XV

Adamsberg se incorporó a la brigada hacia las nueve de la mañana. El sábado era un día de poca actividad, con efectivos reducidos, y el ruido de las taladradoras se había acallado. Danglard no estaba, con seguridad estaría pagando el precio de la cura de rejuvenecimiento recibida en El Vikingo. Él no guardaba de la víspera más que la sensación particular de las noches pasadas con Camille, cierta languidez en los músculos de los muslos y de la espalda que lo acompañaría hasta las dos aproximadamente, como un eco alfombrado que buscase refugio en su cuerpo. Y después se iría.

Pasó la mañana dando la vuelta por teléfono a todas las comisarías del barrio. Nada que señalar, ningún fallecimiento sospechoso en los edificios marcados con el cuatro. En cambio, se habían recibido tres reclamaciones suplementarias por vandalismo, en los distritos 1,16 y 17. Siempre cuatros, siempre esa firma con tres letras, CLT. Terminó su ronda llamando a Breuil, en el Quai des Orfèvres.

Breuil era un tipo amable y complejo, un esteta irónico y un cocinero de talento, cualidades que no le llevaban a juzgar apresuradamente a su prójimo. En el Quai, donde el nombramiento de Adamsberg a la cabeza de uno de los grupos de homicidios había causado un revuelo notable debido a su indolencia, su estilo de vestir y sus éxitos profesionales enigmáticos, Breuil era uno de los pocos que aceptaba a Adamsberg tal y como era, sin intentar nunca normalizarlo. Y su tolerancia era aún más preciosa puesto que ocupaba un puesto influyente en la jefatura.

– En el caso de que ocurriese algún incidente en alguno de esos edificios -resumió Adamsberg-, sé tan amable de hacerme llegar la noticia. Estoy pendiente de ello desde hace varios días.

– ¿Quieres decir que te lo transfiera?

– Eso es.

– Cuenta con ello -dijo Breuil-. De todas formas, si fuese tú, no me amargaría demasiado. Los tipos que actúan en diferido, como tu pintor aficionado, suelen ser, en general, impotentes.

– Me amargo de igual manera. Y lo vigilo.

– ¿Han terminado de instalar los barrotes ahí?

– Faltan dos ventanas.

– Ven a cenar un día de éstos. Te haré una mousse de espárragos al perifollo, incluso a ti te sorprenderá.

Adamsberg colgó con una sonrisa y se fue a comer con las manos en los bolsillos. Caminó cerca de tres horas bajo el cielo de septiembre que estaba bastante gris. Y regresó a la brigada a media tarde.

Un agente desconocido se enderezó a su paso.

– Cabo Lamarre -anunció el hombre de golpe, retorciendo uno de los botones de su chaqueta, con el rostro vuelto hacia el muro de enfrente-. Una llamada para usted a las trece cuarenta y uno. Un tal Decambrais Hervé desearía que se pusiera en contacto con él en el número que figura aquí -terminó tendiéndole una nota.

Adamsberg examinó a Lamarre, tratando de cruzar su mirada. El botón descarriado cayó al suelo pero el hombre permaneció derecho, con los brazos cayendo a lo largo de su cuerpo. Algo en su altura, su pelo rubio, su mirada azul, le recordaba al encargado de El Vikingo.

– ¿Es usted normando, Lamarre? -le preguntó Adamsberg.

– Afirmativo, comisario. Nacido en Granville.

– ¿Viene de la gendarmería?

– Afirmativo, comisario. Hice la oposición para ser destinado a la capital.

– Puede recoger su botón, cabo -sugirió Adamsberg-, y puede sentarse de nuevo.

Lamarre le hizo caso.

– Y puede tratar de mirarme. A los ojos.

Una especie de pánico crispó el rostro del cabo, cuya mirada permaneció obstinadamente dirigida hacia la pared.

– Es por el trabajo -explicó Adamsberg-. Haga un esfuerzo.

El hombre volvió lentamente el rostro.

– Está bien -lo detuvo Adamsberg-. No se mueva más. Quédese en los ojos. Aquí, cabo, está en la policía. El grupo de homicidios exige más discreción, naturalidad y humanidad que ningún otro. Tendrá que infiltrarse, esconderse, averiguar, apretar sin ser visto, intimar, enjugar lágrimas incluso. Tal y como está, se le distingue a cien leguas, tan rígido como un toro en su pradera. Va a tener que relajarse y eso le llevará su tiempo. Primer ejercicio: mire a los otros.

– Bien, comisario.

– A los ojos, no a la frente.

– Sí, comisario.

Adamsberg abrió su cuaderno y anotó allí mismo: vikingo, botón, recto sobre pared, igual a Lamarre.


Decambrais descolgó al primer timbrazo.

– He preferido avisarlo, comisario, de que nuestro hombre acaba de dar el paso.

– ¿Cómo ha sido?

– Mejor será que le lea los especiales de esta mañana y de mediodía. ¿Está preparado?

– Lo estoy.

