XXXIII

Llamaron al timbre de noche apretando varias veces seguidas, en señal de urgencia. El cabo Estalère abrió el portal y recibió a un hombre sudoroso, en traje de chaqueta completo abotonado con prisa y camisa abierta sobre un felpudo de pelo negro.

– Apúrese, amigo -dijo el hombre poniéndose rápidamente a cubierto en los locales de la brigada-. Quiero hacer una declaración. Sobre el asesino, sobre el hombre de la peste.

Estalère no se atrevió a prevenir al comisario principal y despertó al capitán Danglard.

– Mierda, Estalère -dijo Danglard desde su cama-, ¿por qué me llama? Sacuda a Adamsberg, duerme en su despacho.

– Por eso, capitán. Si no es importante, tengo miedo de que me eche una bronca.

– ¿Y yo le inspiro menos miedo, Estalère?

– Sí, capitán.

– Se equivoca. En las seis semanas que lleva codeándose con él, ¿ha visto alguna vez gritar a Adamsberg?

– No, capitán.

– Pues bien, dentro de treinta años tampoco lo habrá visto. Pero a mí, sí, y no tardará mucho en verlo. Despiértelo, mierda. No necesita mucho sueño de todas formas. Pero yo sí.

– Bien, capitán.

– Un minuto, Estalère. ¿Qué quiere este tipo?

– Está aterrorizado, tiene miedo de que lo asesinen.

– Ya hemos dicho hace tiempo que pasábamos de los aterrorizados. Ahora hay cien mil en la ciudad. Échelo fuera y deje dormir al comisario.

– Pretende ser un caso especial -precisó Estalère.

– Todos los aterrorizados se creen especiales. Si no, no se aterrorizarían.

– No, él pretende que acaban de picarle unas pulgas.

– ¿Cuándo? -preguntó Danglard sentándose sobre su cama.

– Esta noche.

– Vale, Estalère, despiértelo. Yo también voy.


Adamsberg se lavó el rostro y el torso con agua fría, pidió un café a Estalère -la nueva máquina había sido instalada la víspera- y empujó con el pie el catre de campaña hacia el fondo de su despacho.

– Tráigame a ese tipo, cabo -dijo.

– Estalère -se presentó el joven.

Adamsberg asintió con la cabeza y retomó su memorándum. Ahora que el sembrador estaba en la celda, quizás pudiera ocuparse de la tropa de desconocidos que poblaba su brigada. Escribió: cara redonda, ojos verdes, temeroso, igual a Estalère. Y añadió aprovechando la ocasión: Entomólogo, Pulgas, Nuez, igual a Martin.

– ¿Cómo se llama? -preguntó.

– Roubaud Kévin -dijo el cabo.

– ¿Edad?

– La treintena -estimó Estalère.

– Ha sufrido picaduras esta noche, ¿es ésa su historia?

– Sí, y está aterrorizado.

– No está mal.

Estalère condujo a Roubaud Kévin hasta el despacho del comisario, sujetando al mismo tiempo en la mano izquierda una taza de café sin azúcar. El comisario no tomaba azúcar. Al contrario que a Adamsberg, a Estalère le gustaban los pequeños detalles de la vida, le gustaba recordarlos y le gustaba demostrar que los recordaba.

– No le he puesto azúcar, comisario -dijo posando la taza sobre la mesa y a Roubaud Kévin sobre la silla.

– Gracias, Estalère.

El hombre pasaba los dedos por el pelo denso de su pecho, agitado, incómodo. Olía a sudor y su sudor olía a vino.

– ¿Nunca ha tenido pulgas antes? -le preguntó Adamsberg.

– Nunca.

– ¿Está seguro de que las picaduras son de esta noche?

– No hace más de dos horas y es eso lo que me ha despertado. Entonces me vine para prevenirles.

– ¿Hay cuatros sobre las puertas de su edificio, señor Roubaud?

