XXXV

Adamsberg torció a la izquierda hacia Montparnasse y fue a dar a la Place Edgar-Quinet. Faltaba un cuarto de hora para que Bertin diese su golpe de trueno de la noche.

Empujó la puerta de El Vikingo preguntándose si el normando osaría atraparlo por el cuello como había hecho con su cliente de la víspera. Pero Bertin no se movió mientras Adamsberg se deslizaba bajo la proa del barco pirata y se instalaba en su mesa. No se movió, pero tampoco saludó y salió a la calle en cuanto Adamsberg se hubo sentado. Adamsberg comprendió que en menos de dos minutos, toda la plaza sería informada de que el policía que se había llevado a Damas estaba en el café y que enseguida tendría a una multitud encima. Era lo que había venido a buscar. Puede incluso que, excepcionalmente, aquella noche la cena de Decambrais tuviese lugar en El Vikingo. Puso su móvil sobre la mesa y esperó.

Cinco minutos más tarde, un grupo hostil empujó la puerta del café, capitaneado por Decambrais, seguido de Lizbeth, Castillon, Le Guern, Éva y varios más. Sólo Le Guern parecía bastante indiferente ante la situación. Las noticias arrasadoras ya no lo arrasaban desde hacía mucho tiempo.

– Siéntense -casi ordenó Adamsberg levantando la cabeza para plantar cara a los rostros agresivos que lo rodeaban-. ¿Dónde está la pequeña? -dijo buscando a Marie-Belle.

– Está enferma -dijo sordamente Éva-. Está acostada. Por su culpa.

– Siéntese usted también, Éva -dijo Adamsberg.

La joven había cambiado de rostro en un día y Adamsberg leyó en él una cantidad de odio insospechado que le hacía perder la antigua gracia de su melancolía. Ayer todavía era conmovedora y esta noche, en cambio, amenazante.

– Saque a Damas de ahí, comisario -dijo Decambrais rompiendo el silencio-. Está dando palos de ciego y va a quemarse. Damas es un tipo pacífico, tierno. Nunca ha matado a nadie, nunca.

Adamsberg no respondió y se alejó hacia los baños para llamar a Danglard. Dos hombres para vigilar el domicilio de Marie-Belle en la Rue de la Convention. Después volvió a ocupar su sitio en la mesa, frente al viejo letrado que posaba sobre él una mirada altiva.

– Cinco minutos, Decambrais -dijo alzando la mano con los dedos separados-. Le cuento una historia. Y me importa un bledo si aburro a todo el mundo, voy a contársela. Y cuando cuento algo, lo cuento a mi ritmo y con mis palabras. A veces duermo a mi adjunto.

Decambrais levantó el mentón y se calló.

– En 1918 -dijo Adamsberg- Émile Journot, trapero de profesión, vuelve sano y salvo de la guerra del 14.

– Nos trae sin cuidado -dijo Lizbeth.

– Cállate, Lizbeth, está contando. Dale una oportunidad.

– Cuatro años en el frente sin una herida -continuó Adamsberg-, es decir, prácticamente un prodigio. En 1915, el trapero salva la vida de su capitán yendo a buscarlo al campo de batalla. El capitán, antes de ser evacuado en la retaguardia y como testimonio de su gratitud, le da su anillo al soldado raso Journot.

– Comisario -dijo Lizbeth-, no estamos aquí para contar historias de los viejos tiempos. No se vaya por las ramas. Estamos aquí para hablar de Damas.

Adamsberg miró a Lizbeth. Estaba pálida y era la primera vez que veía una piel negra pálida. Su tez se había puesto gris.

– Es que la historia de Damas es una vieja historia de los viejos tiempos, Lizbeth -dijo Adamsberg-. Continúo. El soldado raso Journot no ha perdido el día. El anillo del capitán porta un diamante más gordo que una lenteja. Durante toda la guerra, Émile Journot lo lleva en el dedo con el engaste vuelto hacia el interior y cubierto de barro, para que no se lo quiten. Lo desmovilizan en 1918 y regresa a su miseria de Clichy pero no vende su anillo. Para Émile Journot, el anillo es salvador y sagrado. Dos años más tarde una peste estalla en su barriada y arrasa una callejuela entera. Pero la familia Journot, Émile, su mujer y su hija Clémentine, de seis años, permanecen intactos. La gente murmura, acusa. Émile descubre, a través del médico que visita la barriada devastada, que el diamante protege de la plaga.

