XXXI

Mientras la ciudad de Troyes se preparaba para la ofensiva, Adamsberg había pasado por la brigada, en cuanto desembarcó del avión. Después volvió a salir para instalarse en la plaza. Decambrais se dirigió directamente hacia él con un grueso sobre en la mano.

– ¿Su especialista ha descifrado el especial de ayer? -preguntó.

– Troyes, la epidemia de 1517.

Decambrais se pasó la mano por la mejilla, como si se afeitase.

– El sembrador le ha tomado gusto a los viajes -dijo-. Si visita todos los lugares que la peste ha tocado, tenemos para treinta años recorriendo Europa, con excepción de algunas localidades de Hungría y de Flandes. Complica las cosas.

– Las simplifica. Reagrupa a sus hombres.

Decambrais le lanzó una mirada interrogante.

– No creo que atraviese el país por placer -explicó Adamsberg-. Su banda se ha dispersado y le da alcance.

– ¿Su banda?

– Si se han dispersado -continuó Adamsberg sin responder- es un asunto que ha tenido lugar hace mucho tiempo. Una banda, un grupo, un ajuste de cuentas. El sembrador los coge uno tras otro abatiendo sobre ellos la plaga de Dios. No son víctimas del azar, estoy seguro. Sabe adónde apunta y las víctimas están localizadas desde hace tiempo. Sin duda ahora ya han comprendido que están amenazadas. Sin duda saben quién es el sembrador.

– No, comisario, vendrían a ponerse bajo su protección.

– No, Decambrais. A causa del ajuste de cuentas. Sería como confesar. El tipo de Marsella lo había comprendido, acababa de poner dos cerrojos en su puerta.

– ¿Pero de qué ajuste de cuentas se trata, Dios santo?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Hubo una mierda. Asistimos a su efecto retorno. Quien siembra mierda, recoge pulgas.

– Si fuese eso, habría encontrado la coincidencia hace mucho tiempo.

– Hay dos. Son todos hombres y mujeres de la misma generación. Y han vivido en París. Por eso hablo de un grupo, de una banda.

Tendió la mano y Decambrais puso en ella el gran sobre color marfil. Adamsberg sacó la misiva de la mañana:


Esta epidemia cesó bruscamente en el mes de agosto de 1630 y todos (…) se alegraron en gran medida; desgraciadamente esta pausa fue de muy corta duración. Era el siniestro anuncio de un recrudecimiento tan horrible que desde el mes de octubre de 1631 hasta el fin de 1632 (…).


– ¿Cómo vamos con los edificios? -preguntó Decambrais mientras Adamsberg marcaba el número de Vandoosler-. Los anuncios hablan de dieciocho mil en París y cuatro mil en Marsella.

– Eso era ayer. Hoy estamos con veintidós mil por lo bajo.

– Qué tristeza.

– ¿Vandoosler? Adamsberg. Le dicto el de esta mañana, ¿está listo?

Decambrais contempló cómo el comisario leía el especial por teléfono, con aire desconfiado y una pizca de celos.

– Va a buscarlo y me llama -dijo Adamsberg colgando.

– Listo ese tipo, ¿no?

– Mucho -confirmó Adamsberg con una sonrisa.

– Si le localiza la ciudad a partir de este extracto, bravo. Será más que listo, será un visionario. O el culpable. No tendrá más que lanzar a sus sabuesos tras su pista.

– Ya lo hice hace tiempo, Decambrais. El tipo está fuera de sospecha. No sólo tiene una excelente coartada de sábanas para el primer asesinato sino que he hecho que lo vigilen todas las noches desde entonces. Duerme en su casa y sale por la mañana para ir a hacer limpiezas.

– ¿Limpiezas? -repitió Decambrais, perplejo.

– Es mujer de la limpieza.

– ¿Y especialista en la peste?

– Usted también hace encaje.

– Ésta no la encontrará -dijo Decambrais tras un silencio crispado.

– La encontrará.

El anciano repeinó sus cabellos blancos, reajustó su corbata azul marino y volvió a la penumbra de su despacho donde carecía de rivales.

El quejido de trueno del normando atravesó la plaza y, bajo una lluvia fina, la gente se dirigió hacia El Vikingo, separando a las palomas que volaban en sentido contrario.

– Lo siento, Bertin -dijo Adamsberg-. Me llevé su anorak hasta Marsella.

– La chaqueta está seca. Mi mujer se la ha planchado.

Bertin la sacó de debajo de su mostrador y puso el bulto muy limpio y cuadrado en brazos del comisario. La chaqueta no había tenido aquel aspecto desde el día en que la compró.

– Vaya, Bertin, ¿ahora mimas a los policías? ¿Te hacen morder la tierra y tú pides más?

El alto normando volvió la cabeza hacia el que acababa de hablar y que se reía con un aire malicioso. Se remetía la servilleta de papel entre la camisa y el cuello de toro, dispuesto a manducar.

El hijo de Thor se separó del mostrador y fue directo hasta su mesa, empujando las sillas a su paso hasta encontrarse con el hombre. Lo tomó por la camisa y lo cogió violentamente por detrás. Como el tipo protestaba aullando, Bertin le propinó dos bofetadas y, arrastrándolo hasta la puerta con la fuerza de sus brazos, lo arrojó sobre la plaza.

– Ni se te ocurra volver, no hay sitio en El Vikingo para cabrones de tu especie.

– ¡No tienes derecho, Bertin! -gritó el tipo levantándose con dificultad-. ¡Eres un establecimiento público! ¡No tienes derecho a escoger tu clientela!