– Dos. La portera ha hecho uno sobre su cristal, con rotulador, y otro el tipo del quinto derecha.

– Entonces no es él. Y no son sus pulgas. Puede volver tranquilo.

– ¿Está de broma? -dijo el hombre subiendo el tono-. Exijo protección.

– El sembrador pinta todas las puertas excepto una, antes de soltar las pulgas -martilleó Adamsberg-. Son otras pulgas. ¿Ha recibido a alguien estos últimos días? ¿A alguien con un animal?

– Sí -dijo Roubaud enfurruñado-. Un amigo ha pasado hace dos días con su chucho.

– Pues ahí lo tiene. Vuelva a casa, señor Roubaud, y duerma. Aún podemos dormir otra horita, nos vendrá bien a todo el mundo.

– No. No quiero.

– Si está preocupado hasta tal punto -dijo Adamsberg levantándose-, llame a la desinfección y se acabó.

– No serviría para nada. El asesino me ha escogido, me matará, con pulgas o sin ellas. Exijo una protección.

Adamsberg volvió a la mesa, retrocedió hasta la pared y examinó con más atención a Kévin Roubaud. Unos treinta, violento, preocupado y algo furtivo en sus grandes ojos oscuros y desorbitados.

– Bien -dijo Adamsberg-. Le ha escogido. No hay un solo cuatro digno de ese nombre en su edificio pero sabe que le ha escogido.

– Las pulgas -gruñó Roubaud-, está en el periódico. Todas las víctimas han tenido pulgas.

– ¿Y el perro de su amigo?

– No, no es eso.

– ¿Cómo está tan seguro?

El tono del comisario se modificaba, Roubaud lo sintió y se encogió en la silla.

– En el periódico -repitió.

– No, Roubaud, es otra cosa.

Danglard acababa de llegar, eran las seis de la mañana y Adamsberg le indicó que se instalase. El capitán se desplazó en silencio y se situó frente al teclado.

– Ya veo -dijo Roubaud recuperando la seguridad-, me amenazan, un pirado trata de matarme pero es conmigo con quien se meten.

– ¿A qué se dedica? -preguntó Adamsberg suavizando el tono.

– Trabajo en la sección de linóleos de unos grandes almacenes de muebles, detrás de la Gare de l'Est.

– ¿Está casado?

– Estoy divorciado desde hace dos años.

– ¿Hijos?

– Dos.

– ¿Viven con usted?

– Con su madre. Tengo derecho de visita los fines de semana.

– ¿Cena fuera o en su casa? ¿Sabe cocinar?

– Depende -dijo Roubaud un poco desconcertado-. A veces me hago una sopa y un plato congelado. A veces bajo al café. Son demasiado caros los restaurantes.

– ¿Le gusta la música?

– Sí -dijo Roubaud, un poco perdido.

– ¿Tiene una cadena, una tele?

– Sí.

– ¿Ve el fútbol?

– Sí, evidentemente.

– ¿Entiende?

– Bastante.

– Nantes-Burdeos, ¿lo ha visto?

– Sí.

– No jugaron mal, ¿verdad? -dijo Adamsberg, que lo había visto.

– Si usted lo dice -dijo Roubaud con una mueca-, jugaron más bien flojo y terminó con un empate. Ya se veía venir desde la primera mitad.

– ¿Ha seguido las noticias en el descanso?

– Sí -dijo Roubaud maquinalmente.

– Entonces -dijo Adamsberg sentándose ante él-, ya sabrá que cogimos ayer por la noche al sembrador de la peste.

– Es lo que dijeron -murmuró Roubaud confuso.

– En ese caso, ¿qué es lo que le asusta?

El tipo se mordió los labios.

– ¿Qué le da miedo? -repitió Adamsberg.

– No estoy seguro de que sea él -soltó el hombre con voz vacilante.

– ¿Sí? ¿Usted entiende de asesinos?