– ¿Es verdad esa chorrada? -dijo Bertin desde su barra.

– Es verdad en los libros -dijo Decambrais-. Continúe, Adamsberg. Va lento.

– Ya les he advertido. Si quieren noticias de Damas, tienen que escucharme hasta el final.

– Las noticias son siempre noticias -dijo Joss-, antiguas o nuevas, largas o breves.

– Gracias, Le Guern -dijo Adamsberg-. Émile Journot fue de inmediato acusado de dirigir la peste, de propagarla quizás.

– Nos la trae floja ese Émile -dijo Lizbeth.

– Es el bisabuelo de Damas, Lizbeth -dijo Adamsberg algo firme-. Amenazada de linchamiento, la familia Journot huye de la barriada Hauptoul en plena noche, la pequeña a espaldas de su padre, atravesando las descargas donde agonizan las ratas apestadas. El diamante los protege, se refugian sanos y salvos en casa de un primo de Montreuil y no vuelven a su antiguo barrio hasta que concluye el drama. Su reputación ya está hecha. Los Journot, antaño deshonrados, se convierten en héroes, en dominadores, en señores de la peste. La historia milagrosa se convertirá en su gloria de traperos y en su divisa. Émile se encapricha definitivamente del anillo y de todas las historias de la peste. Su hija Clémentine hereda, a su muerte, el anillo, la gloria y las historias. Se casa y educa orgullosamente a su hija Roseline en el culto al poder de los Journot. Esta hija se casa con Heller-Deville.

– Nos alejamos, nos alejamos -farfulló Lizbeth.

– Nos acercamos -dijo Adamsberg.

– ¿Heller-Deville? ¿El industrial de la aeronáutica? -preguntó Decambrais algo rígido.

– Lo será en el futuro. En aquella época era un tipo de veintitrés años, ambicioso, inteligente, violento, que quería comerse el mundo. Y es el padre de Damas.

– Damas se apellida Viguier -dijo Bertin.

– No es su apellido. Damas se llama Heller-Deville. Creció entre un padre brutal y una madre deshecha en lágrimas. Heller-Deville maltrata a su mujer y pega a su hijo y, siete años después del nacimiento del chico, abandona más o menos a su familia.

Adamsberg echó una ojeada a Éva, que bajó bruscamente la cabeza.

– ¿Y la pequeña? -preguntó Lizbeth, que comenzaba a interesarse.

– No hablan de Marie-Belle. Nació bastante después que Damas. Damas se refugia siempre que puede en casa de su abuela Clémentine en Clichy. Ella consuela al niño, lo alienta y lo fortalece repitiéndole las gloriosas hazañas de la rama Journot. Después de las bofetadas y del abandono del padre, la celebridad de la familia Journot se convierte en la única fuerza de Damas. La abuela le confía solemnemente el anillo cuando cumple diez años y, con el diamante, el poder de dirigir la plaga de Dios. Lo que era todavía un juego de guerra para el chico se ancla en su espíritu y se convierte en un formidable instrumento de venganza, todavía simbólico. Peinando los mercados de Saint-Ouen y Clignancourt, la abuela ha acumulado una cantidad impresionante de obras sobre la peste, la de 1920, la suya, y sobre todas las demás, que contribuyen a alimentar la epopeya familiar. Les dejo que se lo imaginen. Más tarde, Damas es lo bastante mayor para encontrar consuelo por sí mismo en esos atroces relatos de la peste negra. No le dan miedo, todo lo contrario. Tiene el diamante del gran Émile, héroe de la guerra del 14 y héroe de la peste. Estos relatos lo alivian, son su venganza natural contra una infancia devastada. Su salvavidas.

– No veo la relación -dijo Bertin-. Eso no prueba nada.

