V

El martes por la mañana, Joss manipuló con mucha prudencia los posos del café, evitando todo gesto brutal. Había dormido mal, por culpa evidentemente de aquella habitación en alquiler que danzaba ante sus ojos, inaccesible.


Se sentó pesadamente a la mesa ante su tazón, su pan y su salchichón, examinando con hostilidad los quince metros cuadrados en los que vivía, los muros agrietados, el colchón en el suelo, el baño en el patio. Era verdad que con nueve mil francos hubiese podido permitirse algo mejor, pero enviaba todos los meses casi la mitad a su madre, en Guilvinec. Uno no puede sentirse cómodo y caliente si sabe que su madre tiene frío, la vida es así, así de simple y así de complicada. Joss sabía que el letrado no alquilaba caro, porque se trataba de una casa particular y porque no lo declaraba. Además, había que reconocer las cosas, Decambrais no era uno de esos explotadores que cobran un ojo de la cara por cuarenta metros en París. Lizbeth, por ejemplo, vivía allí gratuitamente, a cambio de las compras, de la cena y de encargarse del cuarto de baño común. Decambrais se ocupaba del resto, pasaba el aspirador y la fregona por las zonas colectivas y ponía la mesa para el desayuno. Había que reconocer que, a los setenta años, al letrado no se le caían los anillos.

Joss masticó lentamente su pan mojado, escuchando con una oreja la radio en sordina para no perderse el tiempo de la mar que anotaba cada mañana. La casa del letrado no tenía más que ventajas. Por un lado, estaba a un tiro de piedra de la estación de Montparnasse, en caso de emergencia. Por el otro, había espacio, radiadores, camas con jergón, entarimado de roble y alfombras con flecos usadas. En la primera época de su instalación, Lizbeth se había pasado varios días descalza sobre las cálidas alfombras, de gusto. También estaba la cena, evidentemente. Joss no sabía más que asar besugos, abrir ostras y sorber bígaros. Por eso, noche tras noche comía conservas. Bueno, claro, y estaba Lizbeth, que dormía en la habitación vecina. No, él nunca hubiese tocado a Lizbeth, nunca hubiese puesto sobre ella sus manos ásperas y con veinticinco años más. Y había que reconocerle también eso, Decambrais siempre la había respetado. Lizbeth le contó una vez una historia horrible, la de la primera noche en la que ella se echó sobre la alfombra. Pues bien, el aristócrata ni siquiera había pestañeado. Chapeau. Eso es lo que uno llamaría tener coraje. Y si el aristócrata tenía coraje, Joss también lo tendría, por qué no. Los Le Guern quizás seamos unos brutos pero no somos bandidos.

Era ahí donde le dolía. Decambrais lo tenía por un bruto y jamás le cedería el tugurio, era inútil soñar con ello. Ni con Lizbeth ni con la cena ni con los radiadores.

Aún estaba pensando en ello mientras vaciaba su urna, una hora más tarde. Descubrió enseguida el grueso sobre color marfil que desgarró con los dedos. Treinta francos. Las tarifas aumentaban solas. Echó una ojeada al texto sin hacer el esfuerzo de leerlo hasta el final. Los parloteos incomprensibles de este pirado empezaban a cansarlo. Después separó mecánicamente lo decible de lo indecible. En el segundo montón, puso el mensaje siguiente: Decambrais es un marica. Fabrica él mismo sus encajes. Lo mismo que ayer pero al revés. No era muy original el tipo. Enseguida se ponía a dar vueltas en redondo. En el momento en que Joss abandonaba el anuncio entre los desechos, su mano titubeó, más largamente que la víspera. Alquíleme la habitación o suelto todo el paquete en el pregón. Chantaje ni más ni menos.

A las ocho, Joss estaba en su caja, perfectamente preparado. Todos estaban en sus puestos, como bailarines en una coreografía ensayada durante más de mil representaciones: Decambrais en el umbral de su puerta, con la cabeza inclinada sobre su libro, Lizbeth entre el pequeño gentío, a mano derecha. Bertin a mano izquierda, detrás de las cortinas rayadas rojiblancas de El Vikingo. Damas apoyado sobre el escaparate de Roll-Rider, no muy lejos de la inquilina de Decambrais, habitación número 4, casi escondida tras un árbol, y finalmente las cabezas familiares de los aficionados dispuestos en círculo, cada uno volviendo a encontrar por una suerte de atavismo su emplazamiento de la víspera.

Joss había comenzado el pregón.

