XXXVII

Danglard llamó mientras Adamsberg terminaba de vestirse, poniéndose un pantalón y una camiseta prácticamente idénticos a los de la víspera. Adamsberg tendía a promover una indumentaria universal, eliminando el problema de elegir y conjuntar, a fin de amargarse la vida lo menos posible con esas historias de ropa. Sin embargo no había conseguido encontrar otro par de zapatos en su armario que no fuesen las gruesas botas de montaña, poco aptas para caminar por París, y había tenido que recurrir a las sandalias de cuero que acababa de ponerse sobre los pies descalzos.

– Estoy en Romorantin -dijo Danglard- y tengo sueño.

– Dormirá cuatro días seguidos en cuanto haya terminado de registrar esa ciudad. Nos aproximamos al punto neurálgico. No abandone la pista de Antoine Hurfin.

– Ya he terminado con Hurfin. Duermo y me vuelvo a París.

– Más tarde, Danglard. Bébase tres cafés y siga.

– He seguido y he terminado. Me ha bastado con interrogar a la madre, no hace ningún misterio del asunto, al contrario. Antoine Hurfin es el hijo de Heller-Deville, nacido ocho años después que Damas, hijo no reconocido. Heller-Deville le ha…

– ¿Sus condiciones de vida, Danglard? ¿Pobres?

– Digamos, necesitados. Antoine trabaja con un cerrajero, se aloja en una pequeña habitación encima de la tienda. Heller-Deville le ha…

– Perfecto, métase en su coche, me contará los detalles en cuanto llegue. ¿Ha podido avanzar en cuanto al físico torturador?

– Lo arrinconé en mi pantalla ayer por la noche. Es Châtellerault. Los aceros Messelet, una empresa muy grande instalada en la zona industrial, suministrador número uno de las flotas aéreas, mercado mundial.

– Caza mayor, Danglard. ¿Messelet es el propietario?

– Sí, Rodolphe Messelet, ingeniero en ciencias físicas, profesor universitario, director del laboratorio, jefe de la empresa y titular exclusivo de nueve patentes de invención.

– ¿Entre las cuales está un acero ultraligero casi infisible?

– No fisible -corrigió Danglard-. Sí, entre otros. Registró esa patente hace siete años y siete meses.

– Es él, Danglard, el comanditario del suplicio y del robo. Evidentemente es él. Pero es también un reyezuelo provincial y un intocable de la industria francesa.

– Lo tocaremos.

– No creo que Interior nos apoye en ese golpe, comisario. Demasiado dinero y la reputación nacional en juego.

– No necesitamos avisar a nadie, y todavía menos a Brézillon. Una filtración en la prensa y la mancha de tinta alcanzará a esta basura en dos días. No le faltará más que derrapar y darse de bruces. Lo recogeremos en el juzgado.

– Perfecto -dijo Danglard-. En cuanto a la madre de Hurfin…

– Más tarde, Danglard, su hijo me espera.


Los oficiales de noche habían dejado su informe sobre la mesa. Antoine Hurfin, veintitrés años, nacido en Vétigny y domiciliado en Romorantin, Loir-et-Cher, se había aferrado obstinadamente a sus primeras declaraciones y había telefoneado a un abogado que le había aconsejado, enseguida, que se callase. Desde entonces, Antoine Hurfin había permanecido mudo.

Adamsberg se plantó delante de su celda. El joven estaba sentado sobre la litera, apretando los maxilares, haciendo funcionar una infinidad de pequeños músculos en su rostro huesudo y chasqueando las articulaciones de sus dedos delgados.

– Antoine -dijo Adamsberg-, eres el hijo de Antoine. Eres un Heller-Deville privado de todo. Privado de reconocimiento, privado de padre, privado de dinero. Pero probablemente provisto de golpes, bofetadas y desolación. Tú también golpeas, maltratas. A Damas, al otro hijo, al reconocido, al afortunado. Tu hermanastro. Que lo ha pasado tan mal como tú, por si no lo sabes. Mismo padre, mismas bofetadas.

