XXXVI

Adamsberg dejó la plaza a las diez con la sensación de haberse saltado un compartimento y sabía cuál era. Hubiese querido ver a Marie-Belle entre la tropa.

Un asunto de familia, había confirmado Ferez.

La ausencia de Marie-Belle había desequilibrado la mesa de El Vikingo. Tenía que hablar con ella. Era el único punto de disensión aparecido entre la pareja Damas-Mané. Cuando Adamsberg había pronunciado el nombre de la chica, Damas había querido responder y la vieja Clémentine se había dado la vuelta rabiosamente, ordenándole que olvidara a aquella «hija de puta». La anciana había mascullado entonces entre dientes y él había creído captar algo como «la gorda de Romorantin». Damas tuvo entonces un aspecto muy desgraciado y se esforzó por cambiar de tema, dirigiéndole a Adamsberg una mirada intensa que parecía suplicar que no se interesase más por su hermana. Era exactamente por eso por lo que Adamsberg se interesaba.


No eran aún las once cuando llegó a la Rue de la Convention. Localizó a dos de sus hombres hundidos en un coche camuflado, no muy lejos del edificio. Allá arriba, en el cuarto piso, la luz estaba encendida. Podía llamar entonces al timbre de Marie-Belle sin correr el riesgo de despertarla. Pero Lizbeth dijo que estaba enferma. Titubeó. Se encontraba tan dividido delante de Marie-Belle como ante Damas y Clémentine, una parte de él mismo debilitada por su convicción de inocencia, y una parte determinada a hacerse con la piel del sembrador, por muy múltiple que fuese.

Alzó la cabeza hacia la fachada. Edificio haussmanniano de piedra tallada de alta calidad, balcones esculpidos. El apartamento ocupaba las seis ventanas del piso. Gran fortuna la de Heller-Deville, una fortuna considerable. Adamsberg se preguntó por qué Damas, si tenía necesidad de trabajar, no había abierto una tienda lujosa en vez de aquel bajo oscuro y abarrotado del Roll-Rider.

Mientras esperaba a la sombra, indeciso, vio cómo se abría la puerta del portal. Marie-Belle salió del brazo de un hombre bastante bajo y dio algunos pasos con él sobre la acera desierta. Ella le hablaba agitada, impaciente. Su amante -pensó Adamsberg-. Una pelea de enamorados a causa de Damas. Se acercó suavemente. Los distinguía bien bajo la luz de las farolas, dos cabezas rubias y finas. El hombre se volvió para responder a Marie-Belle y Adamsberg lo vio de frente. Un tipo bastante guapo, un poco soso, sin cejas pero delicado. Marie-Belle le apretó fuerte el brazo y después lo besó en las dos mejillas antes de dejarlo.

Adamsberg contempló cómo la puerta del edificio se cerraba tras ella y cómo el joven se iba por la acera. No, no era su amante. Uno no besa a su amante en las mejillas tan rápidamente. Otra persona, un amigo. Adamsberg siguió con los ojos la silueta del joven que se alejaba y después atravesó para subir a casa de Marie-Belle. No estaba enferma. Tenía una cita. Con alguien.

Con su hermano.

Adamsberg se inmovilizó, con la mano sobre la puerta del edificio. Su hermano. Su hermano pequeño. Los mismos cabellos rubios, las mismas cejas débiles, la misma sonrisa forzada. Marie-Belle en blando, en apagado. El hermano pequeño de Romorantin que tenía tanto miedo de París. Pero que estaba en París. Adamsberg se dio cuenta en aquel segundo de que no había descubierto una sola llamada a Romorantin, departamento de Loir-et-Cher, en los extractos de Damas. Y su hermana debía de llamar regularmente. El pequeño no era espabilado, el pequeño quería novedades.

Pero el pequeño estaba en París. El tercer descendiente Journot.