Roubaud se mordió completamente su labio inferior, con los dedos hundidos en los pelos de su torso.

– ¿Soy yo el amenazado y es conmigo con quien se mete? -repitió-. Tenía que haberlo sabido. Los policías, en cuanto se les llama, te cuelgan el muerto, es lo único que saben hacer. Tenía que habérmelas arreglado yo solo. Uno quiere ayudar a la justicia y he aquí el resultado.

– Pero va a ayudar, Roubaud, y mucho, incluso.

– ¿Sí? Creo que se está haciendo la picha un lío, comisario.

– No te las des de avispado, Roubaud, porque no eres lo suficientemente listo para eso.

– ¿Ah, no?

– No. Pero si no quieres ayudarme, te volverás a tu casa como has venido. A tu casa, Roubaud. Si tratas de irte por las ramas, te llevaremos a tu domicilio. Allí esperarás tu muerte.

– ¿Desde cuándo los policías me dictan adónde debo ir?

– Desde que me jodes. Pero vete, Roubaud, eres libre. Lárgate.

El hombre no se movió.

– ¿Tienes miedo, eh? ¿Tienes miedo de que te estrangule con el cable de muescas como a los otros cinco? Sabes que no podrás defenderte. Sabes que te atrapará donde quiera que estés, en Lyon, en Niza o en Berlín. Eres el objetivo. Y sabes por qué.

Adamsberg abrió su cajón y después desplegó ante el hombre las fotos de las cinco víctimas.

– ¿Sabes que vas a reunirte con ellos, eh? Los conoces, a todos, y por eso tienes miedo.

– Déjeme en paz -dijo Roubaud volviéndose de lado.

– Entonces, lárgate. Vete.

Pasaron dos largos minutos.

– Bueno -se decidió el hombre.

– ¿Los conoces?

– Sí y no.

– Explícate.

– Digamos que los conocí una noche, hace mucho tiempo, siete u ocho años. Bebimos unas copas juntos.

– Ah, sí. Bebisteis unas copas juntos y por eso os eliminan de uno en uno.

El hombre transpiraba, y el olor de su sudor inundaba toda la habitación.

– ¿Quieres un café? -preguntó Adamsberg.

– Sí.

– ¿Con algo de comer?

– Sí.

– Danglard, dígale a Estalère que traiga todo eso.

– Y tabaco -añadió Roubaud.

– Cuenta -repitió Adamsberg mientras Roubaud se reanimaba con ayuda de un café con leche muy azucarado-. ¿Cuántos erais?

– Siete -murmuró Roubaud-. Nos encontramos en un bareto, se lo juro.

Adamsberg contempló de inmediato sus grandes ojos negros y vio que un poco de verdad había pasado con este «se lo juro».

– ¿Qué hicisteis?

– Nada.

– Roubaud, tengo al sembrador en la celda. Si quieres, te meto con él, cierro los ojos y no hablamos más. En una media hora, estás muerto.

– Digamos que le apretamos las tuercas a un tipo.

– ¿Por qué?

– Queda lejos. Nos pagaron para que ese tipo soltase algo, eso es todo. Había robado en una tienda y tenía que devolverlo. Le apretamos las tuercas, era el trato.

– ¿El trato?

– Sí, nos habían contratado. Un trabajillo, ya sabe.

– ¿Dónde le «apretasteis las tuercas»?

– En un gimnasio. Nos dieron la dirección, el nombre del tipo y el nombre del bareto donde debíamos reunimos. Porque no nos conocíamos de nada.

– ¿Ninguno de vosotros?

– No. Éramos siete y nadie se conocía. Nos habían pescado separadamente. Un tipo listo.

– ¿Dónde os habían pescado?

Roubaud se encogió de hombros.