Hurfin guardó silencio y lanzó una mirada a la vez odiosa y vulnerable en dirección al policía.

– Tu abogado te ha dicho que te callases y lo obedeces. Eres disciplinado y dócil, Antoine. Es extraño en un asesino. Si entrase en tu celda no sé si te echarías sobre mí para cortarme el cuello o si te ovillarías en un ángulo. O las dos cosas. Ni siquiera sé si te das cuenta de lo que haces. Eres todo acto y no sé dónde está tu pensamiento. Al contrario de Damas, que es todo pensamiento e impotencia. Destructores tanto el uno como el otro, tú con tus manos, él con su cabeza. ¿Me escuchas, Antoine?

El joven se estremeció, sin moverse.

Adamsberg dejó los barrotes y se alejó, casi tan desolado ante aquel rostro torturado y estremecido como ante la impasibilidad inconsecuente de Damas. Podía estar orgulloso de sí mismo el padre Heller-Deville.

Las celdas de Clémentine y de Damas estaban en el otro extremo del local. Clémentine había empezado una partida de póquer con Damas, pasando las cartas de una celda a la otra deslizándolas por el suelo. A falta de peones apostaban con galletas.

– ¿Ha podido dormir, Clémentine? -preguntó Adamsberg abriendo la reja.

– No demasiado mal -dijo la anciana-. No es como dormir en casa de uno, es un cambio. ¿Cuándo salimos, el chico y yo?

– La teniente Froissy va a acompañarla al cuarto de baño y a darle ropa. ¿De dónde han sacado las cartas?

– De su cabo Gardon. Ayer pasamos una buena velada.

– Damas -dijo Adamsberg-, prepárate. Será tu tumo después.

– ¿De qué? -preguntó Damas.

– De lavarte.

Hélène Froissy condujo a la anciana y Adamsberg se acercó a la celda de Kévin Roubaud.

– Vas a salir, Roubaud, ponte de pie. Te trasladamos.

– Estoy bien aquí -dijo Roubaud.

– Volverás -dijo Adamsberg abriendo la reja de par en par-. Estás detenido por golpes y lesiones y presunción de violación.

– Mierda -dijo Roubaud-, les guardaba las espaldas.

– Espaldas terriblemente activas. Eras el sexto en la lista. Uno de los más peligrosos, entonces.

– Mierda, de todas formas he venido a ayudarlo. Colaboración con la justicia, eso cuenta, ¿no?

– Lárgate. No soy tu juez.

Dos oficiales se llevaron a Roubaud fuera de la brigada. Adamsberg consultó su memorándum. Acné, mandíbula prominente, sensible, igual a Maurel.

– Maurel, ¿quién ha tomado el relevo en el domicilio de Marie-Belle? -preguntó consultando el reloj.

– Noël y Favre, comisario.

– ¿Qué demonios hacen? Son las nueve y media.

– Quizás no vaya a salir. No abre la tienda desde que su hermano está encerrado.

– Voy para allá -dijo Adamsberg-. Puesto que Hurfin no habla, Marie-Belle va a contarme lo que le ha sacado.

– ¿Va así, comisario?

– ¿Así cómo?

– Quiero decir, en sandalias. ¿No quiere que le prestemos algo?

Adamsberg consideró sus pies a través de las correas de cuero gastado, buscando el defecto.

– ¿Qué es lo que no va, Maurel? -preguntó sinceramente.

– No sé -dijo Maurel, que buscaba la manera de dar marcha atrás-. Es jefe de grupo.

– Ah -dijo Adamsberg-. ¿La apariencia, Maurel? ¿Es eso?

Maurel no respondió.

– No tengo tiempo de comprarme zapatos -dijo Adamsberg encogiéndose de hombros-. Y Clémentine es más urgente que mi ropa, ¿no?