Adamsberg tomó la Rue de la Convention a paso de carrera. Era larga y veía al joven Heller-Deville de lejos. A treinta metros de él, aflojó el paso y lo siguió a la sombra. El joven echaba frecuentes miradas a la calzada, como si buscase un taxi. Adamsberg se metió en un soportal para llamar a un coche. Después guardó el aparato en su bolsillo interior, lo volvió a coger y lo contempló. A través del ojo muerto del teléfono, supo que Camille no llamaría. Cinco años, diez años, tal vez. Bien, qué más daba, era igual.

Alejó aquel pensamiento y siguió persiguiendo a Heller-Deville.

Heller-Deville el joven, el segundo hombre, el que iba a concluir la obra de la peste ahora que el mayor estaba detenido. Y ni Damas ni Clémentine dudaron ni un segundo de que el relevo se había realizado. El poder de la epopeya familiar funcionaba. Los descendientes Journot sabían apretar filas y no toleraban las ofensas. Eran los señores y no los mártires. Y lavaban la afrenta con la sangre de la peste. Marie-Belle acababa de pasar el relevo. Damas había matado a cinco, este otro mataría a tres.

No era cuestión de perderlo, no era cuestión de asustarlo. El hecho de que el joven se volviese sin cesar hacia la calzada complicaba el seguimiento. Adamsberg también lo hacía por miedo a ver llegar un taxi que no estaba seguro de poder bloquear sin dar la alerta. Adamsberg divisó un coche avanzando lentamente con luz de cruce, un coche beis que reconoció enseguida como un vehículo de la brigada. Condujo hasta su altura y Adamsberg, sin volver la cabeza, hizo discretamente una señal al conductor para que aminorara.

Cuatro minutos más tarde, cuando hubo llegado al cruce Félix-Faure, el joven Heller-Deville alzó el brazo y un taxi se detuvo al lado de la acera. Adamsberg, treinta metros detrás de él, saltó en el coche beis.

– Detrás del taxi -susurró cerrando suavemente la puerta.

– Lo había comprendido -respondió la teniente Violette Retancourt, aquella mujer pesada y grande que lo había interpelado bruscamente en la primera reunión de urgencia.

A su lado, Adamsberg reconoció al joven Estalère con sus ojos verdes.

– Retancourt -anunció la mujer.

– Estalère -dijo el joven.

– Sígalo suavemente, sin falsas maniobras, Retancourt. Ese tipo es para mí como la niña de mis ojos.

– ¿Quién es?

– El segundo hombre, un nieto Journot, un pequeño amo. Es el que se dispone a castigar a un torturador en Troyes, a otro en Châtellerault y a Kévin Roubaud en París, en cuanto lo soltemos.

– Unos hijoputas -dijo Retancourt-. No voy a llorarlos.

– No podemos contemplar cómo los estrangulan jugando a las cartas, teniente -dijo Adamsberg.

– ¿Por qué no? -dijo Retancourt.

– No se escaparán, créame. Si no me equivoco, los Journot-Heller-Deville operan en sentido ascendente del menos malo al peor. Tengo la impresión de que han comenzado su masacre por uno de los menos crueles de la banda y que van a concluirla con el rey de los cabrones. Porque poco a poco, los miembros del comando han comprendido, como Sylvain Marmot, como Kévin Roubaud, que su antigua víctima ha vuelto. Los tres últimos saben, esperan y se mueren de miedo. Esto incrementa la venganza. Gire a la izquierda, Retancourt.

– Ya lo he visto.

– Lógicamente, el último de la lista debería de ser, entonces, el comanditario del suplicio. Un físico, del sector de la industria aeronáutica, necesariamente capaz de comprender todo el interés del procedimiento descubierto por Damas. No deben de existir millares en Troyes o en Châtellerault. He lanzado a Danglard sobre el asunto. A éste tenemos oportunidades de encontrarlo.

– No tenemos más que dejar que el joven nos conduzca hasta él.

– Es arriesgado, Retancourt, jugar al perro y al gato. Mientras dispongamos de otros medios, prefiero evitarlo.

– ¿Adónde nos lleva el chico? Vamos directos al norte.

– A su casa, a un hotel o a una habitación alquilada. Ha recibido órdenes y se va a dormir. La noche será tranquila. No va a hacer que lo lleven en taxi hasta Troyes o Châtellerault. Todo lo que nos interesa esta noche es la dirección de su escondite. Pero va a despegar a partir de mañana. Debe actuar lo antes posible.

