pero la tercera vez fui yo el que cometió un error de sextante, después de una noche en vela. Un golpe de fatiga y es el desastre, la metedura de pata. Algo imperdonable.

Adamsberg se volvió a enderezar y Joss vio encenderse en sus ojos de alga la misma luz que había visto brillar en su despacho la primera vez.

– Vuelva a decirme eso, Le Guern. Vuelva a decirme eso exactamente.

– ¿El tema del sextante?

– Sí.

– Bueno, pues es lo que pasa con el sextante. Cuando uno se equivoca, tremenda metedura de pata, un error imperdonable.

Adamsberg miró fijamente un punto sobre la mesa, concentrado, inmóvil, con una mano extendida como para hacer callar al pregonero. Joss no se atrevió a hablar más y observó cómo el bocadillo se doblaba entre los dedos del comisario.

– Lo sé, Le Guern -dijo Adamsberg volviendo a levantar la cabeza-. Sé cuándo dejé de comprender, cuándo cesé de verlo.

– ¿A quién?

– Al sembrador de peste. He cesado de verlo, he perdido el norte. Pero ahora sé cuándo se produjo eso.

– ¿Es importante?

– Tan importante como si usted pudiera rectificar su error de sextante y volver al punto preciso en el que se había extraviado.

– Entonces sí lo es -confirmó Joss-, es importante.

– Tengo que irme -dijo Adamsberg dejando un billete sobre la mesa.

– Cuidado con el barco pirata -previno Joss-. Uno se traspasa el cráneo.

– Soy bajo. ¿Hubo un especial esta mañana?

– Lo hubiésemos llamado. ¿Va a buscar su punto? -dijo Joss en el momento en que Adamsberg abría la puerta.

– Exactamente, capitán.

– ¿Sabe verdaderamente dónde está?

Adamsberg señaló su frente con un dedo y salió.


Era el momento de la metedura de pata. Cuando Marc Vandoosler le había hablado de la metedura de pata. Fue en aquel momento cuando perdió la razón. Adamsberg, al caminar, trataba de rememorar la frase de Vandoosler. Dejaba que las imágenes saliesen, recientes, con su sonido. Vandoosler de pie contra la puerta, con su cinturón brillante y su mano que se agitaba en el aire, delgada, cuajada de anillos, tres anillos de plata. Sí, era la historia del carbón, estaban en eso. Cuando su hombre tizna de carbón el cuerpo, se equivoca. Comete incluso una tremenda metedura de pata.

Adamsberg respiró, aliviado. Se sentó sobre el primer banco que encontró, anotó el comentario de Marc Vandoosler en su cuaderno y terminó su bocadillo. Ya no sabía hacia dónde dirigirse, pero al menos había encontrado el punto. El punto donde el sextante había enloquecido. Y sabía que, a partir de ahí, existía la oportunidad de que las brumas se levantasen. Sintió un vivo sentimiento de gratitud hacia el marino Joss Le Guern.

Volvió tranquilamente a la brigada, mientras su mirada escrutaba la primera página de los periódicos cada vez que pasaba ante un quiosco. Esta noche, mañana, si el sembrador dirigía su nuevo mensaje a la agencia France-Presse, su pernicioso Pequeño tratado de la peste, y en cuanto se supiese la muerte de la cuarta víctima, ninguna rueda de prensa podría contener el contagio del rumor. El sembrador sembraba y ganaba, ampliamente.

Esta noche, mañana.

Загрузка...