– Sí, comisario.

– Cuídese de que no le falte nada. Voy a buscar a la hermana y vuelvo.

– ¿Cree que nos hablará?

– Probablemente. A Marie-Belle le gusta contar su vida.

En el momento en que iba a traspasar la puerta, un mensajero especial le entregó un paquete que abrió en la calle. Encontró en él su móvil y colocó todo sobre el portaequipajes de un coche mientras buscaba el contrato aferente. Pulga vivaz. El antiguo número había podido conservarse y había sido transferido a un aparato nuevo. Satisfecho, lo guardó en su bolsillo interior y continuó su camino, con la mano puesta encima, a través de la tela, como si quisiera calentarlo y retomar con él el diálogo interrumpido.

Localizó a Noël y a Lamarre haciendo guardia en la Rue de la Convention. El más bajo era Noël. Orejas, pelo cepillo, cazadora, igual a Noël. El alto y rígido era Lamarre, el antiguo gendarme de Granville. Los dos hombres echaron una mirada rápida a sus pies.

– Sí, Lamarre, lo sé. Me compraré unos más adelante. Subo -dijo indicando el cuarto piso-. Pueden entrar.

Adamsberg atravesó el lujoso recibidor, siguió por la escalera cubierta de una ancha alfombra roja. Percibió el sobre clavado con una chincheta sobre la puerta de Marie-Belle antes de llegar al descansillo. Subió los últimos escalones con lentitud, disgustado, y se acercó al rectángulo blanco que llevaba simplemente su nombre, Jean-Baptiste Adamsberg.

Se había ido. Marie-Belle se había ido en las narices de sus hombres de guardia. Se había largado. Se había largado sin ocuparse de Damas. Adamsberg descolgó el sobre con el ceño fruncido. La hermana de Damas había abandonado el terreno en llamas.

La hermana de Damas y la hermana de Antoine.

Adamsberg se sentó pesadamente sobre un escalón, con el sobre encima de sus rodillas. La luz se apagó. Antoine no le había arrancado la información a Marie-Belle sino que Marie-Belle se la había dado. A Hurfin el asesino, a Hurfin el obediente. A las órdenes de su hermana, Marie-Belle Hurfin. Llamó a Danglard en la oscuridad.

– Estoy en el coche -dijo Danglard-. Dormía.

– Danglard, ¿había otro hijo ilegítimo de Heller-Deville en la familia de Romorantin? ¿Una chica?

– Es lo que trataba de decirle. Marie-Belle Hurfin nació dos años antes que Antoine. Es la hermanastra de Damas. No lo conocía antes de desembarcar en su casa de París, hace un año.

Adamsberg asintió con la cabeza en silencio.

– ¿Eso lo contradice? -preguntó Danglard.

– Sí. Buscaba la cara del asesino y ya la tengo.

Adamsberg colgó, se levantó para encender la luz y se apoyó en la hoja de la puerta para abrir la carta.


Querido comisario,

No le escribo para arreglar las cosas. Me ha tomado por una idiota y eso no me gusta. Pero como tenía pinta de idiota, automáticamente no puedo echárselo en cara. Si le escribo, es por Antoine. Quiero que esta carta sea leída en su proceso porque no es responsable. Soy yo la que lo dirigió, punto por punto, soy yo la que le pidió que matase. Soy yo la que le decía por qué, quién, dónde y cuándo. Antoine no es responsable de nada, no hace más que obedecer, como siempre ha hecho. No es culpa suya, nada es culpa suya. Quiero que esto sea dicho en su proceso, ¿puedo contar con usted? Me doy prisa porque no me queda mucho tiempo por delante. Ha sido un poco imbécil llamando a Lizbeth para enviarla al hospital cerca del viejo. Porque de Lizbeth, nadie lo diría, pero a veces necesita que la reconforten. Que yo la reconforte. Y me llamó inmediatamente después para contarme el accidente de Decambrais.