– El primero es la continuación del Diario de ese inglés.

– Sepys.

– Pepys, comisario. Hoy, muy a pesar mío, he visto dos o tres casas con una cruz roja sobre la puerta y la inscripción «Dios se apiade de nosotros». Triste espectáculo, el primero de esta suerte que he visto, al menos que yo recuerde.

– El asunto no parece arreglarse.

– Es lo menos que se puede decir. Esta cruz roja marcaba las puertas de las casas infectadas para que los viandantes se apartasen. Pepys acaba de cruzarse pues con los primeros apestados. En realidad, la enfermedad llevaba incubándose desde hacía mucho tiempo en la periferia de la ciudad pero Pepys, al resguardo en el barrio de los ricos, no estaba informado.

– ¿Y el segundo mensaje? -cortó Adamsberg.

– Más grave aún. Se lo leo.

– Lentamente -pidió Adamsberg.

El 17 de agosto, falsos rumores preceden al mal, muchos tiemblan, un buen número espera mientras tanto, acerca de los motivos del famoso médico que es Rainssant. Penas inútiles: el 14 de septiembre, la peste ha entrado en la ciudad. Ha golpeado el barrio Rousseau donde cuerpos muertos poco a poco manifiestan su presencia. Le señalo, puesto que no tiene el papel bajo sus ojos, que el texto está plagado de puntos suspensivos. El tipo es un maniaco, no soporta cortar la frase original sin indicarlo. Por otro lado, «17 de agosto», «14 de septiembre» y «barrio Rousseau» están mecanografiados con caracteres diferentes. Con seguridad ha modificado las fechas y el lugar verdaderos del texto y señala sus deformaciones cambiando de letra. Ésa es mi opinión.

– Y estamos a 14 de septiembre, ¿verdad? -preguntó Adamsberg, que no estaba nunca muy seguro de la fecha.

– Exactamente. Lo que supone que, como si nada, ese pirado nos anuncia que la peste ha entrado hoy en París y que ha matado.

– En la Rue Jean-Jacques-Rousseau.

– ¿Piensa que ése es el lugar que se señala?

– Tengo un edificio marcado con el cuatro en esa calle.

– ¿Qué cuatro?

Adamsberg juzgó que Decambrais estaba lo suficientemente al tanto del asunto para ser informado del otro abanico de actividades del anunciador. Anotó de paso que, por muy cultivado que fuese, Decambrais parecía ignorar por completo el significado de los cuatros, igual que el erudito Danglard. El talismán no era entonces tan conocido y el tipo que lo utilizaba debía de estar muy bien enterado.

– En cualquier caso -concluyó Adamsberg-, a partir de ahora, puede continuar siguiendo el asunto sin mí, a título documental para sus cosas de la vida. Será una hermosa pieza de colección, tanto para usted como para los anales del pregonero. Pero en lo que concierne al riesgo de homicidio, creo que podemos olvidarlo. El tipo ha tomado otra dirección, puramente simbólica, como diría mi adjunto. Porque no pasó nada esta noche en la Rue Jean-Jacques-Rousseau, y tampoco en el resto de los edificios implicados. Sin embargo, nuestro hombre continúa pintando. Le durará lo que le dure.

– Bueno pues mejor así -dijo Decambrais tras un silencio-. Déjeme decirle que ha sido un placer conocerlo un poco más y perdóneme por haberle hecho perder su tiempo.

– Al contrario. Aprecio el tiempo perdido en su justo valor.

Adamsberg colgó y decidió que su jornada de sábado había concluido. El registro no contenía nada que no pudiese esperar hasta el lunes. Antes de dejar el despacho, consultó su cuaderno para ser capaz de saludar al gendarme de Granville por su nombre.


En la calle, el sol apuntaba de nuevo a través de las delgadas nubes y la ciudad retomaba un aspecto estival algo lánguido. Se quitó la chaqueta, se la echó sobre el hombro y partió lentamente hacia el río. Le parecía que los parisinos olvidaban que tenían un río. Por muy sucio que estuviese, el Sena constituía para él un refugio, con su movimiento pesado, su olor a ropa mojada y sus cantos de pájaro. Y dirigiéndose tranquilamente por las callejuelas, se dijo que casi era mejor que Danglard hubiese incubado su calvados en casa. Prefería haber enterrado el asunto de los cuatros sin testigos. Danglard había tenido razón. Fuese un artista de la intervención o un simbolista maniaco, el pirado de los cuatros giraba libremente alrededor de un mundo que no les concernía. Adamsberg había perdido su apuesta y le importaba un bledo, mejor así. Esos enfrentamientos con su adjunto no afectaban en lo más mínimo a su orgullo y sin embargo apreciaba que el abandono hubiese sucedido en soledad. El lunes le diría que se había equivocado y que los cuatros harían compañía a la anécdota de las mariquitas gigantes de Nanteuil. ¿Quién le había contado aquella historia? El fotógrafo, el tipo con pecas. ¿Y cómo se llamaba? Lo había olvidado.

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