XXXIV

Subieron por una vieja avenida orlada de basura que conducía a una pequeña casa ruinosa, flanqueada por un ala construida con planchas separadas. Llovía delicadamente sobre el tejado de tejas. El verano había sido un asco y septiembre también lo estaba siendo.

– Chimenea -dijo Adamsberg señalando el tejado-. Madera. Manzano.

Llamó a la puerta y una anciana abrió, alta y fuerte, con el rostro pesado y arrugado y los cabellos cubiertos por un pañuelo de flores. Sus ojos muy oscuros se posaron sobre los cuatro agentes en silencio. Después se quitó el cigarrillo que colgaba de su boca.

– La policía -dijo.

No era una pregunta sino un diagnóstico en firme.

– La policía -confirmó Adamsberg entrando-. ¿Clémentine Courbet?

– La misma -respondió Clémentine.

La anciana les hizo entrar en su salón, golpeó el diván antes de invitarlos a sentarse.

– ¿Hay mujeres ahora en la policía? -dijo con una mirada despectiva hacia la teniente Hélène Froissy-. Bueno, pues no la felicito. ¿No cree que ya hay bastantes tipos que juegan con armas de fuego para que haya que imitarlos? ¿Acaso no se le ocurre otra cosa que hacer?, ¿está de broma?

Clémentine pronunciaba «broma» como una campesina.

Se dirigió suspirando a su cocina y regresó con una bandeja cargada de vasos y una fuente con galletas.

– La imaginación, eso es lo que falta siempre -concluyó poniendo su fuente sobre una mesita con un mantel, delante del diván floreado-. Vino, galletas de nata, ¿les apetece?

Adamsberg la contemplaba con sorpresa, casi seducido por su rostro pesado y viejo. Kernorkian hizo comprender al comisario que no despreciaría las galletas, puesto que el bocadillo engullido en el coche no había sido suficiente.

– Tanto mejor -dijo Clémentine-. Pero la nata ya no se encuentra. La leche de ahora es como agua. La reemplazo con crema, no me queda más remedio.

Clémentine llenó los cinco vasos, dio un pequeño trago de vino y los miró.

– Dejémonos de sandeces -dijo encendiendo un cigarrillo-. ¿Qué quieren?

– Arnaud Damas Heller-Deville -empezó Adamsberg cogiendo una galleta pequeña.

– Arnaud Damas Viguier, perdone -dijo Clémentine-. Él lo prefiere así. Bajo este techo no se pronuncia el nombre de Heller-Deville. Y si le pica, vaya a decirlo fuera.

– ¿Es su nieto?

– Vaya con el guapo tenebroso -dijo Clémentine tendiendo el mentón hacia Adamsberg-, no me tome por una pardilla. Si no lo supiese no estaría aquí, ¿verdad? ¿Cómo están las galletas, buenas o malas?

– Buenas -afirmó Adamsberg.

– Excelentes -aseguró Danglard, y realmente lo pensaba. A decir verdad, no había probado unas galletas tan buenas desde hacía al menos cuarenta años y esta impresión lo llenaba de una alegría que no venía a cuento.

– Dejémonos de sandeces -dijo la anciana, aún de pie, dominando a los cuatro policías-. Denme tiempo para quitarme el delantal, cerrar el gas, avisar a la vecina y me voy con ustedes.

– Clémentine Courbet -dijo Adamsberg-, tengo una orden de registro. Visitaremos antes la casa.

– ¿Cuál es su nombre?

– Comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg.

– Jean-Baptiste Adamsberg, no tengo por costumbre exponer la vida de gente que no ha hecho nada malo, sean policías o no lo sean. Las ratas están en el granero -dijo señalando el techo con el dedo-. Trescientas veintidós ratas más once cadáveres cubiertos de pulgas hambrientas a las cuales les recomiendo que no se acerquen o no puedo garantizarles la existencia. Si quiere meter su nariz allá arriba habrá que desinfectarlo antes. No se rompan la cabeza: el criadero está allí y la máquina de Arnaud, con la que escribió los mensajes, está en la habitación pequeña. Y los sobres también. ¿Qué más les interesa?

– La biblioteca -dijo Danglard.

