XXX

Masséna fue a recoger a su colega al aeropuerto de Marignane y lo llevó directamente a la morgue donde habían trasladado el cuerpo. Adamsberg quería verlo, pues Masséna no se sentía capacitado para determinar si se trataba o no de un imitador.

– Lo hemos encontrado desnudo en su casa -explicó Masséna-. Las cerraduras habían sido forzadas por un artista. Un trabajo muy limpio. Y había dos cerrojos nuevos.

– La técnica del principio -comentó Adamsberg-. ¿No había centinela en el descansillo?

– Tengo cuatro mil edificios entre las manos, colega.

– Sí. Es tremendo. En varios días, ha aniquilado la vigilancia policial. ¿Nombre, apellidos, características?

– Sylvain Jules Marmot, treinta y tres años. Empleado en el puerto, en la refección de barcos.

– Barcos -repitió Adamsberg-. ¿Ha estado en Bretaña?

– ¿Cómo lo sabe?

– No lo sé, me lo pregunto.

– A los diecisiete años trabajó en Concarneau. Fue allí donde aprendió el oficio. Bruscamente lo dejó todo y se fue a París, donde estuvo viviendo de pequeños trabajos de carpintería.

– ¿Aquí vivía solo?

– Sí, su pareja era una mujer casada.

– Ésa es la razón por la cual el sembrador lo ha matado en su casa. Está muy bien informado. No hay azar en nada de lo que hace, Masséna.

– Quizás, pero no hay un solo punto en común entre este Marmot y sus cuatro víctimas. Excepto esa estancia en París entre los veinte y los veintisiete años. No se rompa demasiado la cabeza con los interrogatorios, colega. Le he enviado todo el dossier a su brigada.

– Es allí donde ocurrió, en París.

– ¿El qué?

– Su encuentro. Esos cinco han debido de conocerse, de cruzarse, de una manera o de otra.

– No, colega, yo creo que el sembrador nos está mareando. Nos deja creer que esos asesinatos tienen un sentido para desnortarnos. Es fácil saber que Marmot vivía solo. Todo el barrio está al corriente. Aquí la vida se comenta en la calle.

– ¿Ha recibido gas lacrimógeno?

– Un buen chorro en la cara. Compararemos nuestra muestra con la de París, para ver si se lo trajo con él o si lo compró en Marsella. Podría ser un principio.

– Ni lo sueñe, Masséna. El tipo es un superdotado, estoy seguro. Lo ha previsto todo, todas las articulaciones del asunto, todas las reacciones en cadena, como un químico. Y sabe exactamente a qué producto quiere llegar. No me extrañaría que fuese un científico.

– ¿Científico? Creí que se lo imaginaba de letras.

– No es incompatible.

– ¿Científico y pirado?

– Tiene un fantasma en la cabeza desde 1920.

– Santo Dios, colega, ¿es un viejo de noventa años?

Adamsberg sonrió. Con el trato, Masséna era un tipo bastante más cordial que por teléfono. Demasiado, porque subrayaba casi todas sus palabras con gestos demostrativos, agarrando a su colega del brazo, golpeándole el hombro, la espalda y, en el coche, el muslo.

– Lo veo más bien de entre veinte y cuarenta.

– Eso no es un margen, colega, hay mucha diferencia.

– Pero es posible que tenga noventa años, ¿por qué no? Su técnica de asesinato no le exige ninguna fuerza. Asfixia instantánea y lazo corredizo, probablemente una abrazadera que utilizan los electricistas para atar los gruesos montones de cables. Algo que no falla y que hasta un niño podría manipular.

Masséna aparcó algo lejos de la morgue, buscando un lugar a la sombra. Aquí quemaba todavía el sol y la gente se paseaba con la camisa abierta o bien tomaba el fresco a la sombra, sentada sobre las escaleras de las casas, con una palangana de legumbres para pelar sobre las piernas. En París, Bertin debía de estar buscando su anorak para protegerse de los chubascos.