Uno: Busco receta de pastel en que las frutas confitadas no caigan al fondo. Dos: De nada sirve cerrar tu puerta para esconder tus suciedades. Dios que está en lo alto te juzga a ti y a tu puta. Tres: Hélène, ¿por qué no has venido? Perdón por todo lo que he hecho. Firmado, Bernard. Cuatro: Perdidas seis bolas de petanca en la plaza. Cinco: Vendo ZR7.750, 1999, 8.500 km, roja, alarma, parabrisas, parachoques, 3.000francos.

Una mano ignorante se alzó desde el gentío para señalar su interés por el anuncio. Joss tuvo que interrumpirse.

– Dentro de un rato en El Vikingo -dijo con algo de rudeza.

El brazo descendió, vergonzoso, tan rápido como se había alzado.

– Seis -retomó Joss-: No trabajo con la carne. Siete: Se busca camión de pizza con abertura panorámica, permiso VL, horno para 6 pizzas. Ocho: Los chicos que tocan el tambor, la próxima vez llamo a la policía. Nueve…

En su impaciencia por coger el anuncio del sabihondo, Decambrais no escuchaba con la misma atención los mensajes del día. Lizbeth tomó nota de una venta de hierbas de Provenza, se acercaba el tiempo de la mar. Decambrais se preparó, orientando la punta del lápiz en su palma.

– … la 8 suavizándose gradualmente 5 a 6 y después volviendo al sector oeste de 3 a 5 por la tarde. Mar fuerte, lluvias o chaparrones atenuándose.

Joss llegó al anuncio 16 y Decambrais lo reconoció a la primera palabra.

Después, estuve en puntos suspensivos por la orilla, hice que me desembarcase en el otro extremo de la ciudad y, a la caída de la noche, pude entrar en casa de la mujer de puntos suspensivos y allí obtuve su compañía, aunque con mil dificultades; sin embargo al fin conseguí lo que deseaba de ella. Saciado por ese lado, partí a pie.

Se hizo un silencio atónito que Joss disipó rápidamente prosiguiendo con algunos mensajes más inteligibles antes de abordar su Página de la Historia. Decambrais gesticuló. No había tenido tiempo de anotarlo todo, el texto había sido demasiado largo. Alzó la oreja para conocer el destino del Derechos Humanos, navío francés de 74 cañones, el 14 de enero 1797, de regreso de una campaña fracasada en Irlanda con 1.350 hombres a bordo.

– … Y perseguido por dos navíos ingleses, El Infatigable y El Amazona: tras una noche de combate, vino a sucumbir frente a la playa de Canté.

Joss volvió a guardar sus papeles en su chaquetón marinero.

– ¡Eh, Joss! -gritó una voz-. ¿Cuántos se salvaron?

Joss descendió de un brinco de su caja.

– Uno no puede esperar saberlo todo -dijo con una pizca de solemnidad.

Antes de recoger su estrado y guardarlo en el local de Damas, su mirada se cruzó con la de Decambrais. A punto estuvo de dar tres pasos en su dirección pero decidió retrasar el asunto hasta después del pregón de mediodía. Se bebería un calvados para reunir fuerzas.


A las doce cuarenta y cinco, Decambrais anotó febrilmente el siguiente anuncio atestado de abreviaciones:


Doce: Los magistrados harán que se redacten los reglamentos que tendrán que ser observados y harán que se cuelguen en las esquinas de las calles y en las plazas para que ninguna perfona los ignore. Puntos suspensivos. Harán que se mate a los canes, a los gatos; las palomas, los conejos, los pollos y las gallinas. Pondrán una atención fingular en guardar las casas limpias y las calles, en limpiar las cloacas de la ciudad y de los alrededores, las fofas repletas de estiércol, el agua eftancada, puntos suspensivos; o al menos se ordenará que se fequen.


Joss ya estaba en El Vikingo dispuesto a almorzar cuando Decambrais se decidió a abordarle. Empujó la puerta del bar y Bertin le sirvió una cerveza, sobre un posavasos de cartón rojo ornado con los dos leones de oro de Normandía, fabricado especialmente para el local. Para anunciar el almuerzo, el patrón golpeó con el puño una ancha placa de cobre suspendida sobre el mostrador. Cada día, en las comidas del mediodía y de la noche, Bertin golpeaba su gong, dejando escapar un quejido de tormenta que hacía despegar en masa a todas las palomas de la plaza y, en un rápido fuego cruzado de volátiles y de hombres, acudían todos los hambrientos a El Vikingo. Con este gesto, Bertin recordaba a todos eficazmente que había sonado la hora de comer y, al mismo tiempo, rendía homenaje a sus temibles orígenes, que nadie debía olvidar. Bertin era un Toutin por parte de madre, lo que demostraba, con apoyo de la etimología, su lazo de ascendencia directa de Thor, el dios escandinavo del trueno. Si algunos estimaban arriesgada esta interpretación, y Decambrais era uno de ellos, nadie se atrevía a desmenuzar el árbol genealógico de Bertin aniquilando así todos los sueños de un hombre que lavaba vasos desde hacía treinta años sobre el suelo de París.