– En el granero también. Hay que pasar por delante de las ratas antes. Cuatrocientos volúmenes, ¿qué le parece?

– ¿Sobre la peste?

– ¿Sobre qué otra cosa si no?

– Clémentine -dijo suavemente Adamsberg volviendo a tomar una galleta-, ¿no quiere sentarse?

Clémentine metió su grueso cuerpo en una butaca de flores y cruzó los brazos.

– ¿Por qué nos dice todo eso? -preguntó Adamsberg-. ¿Por qué no lo niega?

– ¿El qué, lo de los apestados?

– Las cinco víctimas, sí.

– Víctimas, una mierda -dijo Clémentine-. Verdugos.

– Verdugos -confirmó Adamsberg-. Torturadores.

– Pueden palmarla. Cuanto más la palmen, más revivirá Arnaud. Se lo han quitado todo, lo han hundido por debajo de la tierra. Es necesario que reviva. Y esto no será posible mientras ese bochinche siga sobre la tierra.

– El bochinche no muere solo.

– Sería demasiado hermoso. El bochinche es más vivaz que el cardo.

– ¿Tuvieron que ayudar, Clémentine?

– Y no poco.

– ¿Por qué la peste?

– Los Journot son señores de la peste -dijo Clémentine con un tono más brusco-. No hay que atacar a un Journot, eso es todo.

– ¿Y si no?

– Si no, los Journot le envían la peste. Son señores de la gran plaga.

– Clémentine, ¿por qué nos cuenta todo esto? -repitió Adamsberg.

– ¿En vez de qué?

– En vez de callarse.

– ¿Me ha encontrado, no? Y el chico está encerrado desde ayer. Entonces, dejémonos de sandeces, vámonos y ya está. ¿Qué más da?

– Todo -dijo Adamsberg.

– Nada -dijo Clémentine, sonriendo duramente-. El trabajo ha terminado. ¿Lo coge, comisario? Terminado. El enemigo está en su sitio. Los tres próximos la palmarán pase lo que pase de aquí a ocho días, esté yo aquí o en otro lugar. Es demasiado tarde para ellos. El trabajo está terminado. Estarán muertos los ocho.

– ¿Ocho?

– Los seis torturadores, la chica cruel y el comanditario. Para mí son ocho. ¿Está enterado o no está enterado?

– Damas no ha hablado.

– Normal. No podía hablar antes de estar seguro de que el trabajo estuviese terminado. Es eso lo que habíamos convenido si nos pillaban al uno o al otro. ¿Cómo lo ha descubierto?

– Por su diamante.

– Lo esconde.

– Lo he visto.

– Ah -dijo Clémentine-. Tiene conocimientos, conocimientos sobre la plaga de Dios. No contábamos con eso.

– He tratado de aprender rápido.

– Pues ya es demasiado tarde. El trabajo está hecho. El enemigo está en su sitio.

– ¿Las pulgas?

– Sí. Ya las tienen. Ya están infectados.

– ¿Sus nombres, Clémentine?

– Ya puede darse prisa. ¿Quiere salvarlos? Es su destino y se está consumando. No debían destruir a un Journot. Lo han destruido, comisario, a él y a la chica a la que amaba. Saltó por la ventana, la pobre niña.

Adamsberg asintió con la cabeza.

– ¿Fue usted, Clémentine, la que lo persuadió para que se vengase?

– Hablábamos casi todos los días en la cárcel. Es heredero de su bisabuelo y del anillo. Arnaud tenía que levantar cabeza, como Émile, durante la epidemia.

– ¿No teme la cárcel para usted y para Damas?

– ¿La cárcel? -dijo Clémentine golpeándose los muslos con las manos-. ¿Está de broma, comisario? Arnaud y yo no hemos matado a nadie. No vaya tan rápido.

– Entonces ¿quién ha sido?

– Las pulgas.

– Soltar pulgas infectadas es como disparar sobre un hombre.

– No estaban forzadas a picar, no vaya tan rápido. Es la plaga de Dios, cae donde le place. Si alguien ha matado es Dios. No pensará detener a Dios, ¿está de broma?

