XXIII

– ¿Eres tú?

– Soy yo, Mané. Abre -dijo el hombre con impaciencia.

Apenas hubo entrado, se echó en los brazos de la anciana y la estrechó contra él mientras giraba suavemente de un lado a otro.

– ¡Funciona, Mané, funciona! -dijo.

– Como moscas, caen como moscas.

– Se retuercen y caen, Mané. ¿Recuerdas que antaño los infectados se arrancaban las ropas, como si estuviesen locos, y corrían hasta el río para ahogarse en él? ¿O contra un muro para estrellarse?

– Ven, Arnaud -dijo la anciana arrastrándolo de la mano-. No vamos a quedarnos en la oscuridad.

Mané se ayudó con el rayo de su linterna para llegar al salón.

– Instálate, te he hecho galletas. Ya sabes que ya no se encuentra leche que dé nata, no me queda más remedio que echarle crema, no me queda más remedio. Sírvete vino.

– Antaño, había tantos infectados que la gente se desembarazaba de ellos tirándolos por las ventanas y uno se los encontraba por la calle tirados como colchones viejos. Es triste, ¿no, Mané? Padres, hermanos, hermanas.

– No son tus hermanos ni tus hermanas. Son bestias salvajes que no merecen caminar sobre la tierra. Después, sólo después, recuperarás tus fuerzas. Son ellos o tú. Y ahora eres tú.

Arnaud sonrió.

– ¿Sabes que dan vueltas y que se derrumban en unos días?

– La plaga de Dios los fulmina en su carrera. Por mucho que corran. Creo que ahora lo saben.

– Claro que lo saben, y tiemblan, Mané. Ahora les toca a ellos -dijo Arnaud vaciando su vaso.

– Dejémonos de sandeces, ¿vienes a por el material?

– Necesito mucho esta vez. Es el momento del viaje, Mané, ya sabes, me extiendo.

– El material no era ninguna mierda, ¿eh?


En el granero, la anciana se dirigió a las jaulas, en medio de chillidos y ruido de arañazos.

– Venga, venga -murmuró-. Enseguida dejaréis de gritar así. ¿Acaso no os alimenta bien Mané?

Alzó una pequeña bolsa bien cerrada que tendió a Arnaud.

– Toma -dijo-, ya me contarás las novedades.

Bajando por la escalera antes que Mané y cuidándose de proteger a la anciana, Arnaud balanceaba en el extremo de su brazo el peso de la rata muerta, impresionado. Mané era una verdadera especialista, la mejor. Sin ella, no se hubiese salido con la suya. Indudablemente era el amo -pensó haciendo girar su anillo- y lo había demostrado, pero sin ella hubiese perdido todavía otros diez años de su vida. Y necesitaba su vida ahora mismo.


Arnaud dejó la vieja casa en medio de la noche, con los bolsillos hinchados por cinco sobres donde se agitaban Nosopsyllus fasciatus con los proventrículos cargados como torpedos. Hablaba en voz baja subiendo la avenida pavimentada en la oscuridad. Proventrículo. Estilete mediano del aparato bucal. Probóscide, trompa, inyección. A Arnaud le gustaban las pulgas y no había nadie, excepto Mané, con quien comentar toda la inmensidad de su anatomía interna, grande como el cielo. Pero no las pulgas de gato, claro que no. Ésas eran unas incompetentes y él las despreciaba absolutamente, y Mané también.

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