O sea que el asesinato del viejo se frustró y que a Antoine lo han pescado. No le llevará mucho tiempo descubrir quién es su padre, sobre todo porque mi madre no se lo oculta a nadie y va a presentarse aquí a toda velocidad. Ya hay dos tipos suyos abajo en un coche. Está jodido, yo me largo. No se rompa la cabeza tratando de encontrarme, perderá el tiempo. Tengo un montón de efectivo que he sacado de la cuenta de ese imbécil de Damas y arreglármelas. Tengo un traje de africana que me pasó Lizbeth para una fiesta, sus tipos no verán nada, no me preocupo. Automáticamente, déjelo.

Le doy algunos detalles rápidamente para que vea bien que Antoine no es responsable de nada. Detestaba a Damas tanto como yo pero es incapaz de tramar nada. Aparte de obedecer a la madre, y al padre cuando le daba una tunda, todo lo que sabía hacer de niño era estrangular a los pollos y a los conejos para desahogar su rabia. Automáticamente, no ha cambiado. Nuestro padre quizás fuese el rey de la aeronáutica, pero sobre todo era el rey de los cabrones, tiene que comprenderlo. No sabía más que preñar y largar palizas. Tuvo un primer hijo, uno declarado que fue educado entre sedas en París. Hablo de ese pirado de Damas. Nosotros éramos la familia de la vergüenza, los proletarios de Romorantin y él nunca quiso reconocemos. Cuestión de reputación, decía. En cambio, en cuestión de bofetadas, no se andaba con chiquitas, y tanto mi madre como mi hermano y yo encajamos unas palizas de padre y muy señor mío.

A me traía sin cuidado, había decidido matarlo un día pero finalmente se jodió él solo. Y en cuestión de pasta, no le daba ni una perra a mamá, sólo para sobrevivir, porque tenía miedo de que los vecinos se hiciesen preguntas, si nos veían vivir la gran vida. Un cabrón, un animal y un cobarde, eso es lo que era.

Cuando la palmó, Antoine y yo nos dijimos que no veíamos por qué no íbamos a tener derecho a una parte de la pasta, puesto que ya no teníamos el nombre. Teníamos derecho, no en vano éramos sus hijos. De acuerdo, pero nos quedaba probarlo. Automáticamente, sabíamos que no había posibilidad de conseguir la prueba genética, pues se había pulverizado sobre el Atlántico. Pero podíamos hacerla con Damas que se llevaba la tarta sin compartirla con nadie. Sólo que estábamos convencidos de que el Damas no iba a aceptar hacerse la prueba genética porque aquello le quitaría los dos tercios de la pasta, automáticamente. A menos que le gustásemos, pensé yo. A menos que se encaprichase conmigo. Soy bastante ducha en ese jueguecito. Pensamos en eliminarlo pero yo le dije a Antoine que estaba fuera de cuestión: cuando nos presentásemos a reclamar la herencia, ¿de quién habrían sospechado? De nosotros, automáticamente.

Llegué a París con esta única idea: anunciarle que era su hermanastra, llorar mi desgracia y hacerme aceptar. El Damas cayó como una pera madura en dos días. Me recibió con los brazos abiertos, e incluso lloró un poco, y cuando supo que también tenía un hermanastro, peor aún. Comía de mi mano, un verdadero imbécil. Nuestro plan del ADN iba sobre ruedas para Antoine y para mí. Una vez que hubiéramos tenido los dos tercios de la fortuna lo habría plantado allí mismo. No me gusta demasiado esa clase de tipo que se pasea enseñando musculitos y que llora por un y por un no. Algo más tarde comprendí que Damas estaba pirado. Como me comía de la mano y necesitaba apoyo, me contó todo su plan de pirado, su venganza, su peste, sus pulgas y todo el rollo. Yo estaba al corriente de todos los pequeños detalles, me hablaba de ello durante horas. Los nombres de los tipos que había localizado, las direcciones, todo. No me creí ni un minuto que sus pulgas idiotas fuesen a matar a nadie. Automáticamente cambié de planes, póngase en mi lugar. ¿Por qué conformamos con los dos tercios si podíamos tenerlo todo? En cuanto a Damas, él tenía el nombre y eso es muchísimo. Y nosotros, nada. Lo mejor era que Damas quería ante todo no tocar la pasta de su padre, decía que estaba maldita, podrida. Entre paréntesis, tuve la impresión de que tampoco él se lo había pasado muy bien de pequeño.

