XXXVIII

A las siete y media de la tarde, Adamsberg llegó a la Place Edgar-Quinet, sin apurar el paso, pero más ligero que hacía quince días. Más ligero y también más vacío. Entró en la casa de Decambrais, en el pequeño despacho donde una moderna pancarta rezaba: Consejero en cosas de la vida. Decambrais estaba en su puesto, con la cara todavía pálida pero con la espalda de nuevo erguida, y hablaba con un hombre grueso y alterado instalado frente a él.

– Vaya -dijo Decambrais echándole una mirada a Adamsberg y después a sus sandalias-. Hermes, el mensajero de los dioses. ¿Tiene noticias?

– Paz en la ciudad, Decambrais.

– Espere un minuto, comisario. Estoy en medio de una consulta.

Adamsberg se alejó hacia la puerta, atrapando un fragmento de la conversación que continuaba.

– Esta vez, se ha roto -decía el hombre.

– Ya lo hemos arreglado otras veces -respondía Decambrais.

– Se ha roto.

Decambrais hizo entrar a Adamsberg unos diez minutos más tarde y le hizo sentar en la silla todavía caliente de su predecesor.

– ¿De qué se trata? -preguntó Adamsberg-. ¿Un mueble? ¿Un miembro?

– Una relación. Veintisiete rupturas y veintiséis arreglos con la misma mujer, un récord absoluto entre mi clientela. Lo llaman Roto-Vuelto a juntar.

– ¿Y qué le aconseja?

– Yo nunca aconsejo nada. Trato de comprender lo que quiere la gente y de ayudarles a que lo hagan. Eso es ser consejero. Si alguien quiere romper, lo ayudo. Si al día siguiente quiere volver a juntarse, lo ayudo. Y usted, comisario, ¿qué quiere?

– No lo sé. Y además, me da igual.

– Entonces no puedo ayudarlo.

– No. Nadie. Siempre ha sido así.

Decambrais se apoyó sobre el respaldo de su silla con una ligera sonrisa.

– ¿No tenía yo razón a propósito de Damas?

– Sí. Es un buen consejero.

– No podía matar realmente, yo sabía eso. No lo quería realmente.

– ¿Lo ha visto?

– Entró en su tienda, hace una hora. Pero no ha levantado la persiana.

– ¿Ha escuchado el pregón?

– Demasiado tarde. El pregón de la tarde es a las seis y diez minutos, entre semana.

– Perdón. No soy muy bueno con los horarios ni con las fechas.

– No pasa nada.

– A veces sí. He puesto a Damas en manos de un médico.

– Ha hecho bien. Se ha caído dando tumbos desde una nube hasta la tierra. Nunca es demasiado agradable. Allá arriba no había cosas sin arreglo. Por eso estaba allí.

– ¿Y Lizbeth?

– Ha ido a verlo enseguida.

– Ah.

– Éva va a pasarlo un poco mal.

– Automáticamente -dijo Adamsberg.

Dejó pasar un silencio.

– Ya ve, Ducouëdic -continuó cambiando de posición para situarse frente a él-, Damas ha cumplido cinco años de cárcel por un crimen que no existía. Hoy está libre por crímenes que ha creído cometer. Marie-Belle ha escapado por una carnicería que ha ordenado. Antoine será condenado por unos asesinatos que él no decidió.

– La falta y la apariencia de la falta -dijo Decambrais suavemente-. ¿Le interesa?

– Sí -dijo Adamsberg cruzando sus miradas-. Estamos todos en eso.

Decambrais sostuvo su mirada algunos instantes y asintió con la cabeza.

– Yo no toqué a aquella chiquilla, Adamsberg. Los tres escolares estaban sobre ella, en los baños. Golpeé como un ciego, levanté a la pequeña y la saqué de allí. Los testimonios me hundieron.

Adamsberg asintió con un pestañeo.

– ¿Es lo que pensaba? -preguntó Decambrais.

– Sí.

– Entonces sería un buen consejero. En aquella época, yo ya era casi impotente. ¿También pensaba eso?