Levantaron la sábana que cubría al muerto y Adamsberg lo examinó atentamente. Las manchas de carbón de leña tenían una extensión similar a las encontradas sobre los cuerpos parisinos. Ocupaban casi la totalidad del vientre, los brazos, los muslos, y tiznaban la lengua. Adamsberg pasó su dedo por encima y después lo frotó contra su pantalón.

– Lo analizamos.

– ¿Tenía picaduras?

– Dos veces aquí -dijo Masséna señalando la ingle.

– ¿Y en su casa?

– Siete pulgas recolectadas, siguiendo la táctica que me indicó, colega. Práctico y astuto. Los bichos están siendo analizados.

– ¿Un sobre color marfil?

– Sí, en la papelera. No entiendo por qué no nos había prevenido.

– Tenía miedo, Masséna.

– Por eso mismo.

– Miedo de la policía. Mucho más miedo de la policía que del asesino. Creía poder defenderse solo, puso dos cerrojos suplementarios. ¿Cómo estaba su ropa?

– Tirada por la habitación. Muy desordenado este Marmot. Pero claro, cuando uno vive solo, ¿a quién le importa eso?

– Es extraño. El sembrador desnuda a sus víctimas limpiamente.

– Ni tuvo que hacerlo, colega. Dormía en pelotas en la cama. Aquí es lo que se hace generalmente. Por el calor.

– ¿Puedo ver su edificio?


Adamsberg atravesó el portal de un edificio de enlucido rojo y desgastado, cerca del Vieux Port.

– ¿No tienen el problema del código?

– Debe de estar estropeado desde hace tiempo -dijo Masséna.

Masséna había traído una potente linterna porque la luz del hueco de la escalera ya no funcionaba. Adamsberg examinó atentamente las puertas bajo el haz luminoso, descansillo por descansillo.

– ¿Qué le parece? -dijo Masséna alcanzando el último piso.

– Que ha estado aquí. Es suyo, no cabe duda. La soltura, la rapidez, la facilidad, el emplazamiento de las barras perpendiculares, es él. Se puede decir incluso que se ha tomado su tiempo. ¿Son tranquilos estos edificios?

– Es que aquí -explicó Masséna-, sea de día o de noche, si alguien se cruza con un tipo que pinta sobre una puerta a todo el mundo se la suda, en el estado en que se encuentra el edificio casi lo revaloriza. Y con toda esa gente que pintaba al mismo tiempo que él, ¿a qué se arriesgaba? ¿Y si caminásemos un poco, colega?

Adamsberg lo contempló sorprendido. Era la primera vez que un policía quería caminar como él.

– Tengo una pequeña barcucha en una cala. ¿Qué le parece si nos hacemos a la mar? Da ideas, ¿no? Yo lo hago a menudo.

Una media hora más tarde, Adamsberg había embarcado a bordo del Edmond Dantès, una pequeña lancha a motor muy marinera. Adamsberg, con el torso desnudo, en la proa, cerraba los ojos bajo el viento tibio. Masséna, también con el torso descubierto, navegaba detrás. Ni uno ni otro trataban de tener ideas.

– ¿Se va esta noche? -gritó Masséna.

– Mañana al alba -dijo Adamsberg-. Me gustaría vagar por el puerto.

– Ah, sí. También se encuentran ideas en el Vieux Port.

Adamsberg había apagado su móvil durante el paseo y consultó sus mensajes al desembarcar. Una llamada al orden del comisario de división Brézillon, muy inquieto por el ciclón que amenazaba la capital, una llamada de Danglard para señalarle el último balance de cuatros, otro de Decambrais que le leía el «especial» que había caído aquel lunes por la mañana:


Tomó domicilio, durante los primeros días, en los barrios bajos, húmedos y sucios. Durante algún tiempo, progresó poco. Parecía incluso haber desaparecido. Pero apenas pasaron pocos meses, enardecida, avanzó lentamente, primero por las calles populosas y acomodadas y finalmente, llena de audacia, se muestra en todos los barrios donde derrama su veneno mortal. Está por todas partes.


Adamsberg anotó el texto en su cuaderno, después se lo leyó lentamente al contestador de Marc Vandoosler. Manipuló su móvil de nuevo, buscando irracionalmente un mensaje, escondido bajo los otros, pero no había nada. Camille, por favor.


