XXXII

En cuanto a Damas, permanecía tranquilo, sin sombra de preocupación, sin que una pregunta atravesase su rostro. Se había dejado detener sin protestar, había permitido que lo sentasen en el coche y lo condujesen hasta la brigada sin decir una palabra, sin que su rostro pareciese tampoco hermético. Adamsberg no había visto en toda su vida a un acusado tan tranquilo sentado frente a él.

Danglard se sostuvo en el borde de la mesa, Adamsberg se apoyó en la pared cruzando los brazos, Noël y Voisenet estaban de pie en las esquinas de la habitación. Favre estaba sentado tras una mesa esquinada, dispuesto a mecanografiar el interrogatorio. Damas, instalado de manera bastante relajada en la silla, echó sus largos cabellos hacia atrás y esperó, con las dos manos sobre las rodillas encerradas dentro de las esposas.

Danglard salió discretamente para dejar a la bola en su cesta y pidió a Mordent y Mercadet que fuesen a buscar algo de beber y de comer para todo el mundo, además de medio litro de leche, si tenían la amabilidad.

– ¿Es para el acusado?

– Es para el gato -dijo discretamente Danglard-. Si puede rellenar su escudilla, sería muy amable. Voy a estar ocupado toda la velada y quizás toda la noche.

Mordent le aseguró que podía contar con él y Danglard retomó su posición en el ángulo de la mesa.

Adamsberg estaba quitándole las esposas a Damas y Danglard juzgó aquel gesto prematuro, teniendo en cuenta que quedaba todavía una ventana sin barrotes y que ignoraban las reacciones de aquel hombre. Sin embargo, no se inquietó. Lo que lo preocupaba mucho, en cambio, era ver a aquel tipo acusado de ser el sembrador de peste sin ninguna prueba válida. Además, la pacífica apariencia de Damas lo desmentía por completo. Buscaban un erudito y una gran cabeza. Y Damas era un hombre simple, e incluso un poco lento de reacciones. Era absolutamente imposible que aquel tipo, preocupado sobre todo por sus proezas físicas, hubiese podido dirigir mensajes tan complejos al pregonero. Danglard se preguntaba ansiosamente si Adamsberg habría reflexionado simplemente antes de meterse con la cabeza baja en aquel arresto inverosímil. Se mordisqueó el interior de las mejillas, lleno de aprensión. A su parecer, Adamsberg iba directo contra el muro.

El comisario ya había contactado con el sustituto y obtenido las órdenes de registro para la tienda de Damas y para su domicilio, en la Rue de la Convention. Seis hombres habían salido un cuarto de hora antes hacia el lugar.

– Damas Viguier -empezó Adamsberg consultando el carné de identidad usado-, está acusado de los asesinatos de cinco personas.

– ¿Por qué? -dijo Damas.

– Porque está acusado -repitió Adamsberg.

– Ah, bueno. ¿Me dice que he matado a gente?

– A cinco -dijo Adamsberg disponiendo bajo sus ojos las fotos de las víctimas y nombrándolos, uno tras otro.

– No he matado a nadie -dijo Damas contemplándolo-. ¿Puedo irme? -añadió después levantándose.

– No. Está detenido. Puede hacer una llamada de teléfono.

Damas contempló al comisario con aire atónito.

– Pero yo hago llamadas cuando quiero -dijo.

– Esas cinco personas -dijo Adamsberg enseñándole las fotos de una en una- han sido todas estranguladas esta semana. Cuatro en París, la última en Marsella.

– Muy bien -dijo Damas volviéndose a sentar.

– ¿Las reconoce, Damas?

– Claro que sí.

– ¿Dónde las ha visto?

– En el periódico.

Danglard se levantó y se alejó, dejando la puerta abierta para escuchar la continuación de aquel mediocre principio de interrogatorio.

– Enséñeme sus manos, Damas -dijo Adamsberg volviendo a guardar las fotos-. No, así no, al revés.

Damas le hizo caso con buena voluntad y presentó al comisario sus largas manos extendidas, con las palmas vueltas hacia el techo. Adamsberg le tomó la mano izquierda.

– ¿Es un diamante, Damas?

– Sí.

– ¿Por qué le da la vuelta?

– Para no estropearlo cuando reparo las planchas.

– ¿Cuesta caro?