– No.

– Y ahora, me trae sin cuidado -dijo Decambrais cruzándose de brazos-. O casi.

En aquel instante, el trueno del normando resonó sobre la plaza.

– Calvados -dijo Decambrais levantando un dedo-. Plato caliente. No es desdeñable.


En El Vikingo, Bertin servía una ronda general en honor de Damas, cuya cabeza reposaba fatigada sobre el hombro de Lizbeth. Le Guern se levantó y estrechó la mano de Adamsberg.

– Boquete taponado -comentó Joss-. Ya no hay especiales. Las legumbres en venta vuelven a predominar.

– En la naturaleza -dijo Adamsberg- menospreciamos con demasiada frecuencia el extraordinario poder de la calabaza.

– Es exacto -dijo Joss con seriedad-. He visto calabazas que se volvieron como globos en el transcurso de dos noches.

Adamsberg se deslizó entre el grupo ruidoso que comenzaba a cenar. Lizbeth le ofreció una silla y le sonrió. Tuvo bruscamente ganas de apretarse contra ella, pero el sitio ya estaba ocupado por Damas.

– Va a dormirse sobre mi hombro -dijo señalando a Damas con el dedo.

– Es normal, Lizbeth. Va a dormir mucho tiempo.

Bertin puso con ceremonia un plato más en el sitio del comisario. Un plato caliente no es desdeñable.

Danglard empujó la puerta de El Vikingo a la hora del postre, se acodó en la barra, puso la bola a sus pies y le hizo un signo discreto a Adamsberg.

– Tengo poco tiempo -dijo Danglard-. Los niños me esperan.

– ¿Hurfin no ha montado lío? -preguntó Adamsberg.

– No. Ferez ha estado viéndolo. Le ha dado un calmante. Él ha obedecido y descansa.

– Muy bien. Todo el mundo va a terminar durmiendo esta noche, a fin de cuentas.

Danglard le pidió un vaso de vino a Bertin.

– ¿Usted no? -preguntó.

– No sé. Quizás camine un poco.

Danglard tragó la mitad de su copa y contempló a la bola que se había instalado sobre su zapato.

– ¿Crece, verdad? -dijo Adamsberg.

– Sí.

Danglard terminó su vaso y lo volvió a dejar sin ruido sobre el mostrador.

– Lisboa -dijo deslizando un papel doblado sobre la barra-. Hotel Sao Jorge. Habitación 302.

– ¿Marie-Belle?

– Camille.

Adamsberg sintió cómo su cuerpo se ponía tenso como bajo un brusco empellón.

– ¿Cómo lo sabe, Danglard?

– He hecho que la siguiesen -dijo Danglard inclinándose para recoger al gatito o para ocultar su rostro-. Desde el principio. Como un cabrón. No debe saberlo nunca.

– ¿Por un policía?

– Por Villeneuve, un veterano del distrito 5.

Adamsberg se quedó inmóvil, con el ojo fijo en el papel doblado.

– Habrá otras colisiones -dijo.

– Lo sé.

– Y por otro lado…

– Lo sé. Por otro lado.

Adamsberg observó sin moverse el papel blanco, después avanzó lentamente la mano y la volvió a cerrar sobre él.

– Gracias, Danglard.

Danglard volvió a colocar al gatito bajo su brazo y salió de El Vikingo haciendo una seña con la mano, de espaldas.

– ¿Era su colega? -preguntó Bertin.

– Un mensajero. De los dioses.


Cuando se hizo de noche en la plaza, Adamsberg, apoyado en el plátano, abrió su cuaderno y arrancó una página. Reflexionó y después escribió Camille. Esperó un instante y añadió Yo.

El principio de una frase, pensó. No está tan mal.

Después de diez minutos, como la continuación de la frase no venía, puso un punto después del Yo y dobló la hoja alrededor de una moneda de cinco francos.

Después, con paso lento, atravesó la plaza y metió su ofrenda en la urna azul de Joss Le Guern.

Загрузка...