– En lugares donde se encuentran tipos a los que no les importa apretarle las tuercas a otros por pasta. No es complicado. A mí me pescaron en un pub de mierda en la Rue Saint-Denis. Se lo juro, yo no me meto en ese tipo de negocios desde hace años. Se lo juro, comisario.

– ¿Quién te pescó?

– No lo sé, todo estaba puesto por escrito. Una chica me dio la carta. Papel elegante, limpio. Me fié.

– ¿De parte de quién?

– Se lo juro, nunca supe quién nos había contratado. Demasiado listo, el jefe. Debimos haber pedido más.

– Entonces os reunisteis los siete y fuisteis a buscar a vuestra víctima.

– Sí.

– ¿Cuándo fue?

– Un 17 de marzo, un jueves.

– Y os lo llevasteis a ese gimnasio. ¿Y después?

– Ya lo he dicho, mierda -dijo Roubaud agitándose en su silla-. Le apretamos las tuercas.

– ¿Eficaz? ¿Soltó lo que tenía que soltar?

– Sí, terminó telefoneando. Dio toda la información.

– ¿De qué se trataba? ¿Pasta? ¿Droga?

– No lo supe, lo juro. El jefe debió de quedar satisfecho puesto que no volvimos a oír nada al respecto.

– ¿Os pagaron bien?

– Sí.

– Le apretasteis las tuercas, ¿eh? ¿Y el tipo lo soltó todo? ¿No dirías más bien que lo torturasteis?

– Le apretamos las tuercas.

– ¿Y vuestra víctima os hace pagar ocho años más tarde?

– Eso es lo que creo.

– ¿Por haberle apretado las tuercas? ¿Estás de cachondeo, Roubaud? Vas a volverte a casa.

– Es la verdad -dijo Roubaud agarrándose a la silla-. ¿Para qué mierda íbamos a torturarlos si no tenían estómago? Se cagaban sólo de vernos.

– ¿Ellos?

Roubaud se mordió de nuevo el labio inferior.

– ¿Eran varios? Espabila, Roubaud, siento que tenemos prisa.

– Había una chica también -murmuró Roubaud-. No tuvimos elección. Cuando fuimos a coger al tipo, estaba con su novia, ¿qué más daba? Nos los llevamos a los dos.

– ¿Le apretasteis también las tuercas a la chica?

– Un poco. Yo no, lo juro.

– Mientes. Sal del despacho, ya no quiero verte. Enfréntate a tu destino, Kévin Roubaud, yo me lavo las manos.

– No fui yo -dijo Roubaud susurrando-, lo juro. No soy un animal. Soy un poco borde si me provocan pero no como los otros. Yo sólo me reía un poco y les guardaba las espaldas.

– Te creo -dijo Adamsberg que no creía nada-. ¿De qué te reías?

– Pues bien, de lo que hacían.

– Apúrate, Roubaud, no te quedan más que cinco minutos y te echo.

Roubaud inspiró ruidosamente.

– Lo despelotaron -continuó en voz baja-, le echaron gasolina sobre la… sobre el…

– Sobre el sexo -sugirió Adamsberg.

Roubaud asintió. Las gotas de sudor rodaban sobre sus mejillas y acababan perdiéndose en su torso.

– Encendieron mecheros y empezaron a girar en torno a él, acercándose a su… a su chisme. El tipo aullaba, se moría de cague ante la idea de que su chirimbolo se incendiase.

– Apretar las tuercas -murmuró Adamsberg-. ¿Y después?

– Después le dieron la vuelta sobre la mesa de gimnasia y lo clavaron.

– ¿Lo clavaron?

– Pues sí. Eso se llama decorar a un tipo. Le clavaron chinchetas por el cuerpo y después le metieron una matraca entre las, en el, en el culo.

– Formidable -dijo Adamsberg entre dientes-. ¿Y la chica? No me digas que no tocasteis a la chica.

– Yo no -gritó Roubaud-, yo les guardaba las espaldas. Yo sólo me reía.