Estas excentricidades habían extendido el renombre de El Vikingo lejos de su área y el local estaba constantemente repleto.

Decambrais se desplazó, con la cerveza en alto, hasta la mesa en la que Joss se había instalado.

– ¿Puedo hablar con usted un momento? -preguntó sin sentarse.

Joss alzó sus ojillos azules sin responder, masticando su carne. ¿Quién se había ido de la lengua? ¿Bertin? ¿Damas? ¿Lo enviarían a paseo, Decambrais y su habitación en alquiler? ¿Iba a darse el gusto de decirle que su presencia de bruto no era deseada en el hotel de las alfombras? Si Decambrais se atrevía a insultarlo, él le soltaría todos los desechos. Con una mano le hizo signo de que se sentase.

– El anuncio 12 -empezó Decambrais.

– Ya lo sé -dijo Joss, sorprendido-, es especial.

Así que el bretón se había dado cuenta. Aquello simplificaba el asunto.

– Tiene hermanitos -dijo Decambrais.

– Sí. Desde hace tres semanas.

– Me preguntaba si los habría conservado.

Joss rebañó la salsa con el pan, tragó y después se cruzó de brazos.

– ¿Y si lo hubiera hecho? -dijo.

– Me gustaría releerlos. Si no le importa -añadió ante la expresión obstinada del bretón-, se los compro. Todos los que tenga hasta ahora y los que vengan.

– Entonces, ¿no es usted?

– ¿Yo?

– El tipo que los ha metido en la urna. Me lo preguntaba. Podría haber sido su estilo, todas esas frases antiguas que no se entienden. Pero si quiere comprármelas es que no son suyas. Lógicamente.

– ¿Cuánto?

– No los tengo todos. Sólo los cinco últimos.

– ¿Cuánto?

– Un anuncio leído -dijo Joss enseñando su plato-, es como una costilla de cordero roída: ya no tiene valor. No lo vendo. Los Le Guern quizás seamos unos brutos pero no somos unos bandidos.

Joss le lanzó una mirada de entendimiento.

– ¿Entonces? -relanzó Decambrais.

Joss titubeó. ¿Se podía negociar razonablemente una habitación contra cinco hojas de papel sin pies ni cabeza?

– Parece que una de sus habitaciones ha quedado libre -murmuró.

El rostro de Decambrais se quedó inexpresivo.

– Ya tengo ofertas -respondió muy bajo-. Esas personas tienen prioridad sobre usted.

– De acuerdo -dijo Joss-. Guárdese su cháchara. Hervé Decambrais no quiere que un bruto como yo venga a hollar sus alfombras. Se dice más rápido así, ¿no? Hay que tener estudios para entrar ahí dentro o hay que ser una Lizbeth y dudo que ni lo uno ni lo otro sea nunca mi caso.

Joss vació su vaso de vino y lo volvió a posar violentamente sobre la mesa. Después se encogió de hombros y se calmó de golpe. Habían pasado por otras parecidas los Le Guern.

– De acuerdo -prosiguió sirviéndose otro vaso-. Guárdese su habitación. Puedo entenderlo, después de todo. Ninguno de los dos es el tipo del otro y además ya estoy harto. ¿Qué se puede hacer ante eso? Puede tener esos papeles, si tanto le interesan. Pase esta tarde por la tienda de Damas. Antes del pregón de las seis y diez.


Decambrais se presentó a la hora en Roll-Rider. Damas estaba ocupado regulando los patines de un joven cliente y su hermana lo saludó desde la caja.

– Señor Decambrais -dijo en voz baja-, si pudiese decirle que se pusiera un jersey. Va a coger frío, no está bien de los bronquios. Sé que tiene una gran influencia sobre él automáticamente.

– Ya se lo he dicho, Marie-Belle. Lleva un tiempo hacerle entender.

– Lo sé -dijo la joven mordiéndose el labio-. Pero si pudiese intentarlo de nuevo.