Tengo que darme prisa. Sería suficiente dejar que Damas hiciese sus numeritos y nosotros mataríamos por detrás. Si rematábamos su idea, el Damas acabaría en chirona a perpetuidad. Después de los ocho asesinatos yo habría puesto a los polis sobre su pista, como si nada. Soy bastante ducha en esas cosas. Después, como comía de mi mano, administraría toda su fortuna, es decir se la mangaría, con Antoine, y si te he visto no me acuerdo, justa conclusión de las cosas. Antoine no tenía que hacer otra cosa que obedecerme y matar, distribuimos los papeles y a él le gusta eso, obedecer y matar. Yo no soy lo suficientemente fuerte y no me gusta demasiado. Le eché una mano para sacar fuera a dos tipos, Viard y Clerc, cuando los polis estaban por todas partes y Antoine los eliminó uno por uno. Por eso que le digo que no es culpa de Antoine. Me ha obedecido, no sabe hacer otra cosa. Le pediría que fuese a buscar un cubo de agua a Marte, e iría sin vacilar. No es culpa suya. Si pudiesen internarlo en una casa de reposo, algo intensivo, ya sabe, y no en chirona, sería más justo porque, automáticamente, no es responsable. No tiene nada en el cerebro.

El Damas supo que la gente se moría y no se le ocurrió indagar más. Estaba convencido de que era su «fuerza Journot» que funcionaba, y no quiso preguntar más. Pobre imbécil. Lo habría engañado por completo si usted no hubiese reaccionado. A él también le vendría bien una cura, algo intensivo.

En cuanto a mí, estoy bien. Nunca me faltan ideas, no me preocupa el futuro, no se inquiete por mí. Si Damas pudiese enviarle un poco de su pasta podrida a mamá, no le haría daño a nadie. No se olvide de Antoine, cuento con usted. Deles un beso de mi parte a Lizbeth y a esa pobre tonta de Éva. Un abrazo para usted, lo ha fastidiado todo pero me gusta su estilo. Sin rencor,

Marie-Belle.


Adamsberg dobló la carta y se sentó en la sombra, con el puño sobre los labios, durante mucho tiempo.

En la brigada, abrió sin una palabra la celda de Damas y le hizo una seña para que le siguiera a su despacho. Damas cogió una silla, se echó el cabello hacia atrás y lo contempló, atento, paciente. Aún sin hablar, Adamsberg le tendió la carta de su hermana.

– ¿Es para mí? -preguntó Damas.

– Para mí. Lee.

Damas encajó el golpe duramente. La carta colgaba de las yemas de sus dedos, la cabeza apoyada sobre la mano, y Adamsberg vio cómo las lágrimas rompían sobre sus rodillas. Eran muchas noticias a la vez, el odio de un hermano y una hermana y la necedad total del poder Journot. Adamsberg se sentó sin ruido frente a él y esperó.

– ¿No había nada en las pulgas? -susurró al fin Damas, todavía cabizbajo.

– Nada.

Damas dejó pasar todavía un largo silencio, con las manos aferradas a sus piernas, como si hubiese tenido que beber algo atroz y que no bajaba. Adamsberg casi podía ver cómo una masa terrible, el peso de la realidad, se fundía sobre él, aplastándole la cabeza, reventando su mundo redondo como una pelota, sangrando su imaginario hasta dejarlo en blanco. Se preguntó si el hombre podría salir de pie del despacho, con una carga tal, caída sobre él como un meteorito.