Por la noche, tras una pesada cena en compañía del colega, Adamsberg había dejado a Masséna con un fuerte abrazo y firmes promesas de reencuentro y caminaba a lo largo del muelle sur, bajo la presencia muy iluminada de Notre-Dame-de-la-Garde. Contemplaba, barco tras barco, los reflejos que se formaban bajo los cascos en las aguas, precisos hasta la punta de los mástiles. Se arrodilló y lanzó una gravilla al agua, haciendo temblar todo el reflejo que pareció conmovido por un gran escalofrío. La luz de la luna destellaba en minúsculos relámpagos sobre las ondas. Adamsberg se inmovilizó, con los cinco dedos de la mano apoyados en el suelo. Allí estaba el sembrador.

Levantó la cabeza y escrutó a los paseantes nocturnos, que aprovechaban el resol caminando con pasos cortos. Parejas y algunos grupos de adolescentes. Ni un hombre solo. Adamsberg, siempre arrodillado, siguió los muelles con la mirada, metro a metro. No, no estaba sobre los muelles. Estaba allí y estaba en otro lugar. Economizando movimientos, Adamsberg echó una nueva gravilla, tan pequeña como la anterior, en el agua clama y oscura. El reflejo se estremeció y la luna hizo de nuevo centellear brevemente los extremos de las arrugas. Era allí donde estaba, en el agua, en el agua brillante. En los relámpagos ínfimos que golpeaban sus ojos y se desvanecían. Adamsberg se instaló aún más firmemente sobre el muelle, con las dos manos puestas sobre el suelo, con la mirada cayendo sobre el casco blanco. Y como una espuma que se desprende de los fondos rocosos y sube blandamente hacia la luz del día, la imagen perdida de la víspera, en la plaza, inició su lenta ascensión. Adamsberg apenas respiraba, cerrando los ojos. En el relámpago, la imagen estaba en el relámpago.

De pronto estuvo allí, entera. El relámpago, durante el pregón de Joss, al final. Alguien se había movido y algo había resplandecido, vivo y rápido. ¿Un flash? ¿Un mechero? No, claro que no. Era un relámpago mucho más pequeño, ínfimo y blanco, como el de las olitas esta noche, y mucho más fugaz. Se había movido, de abajo arriba, venía de una mano como una estrella fugaz.

Adamsberg se levantó y respiró profundamente. Lo tenía. El relámpago de un diamante, proyectado por el movimiento de una mano durante el pregón. El relámpago del sembrador, protegido por el rey de los talismanes. Había estado allí, en algún lugar de la plaza, con su diamante en el dedo.


Por la mañana, en el vestíbulo del aeropuerto de Marignane, recibió la respuesta de Vandoosler.

– He pasado la noche buscando ese jodido extracto -dijo Marc-. La versión que me ha leído ha sido modernizada, refundida en el siglo XIX.

– ¿Entonces? -preguntó Adamsberg, siempre confiando en las posibilidades del vagón cisterna de Vandoosler.

– Troyes. Texto original de 1517.

– ¿Tres?

– La peste en la ciudad de Troyes, comisario. Se lo lleva a usted de paseo.

Adamsberg llamó enseguida a Masséna.

– Buenas noticias, Masséna, va a poder respirar. El sembrador los deja.

– ¿Qué pasa, colega?

– Se va a Troyes, a la ciudad de Troyes.

– Pobre tipo.

– ¿El sembrador?

– El comisario.

– Me largo, Masséna, anuncian mi vuelo.

– Nos volveremos a ver, colega, nos veremos.

Adamsberg llamó a Danglard para comunicarle la misma noticia y pedirle que se pusiese en contacto urgentemente con la ciudad amenazada.

– ¿Nos va a hacer correr por toda Francia?

– Danglard, el sembrador lleva un diamante en el dedo.

– ¿Una mujer?

– Es posible, no lo sé.


Adamsberg apagó su móvil durante el vuelo y lo volvió a encender en cuanto puso el pie en Orly. Consultó el buzón de voz, vacío, y se metió el aparato en el bolsillo apretando los labios.

Загрузка...