– Sesenta y dos mil francos.

– ¿De dónde lo ha sacado? ¿Es de familia?

– Es el precio de una moto que vendí, una 1.000 R1 casi nueva. El comprador me pagó con eso.

– No es corriente en un hombre que lleve un diamante.

– Yo lo llevo. Puesto que lo tengo.

Danglard se presentó en la puerta e hizo un signo a Adamsberg a distancia para que se reuniese con él.

– Los tipos del registro domiciliario acaban de llamar -dijo Danglard en voz baja-. No han sacado nada. Ni una bolsa de carbón, ni un criadero de pulgas, ni una rata viva o muerta y, sobre todo, ni un solo libro, ni en la tienda ni en su casa, aparte de algunas novelas en edición de bolsillo.

Adamsberg se frotó la nuca.

– Déjelo -dijo Danglard con un tono apurado-. Va directo a meter la pata. Este tipo no es el sembrador.

– Sí, Danglard.

– No puede precipitarse sólo por ese diamante, es ridículo.

– Los hombres no llevan diamantes, Danglard. Pero éste lleva uno en el anular izquierdo y oculta la piedra en la palma de su mano.

– Para no estropearlo.

– Chorradas, nada estropea un diamante. El diamante es la piedra protectora de la peste por excelencia. Le viene de familia, desde 1920. Miente, Danglard. No olvide que manipula la urna del pregonero tres veces al día.

– Este tipo no ha leído un solo libro en su vida, Dios santo -dijo Danglard casi gruñendo.

– ¿Qué sabemos?

– ¿Ve a este tipo como a un latinista? ¿Está de broma?

– No conozco a los latinistas, Danglard. Por eso no tengo sus prejuicios.

– ¿Y Marsella? ¿Cómo es posible que estuviese en Marsella? Está siempre metido en su tienda.

– No el domingo ni el lunes por la mañana. Después del pregón de la noche, ha tenido todo el tiempo de coger el tren de las veinte horas y veinte minutos. Y de estar de vuelta a las diez de la mañana.

Danglard alzó los hombros, casi furioso, y fue a instalarse frente a su pantalla. Si Adamsberg quería plantarse, que lo hiciese sin él.

Los tenientes habían traído de cenar y Adamsberg sirvió las pizzas en su despacho, en las cajas. Damas comió con apetito, con aire satisfecho. Adamsberg esperó tranquilamente a que todos hubiesen terminado de comer, apiló las cajas al lado de la papelera y retomó el interrogatorio a puerta cerrada.

Danglard llamó una hora y media más tarde. Su descontento parecía haber desaparecido parcialmente. Con una mirada hizo señas a Adamsberg para que se acercase.

– No hay ningún Damas Viguier en el registro civil -dijo en voz baja-. Este tipo no existe. Sus papeles son falsos.

– ¿Ve, Danglard? Miente. Envíe sus huellas, seguro que ha estado en la cárcel. Se rumia desde el principio. El hombre que ha abierto el apartamento de Laurion y el de Marsella sabía cómo hacerlo.

– El fichero de huellas acaba de derrapar. Si le digo que ese jodido fichero me da la lata desde hace ocho días.

– Vaya al Quai, compañero, apúrese. Llámeme desde allí.

– Mierda, todo el mundo tiene nombres falsos en esta plaza.

– Decambrais dijo que hay lugares donde sopla el espíritu.


– ¿No se llama Viguier? -dijo Adamsberg retomando su sitio contra la pared.

– Es un nombre para la tienda.

– Y para sus papeles -dijo Adamsberg mostrándole el carné-. Falsificación y uso de falsificaciones.

– Me lo hizo un amigo, lo prefiero así.

– ¿Por qué?

– Porque no me gusta el nombre de mi padre. Es demasiado llamativo.

– Dígamelo de todas formas.

Por primera vez, Damas guardó silencio y apretó los labios.

– No me gusta -dijo finalmente-. Me llaman Damas.

– Pues bien, esperaremos ese nombre -dijo Adamsberg.