– Y hoy, ¿te sigues riendo?

Roubaud bajó la cabeza, con las manos aún aferradas a la silla.

– ¿La chica? -repitió Adamsberg.

– Violada por los cinco tipos, uno tras otro. Tuvo una hemorragia. Al final, estaba inerte. Creí incluso que habíamos metido la pata, que estaba muerta. De hecho, se volvió loca, ya no reconocía a nadie.

– ¿Cinco? Creí que erais siete.

– Yo no la toqué.

– ¿Pero el sexto tipo? ¿No hizo nada?

– Era una chica. Ella -dijo Roubaud señalando con el dedo la foto de Marianne Bardou-. Estaba liada con uno de los tipos. No queríamos chavalas pero ella se empeñó, y entonces vino.

– ¿Qué hacía?

– Fue ella la que echó la gasolina. Se reía mucho.

– Vaya por Dios.

– Sí -dijo Roubaud.

– ¿Y después?

– Después de que el tipo terminase de telefonear, lleno de vómito, los pusimos de patitas en la calle, en pelotas con sus trastos y nos fuimos todos juntos a emborracharnos.

– Bonita velada -comentó Adamsberg-. Eso había que mojarlo.

– Lo juro, yo estaba desanimado. Nunca he vuelto a tocar eso y nunca he vuelto a ver a los tipos. Recibí las pelas por correo, como estaba convenido, y nunca volví a oír nada al respecto.

– Hasta esta semana.

– Sí.

– En que reconociste a las víctimas.

– Sólo a él, a él y a la mujer -dijo Roubaud señalando las fotos de Viard, Clerc y Bardou-. Sólo los vi una noche.

– ¿Reaccionaste enseguida?

– Sólo después del asesinato de la mujer. La reconocí porque tenía un montón de lunares en la cara. Entonces miré las fotos de los otros y comprendí.

– Que había vuelto.

– Sí.

– ¿Sabes por qué esperó todo este tiempo?

– No, no lo conozco.

– Porque cumplió cinco años de cárcel después de aquello. Su novia, la chica a la que volvisteis loca, se tiró por la ventana un mes más tarde. Digiere eso, Roubaud, si no tienes aún suficiente sobre tu conciencia.

Adamsberg se levantó, abrió de par en par la ventana para respirar, para ahuyentar el sudor y el horror. Se quedó apoyado un momento sobre la barandilla, inclinando su mirada sobre la gente que caminaba allá abajo, por la calle, gente que no había escuchado la historia. Siete y cuarto. El sembrador seguía durmiendo.

– ¿Por qué tienes miedo si está en chirona? -dijo volviéndose.

– Porque no es él -susurró Roubaud-. Han metido la pata hasta el fondo. El tipo al que torturamos era un tipo alto y delgaducho que habría salido volando con un cachete, un debilucho, un mierda, un intelectual del tres al cuarto incapaz de levantar una pinza de la ropa. El tipo que enseñaron en la tele era un tipo fuerte, con un buen físico, nada que ver, puede creerme.

– ¿Seguro?

– Estoy convencido. Aquel tipo tenía cara de pajarito, me acuerdo muy bien. Sigue fuera y me vigila. Ya le he dicho todo, ahora pido protección. Pero se lo juro, yo no hice nada, les guardaba…

– Las espaldas, ya lo he oído, no te canses. ¿Pero tú no crees que un hombre puede cambiar en cinco años de cárcel? ¿Sobre todo si ha decidido vengarse y eso se ha convertido en una idea fija? ¿No crees que los músculos se fabrican, a diferencia del cerebro? ¿Y que si tú te has quedado igual de tonto, él ha podido transformarse voluntariamente?

– ¿Para qué?

– Para limpiar su vergüenza, para vivir y para condenaros.

Adamsberg fue al armario, sacó una bolsita de plástico que contenía un gran sobre amarillo y la arrojó suavemente bajo los ojos de Roubaud.