– ¿Y su hermana?

– Sabemos dónde está su hermana, la vigilamos. Damas le ha confiado todos los detalles para que pueda transmitírselos al hermano pequeño en caso de impedimento. Lo que cuenta para ellos, teniente, es terminar el trabajo. No dicen otra cosa. Terminar el trabajo. Porque un Journot no conoce el fracaso, desde 1914, y no debe conocerlo.

Estalère resopló entre dientes.

– Entonces yo no soy un Journot -dijo-. Ahora estoy seguro.

– Yo tampoco -dijo Adamsberg.

– Nos acercamos a la Gare du Nord -dijo Retancourt-. ¿Y si coge el tren esta noche?

– Es demasiado tarde. Y ni siquiera lleva una bolsa.

– Puede viajar ligero.

– ¿Y la pintura negra, teniente? ¿Y las herramientas de cerrajero? ¿Y el sobre con pulgas? ¿Y el gas lacrimógeno? ¿Y el lazo? ¿Y el carbón de leña? No puede meter todo eso en su bolsillo trasero.

– Eso quiere decir que el hermano pequeño sabe también de cerrajería.

– Seguramente. A menos que saque a su víctima fuera, como pasó con Viard y Clerc.

– No es tan simple si las víctimas están ahora a la defensiva -dijo Estalère-. Y según usted, lo están.

– ¿Y la hermana? -dijo Retancourt-. Es mucho más fácil para una chica sacar a un tipo fuera de casa. ¿Es bonita?

– Sí. Pero creo que Marie-Belle no hace más que ser informada e informar a su vez. No estoy seguro de que lo sepa todo. Es ingenua y muy charlatana y es posible que Damas desconfíe de ella o que la proteja.

– ¿Un asunto de hombres, en cierto modo? -dijo Retancourt con bastante rudeza-. ¿Un asunto de superhombres?

– Ése es todo el problema. Frene, Retancourt. Apague las luces.

El taxi había dejado al chico junto al canal Saint-Martin en una parte desierta del muelle de Jemmapes.

– Un lugar tranquilo, es lo menos que se puede decir -murmuró Adamsberg.

– Está esperando a que el taxi se vaya antes de irse a casa -comentó Retancourt-. Prudente, el superhombre. En mi opinión, no quiere dar la dirección exacta. Va a caminar.

– Siga con las luces apagadas, teniente -dijo Adamsberg cuando el joven empezó a moverse-. Siga. Pare.

– Mierda, ya lo veo -dijo Retancourt.

Estalère le echó una mirada aterrorizada a Violette Retancourt. Dios santo, uno no decía mierda al jefe de grupo.

– Perdón -farfulló Retancourt-, se me ha escapado. Es sólo que lo he visto. Veo muy bien en la oscuridad. El joven ya no se mueve. Espera cerca del canal. ¿Qué demonios pinta? ¿Duerme ahí o qué?

Adamsberg tardó unos instantes en analizar el lugar, inclinándose entre los dos tenientes.

– Salgo -dijo-. Me pondré lo más cerca posible, detrás del panel publicitario.

– ¿Dónde está esa taza de café? -preguntó Retancourt-. ¿Y morir de placer? No es muy apetecible como escondite.

– Es verdad que tiene buenos ojos, teniente.

– Cuando quiero. Puedo decirle incluso que hay un montón de gravilla todo alrededor. Va a hacer ruido. El superhombre enciende un pitillo. Creo que espera a alguien.

– O que toma el fresco o que reflexiona. Sitúense los dos a cuarenta pasos detrás de mí, a menos diez y a y diez.