Adamsberg se fue a caminar dejando a Damas vigilado por sus tenientes. A veces es muy fácil distinguir a un tipo que miente de un tipo que dice la verdad. Y Damas decía la verdad afirmando que no había matado a nadie. Adamsberg lo escuchaba en su voz, en sus ojos, lo leía en sus labios y sobre su frente. Pero seguía convencido de tener al sembrador ante él. Era la primera vez que se sentía cortado en dos mitades irreconciliables ante un sospechoso. Volvió a llamar a los hombres que seguían registrando la tienda y el piso. El registro era un fracaso total. Adamsberg volvió a la brigada una hora más tarde, consultó el fax enviado por Danglard y lo copió en su cuaderno. Apenas le sorprendió encontrarse a Damas dormido sobre su silla, con el sueño pesado de un tipo que no tiene nada que reprocharse.

– Hace tres cuartos de hora que duerme -dijo Noël.

Adamsberg le puso una mano sobre el hombro.

– Despiértate, Arnaud Damas Heller-Deville. Voy a contarte tu historia.

Damas abrió los ojos y los volvió a cerrar.

– Ya la conozco.

– El industrial de la aeronáutica Heller-Deville ¿es tu padre?

– Lo era -dijo Damas-. Gracias a Dios, explotó en el aire en su avión privado hace dos años. Que su alma no descanse en paz.

– ¿Por qué?

– Por nada -dijo Damas, cuyos labios temblaban ligeramente-. No tiene derecho a preguntarme. Pregúnteme cualquier otra cosa. Cualquier otra cosa.

Adamsberg pensó en las palabras de Ferez y lo dejó de lado.

– Cumpliste cinco años de prisión en Fleury y saliste hace dos años y medio -dijo Adamsberg leyendo sus notas-. Acusación de homicidio voluntario. Tu novia se cayó por la ventana.

– Saltó.

– Es lo que reiteraste como un autómata en el proceso. Algunos vecinos testificaron. Os escuchaban discutir como perros desde hacía semanas. Casi llaman varias veces a la policía. ¿Motivo de las discusiones, Damas?

– Estaba desequilibrada. Gritaba todo el tiempo. Saltó.

– No estás en el tribunal, Damas, y tu proceso no se repetirá nunca. Puedes cambiar de disco.

– No.

– ¿La empujaste?

– No.

– Heller-Deville, ¿has matado a esos cuatro tipos y a esa mujer la semana pasada? ¿Los has estrangulado?

– No.

– ¿Sabes de cerraduras?

– He aprendido.

– ¿Te hicieron daño esos tipos, esa chica? ¿Los has matado como a tu novia?

– No.

– ¿Qué hacía tu padre?

– Pasta.

– Y a tu madre, ¿qué le hacía?

De nuevo, Damas apretó los labios.

El teléfono sonó y Adamsberg tuvo al juez de instrucción en la línea.

– ¿Ha hablado? -preguntó el juez.

– No. Se bloquea -dijo Adamsberg.

– ¿Alguna luz a la vista?

– Ninguna.

– ¿El registro domiciliario?

– Nada.

– Apúrese, Adamsberg.

– No. Quiero que se le inculpe, señor juez.

– De ninguna manera. No tiene ni un elemento de prueba. Hágale hablar o libérelo.

– Viguier no es su nombre, su carné está falsificado. Se trata de Arnaud Damas Heller-Deville, cinco años de cárcel por homicidio. ¿No le basta como presunción?

– Todavía menos. Me acuerdo perfectamente del caso Heller-Deville. Fue condenado porque los testimonios de los vecinos impresionaron al jurado. Pero su versión se sostenía igual de bien que la de la acusación. Ni se le ocurra cargarle una peste a las espaldas con el pretexto de que ha estado en chirona.

– Las cerraduras han sido abiertas por un experto.

– Tiene ex presidiarios hasta decir basta en esa plaza, ¿me equivoco? Ducouëdic y Le Guern están tan bien situados como Heller-Deville. Los informes sobre su reinserción son todos excelentes.

El juez Ardet era un hombre firme, además de sensible y prudente, cualidades raras que, esta noche, no favorecían a Adamsberg.

– Si soltamos a ese tipo -dijo Adamsberg- no le garantizo nada. Va a matar de nuevo o a escapársenos de las manos.

– Nada de inculpación -concluyó el juez con firmeza-. O arrégleselas para encontrar pruebas antes de mañana a las diecinueve horas treinta minutos. Pruebas, Adamsberg, no intuiciones confusas. Pruebas. Confesiones, por ejemplo. Buenas noches, comisario.