– Escojo a los policías y escojo a los hombres -respondió Bertin dando un portazo. Después se pasó una gran mano por sus cabellos claros para echarlos hacia atrás y retomó su sitio en el mostrador, digno y firme.

Adamsberg se deslizó a la derecha, bajo la proa.

– ¿Come aquí? -preguntó Bertin.

– Como y me instalo hasta el pregón.

Bertin asintió con la cabeza. No le gustaban los policías demasiado, pero esa mesa se la había donado a Adamsberg ad vitam aeternam.

– No veo qué es lo que puede buscar en esta plaza -dijo el normando pasando una esponja para limpiarle el sitio-. Nos moriríamos de aburrimiento si no fuese por Joss.

– Justamente -dijo Adamsberg-. Espero el pregón.

– Bueno -dijo Bertin-. Tiene cinco horas por delante, pero cada uno tiene sus métodos.

Adamsberg puso su móvil junto al plato y lo contempló con una mirada vaga. Camille, cielo santo, llama. Lo cogió, lo volvió de un lado y de otro. Después le dio un ligero empujón. El aparato giró sobre sí mismo, como en la ruleta. Aunque, la verdad, le daba igual. Pero llama. Puesto que todo da igual.

Marc Vandoosler telefoneó a media tarde.

– No es fácil -dijo con el tono de un tipo que ha buscado todo el día una aguja en una carreta de heno.

Confiado, Adamsberg esperó la respuesta.

– Châtellerault -continuó Vandoosler-. Una narración tardía de los acontecimientos.

Adamsberg comunicó la información a Danglard.

– Châtellerault -recibió Danglard-. Comisarios de división Levelet y Bourrelot. Los alerto.

– ¿Algún cuatro en Troyes?

– Todavía no. Los periodistas no han podido descifrar el mensaje como lo hicieron en Marsella. Debo dejarlo, comisario. La bola está causando daños en las escayolas nuevas.

Adamsberg colgó y tardó un rato en comprender que Danglard acababa de referirse al gato. Por quinta vez en la jornada, miró a su móvil a los ojos, cara a cara.

– Suena -le murmuró-. Muévete. Era una colisión y habrá otras. No tienes que preocuparte por eso, ¿qué más te da? Son mis colisiones y mis historias. Déjamelas a mí. Suena.

– ¿Es un chisme de reconocimiento vocal? -preguntó Bertin trayendo el plato caliente-. ¿Responde solo?

– No -dijo Adamsberg-, no responde.

– No dan muchas satisfacciones esos chismes.

– No.


Adamsberg pasó la tarde en El Vikingo, solamente perturbado por Castillon y después por Marie-Belle, que vino a relajarlo con una media hora de charla circular. Se instaló para el pregón cinco minutos antes de la hora, al mismo tiempo que Decambrais, Lizbeth, Damas, Bertin, Castillon, que ocupaban sus puestos, y la melancólica Éva, a la que localizó a la sombra de la columna Morris. La muchedumbre, compacta, se apretaba en torno al estrado.

Adamsberg había abandonado su plátano para situarse lo más cerca posible del pregonero. Su mirada tensa pasaba de habitual a habitual, examinando sus manos una a una, acechando los mínimos gestos que revelarían un débil relámpago. Joss pasó dieciocho anuncios sin que Adamsberg localizase a quien quiera que fuese. Durante el estado de la mar, una mano se alzó, pasando sobre una frente, y Adamsberg lo atrapó al vuelo. El relámpago.

Estupefacto, retrocedió hasta el plátano. Se quedó apoyado sin moverse durante un largo rato, titubeante, inseguro.

Después sacó muy lentamente el teléfono de su chaqueta planchada.

– Danglard -murmuró-, persónese en la plaza a toda velocidad. Con dos hombres. Actívese, capitán. Tengo al sembrador.

– ¿Quién es? -preguntó Danglard levantándose y haciéndole señas a Noël y a Voisenet para que lo siguiesen.

– Damas.


Algunos minutos más tarde, el coche de la policía frenó en la plaza y tres hombres salieron rápidamente, dirigiéndose hacia Adamsberg que los esperaba cerca del plátano. El acontecimiento suscitó cierto interés por parte de aquellos que aún remoloneaban entre dos discusiones, sobre todo porque el policía más alto llevaba un gatito blanco y gris en la mano.

– Sigue ahí -dijo Adamsberg en voz bastante baja-. Hace la caja con Éva y Marie-Belle. No toquen a las mujeres, llévense al tipo. Atención, puede ser peligroso, tiene talla de atleta, asegúrense de sus armas. En caso de violencia, no hagan estropicio, por piedad. Noël, usted viene conmigo. Hay otra puerta que da a la calle lateral, por la que pasa el pregonero. Danglard y Justin, pónganse delante.

– Voisenet -rectificó Voisenet.

– Póngase delante -repitió Adamsberg despegándose del tronco de árbol-. Vamos.


La salida de Damas, esposado y escoltado por cuatro policías, y su ingreso inmediato en el coche patrulla sumieron en el estupor a los habitantes de la plaza. Éva corrió hasta el coche, que arrancó ante ella, mientras se agarraba la cabeza con las dos manos. Marie-Belle se echó, llorando a lágrima viva, en brazos de Decambrais.

– Está loco -dijo Decambrais estrechando a la joven contra él-. Se ha vuelto completamente loco.

Incluso Bertin, que había seguido la escena a través de sus ventanas, sintió cómo su veneración por el comisario Adamsberg se turbaba.

– Damas -murmuró-. Han perdido la cabeza.

En cinco minutos, toda la plaza se había reunido en El Vikingo, donde comenzaron a sucederse las discusiones ásperas en un ambiente dramático y casi de revuelta.

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