Adamsberg descendió del coche silenciosamente y se acercó a la fina silueta que esperaba al borde del agua. A treinta metros, se quitó los zapatos, atravesó paso a paso la zona de gravilla y se pegó detrás de Y morir de placer. Se distinguía mal el canal en este sector casi negro. Adamsberg levantó la cabeza y constató que las tres farolas más próximas estaban rotas, con los cristales hechos añicos. Quizás el tipo no fuese simplemente a tomar el fresco. El joven echó su cigarrillo al agua, después hizo crujir sus dedos tirando de ellos, una mano y después la otra, vigilando el muelle por la parte izquierda. Adamsberg escrutó en la misma dirección. Una sombra se aproximó a lo lejos, alta, delgada y titubeante. Un hombre, un anciano que tenía cuidado con dónde ponía los pies. ¿Un cuarto Journot? ¿Un tío? ¿Un tío abuelo?

Al llegar a la altura del joven, el anciano se detuvo en la oscuridad, indeciso.

– ¿Es usted? -preguntó.

Recibió un poderoso directo en la mandíbula seguido de un golpe en el plexo solar y se derrumbó como un castillo de naipes.

Adamsberg atravesó corriendo el espacio que lo separaba del muelle, mientras el joven arrojaba el cuerpo inanimado al canal. El paso de carrera de Adamsberg hizo que se volviese y se diera a la fuga en una fracción de segundo.

– ¡Estalère! ¡Sígalo! -gritó Adamsberg antes de arrojarse directamente al canal, donde el cuerpo del anciano flotaba sobre el vientre, sin debatirse. En unas brazadas, Adamsberg lo arrastró hacia la orilla, donde Estalère le tendía una mano.

– ¡Mierda, Estalère! -gritó Adamsberg-. ¡El tipo! ¡Vaya tras el tipo!

– Retancourt está en ello -explicó Estalère como si hubiese soltado a los perros.

Ayudó a Adamsberg a subir al muelle y a izar el cuerpo pesado y resbaladizo.

– Boca a boca -ordenó Adamsberg lanzándose sobre el muelle.

A lo lejos, vio escapar la silueta del joven, rápido como un gamo. Tras él seguía con paso pesado la gruesa sombra de Retancourt, tan imponente como un tanque tras el culo de una gaviota. Después, la gruesa sombra pareció disminuir la distancia e incluso aproximarse claramente a su presa. Adamsberg ralentizó la marcha estupefacto. Una veintena de zancadas más tarde, escuchó un choque, un ruido sordo y un grito de dolor. Nadie corría a lo lejos.

– ¿Retancourt? -llamó.

– No hace falta que corra -le respondió la voz grave de la mujer-, lo tengo bien atrapado.

Dos minutos más tarde, Adamsberg descubrió a la teniente Retancourt cómodamente instalada sobre el pecho del fugitivo, aplastándole todas las costillas altas. Al joven le costaba respirar, y se retorcía en todas las direcciones para tratar de extirparse de debajo de aquella bomba que le había caído encima. Retancourt ni se había tomado el trabajo de sacar su pistola.

– Corre rápido, teniente. No hubiese apostado por usted.

– ¿Porque tengo el culo gordo?

– No -mintió Adamsberg.

– Se equivoca. Me frena.

– No tanto.

– Digamos que tengo energía -respondió Retancourt-. La transformo en lo que quiero.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, en este momento, hago masa.

– ¿Tiene una linterna? La mía está empapada.

Retancourt le tendió la linterna y Adamsberg iluminó el rostro de su prisionero. Después le puso las esposas, un anillo enganchado a la muñeca de Retancourt. Es decir a un árbol.

– Joven descendiente Journot -dijo-, la venganza se detiene aquí, sobre el muelle de Jemmapes.

El hombre volvió sus ojos hacia él, atónito y lleno de odio.

– Se equivoca de persona -dijo gesticulando-. El anciano ha querido atacarme, me he defendido.

– Estaba detrás de ti. Le has estampado el puño en los morros.

– ¡Porque había sacado un arma! Me dijo: «¿Es usted?», ¡y al mismo tiempo, sacó un arma! Le di un golpe. ¡No sabía lo que quería de mí ese tipo! Se lo ruego, ¿no podría decirle a esta buena mujer que se separe? Me ahogo.

– Póngase sobre las piernas, Retancourt.

Adamsberg lo registró en busca de papeles. Encontró la cartera en el interior de la cazadora y la vació, orientando su lámpara hacia el suelo.