– ¿Conoces eso?

– Sí -dijo Roubaud frunciendo el ceño-. Había uno en el suelo cuando me fui de casa hace un rato.

– Era él, el sembrador. Es el sobre donde iban las pulgas misiles.

Roubaud apretó sus brazos sobre el vientre.

– ¿Tienes miedo de la peste?

– No demasiado -dijo Roubaud-. No creo verdaderamente en esas chorradas, es una treta para engatusar a la gente.

– Y tienes razón. ¿Estás seguro de que ese sobre no estaba allí ayer?

– Seguro.

Adamsberg se pasó la mano por la mejilla, pensativo.

– Ven a verlo -dijo dirigiéndose hacia la puerta.

Roubaud titubeó.

– Te ríes menos que antes, en los viejos tiempos, ¿eh? Ven, no corres ningún riesgo, el animal está enjaulado.

Adamsberg arrastró a Roubaud hasta la celda de Damas. Éste dormía aún el sueño de los justos, con el rostro de perfil posado sobre la manta.

– Míralo bien -dijo Adamsberg-. Tómate el tiempo que necesites. No olvides que hace casi ocho años que no lo has visto y que entonces no estaba en su mejor momento.

Roubaud examinó a Damas a través de los barrotes, casi fascinado.

– ¿Qué dices? -preguntó Adamsberg.

– Es posible -dijo Roubaud-. La boca, es posible. Tendría que verle los ojos.

Adamsberg abrió la celda bajo la mirada casi aterrorizada de Roubaud.

– ¿Quieres que cierre? -preguntó Adamsberg-. ¿O quieres que te meta aquí con él, para que podáis divertiros juntos como cuando erais jóvenes, evocando buenos recuerdos?

– No me joda -dijo Roubaud sombríamente-, puede ser peligroso.

– Tú también has sido peligroso.

Adamsberg se encerró con Damas y Roubaud lo contempló como quien admira a un domador que penetra en la arena.

– Despiértate, Damas, tienes visita.

Damas se sentó mascullando y contempló las paredes de la celda, estupefacto. Después recordó y echó sus cabellos para atrás.

– ¿Qué hay? -preguntó-. ¿Puedo irme?

– Ponte de pie. Hay un tipo que quiere verte, un viejo conocido.

Damas le hizo caso enrollado en su manta, siempre dócil, y Adamsberg observó alternativamente a los dos hombres. El rostro de Damas pareció cerrarse ligeramente. Roubaud abrió desorbitadamente los ojos y después se alejó.


– ¿Y bien? -preguntó Adamsberg una vez en el despacho-. ¿Qué dices?

– Es posible -dijo Roubaud poco convencido-. Pero si es él, ha doblado de volumen.

– ¿Y su cara?

– Es posible. No tenía el pelo largo.

– ¿No te mojas, eh? ¿Tienes miedo?

Roubaud asintió con la cabeza.

– Quizás no te equivoques -dijo Adamsberg-. Es posible que tu vengador no opere solo. Te guardo aquí hasta que lo veas más claro.

– Gracias -dijo Roubaud.

– Dame el nombre de la próxima víctima.

– Pues yo.

– Ya lo he entendido. Pero ¿y el otro? Erais siete, menos cinco que han muerto, igual a dos, menos tú, igual a uno. ¿Quién queda?

– Un tipo enjuto y feo como un topo, el peor de la tropa, en mi opinión. Fue él quien le metió la matraca.

– ¿Su apellido?

– No nos dijimos ni los apellidos ni los nombres. En este tipo de golpe, nadie corre riesgos.

– ¿Edad?

– Como todos nosotros. Tenía entre veinte y veinticinco.

– ¿Era de París?

– Supongo.


Adamsberg puso a Roubaud en una celda, sin cerrarla, y después pasó la cabeza a través de los barrotes de la de Damas tendiéndole su ropa.