– Le hablaré en cuanto sea posible, lo prometo. ¿El marino está aquí?

– En la trastienda -dijo Marie-Belle indicándole una puerta.

Decambrais se inclinó bajo las ruedas de las bicicletas suspendidas, se deslizó entre las hileras de planchas y entró en el taller de reparación, lleno de ruedas de todos los calibres del suelo al techo. Una esquina de la mesa de trabajo estaba ocupada por Joss y su urna.

– Le he puesto eso en el extremo de la mesa -dijo Joss sin volver la cabeza.

Decambrais cogió las hojas y las revisó rápidamente.

– Y aquí está la de esta noche -añadió Joss-. En primicia. El pirado apura el ritmo, ahora recibo tres al día.

Decambrais desplegó la hoja y leyó:

– Y primeramente para evitar la infección procedente de la tierra, hay que guardar las calles limpias y las casas barriéndolas y quitando las inmundicias tanto humanas como de otros animales, teniendo principalmente cuidado con los mercados de pefcados, carnicerías, triperías en las que se hace ordinariamente acopio de excrementos sujetos a corrupción.

– No sé lo que son esos pefcados, que son como carne -dijo Joss, siempre inclinado sobre sus pilas.

– Pescados, si me permite.

– Venga, Decambrais, quiero ser amable con usted pero no se meta en lo que no le importa. Porque los Le Guern sabemos leer. Nicolas Le Guern ya hacía el pregón bajo el segundo imperio. No es usted quien para enseñarme la diferencia entre pefcados y pescados, Dios bendito.

– Le Guern, son copias de textos antiguos, del siglo XVII. El tipo los ha transcrito textualmente, con la ayuda de caracteres especiales. En aquella época, se escribían las eses aproximadamente como las efes. De tal manera que el anuncio de mediodía, no era cuestión de perfona ni de fofas o de agua eftancada. Y menos aún de hacerlas fecar.

– ¿Cómo?, ¿eran eses? -dijo Joss alzándose y subiendo el tono.

– Eses, Le Guern. Fosa, agua estancada, secar, pescados. Viejas eses en forma de efes. Mírelas usted mismo, no tienen exactamente la misma forma si uno las examina de cerca.

Joss le arrancó el papel de las manos y estudió las grafías.

– Bueno -dijo con un mal tono-, admitámoslo. ¿Y qué pasa?

– Es para facilitar su lectura, nada más. No trataba de ofenderlo.

– Bueno, pues lo ha hecho. Tome sus malditos papeles y lárguese. Porque la lectura, no es por nada pero es mi trabajo. Yo no me meto en sus asuntos.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir que sé bastante sobre usted, con todas esas denuncias que andan por ahí -dijo Joss señalando la pila de lo indecible-. Como me recordaba la otra noche el bisabuelo Le Guern, no sólo hay cosas bellas en la cabeza del hombre. Afortunadamente separo las lentejas.

Decambrais palideció y buscó un taburete para sentarse.

– Dios mío -dijo Joss-, no se alarme de esa manera.

– Esas denuncias, Le Guern, ¿las tiene todavía?

– Sí, las pongo con la basura. ¿Le interesan?

Joss rebuscó en su montón de restos y le tendió los dos mensajes.

– Después de todo, siempre es útil conocer al enemigo -dijo-. Un hombre alerta vale por dos.

Joss miró a Decambrais mientras desplegaba las notas. Sus manos temblaban y, por primera vez, sintió un poco de pena por el viejo letrado.

– Sobre todo no se asuste -dijo-, es el cabrón de turno. Si supiese las cosas que leo… La mierda hay que dejar que se la lleve el río.

Decambrais leyó las dos notas y las volvió a dejar sobre sus rodillas sonriendo débilmente. A Joss le pareció que recuperaba el aliento. ¿Qué había temido el aristócrata?

– No hay nada malo en hacer encaje -insistió Joss-. Mi padre hacía redes. Es lo mismo pero en más grueso, ¿no?

– Es verdad -dijo Decambrais devolviéndole los mensajes-. Pero más vale que no se sepa. La gente es estrecha.

– Muy estrecha -dijo Joss retomando su trabajo.

– Fue mi madre quien me enseñó la profesión. ¿Por qué no ha leído esos anuncios en el pregón?

– Porque no me gustan los gilipollas -dijo Joss.

– Pero tampoco le gusto yo, Le Guern.

– No. Pero no me gustan los gilipollas.

Decambrais se levantó y se alejó. En el momento de cruzar la puerta, se volvió.

– La habitación es suya, Le Guern -dijo.

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