– ¡Suélteme! -gritó el tipo-. ¡Me ha atacado!

– Cállate. Empieza a ser suficiente.

– ¡Se equivoca de persona! ¡No conozco a ningún Journot!

Adamsberg frunció las cejas e iluminó el carné de identidad.

– ¿Tampoco te llamas Heller-Deville? -preguntó sorprendido.

– ¡No! ¡Ya ve que se equivoca! ¡El tipo me atacó!

– Póngalo de pie, Retancourt -dijo Adamsberg-. Llévelo al coche.

Adamsberg se levantó, su ropa chorreaba de agua sucia y volvió hacia Estalère, preocupado. El joven se llamaba Antoine Hurfin, nacido en Vétigny, en el departamento de Loir-et-Cher. ¿Un simple amigo de Marie-Belle? ¿Atacado por el anciano?

Estalère parecía haber devuelto la vida al cuerpo del anciano, al que mantenía sentado contra él, sujetándolo por la espalda.

– Estalère -preguntó Adamsberg acercándose-, ¿por qué no se puso a correr cuando le pedí que lo hiciera?

– Perdone, comisario, le he desobedecido. Pero Retancourt corre tres veces más rápido que yo. El tipo estaba ya fuera de alcance, pensé que ella era nuestra única oportunidad.

– Es curioso que sus padres la hayan llamado Violette.

– ¿Sabe?, comisario, un bebé no es grueso, uno no puede imaginarse que se va a transformar en un carro de combate polivalente. Pero ella es muy dulce, como mujer -añadió enseguida para corregirse-. Muy amable.

– ¿Sí?

– Hay que conocerla, evidentemente.

– ¿Cómo va él?

– Respira pero ya tenía agua en los bronquios. Está todavía fastidiado, agotado, quizás sea el corazón. He pedido socorro, ¿he hecho bien?

Adamsberg se arrodilló y apuntó la linterna al rostro del hombre que descansaba sobre el hombro de Estalère.

– Mierda. Decambrais.

Adamsberg le tomó el mentón, lo sacudió suavemente.

– Decambrais, soy Adamsberg. Abra los ojos, amigo mío.

Decambrais pareció hacer un esfuerzo y levantó los párpados.

– No era Damas -dijo débilmente-. El carbón.

La ambulancia frenó a su altura y dos hombres descendieron portando una camilla.

– ¿Adónde lo llevan? -preguntó Adamsberg.

– A Saint-Louis -dijo uno de los enfermeros cargando con el anciano.

Adamsberg contempló cómo instalaban a Decambrais sobre la camilla y se lo llevaban hacia el coche. Sacó el teléfono de su bolsillo y sacudió la cabeza.

– Móvil ahogado -dijo a Estalère-. Páseme el suyo.

Adamsberg se dio cuenta de que si Camille quería algo de él, ya no podría llamarlo. Móvil ahogado. Pero eso no tenía importancia, puesto que Camille no quería nada de él. Muy bien. No llames más. Y vete, Camille, vete.

Adamsberg marcó el número de la casa de Decambrais y tuvo a Éva, que no dormía todavía, al otro lado de la línea.

– Éva, páseme a Lizbeth, es urgente.

– Lizbeth está en el cabaré -respondió Éva secamente-. Canta.

– Entonces deme el número del cabaré.

– No se puede molestar a Lizbeth cuando está en escena.

– Es una orden, Éva.

Adamsberg esperó un minuto en silencio, preguntándose si no se estaba volviendo un poco policía. Comprendía bien que Éva tuviese la necesidad de castigar al mundo entero pero simplemente no era un buen momento para eso.

Tardó diez minutos en comunicarse con Lizbeth.

– Iba a irme, comisario. Si es para anunciarme que suelta a Damas, lo escucho. Si no, no se esfuerce.

– Es para anunciarle que Decambrais ha sido atacado. Lo llevamos al hospital Saint-Louis. No, Lizbeth, no pasa nada, creo. No, por un tipo joven. No lo sé, vamos a interrogarle. Sea amable, prepárele una bolsa, no olvide meter dentro uno o dos libros y venga a verlo. Va a necesitarla.