– El juez ha decidido inculparte.

– Bueno -dijo Damas, plácido, sentado sobre su banco.

– ¿Hablas latín, Damas?

– No.

– ¿Sigues sin tener nada que decirme? ¿Y sobre las pulgas?

– No.

– ¿Y a propósito de seis tipos que te torturaron, un jueves 17 de marzo? ¿Y de una chica que se reía?

Damas permaneció silencioso, con las palmas de sus manos vueltas hacia sí, con el pulgar rozando su diamante.

– ¿Qué te quitaron, Damas? ¿Aparte de tu novia, tu cuerpo, tu honor? ¿Qué buscaban?

Damas no se movió.

– Bueno -dijo Adamsberg-. Te envío algo para que desayunes. Vístete.


Adamsberg se llevó a Danglard aparte.

– Este cabrón de Roubaud no es muy categórico -dijo Danglard-. Es molesto para usted.

– Damas tiene un cómplice en el exterior, Danglard. Las pulgas han sido entregadas en casa de Roubaud cuando Damas ya estaba aquí. Alguien ha tomado el relevo desde el anuncio de su arresto. Ha actuado muy rápidamente, sin tomarse un tiempo para pintar los cuatros preventivos.

– Si hay cómplice, eso explicaría su tranquilidad. Hay alguien que continúa con la labor y él cuenta con ello.

– Envíe hombres a la plaza para saber si tenía amigos. Y sobre todo, quiero la factura detallada de todas sus llamadas telefónicas desde hace dos meses. Las de la tienda y las del piso.

– ¿No quiere acompañarnos?

– Ya no soy bien recibido en la plaza. Soy el traidor, Danglard. Hablarán más fácilmente a oficiales que no conocen.

– Bien pensado -dijo Danglard-. Hubiésemos podido buscar durante años ese punto en común. Un encuentro, un bareto, una noche, tipos que ni siquiera se conocían. Ha sido un golpe de suerte que a Roubaud le entrase el pánico.

– Tiene sus razones, Danglard.


Adamsberg sacó su móvil y lo miró a los ojos. A fuerza de conjurarlo en silencio para que sonase, para que se moviese, para que hiciese algo interesante, había terminado por confundir el aparato con una proyección de la propia Camille. Le hablaba, le contaba su vida, como si Camille pudiese escucharlo fácilmente. Pero, como decía Bertin con razón, estos chismes no dan muchas satisfacciones, y Camille no salía del móvil como el genio de la lámpara. Y además, le daba igual. Lo dejó suavemente en el suelo para no hacerle daño y se volvió a acostar una hora y media para dormir.

Danglard lo despertó con la factura detallada de las llamadas telefónicas de Damas. Los interrogatorios en la plaza no dieron gran cosa. Éva estaba cerrada como una ostra, Marie-Belle se deshacía en sollozos a la primera de cambio, Decambrais ponía mala cara, Lizbeth insultaba y Bertin se expresaba con monosílabos, lleno, otra vez, de desconfianza normanda. De todo esto, surgió, a pesar de todo, la conclusión de que Damas no se alejaba de la plaza, por así decirlo, y que pasaba todas las noches escuchando a Lizbeth en el cabaré, sin intimar con nadie. No se le conocían amigos y pasaba el domingo con su hermana.

Adamsberg rastreó la lista de llamadas telefónicas en busca de un número recurrente. Si había un cómplice, Damas tendría que estar constantemente en contacto con él, tan apretado era el complejo calendario de los cuatros, las pulgas y los asesinatos. Pero Damas telefoneaba excepcionalmente poco. En su casa figuraban llamadas a la tienda, eran sin duda de Marie-Belle a Damas. En la tienda encontraron una lista muy reducida y raras repeticiones. Adamsberg controló los cuatro números que se repetían con algo de regularidad, todos suministradores de planchas, de ruedas y de cascos deportivos. Adamsberg apartó las facturas detalladas hacia una esquina de su mesa.