– Damas tiene dieciocho años. Es un joven enclenque, escuchimizado, que ha crecido mal. Se hace físico para superar a su padre, probablemente. Es culto, latinista, pestólogo experto, científico cultivado y superdotado y tiene un fantasma en la cabeza. Se empeña y acaba lanzándose a la rama aeronáutica. A los veinticuatro años, descubre un procedimiento de fabricación que divide por cien los riesgos de fallo en el acero alveolado, ligero como una esponja. No lo he entendido todo. No puedo decirles por qué pero ese acero presenta un interés extremo para la construcción aeronáutica.

– ¿Damas descubrió algo? -dijo Joss estupefacto-. ¿A los veinticuatro años?

– En efecto. Y tenía intención de venderlo muy caro. Un tipo decide no pagar nada y simplemente arrancarle ese acero a Damas, ni visto ni conocido. Lanza sobre él a seis hombres, seis perros salvajes que lo humillan, lo torturan y violan a su novia. Damas canta, perdiendo en una noche su orgullo, su amor y su descubrimiento. Y su gloria. Un mes más tarde su novia se tira por la ventana. Hace casi ocho años que se juzgó el caso Arnaud Heller-Deville. Acusado de defenestrar a la chica, le echan cinco años que terminó de purgar hace más de dos.

– ¿Por qué Damas no dijo nada en el proceso? ¿Por qué se dejó enchironar?

– Porque si los policías identificaban a los torturadores, Damas perdía la capacidad de maniobra. Y Damas quería vengarse con todas sus fuerzas. En aquella época no daba la talla para luchar contra ellos. Pero cinco años más tarde, ya era otra cosa. Damas, el delgaducho, sale de la trena con quince kilos de músculos, determinado a no oír nunca más hablar de acero y obnubilado por la revancha. En la cárcel, uno se obnubila fácilmente. Es casi el único recurso que uno tiene: obnubilarse. Sale y tiene a ocho personas que matar: los seis torturadores, la chica que los acompañaba y el comanditario. Durante cinco años, la vieja Clémentine siguió pacientemente sus pistas, ayudada por las informaciones de Damas. Esta vez están listos. Para matar, Damas recurre al poder familiar. ¿Qué más? Cinco acaban de palmar esta semana. Quedan tres.

– No es posible -dijo Decambrais.

– Damas y su abuela lo han confesado todo -dijo Adamsberg mirándolo a los ojos-. Siete años de preparación. Las ratas, las pulgas y los viejos libros están todavía en casa de la abuela, en Clichy. Los sobres color marfil también. Y la impresora. Todo el material.

Decambrais sacudió la cabeza.

– Damas no es capaz de matar -repitió-. O dejo de ser consejero en cosas de la vida.

– Hágalo. Danglard ya se ha comido su camisa. Damas ha confesado, Decambrais. Todo. Excepto el nombre de las víctimas restantes, cuya muerte inminente espera con júbilo.

– ¿Dijo haberlos matado él mismo?

– No -reconoció Adamsberg-. Dijo que las pulgas apestadas los habían matado.

– Si la historia es verdad -dijo Lizbeth-, no voy a echarle la culpa.

– Vaya a verlo si quiere, Decambrais. A él y a su «Mané», como él la llama. Le confirmará todo lo que acabo de contarle. Vaya, Decambrais. Vaya a escucharle.

Un silencio pesado se hizo en torno a la mesa. Bertin se había olvidado de hacer sonar el trueno. A las ocho y veinticinco, espantado, golpeó con un puño la pesada placa de cobre. El sonido gimió, siniestro, concluyendo apropiadamente la atroz historia de los viejos tiempos de Arnaud Damas Heller-Deville.


Una hora más tarde, la información había sido más o menos asimilada, en fragmentos indigestos, y Adamsberg vagaba por la plaza con un Decambrais alimentado y más tranquilo.

– Es así, Decambrais -decía Adamsberg-. No podemos hacer nada. Yo también lo siento.

– Hay algo que no encaja -dijo Decambrais.

– Es verdad. Hay algo que no encaja. El carbón.

– Ah, ¿lo sabe?

– Una enorme metedura de pata para un pestólogo experto -murmuró Adamsberg-. Y tampoco estoy seguro de que los tres tipos que quedan por asesinar se salven.

– Damas y Clémentine están entre rejas.

– Aun así.

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