– Es culpa suya. ¿Por qué le hizo ir?

– ¿Adónde, Lizbeth?

– Cuando lo llamó. ¿No tiene suficientes hombres en la policía? Decambrais no es reservista.

– No lo he llamado, Lizbeth.

– Era uno de sus colegas. Llamaba de su parte. No estoy loca, es a mí a quien trasmitió el mensaje con la cita.

– ¿En el muelle de Jemmapes?

– Enfrente del 57 a las once y media.

Adamsberg asintió con la cabeza en la sombra.

– Lizbeth, que Decambrais no se mueva de su habitación. Bajo ningún pretexto, sea cual sea la llamada.

– No era usted, ¿eh?

– No, Lizbeth. Quédese a su lado. Le envío un agente de refuerzo.

Adamsberg colgó para llamar a la brigada.

– Cabo Gardon -anunció la voz.

– Gardon, un hombre al hospital Saint-Louis, para vigilar la habitación de Hervé Ducouëdic. Y dos hombres de relevo en la Rue de la Convention, en el domicilio de Marie-Belle. No, lo mismo, que se contenten con cercar el edificio. Cuando salga mañana por la mañana, que me la traigan.

– ¿Detención, comisario?

– No, testimonio. La anciana ¿va bien?

– Ha discutido un poco con su nieto, a través de la reja de su celda. Y ahora duerme.

– ¿Sobre qué han discutido, Gardon?

– Han jugado, la verdad. Han jugado al retrato chino. Ese juego de caracteres, ya sabe. ¿Y si fuese un color? ¿Y si fuese un animal? ¿Y si fuese un ruido? Y hay que adivinar a la persona escogida. No es fácil.

– No se puede decir que su suerte les preocupe.

– Así es. La anciana tiene más bien tendencia a relajar la atmósfera de la brigada. Heller-Deville es un buen tipo, ha compartido sus galletas. Normalmente, Mané las hace con nata de leche pero…

– Ya lo sé, Gardon. Les echa crema. ¿Hemos recibido los resultados del carbón de leña de Clémentine?

– Hace una hora. Lo siento, es negativo. No hay rastro de manzano. Es fresno, olmo y robinia, todo procedente de la tienda.

– Mierda.

– Lo sé, comisario.

Adamsberg regresó al coche, su ropa chorreante se pegaba a su cuerpo, cruzado por un ligero escalofrío. Estalère había cogido el volante, Retancourt estaba en la parte posterior, esposada al prisionero. Él se inclinó por la portezuela.

– ¿Es usted, Estalère, quien ha recogido mis zapatos? -preguntó-. No los encuentro.

– No, comisario, no los he visto.

– Da igual -dijo Adamsberg subiendo delante-. No vamos a dedicar la noche a esto.

Estalère arrancó. El joven había cesado de proclamar su inocencia, desanimado por la masa imposible de Retancourt.

– Déjeme en mi casa -dijo Adamsberg-. Diga al equipo de noche que comience el interrogatorio de Antoine Hurfin Heller-Deville Journot o como se llame.

– Hurfin -gruñó el joven-. Antoine Hurfin.

– Verificación de identidad, investigación en su domicilio, coartadas y todo el resto. Yo voy a ocuparme de ese jodido carbón de leña.

– ¿Dónde?

– En mi cama.


Acostado en la oscuridad, Adamsberg cerró los ojos. Tres picos emergían de su fatiga y de la neblina de acontecimientos del día. Las galletas de Clémentine, el teléfono ahogado, el carbón de leña. Expulsó a las galletas de su pensamiento, sin interés para la investigación, y, sin embargo, apoteosis de la tranquilidad de espíritu del sembrador y de su abuela. Su móvil ahogado vino a visitarlo, como un espíritu engullido, como un vestigio, un naufragio que hubiese podido figurar en la Página de la Historia para todos de Joss Le Guern.