– ¿No había peste? -preguntó articulando apenas.

– Ninguna peste.

– ¿No murieron de peste?

– No. Han muerto estrangulados por tu hermanastro, Antoine Hurfin.

Nuevo derrumbamiento, nueva torsión de las manos sobre sus rodillas.

– Estrangulados y tiznados de negro -continuó Adamsberg-. ¿No te sorprendieron esas marcas de estrangulamiento, ese carbón?

– Sí.

– ¿Y entonces?

– Creí que la policía inventaba eso para ocultar la peste, para no asustar a la gente. Pero ¿era verdad?

– Sí. Antoine llegaba detrás de ti y los liquidaba.

Damas contemplaba su mano, tocó su diamante.

– ¿Y Marie-Belle lo dirigía?

– Sí.

Nuevo silencio. Nueva caída.

En ese instante, Danglard entró y Adamsberg le señaló con un dedo la carta a los pies de Damas. Danglard la recogió y asintió con la cabeza gravemente. Adamsberg escribió algunas palabras sobre un papel que le tendió.


Llame al doctor Ferez para que atienda a Damas: urgente. Prevenga a la Interpol acerca de Marie-Belle: ninguna esperanza, demasiado lista.


– Y Marie-Belle, ¿no me quería? -susurró Damas.

– No.

– Yo creí que me quería.

– Yo también lo creía. Todo el mundo lo creía. Nos ha engañado a todos.

– ¿Quería a Antoine?

– Sí. Un poco.

Damas se dobló en dos.

– ¿Por qué no me pidieron el dinero? Se lo hubiese dado todo.

– No creyeron que eso fuese posible.

– No quiero tocarlo, de todas formas.

– Vas a tocarlo, Damas. Vas a pagar un abogado serio para tu hermanastro.

– Sí -dijo Damas, todavía arrebujado entre sus brazos.

– Debes ocuparte también de su madre. No tiene con qué vivir.

– Sí. «La gorda de Romorantin.» Es así como hablaban de ella siempre en casa. Yo no sabía qué querían decir ni quién era.

Damas volvió a levantar bruscamente la cabeza.

– ¿No se lo dirá, eh? ¿No se lo dirá?

– ¿A su madre?

– A Mané. No le dirá que sus pulgas no eran… no eran…

Adamsberg no trataba de ayudarlo. Damas tenía que pronunciar las palabras él solo, un gran número de veces.

– Que no estaban… infectadas -concluyó Damas-. Eso la mataría.

– No soy un asesino. Y tú tampoco. Piénsalo, piénsalo bien.

– ¿Qué van a hacerme?

– No has matado a nadie. No eres responsable más que de una treintena de picaduras de pulga y de un pánico popular.

– ¿Y entonces?

– El juez no continuará. Puedes salir hoy, ahora.

Damas se levantó con la torpeza de un hombre derrengado, apretando sus dedos al puño en torno a su diamante. Adamsberg contempló cómo salía y lo siguió, atento a su primer contacto con la calle real. Pero Damas torció hacia la izquierda, hacia su celda abierta, se acostó acurrucado y no volvió a moverse. Sobre la suya, Antoine Hurfin estaba en la misma posición en sentido inverso. El padre Heller-Deville había hecho un buen trabajo.


Adamsberg abrió la celda de Clémentine, que fumaba mientras hacía un solitario.

– ¿Y bien? -dijo mirándolo-. ¿Hay movimiento ahí dentro? Unos vienen, otros van y uno nunca está al corriente de lo que pasa.

– Puede irse, Clémentine. Vamos a reconducirla a Clichy.

– Ya era hora.

Clémentine aplastó su colilla contra el suelo, se puso su jersey y lo abotonó con cuidado.

– Están bien sus sandalias -dijo con un tono apreciativo-. Le sientan bien al pie.