Adamsberg colgó y guardó silencio durante un buen rato que nadie osó interrumpir. Se apoyaba en la pared o bien deambulaba por la habitación, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados. Danglard veía subir bajo la piel de sus mejillas, de su frente morena, el resplandor extraño de su concentración. Por muy concentrado que estuviese no encontraría una fisura por la que quebrantar a Arnaud Damas Heller-Deville. Porque Damas quizás hubiese asesinado a su novia y falsificado sus papeles pero no era el sembrador. Si aquel tipo de mirada vacía sabía latín, se comía su camisa. Adamsberg salió para telefonear y después volvió a la habitación.

– Damas -continuó, cogiendo una silla y sentándose muy cerca de él-. Damas, propagas la peste. Metes esos anuncios en la urna de Joss Le Guern, desde hace más de un mes. Crías pulgas de rata que liberas bajo la puerta de tus víctimas. Esas pulgas portan la peste, están infectadas y pican. Los cadáveres portan las huellas de picaduras mortales y los cuerpos están negros. Muertos de peste los cinco.

– Sí, es lo que han explicado los periodistas.

– Eres tú el que pinta los cuatros negros. Eres tú el que envía las pulgas. Eres tú el que mata.

– No.

– Tienes que comprender una cosa, Damas. Esas pulgas que transportas saltan sobre ti como sobre los otros. No te cambias a menudo y no te lavas a menudo.

– Me lavé el pelo la semana pasada -protestó Damas.

De nuevo, Adamsberg vaciló ante el candor de los ojos del joven. El mismo candor que tenían los de Marie-Belle, un poco simple.

– Esas pulgas apestadas también están en ti. Pero estás protegido, tienes el diamante. No pueden nada contra ti. Pero ¿y si no tuvieses la piedra, Damas?

Damas cerró sus dedos sobre el anillo.

– Si no tienes nada que ver -continuó Adamsberg-, no debes preocuparte. Si fuese así, no tendrías pulgas. ¿Entiendes?

Adamsberg dejó pasar un silencio, vigilando los ligeros cambios en el rostro del hombre.

– Dame tu anillo, Damas.

Damas no se movió.

– Sólo diez minutos -insistió Adamsberg-. Te lo devolveré, te lo juro.

Adamsberg extendió la mano y esperó.

– Tu anillo, Damas. Quítatelo.

Damas se quedó inmóvil, como todos los otros hombres en la habitación. Danglard contempló cómo sus rasgos se crispaban. Algo empezaba a moverse.

– Dámelo -dijo Adamsberg con la mano aún extendida-. ¿Qué temes?

– No puedo quitármelo. Es un voto. Era de la chica que saltó. Era su anillo.

– Te lo devolveré. Dámelo. Quítatelo.

– No -dijo Damas deslizando su mano izquierda bajo su muslo.

Adamsberg se levantó y caminó.

– Tienes miedo, Damas. En cuanto el anillo haya dejado tu dedo, sabes que las pulgas te picarán y que esta vez te la transmitirán. Y morirás como los otros.

– No. Es un voto.

Fracaso -pensó Danglard relajando sus hombros-. Hermosa tentativa, pero fracaso. Demasiado débil, esa historia del diamante, calamitosa.

– Entonces, desvístete -dijo Adamsberg.

– ¿Qué?

– Quítate la ropa, toda. Danglard, traiga una bolsa.

Un hombre, desconocido para Adamsberg, asomó la cabeza por la puerta.

– Martin -se presentó el hombre-. Servicio de entomología. Me ha mandado llamar.

– Le tocará a usted, Martin, dentro de un minuto. Damas, desvístete.

– ¿Delante de todos esos tipos?

– ¿Qué más te da? Salgan -dijo a Noël, Voisenet y Favre-. Lo molestan.

Con la frente arrugada, Damas hizo caso con lentitud.

– Meta eso en la bolsa -dijo Adamsberg.

Cuando Damas estuvo desnudo, con su único anillo al dedo, Adamsberg cerró la bolsa y llamó a Martin.

– Urgente. Búsqueda de sus…

– Nosopsyllus fasciatus

– Exactamente.

– ¿Esta noche?

– Esta noche, a toda velocidad.

Adamsberg volvió a la habitación donde Damas estaba de pie, cabizbajo.

Adamsberg le levantó un brazo y después el otro.