Teléfono móvil Adamsberg., autonomía batería tres días, zarpa sin carga de la Rue Delambre, tocado en el canal Saint-Martin y naufraga sobre su ancla. Tripulación perdida. Mujer a bordo. Camille Forestier; perdida.

De acuerdo. No llames, Camille. Vete. Todo da igual.

Quedaba el carbón de leña.

Volvían a ello. Casi al principio de todo.

Damas era un pestólogo experto y había cometido una enorme metedura de pata. Y esas dos proposiciones eran irreconciliables. O bien Damas no sabía casi nada en materia de peste y cometía un error común al tiznar la piel de sus víctimas. O bien Damas sabía algo y jamás se hubiese atrevido a cometer una falta semejante. No un tipo como Damas. No un tipo tan reverencioso para con los textos antiguos que señalaba todos los cortes que les infligía. Nada obligaba a Damas a introducir esos puntos suspensivos que complicaban la lectura de los especiales del pregonero. Todo estaba allí, en el fondo, en esos puntitos, depositados como signos cegadores de una devoción de erudito al texto original. Una devoción de pestólogo. No se tritura el texto de un antiguo, no se machaca a la conveniencia de uno como si fuera un vulgar mejunje. Se honra y se respeta, se tiene con él consideraciones de creyente, no se blasfema. Un tipo que pone puntos suspensivos no tizna los cuerpos de carbón, no comete una enorme metedura de pata. Sería una ofensa, un insulto a la plaga de Dios, caída entre sus manos de idólatra. Quien se cree amo de una creencia se convierte también en su devoto. Damas utilizaba el poder Journot pero sería el último de los hombres en burlarse de él.


Adamsberg se levantó y dio vueltas por sus dos habitaciones. Damas no había triturado la historia. Damas había puesto los puntos suspensivos. O sea que Damas no había tiznado de carbón los cuerpos.

O sea que Damas no había asesinado. El carbón recubría claramente las marcas de estrangulamiento. Era el último gesto del asesino y no era Damas el que lo había hecho. No había tiznado de carbón ni estrangulado. Ni desnudado. Ni abierto puertas.

Adamsberg se inmovilizó junto a su teléfono. Damas no había hecho más que ejecutar aquello en lo que creía. Era amo de la plaga y había sembrado los anuncios, pintado cuatros y liberado pulgas apestadas. Los anuncios garantizaban el retorno de una verdadera peste, descargándolo de su fardo. Anuncios alborotando a la opinión pública, dando crédito al regreso de su poder. Anuncios propagando la confusión, dejándole las manos libres. Signo del cuatro limitando los daños que creía cometer, calmando la conciencia de aquel asesino imaginario y escrupuloso. Un amo no es aproximativo a la hora de escoger sus víctimas. Los cuatros eran necesarios para poner dique a la liberación de las pulgas, para apuntar con exactitud y no groseramente. No era cuestión para Damas de destruir a toda la población de un edificio cuando sólo quería acabar con uno. Hubiese sido una torpeza imperdonable para un hijo de Journot.

Esto es lo que había hecho Damas. Había creído en ello. Había soltado su poder sobre aquellos que lo habían abolido, para renacer. Había deslizado bajo cinco puertas pulgas impotentes. Clémentine había «terminado el trabajo» y había soltado los insectos en casa de los tres últimos torturadores. Ahí se acababan los crímenes inoperantes del crédulo sembrador de peste.

Pero alguien mataba detrás de Damas. Alguien que se deslizaba en su fantasma y operaba realmente en su lugar. Alguien práctico, que no creía ni un segundo en la peste y que no sabía nada. Que pensaba que la piel de los apestados era negra. Alguien que cometía una enorme metedura de pata. Alguien que empujaba a Damas en la trampa profunda que se había escavado, hasta su término ineluctable. Una operación simple. Damas pensaba en matar, otro lo hacía en su lugar. Los cargos eran aplastantes para Damas, apretados de un extremo a otro del proceso, desde las pulgas de rata hasta el carbón de leña, y lo conducirían directamente a cadena perpetua. ¿Quién iba a argumentar que Damas no era culpable, apoyándose en algunos miserables puntos suspensivos? Era como una ramita que luchase contra una avalancha de pruebas. No habría ni un solo jurado que se detuviese sobre esos tres puntitos.