Adamsberg observó el rostro de Clémentine Courbet, tan sereno como el de su nieto. Comprendió de dónde venía la tranquilidad casi imperturbable de Damas. Tanto el uno como el otro se sentían profundamente inocentes de los cinco asesinatos que acababan de cometer, y de los tres que programaban todavía.

– Dejémonos de sandeces -dijo Clémentine-. Ahora que he hablado, ¿le sigo o me quedo?

– Voy a pedirle que nos acompañe, Clémentine Courbet -dijo Adamsberg levantándose-. Para hacer su declaración. Está detenida.

– Bueno, me viene bien -dijo Clémentine levantándose a su vez-. Así veré al chico.

Mientras Clémentine recogía la mesa y cubría el fuego, Kernorkian hizo comprender a Adamsberg que no estaba dispuesto a registrar el granero.

– No están infectadas, cabo -dijo Adamsberg-. Dios santo, ¿dónde quiere que esta mujer haya encontrado ratas apestadas? Sueña, Kernorkian, todo está en su cabeza.

– No es eso lo que ella dice -objetó Kernorkian con aspecto sombrío.

– Las manipula todos los días. Y no tiene la peste.

– Los Journot están protegidos, comisario.

– Los Journot tienen un fantasma y ese fantasma no le hará nada, tiene mi palabra. No ataca más que a aquellos que han tratado de destruir a un Journot.

– ¿Un vengador de familia, en cierto modo?

– Exactamente. Coja también una muestra del carbón de leña y envíela al laboratorio, calificación urgente.


La llegada de la anciana a la brigada produjo cierta sensación. Traía una gran caja llena de galletas que enseñó alegremente a Damas, deteniéndose ante él. Damas sonrió.

– No te inquietes, Arnaud -le dijo ella sin tratar de bajar la voz-. El trabajo está terminado. Todos, la tienen todos.

Damas sonrió aún más, cogió la caja que ella le tendía a través de los barrotes y se volvió a sentar tranquilamente en su banco.

– Prepárenle la celda junto a la de Damas -pidió Adamsberg-. Bajen un colchón del vestuario e instálenla tan confortablemente como puedan. Tiene ochenta y seis años. Clémentine -dijo volviéndose a la anciana-. Dejémonos de sandeces, ¿atacamos ahora esa declaración, o está cansada?

– La atacamos -dijo firmemente Clémentine.


Hacia las seis de la tarde, Adamsberg se fue a caminar, con la cabeza repleta de las revelaciones de Clémentine Journot, Courbet de casada. La había escuchado durante dos horas y después confrontó a la abuela con el nieto. Ni una sola vez había flaqueado su confianza en la muerte próxima de los tres últimos torturadores. Ni siquiera cuando Adamsberg les demostró que el tiempo transcurrido entre la liberación de las pulgas y la muerte de las víctimas era demasiado breve para que se pudiesen atribuir las muertes a las pulgas apestadas. Esta plaga está siempre dispuesta a las órdenes de Dios que la envía y la hace partir cuando le place, respondió Clémentine, recitando impecablemente el especial del 19 de septiembre. Ni cuando Adamsberg les mostró los resultados negativos de los análisis probando la inocuidad total de sus pulgas. Ni cuando les había puesto bajo los ojos las fotos de los estrangulamientos. La fe que tenían en sus insectos y sobre todo su certidumbre de que tres hombres iban a morir en poco tiempo, uno en París, otro en Troyes y el último en Châtellerault, había permanecido inconmovible.

Deambuló por las calles más de una hora y se detuvo frente a la prisión de la Santé. Un prisionero, allí arriba, había sacado un pie a través de los barrotes y lo agitaba por el aire del Boulevard Arago. No era una mano, sino un pie. No estaba calzado sino desnudo. Era un tipo que como él quería caminar fuera. Consideró aquel pie, imaginó el de Clémentine y después el de Damas, retorciéndose bajo el cielo. No los creía tan locos, si no fuese por aquel corredor adonde los arrastraba su fantasma. Cuando el pie se reintegró bruscamente a la celda, Adamsberg comprendió que un tercer elemento estaba todavía fuera de los muros, dispuesto a concluir su obra comenzada, en París, en Troyes, en Châtellerault, con su lazo corredizo.

Загрузка...