Damas no era un imbécil. Damas era un superdotado que jugaba a vaciar su mirada. Esto también lo había preparado en chirona y después. Todo estaba preparado desde hacía siete años. Si tenía un cómplice, no iba a arriesgarse a que lo descubriesen llamándolo desde su casa. Adamsberg llamó a la agencia del distrito 14 para pedir el extracto de las llamadas realizadas desde la cabina pública de la Rue de la Gaîté. El fax salió de su aparato veinte minutos más tarde. Desde la expansión de los móviles, el uso de las cabinas había descendido en caída libre y Adamsberg tuvo que desmenuzar una lista bastante ligera. Localizó once números que se repetían.

– Se los descodifico, si quiere -propuso Danglard.

– Este primero -dijo Adamsberg poniendo el dedo sobre el número-. Éste, con el 92, con el departamento de Hauts-de-Seine.

– ¿Puedo saber? -preguntó Danglard dirigiéndose a interrogar a su pantalla.

– Periferia norte, es la nuestra. Con suerte, se trata de Clichy.

– ¿No sería más prudente controlar los otros?

– No van a salir volando.

Danglard tecleó algunos instantes en silencio.

– Clichy -anunció.

– En la milla. El foco de la peste de 1920. Está en su familia, es su fantasma. Vivió allí probablemente. Rápido, Danglard, el nombre, la dirección.

– Clémentine Courbet, 22, Rue Hauptoul.

– Búsquela en el fichero de identidad.

Danglard trabajó en el teclado mientras Adamsberg caminaba por la sala, tratando de evitar al gatito que jugaba con un hilo que colgaba de los bajos de su pantalón.

– Clémentine Courbet, de soltera Journot, nacida en Clichy, casada con Jean Courbet.

– ¿Qué más?

– Déjelo, comisario. Tiene ochenta y seis años, es una anciana, déjelo.

Adamsberg hizo una mueca.

– ¿Qué más?

– Tuvo una hija, nacida en 1942 en Clichy -enunció mecánicamente Danglard-. Roseline Courbet.

– Sígale la pista a esta Roseline.

Adamsberg cogió la bola y la metió en el cesto. La bola volvió a salirse de inmediato.

– Roseline, de soltera Courbet, casada con Heller-Deville, Antoine.

Danglard contempló a Adamsberg sin decir nada.

– ¿Tuvieron un hijo? ¿Arnaud?

– Arnaud Damas -confirmó Danglard.

– Su abuela -dijo Adamsberg-. Llama a su abuela en secreto desde la cabina pública. ¿Y los padres de esta abuela, Danglard?

– Muertos. No vamos a remontarnos a la Edad Media.

– ¿Sus nombres?

Las teclas del teclado chasquearon rápidamente.

– Émile Journot y Célestine Davelle, nacidos en Clichy, barriada Hauptoul.

– Éstos son -murmuró Adamsberg- los vencedores de la peste. La abuela de Damas tenía seis años durante la epidemia.

Descolgó el teléfono de Danglard y marcó el número de Vandoosler.

– ¿Marc Vandoosler? Aquí Adamsberg.

– Un segundo, comisario -dijo Marc-. Dejo la plancha.

– La barriada Hauptoul, en Clichy, ¿le recuerda algo?

– Hauptoul fue el corazón de la epidemia, las barracas de los traperos. ¿Tiene un especial que habla de ello?

– No, una dirección.

– La barriada fue arrasada hace tiempo, la reemplazaron callejuelas y casas pobres.

– Gracias, Vandoosler.

Adamsberg colgó lentamente.

– Dos hombres, Danglard. Vamos para allá.

– ¿Los cuatro? ¿Por una anciana?

– Los cuatro. Pasaremos por casa del juez para pedirle un mandato.

– ¿Cuándo comemos?

– De camino.

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