– Separa las piernas, treinta centímetros.

Adamsberg estiró la piel de las caderas, de un lado y de otro.

– Siéntate, ya terminamos. Voy a buscarte una toalla.

Adamsberg volvió de los vestuarios con una toalla de baño verde que Damas cogió con un gesto rápido.

– ¿No tienes frío?

Damas negó con la cabeza.

– Te han picado las pulgas, Damas. Tienes dos picaduras bajo el brazo derecho, una en la ingle izquierda y tres en la ingle derecha. No temas nada, tienes tu anillo.

Damas mantuvo la cabeza inclinada, apretado en su gran toalla.

– ¿Qué me dices?

– Hay pulgas en la tienda.

– ¿Pulgas de hombre, quieres decir?

– Sí, la trastienda no está muy limpia.

– Pulgas de rata, lo sabes mejor que yo. Vamos a esperar todavía, menos de una hora y lo sabremos. Martin nos va a llamar. Es un gran especialista, Martin, ¿sabes? Te encuentra el nombre de una pulga de rata con sólo una ojeada. Puedes irte a dormir, si quieres. Voy a traerte unas mantas.

– La celda está nueva -dijo Adamsberg tendiéndole las dos mantas-. La ropa de cama está limpia.

Damas se acostó sin decir palabra y Adamsberg cerró la reja tras él. Volvió hacia su despacho, incómodo. Tenía al sembrador, había acertado y sentía pena. Y sin embargo aquel tipo había masacrado a cinco personas en ocho días. Adamsberg se obligó a recordarlo, a volver a ver los rostros de las víctimas, la mujer joven bajo el camión.

Esperaron poco menos de una hora en silencio. Danglard no se atrevía a pronunciarse. Nada decía que la ropa de Damas contuviese las pulgas de la peste. Adamsberg garabateaba sobre una hoja pegada a su rodilla, con los rasgos un poco cansados.

Era la una y media de la madrugada. Martin llamó a las dos y diez.

– Dos Nosopsyllus fasciatus -declaró sobriamente-. Vivas.

– Gracias, Martin. Artículo ultra precioso. Si las dejas escapar por el embaldosado, es nuestro dossier el que se larga con ellas.

– Con ellos -corrigió el entomólogo-. Son machos.

– Lo siento, Martin. No he querido ofender a nadie. Envíenos de vuelta la ropa a la brigada para que el sospechoso pueda vestirse de nuevo.

Cinco minutos más tarde, el juez, despertado en su primer sueño, autorizaba el cargo.

– Tenía razón -dijo Danglard levantándose penosamente, con los ojos entornados y el cuerpo exhausto-. Pero lo tiene cogido por un cabello.

– Un cabello es más sólido de lo que uno cree. Basta con tirar de él suave y regularmente.

– Le advierto que Damas aún no ha hablado.

– Hablará. Sabe que ahora está jodido. Es extremadamente listo.

– Imposible.

– Sí, Danglard. Se hace el imbécil. Y como es extremadamente listo, lo hace muy bien.

– Si ese tipo habla latín, me como mi camisa -dijo Danglard mientras se iba.

– Que aproveche, Danglard.

Danglard apagó el ordenador, levantó la canasta donde dormía el gatito y saludó a los agentes de noche, con el cesto bajo el brazo. En el vestíbulo se cruzó con Adamsberg, que descendía un catre de campaña del vestuario y una manta.

– Mierda, ¿va a dormir ahí?

– Por si le da por hablar.

Danglard continuó su camino sin hacer comentarios. ¿Qué podía comentar? Sabía que Adamsberg no tenía muchas ganas de volver a su apartamento, donde flotaban aún los vapores del accidente. Mañana se encontraría mejor. Adamsberg era un tipo que se recuperaba con una extraña rapidez.

Adamsberg se instaló en el catre de campaña y se puso la manta enrollada por encima. Tenía al sembrador a diez pasos de distancia. El hombre de los cuatros, el hombre de los «especiales» aterradores, el hombre de las pulgas de rata, el hombre de la peste, el hombre que estrangulaba y tiznaba de carbón a sus víctimas. Esa tiznadura de carbón, este último gesto, su enorme metedura de pata.

Se quitó la chaqueta, el pantalón y puso su móvil sobre la silla. Llama, Dios bendito.

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