– Gracias -dijo Adamsberg.

– Diga, comisario, ahora que nos conocemos un poco, ¿podría decirme si la han palmado los tres últimos cabrones? Con todo este desbarajuste, no he seguido las noticias.

– Los tres han muerto de peste, Clémentine. Kévin Roubaud, el primero.

Clémentine sonrió.

– Después otro cuyo nombre he olvidado y al final Rodolphe Messelet, hace menos de una hora. Se cayó como un bolo.

– En buena hora -dijo Clémentine sonriendo anchamente-. Existe la justicia. No hay que tener prisa, eso es todo.

– Clémentine, recuérdeme el nombre del segundo, se me escapa.

– A mí no se me olvida. Henri Tomé, de la Rue de Grenelle. El último de los hijos de puta.

– Eso es.

– ¿Y el chico?

– Se ha quedado dormido.

– Claro, lo marea tanto que lo cansa. Dígale que lo espero el domingo para comer, como de costumbre.

– Allí estará.

– Bueno, yo creo que ya nos lo hemos dicho todo, comisario -concluyó ella tendiéndole una mano firme-. Le escribiré una tarjeta a su Gardon para agradecerle las cartas y al otro, al alto, un poco fofo, calvo y de buen año, un hombre con gusto.

– ¿Danglard?

– Sí, quería mi receta de galletas. No me lo pidió así, pero yo entendí bien el fondo del asunto. Parecía importante para él.

– Es muy posible.

– Un hombre que sabe vivir -dijo Clémentine asintiendo con la cabeza-. Perdón, paso delante.

Adamsberg acompañó a Clémentine Courbet hasta el portal y recibió a Ferez, al que detuvo con un ademán.

– ¿Es él? -dijo Ferez, mostrándole la celda donde estaba replegado Hurfin.

– Éste es el asesino. Grave asunto de familia, Ferez. Será probablemente internado en un manicomio.

– Ya no se dice «manicomio», Adamsberg.

– Pero él -continuó Adamsberg señalando a Damas- debe salir y no está en estado de hacerlo. Me prestaría un servicio, un gran servicio, Ferez, si lo ayudase y siguiese su caso. Reinserción en el mundo real. Una caída muy dolorosa, diez pisos.

– ¿Es el tipo con el fantasma?

– El mismo.

Mientras Ferez trataba de desdoblar a Damas, Adamsberg lanzó a dos oficiales tras Henri Tomé y a la prensa sobre Rodolphe Messelet. Después llamó a Decambrais que se preparaba para dejar el hospital aquella tarde, y a Lizbeth y a Bertin, para prevenirlos de que preparasen con suavidad la vuelta de Damas. Terminó con Masséna y después con Vandoosler, a quien informó de la conclusión de la enorme metedura de pata.

– Lo oigo mal, Vandoosler.

– Es Lucien, que vuelca las compras sobre la mesa. Ése es el estruendo.

Sin embargo, escuchó claramente la fuerte voz de Lucien que declamaba en la gran habitación sonora:

– En la naturaleza, menospreciamos con demasiada frecuencia el extraordinario poder de la calabaza.

Colgó pensando que aquel habría sido un buen anuncio para el pregón de Joss Le Guern. Un anuncio robusto, sano y bien terminado, sin problemas, lejos, muy lejos, de las siniestras resonancias de la peste que empezaban a borrarse. Volvió a posar su teléfono sobre la mesa, bien en el centro, y lo contempló un momento. Danglard entró con un dossier en la mano y siguió la mirada de Adamsberg. A su vez, se puso a contemplar en silencio el aparatito.

– ¿Hay algo que no funciona en ese móvil?

– Nada -dijo Adamsberg-. Es que no suena.

Danglard dejó el dossier Romorantin y salió sin hacer comentario alguno. Adamsberg se recostó sobre el dossier, con la cabeza metida entre los brazos, y se quedó dormido.

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