Decambrais lo había comprendido. Había tropezado con la incompatibilidad de la ciencia maniaca del sembrador y del grosero error final. Había tropezado con el carbón de leña e iba a llegar a la única salida posible: dos hombres. Un sembrador y un asesino. Y Decambrais hablaba demasiado, por la noche, en El Vikingo. El asesino había comprendido. Había sopesado las consecuencias de su pifia. Era una cuestión de horas antes de que el erudito llegase al término de su razonamiento y se abriese a la policía. El peligro era inminente y el viejo debía callarse. No quedaba tiempo para trabajar con finura. Quedaba el accidente, el ahogamiento, el azar depravado.

Hurfin. Un tipo que odiaba lo bastante a Damas como para desear su caída. Un tipo que se había aproximado a Marie-Belle para sacarle información a la hermana cándida. Una carita seca y débil, un hombre que uno hubiese creído más bien dócil pero que no conocía ni el miedo ni el titubeo y que arrojaba un tipo al agua en menos que canta un gallo. Un tipo violento, un asesino rápido. ¿Por qué no había matado directamente a Damas, entonces? ¿Por qué matar a los otros cinco?

Adamsberg fue a la ventana y pegó su frente contra el cristal, observando la oscuridad de la calle.

¿Y si se las arreglaba para cambiar de móvil, recuperando el mismo número?

Registró su chaqueta empapada, sacó de ella el teléfono y lo desmontó para poner a secar sus órganos internos. Nunca se sabe.

¿Y si el asesino no podía matar a Damas, simplemente, porque el crimen caería sobre sus espaldas al instante? ¿Igual que el asesinato de una mujer rica cae sobre las espaldas de un marido pobre? Única posibilidad, Hurfin era pues el marido de Damas. El marido pobre de un Damas rico.

La fortuna Heller-Deville.

Adamsberg llamó a la brigada desde su teléfono fijo.

– ¿Qué cuenta? -preguntó.

– Que el viejo lo ha agredido y que se defendió. Se vuelve malo, muy malo.

– No lo deje. ¿Hablo con Gardon?

– Teniente Mordent, comisario.

– Es él, Mordent. Ha estrangulado a los cuatro tipos y a la mujer.

– No es lo que dice.

– ¿Qué ha hecho? ¿Tiene coartadas?

– Que estaba en su casa, en Romorantin.

– Profundice, Mordent, profundice en Romorantin. Busque la relación entre Hurfin y la fortuna Heller-Deville. Mordent, un minuto. Recuérdeme su nombre.

– Antoine.

– El padre Heller-Deville se llamaba Antoine. Despierte a Danglard, envíele a Romorantin a toda velocidad. Tiene que arrancar con la investigación al alba. Danglard es un experto en lógica familiar, particularmente en su vertiente devastada. Dígale que averigüe si Antoine Hurfin es hijo de Heller-Deville. Un hijo no reconocido.

– ¿Por qué buscamos eso?

– Porque es lo que es.


Al despertar, Adamsberg dirigió sus ojos hacia el móvil destripado, desnudo y seco. Marcó el número de los servicios técnicos a disposición de los pesados día y noche y reclamó un nuevo aparato, esgrimiendo su antiguo número ahogado.

– Es imposible -le respondió una mujer cansada.

– Es posible. El aparato electrónico está seco. No hay más que trasvasarlo a otro aparato.

– Es imposible, señor. No es ropa de casa, es una tarjeta con unas pulgas que uno no puede… [1]

– Lo sé todo sobre las pulgas -cortó Adamsberg-. Son vivaces. Querría que transportasen ésta a otro hábitat.

– ¿Por qué no acepta simplemente otro número de teléfono?

– Porque espero una llamada urgente de aquí a diez o quince años. Brigada de homicidios -añadió Adamsberg.

– En ese caso… -dijo la mujer, impresionada.

– Les mando mi aparato en menos de una hora.

Colgó con la esperanza de que su pulga personal se revelase más operante que las de Damas.

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